Editorial Cenit, 1931. Andreu Nin también realizó la traducción de dicho libro del ruso al castellano.
Hace cinco años que una simple nota en la Prensa daba cuenta de que Boris Savinkov, una de las figuras más destacadas del terrorismo social-revolucionario ruso, se había suicidado arrojándose desde una ventana de la cárcel de Moscú, en que estaba recluido. La noticia de esta muerte, que en otra época hubiera producido sensación, pasó casi inadvertida. Y es que en los últimos años se había producido un acontecimiento histórico de inmensa trascendencia: la revolución de Octubre, que en el fragor de la lucha había asignado a cada cual su puesto. Savinkov, en esa lucha, estuvo del otro lado de las barricadas, con la burguesía y el imperialismo mundial y contra el proletariado triunfante. Ministro de la Guerra con Kererenski, colaboró, después de la caída de éste, con los generales Kaledin, Kornilov, Kolchak y Wrangel; organizó la insurrección antisoviética de Yaroslav, el grupo de terroristas que preparó los atentados contra los caudillos más eminentes de la revolución proletaria, las partidas que, subvencionadas por Inglaterra, Francia, Checoeslovaquia y Polonia, desarrollaron una actividad criminal en el territorio de la primera República obrera. Finalmente, en el verano de 1924, fue detenido en la URSS, adonde se había dirigido clandestinamente con el fin de organizar un complot contrarrevolucionario. Ante el Tribunal que le condenó a muerte, Savinkov reconoció que se había equivocado y que reconocía que la República Soviética contaba con el apoyo decidido de las grandes masas obreras y campesinas del país. El Consejo General ejecutivo de los Soviets le conmutó la pena de muerte por la de diez años de reclusión; pocos meses después, el famoso terrorista se suicidaba. Si su arrepentimiento era sincero, aquel trágico fin fue lógico. El tremendo error sufrido había de hacerle insoportable la existencia, y, para lavar la culpa mediante una colaboración honrada y oscura en el Poder Soviético, era ya tarde: Savinkov tenía cuarenta y seis años y había de pasar diez en la cárcel. Para un hombre como él, esencialmente activo, la muerte era cien veces preferible a la pasividad y a la atmósfera de desconfianza que le rodeaba.
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