Un poumista en las Brigadas Internacionales (Francisco de Cabo)

En las descripciones de los hechos que relato sobre la guerra civil española, puede que se refleje el apasionamiento de un protagonista pero ello no es óbice para que no sea una trascripción fiel. He leído y oído numerosas narraciones y estudios analíticos sobre la guerra civil española e historias de la misma de profesores extranjeros y españoles, como asimismo memorias de protagonistas, pero en ninguna me he sentido identificado e interpretado como en los escritos de George Orwell, un flemático inglés, que en sus verídicas y tiernas páginas impregnadas de calor humano, captó como nadie, en su breve pero intensa estancia entre nosotros, la esencia y razón de nuestra lucha. Sólo cuando se ha estado en el frente, en primera línea -no sólo como turista- padeciendo un frío en la larga noche que te deja tiesa la frazada que te cubre, y, de día, aprovechas el calorcito del sol para desprenderte de los piojos con paciencia franciscana, como también efectuar la dura labor de cavar trincheras desesperadamente para abandonarlas sin haber las usado, y transportar a campo traviesa o montaña arriba el armamento pesado, que te dobla la cintura, y, en fin, ver escenas que te paralizan como la de un muchacho profiriendo gritos que te lastiman, corriendo en zig-zags, como buscando auxilio, con un brazo que le cuelga casi seccionado por la metralla de un obús y caer muerto casi a los pies de uno al final de su loca corta carrera y, después, recorrer siete hospitales militares, estremeciéndome ante visiones dantescas como la de un joven, que sentado al frente de una ventana abierta de par en par se esforzaba en respirar mientras escupía pedazos de pulmón esperando su hora que no tardó en llegar, la lectura de los escritos de Orwell, años después, en el lejano y triste exilio, significó para muchos de nosotros como un bálsamo benefactor, levantando nuestro ánimo, esperanzados de nuevo ante el ejemplo de ese «internacional» que supo manejar tan bien el fusil y mucho mejor la pluma para demostrar que no todo «estaba podrido» en este mundo.

En la persecución sistemática, planeada como si fuera una operación de guerra, para destruir el POUM, le tocó el turno a la División 29, la cual fue disuelta, a mediados de julio de 1937, por una orden del Ministro de Defensa, cuyo titular era en aquel momento Indalecio Prieto. No es este lugar para narrar los pormenores de este suceso que hizo derramar lágrimas de cocodrilo a políticos y militares que intervinieron, entre ellos el coronel San Juan, jefe de Organización Militar del Ministerio, el cual le contestó al comandante de la División 28, de la CNT, García Vivancos, que fue personalmente a Valencia, con la autorización del general Pozas, jefe del Ejército del Este, con el loable propósito de conseguir la anulación de dicha disposición: «la orden no es del ministro, es de Moscú. Si no se obedece a esa gente, nos cortan el suministro de armas». Manida cantinela que se escucharía una y otra vez a través de toda la guerra. Es hora de preguntarse: ¿El fin desastroso de la guerra civil fue el resultado de los medios inmorales de que se valió?

De vuelta a casa me encontraba ante una situación difícil de resolver. ¡Qué determinación tomar! Estaba indeciso. Un día al levantarme, le dije a mi compañera: «He tomado una decisión pero es como tirar una moneda al aire. No me fío -desde el secuestro de Kurt Landau no habían aparecido los esbirros de la GPU: una orden terminante de Manuel de Irujo, Ministro de Justicia, los había frenado-, cualquier día aparecen de nuevo. Prefiero morir en el frente que asesinado clandestinamente en la retaguardia. Iré a la caja de reclutamiento para alistarme como simple soldado. Puede que pase, con un poco de suerte, desapercibido». Dos semanas después recibí una citación para que me presentara en la estación de Francia. Con el tren en marcha desde hacia horas nos enteramos que nuestro destino era Albacete. Para mis adentros, me dije: ¡Vaya jugarreta del destino! ¡Vas a caer en la boca del lobo!». La fama del siniestro André Marty se habla extendido por toda la zona republicana. Se rumoreaban barbaridades del paranoico francés, el cual gozaba del favor de Stalin por haberse negado a luchar contra la URSS en 1919. Este asesino incontrolado, en nombre de la IC, escribía en agosto de 1936: «como única tarea posible…no la realización de la revolución socialista, sino la defensa, la consolidación y el desarrollo de la revolución burguesa democrática». Dada mi peculiar situación no podía confiar en nadie. Las respuestas a mis interrogantes preguntas me las tenía que proporcionar yo mismo. De Albacete nos trasladaron a un pueblo de los alrededores para recibir la instrucción militar y aleccionarnos en política frentepopulista. A unos cuántos, que escogió un oficial después de hacernos un breve test, nos acoplaron a la compañía de ametralladoras pesadas Maxim que ya conocía por haberlas visto en las películas sobre la Revolución de Octubre. Nos destinaron un sargento profesional italiano -entonces me enteré que nuestra unidad sería la XII Brigada Internacional denominada Garibaldi. Largas caminatas de día y de noche cargando en la espalda aquellos pequeños monstruos de acero que se dividían en tres piezas para transportarlos. Montar y desmontar, limpiándolas al mismo tiempo, las piezas de la máquina una y otra vez hasta conseguir efectuar esa labor a ciegas, con los ojos vendados. Efectuar ejercicios de tiro al blanco, desde diversas distancias, e incluso disparar por encima de los compañeros que avanzaban, cuerpo a tierra, apoyándose en los codos. La instrucción era eficiente y éramos tratados, a pesar de lo duro de los ejercicios, como seres humanos. En días alternos, por la tarde, un comisario político venía a darnos la lata con sus monótonas charlas que nos parecían una letanía por su uniformidad. Nos hacían sentar en el suelo con las piernas cruzadas, formando un amplio círculo. El comisario, un extranjero -por su acento debía ser eslavo- que se defendía bastante bien con el castellano, se situaba en el medio de la circunferencia humana y comenzaba su perorata. (la circunstancia de que los oficiales y comisarios fueran extranjeros me favoreció. Mi nombre les era desconocido). Un pequeño grupo nos sentábamos juntos, entre ellos, unos seis o siete, muy jóvenes, pertenecían a la Juventud Comunista del POUM de Gerona (murieron todos en el frente según me informó uno de mi compañía en uno de los hospitales que estuve) y dos o tres cenetistas catalanes. Como si se formara una comunicación telepática entre personas afines, en situaciones tan «peculiares» como aquélla, un gesto, una palabra, una sonrisa, era bastante para entendernos.

Aprovechábamos los momentos de paseo y de descanso, en pleno campo, en que no hay paredes que puedan oír, para hablar y cambiar impresiones. Estábamos hasta la coronilla de las lecciones políticas del burócrata comisario. Repetía sin cesar: «que luchábamos por «una democracia de nuevo cuño»…,»qué la República democrática que se estaba creando en España no se asemejaba a una democrática de tipo común»…»que nuestra lucha contra el fascismo internacional tenía un carácter de lucha nacional, de defensa del país contra la sumisión al extranjero…etc.». Se notaba, a la legua, que recitaba la lección aprendida de su superior jerárquico, Palmiro Togliatti, el teórico del Frente Popular, cuya estrategia política fue aprobada en el VII Congreso de la Komintern. Un día, terminada su charla, dando vueltas lentamente alrededor del círculo, se dirigió al nuestro grupo y señalándome directamente -puede que en mi rostro se reflejara una sonrisa burlona-, me preguntó con tono impertinente: «a ver, tú, que tienes cara de inteligente (esa fue su palabra). ¿Tienes algo qué decir? Respiré profundamente contestándole que sí. Deseaba, le dije, que me explicara el significado de la frase «democracia de nuevo tipo» pues yo no había oído hablar más que de la democracia burguesa como la que regía en Inglaterra y de democracia obrera como la de la URSS. Quedó callado unos momentos, como reflexionando. En ese momento sentí un golpe seco en los riñones que me había dado con el pie uno de los compañeros que se encontraba detrás mío. Me estremecí pero no me di vuelta. Comprendí el mensaje. El comisario recuperó el habla contestándome como pudo. Al terminar le dije que «ahora lo entendía bien». Después, los que estaban a mi alrededor me dijeron, con enfado, que no me expusiera tontamente. ¡Tenían razón!

En otra oportunidad, cuando ya nos íbamos a acostar, se presentó un grupo de cuatro o cinco tipos, con galones de oficiales y de comisarios, todos extranjeros, que venían a efectuar una inspección y charlar con los nuevos reclutas. Me daba la sensación de que pertenecíamos a una colon1a ante tantos jefes extranjeros a los cuales debíamos rendir pleitesía y que incluso nos señalaban lo que teníamos qué pensar. Yo pensaba: ¿cuál de ellos será de la GPU? Me retiré a un rincón que se encontraba en la penumbra para pasar desapercibido pero no lo conseguí. Dos de ellos me vieron y se acercaron. El de más edad me preguntó qué pensaba, qué opinión tenia yo del fascismo. Este me ha puesto en un brete, pensé.¡Cautela! Era peligroso pasarse de listo. De repente se me ocurrió una imagen de escabullimiento. Le contesté que el fascismo, con su brutalidad, era como una fuerte dosis de droga que se autoinyectaba el capitalismo para autosugestionarse con una falsa euforia, pero que después vendría el desastre y sus propia destrucción. Más o menos le dije esta frase rebuscada. El que me hizo la pregunta, miró al otro, diciéndole en francés: «una contestación original» y estrechándome la mano se despidió. Al regresar de una de las largas caminatas nocturnas (Bxtremadura es extrema y dura con un frío que pela), cargados con todo el equipo, me di cuenta que habían registrado mi macuto. Había comenzado una especie de diario, escribiendo con precaución, anotando lo que estaba ocurriendo a mi alrededor. Decidí romperlo y no escribir más. A cincuenta años vista me pregunto aún ¿Cómo pudiste aguantar esta continua tensión? ¡La juventud, quizá! ¡El convencimiento de que la razón estaba de tu parte! Francamente, no sé.

En el frente, la solidaridad no es una palabra hueca, retórica. Los envíos que se recibían de amigos y familiares se repartían hasta dónde alcanzaban. En primera línea desaparecen las discrepancias políticas. El enemigo común, el fascismo, es el único punto de mira. Pero la diferenciación entre los combatientes que provenían de las ciudades industriales y los del campo, en aquella zona de Andalucía y Extremadura, era notoria. En el frente, a pesar del objetivo común de lucha, las clases no desaparecen. Los instructores preferían a los obreros para el manejo de las armas automáticas. Los campesinos, analfabetos en su mayoría, parcos en palabras, eran más lerdos para aprender la instrucción militar. Parecían indiferentes a todo lo que les rodeaba. ¿Qué incentivo debían encontrar cuando les hablaban de que estaban luchando por una «democracia de nuevo tipo»? Estas sutilezas políticas eran incomprensibles para ellos. Incluso, en la relación diaria de camaradería con los combatientes de origen obrero, se comportaban tímidamente, recelosos. Pero no faltaba el que provenía de la clase media del campo, presuntuoso en su comportamiento al querer presentar el papel de señorito de prosapia, al cual, los obreros les gastaban bromas que lo enfurecían. Los que brillaban por su ausencia eran los de la clase alta. Estaban bien resguardados; si no habían huido al extranjero o escondidos, con destinos de imprescindibles. Otra diferenciación que causaba también problemas de convivencia tenía el mismo origen: la tirantez entre los italianos del norte y los del sur. Los del norte, que ocupaban, mayormente los cargos superiores, despreciaban a los del sur. Un veterano garibaldino italiano me llegó a decir, al ver a otros tres compatriotas cantando canciones napolitanas -rasgando uno de ellos una guitarra- que la única solución para que Italia saliera de su atraso era cortar la bota italiana -el símil de la piel de toro español- a la altura del tobillo para que hundiera en el mar. Juicios semejantes -como el de este comunista italiano, dignos de un fascista- se oyen aún hoy en todas partes. Por más que presuman de izquierdistas no han conseguido superar la estructura de carácter social burgués que ha moldeado su manera de ser, determinada por una cultura compuesta de ideas arraigadas hasta la raíz, que se transforman en preceptos fundamentales, los cuales les priva de captar la realidad subyacente. Desconocen u olvidan uno de los conceptos más revolucionarios de Marx: «no es la consciencia de los hombres la que determina su existencia, sino todo lo contrario, es su existencia social la que determina la consciencia». Inconscientemente formulan ideas que les dicta el stato quo social que los envuelve, es decir, los enajena, sin tomar en cuenta que Marx nos enseña que hay que darle vuelta al concepto: cambia las condiciones sociales y surgirá el hombre nuevo, diferente, más de acorde con el concepto igualitario que debe regir las relaciones humanas.

Cuando llegamos a un pueblo -Campanario- de la provincia de Badajoz, procedentes de Albacete, listos para entrar en acción, una nueva sorpresa me iba a deparar la suerte o el destino (Es uno de los inconvenientes de ser ateo. No puedes invocar a ningún ser celestial para que te proteja). A los que habíamos recibido la instrucción del manejo de las Maxim, formados en fila, nos presentaron al capitán de la compañía de ametralladoras, Mario Traverso, un hombre ya canoso que caminaba lentamente apoyado en un bastón. Al pasar delante mío nos reconocimos ipso-facto quedando paralizados ambos unos instantes. Continuó con su revista y a la noche me llamó para decirme, mejor diría para recriminarme, ¡qué hacía allí!, ¡a qué había venido! Le contesté brevemente mi pequeña odisea y ya, más calmado, me dijo: «tenemos que pensar que es lo que podemos hacer para que pases desapercibido» y se le ocurrió la idea genial de nombrarme su ayudante con el cargo provisional de sargento. Ya nadie me haría preguntas ni se fijaría en mi. Automáticamente me considerarían uno de los suyos. Me advirtió que fuera precavido, que me dejara ver lo menos posible. Su decisión era muy arriesgada. Me estremecía el sólo pensar lo que le pasaría a aquel buen hombre si descubrían que había nombrado su ayudante a un «un perro fascista del POUM». Ese gesto fraterno me conmovió. No le dije nada pero nuestras miradas se entendieron perfectamente.

A Mario Traverso lo había conocido en una tertulia, en los primeros meses de la República, del café de La Rambla, hoy desaparecido. Después de más de dos horas de conversación me lo llevé a casa y le dije a mi madre que traía un nuevo huésped, uno de los míos, subrayé -ella ya estaba acostumbrada- y pernoctó en casa, a toda pensión, casi unos dos meses. Un día me dijo que agradecía mi hospitalidad pero que hora de marcharse. Todo tiene un límite. Nunca más lo volví a ver. Cuando lo conocí en el café no tenia un céntimo y hacía pocas horas que había llegado a Barcelona expulsado de Francia. Cuando era aún un adolescente, en los primeros meses del fascismo, se presentó en su casa una Patrulla de cam1sas negras y ante sus ojos, asesinaron a su padre, disparándole a quemarropa. Su padre era un destacado sindicalista. Esta escena -me dijo- lo había marcado para siempre. Con estos breves datos se puede formar el retrato robot ideológico de Mario Traverso. No era puro azar aventurero el que estuviera, a su edad, en primera fila luchando contra el fascismo. Nuestra fraternidad se acentuó apoyándonos el uno en el otro. En los momentos libres caminábamos por el campo, conversando de todo y recuerdo que cuando quería subrayar algo que decía, levantaba el bastón con el brazo extendido como un director de orquesta su batuta. Durante los ejercicios militares en el campo me solicitaba que le dibujara planos topográficos del lugar en que estábamos a pesar de que yo le decía que no era dibujante y que no había estudiado topografía pero él insistía. Lo sorprendente es que después miraba satisfecho los planos que le dibujaba.

Sus galones los tenia bien merecidos. Lo vi en acción, moviéndose de un lado a otro, en el frente de Extremadura, a pesar de su pesadez y bastón, en una de esas operaciones que el argot militar denomina de diversión, para aliviar el frente de Teruel ante la fuerte contraofensiva de los franquistas. No se consiguió el objetivo previsto pero si una diversión macabra. Por la ruta que nos dirigíamos al lugar dónde debía iniciar la operación ofensiva, pasamos por pueblos que nos resonaban, al pronunciarlos, como Zalamea de la Serena, nombres legendarios como Calderón y Lope de Vega. Todas nuestras ofensivas, aunque fueran sólo de diversión, el desarrollo de las mismas era una copia calcada de las anteriores. Éxito inicial, el cual quedaba interrumpido por no saber qué hacer después y por carecer de reservas y del material imprescindible para completar el objetivo táctico previsto, en este caso no muy ambicioso, de apoderarse de Campillo de la Serena. Años después he leído que entre las numerosas bajas se encontraba Duilio Barbaglia, jefe de la batería anticarros. La muerte puede ser cierta pero la batería se componía de un solo cañón antiaéreo, de pequeño calibre, que se usaba como anticarros. En la retirada, un oficial gritaba como un energúmeno a sus subalternos -descendíamos una colina- para que trataran al cañón con cuidado y, sobre todo, que no lo abandonaran. La operación comenzó cerrada la noche, con cautela, con la expresa prohibición de fumar ni de hablar para coger de sorpresa al enemigo. Al oír las explosiones de las bombas de mano, sorprend1endo a los centinelas, era la señal que esperábamos de que las avanzadillas habían llegado a las posiciones enemigas. Una vez en posesión de la cima de la sierra, despejada de enemigos, emplazamos nuestras ametralladoras. La División 45, a la cual pertenecíamos, estaba al mando, en aquel momento, del alemán Hans Kahle, que había reemplazado al famoso austro-húngaro Kléber (Manfred Stern), uno de los llamados a Moscú para ser liquidado. En esta operación intervinieron la XII Brigada (Garibaldi) y la XIII (Dabrowski). Traverso andaba, con su bastón, de un lado dando órdenes a sus tenientes de sección para la colocación de las Maxim y yo pegado a él como una estampilla. Al quedar nuestra ofensiva paralizada, con esa facilidad de maniobra y de reagruparse que poseía el enemigo, cualidades militares de las que nosotros carecíamos, contraatacó con gran ímpetu. Su artillería, compuesta de varias baterías, con certeros tiros, nos achicharraba. A lo lejos, en la ladera opuesta de la montaña, avanzando en zig-zags entre olivares, se veían unas sombras que se movían. Eran marroquíes. Fue entonces que Traverso -no habían instalado aún el teléfono de campaña- me entregó una nota para que fuera a entregarla a un teniente que se encontraba a unos centenares de metros a nuestra izquierda. Cuando aún no había recorrido la mitad de la distancia un obús de 155 m. explotó tan cerca del lugar dónde me encontraba que la expansión me levantó en el aire y al caer llovió tierra encima mío. Un fuerte olor a pólvora, formando una pequeña nube, dificultaba mi respiración. Instintivamente me palpé. No podía creer que me encontrara entero. Me levanté y pude cumplir mi misión de enlace. No tuvo la misma suerte el capitán Traverso. Otro obús lo hirió gravemente en las piernas. No lo vi más. De vuelta, no pude ni acercarme al lugar de dónde había partido. No puedo precisar si fue una orden de retirada o cundió el pánico pero si puedo afirmar que los garibaldinos bajaban la montaña como alma que les llevara el diablo. A medida que pasaba la guerra los mejores elementos, y con experiencia, iban quedando en el camino y los sustitutos no estaban a la misma altura. Las bajas de jefes y oficiales de los brigadistas era elevada. La carencia de profesionalidad era suplida por el coraje incontrolado. Por lo que se refiere a los soldados -la palabra milicianos ya no se pronunciaba-, en su mayoría pertenecientes a las últimas levas, muy jóvenes, no les ofrecían incentivos de carácter revolucionario que los impulsara a luchar con el ímpetu de las milicias de los primeros tiempos. No se llegó a conseguir, por razones conocidas de carácter político, la simbiosis entre el coraje y la disciplina militar. Otra falla de nuestro bando era la deficiente información sobre las fuerzas y reservas estratégicas del enemigo. Zanoni, jefe de la Brigada, en esta operación, se quejó que Hans Kahle, Jefe de la División, los había expuesto inútilmente a un enemigo muy superior en número y mejor pertrechado. Los polacos de la Dabrowski se quejaron que los de la Garibaldi les habían dejado en descubierto sus flancos. El enemigo, en su contraataque, no tuvo necesidad de recurrir a las reservas de otros frentes. Esta operación tuvo lugar en los días 16 y 17 de febrero y el 22 retornaban los franquistas la plaza estratégica de Teruel. La sorpresa mayor fue al regresar a nuestro punto de partida. El comisario nos reunió para echarnos un discurso y comunicarnos, con total desfachatez, que el objetivo de la operación, a pesar de ciertas fallas, se había cumplido. De regreso a Campanario, el nuevo comandante de la compañía -nombraron a un teniente de la misma- me confirmó en el cargo. La invisible buena sombra de Traverso aún me protegía. En el frente, por su monótona repetición, las muertes violentas no te causan sensación ni te afectan demasiado. Simplemente, las aceptas.

El 12 de marzo, desde Campanario, dónde descansábamos con el objeto de cubrir bajas, nos hicieron subir a unos camiones, a los cuales se fueron añadiendo otros de pueblos cercanos, para emprender luego un viaje larguísimo, sin descansar, ni de día ni de noche, hasta llegar a la provincia de Zaragoza. Durante el largo trayecto íbamos en camiones rusos que los llamaban katiuskas. Eran lentos y sus motores resoplaban como si padecieran asma. Como no podían seguir el ritmo de marcha de otra tanda de camiones Ford que iban delante, éstos tenían que parar de tanto en tanto para esperarlos. Sin descansar, después de tan largo e incómodo viaje, nuestra unidad llegó justo para reforzar la línea de defensa establecida detrás del río Guadalope, a poca distancia del pueblo de Maella. La relación de fuerzas era abrumadora en favor de los fascistas y su penetración ofensiva, iniciada el 9 de marzo, era imparable. No hacemos más que llegar y la primera baja fue el jefe del 4º Batallón. Cambiábamos más de jefes que de camisa.

En la noche del 15 al 16 emplazamos las Maxim. A primera hora del día 16 la artillería golpea sin interrupción y la aviación alemana bombardea y ametralla a placer. La caballería mora intenta cruzar el río y nuestras ametralladoras pesadas diezman a los jinetes y a sus cabalgaduras. Con el atardecer llega de nuevo la calma. Ese día los franquistas son rechazados. Oscurecía, en esos instantes en que la luz se diluye poco a poco, cuando oímos unos disparos de fusil, cercanos, provenientes de algún lugar de nuestra espalda y, al mismo tiempo cae un compañero fulminado. Subidos en unos árboles tupidos, unos inf1ltrados detrás de nuestras 11neas nos tiraban con singular prec1s10n. Era difícil ubicarlos. El que te disparen por la espalda causa gran nerviosismo y malhumor. Es como si transgredieran las reglas de la guerra. El cocinero de la compañía, que era la primera vez que se encontraba en primera línea y no cesaba de protestar porqué le habían entregado un fusil, comenzó a temblar. Le di un empujón para que se tirara al suelo y le indiqué una piedra grande que estaba a pocos metros para resguardarnos. Intenté calmarlo diciéndole que una vez anochecido del todo podríamos escabullirnos. No lo conseguí. Presa de pánico, se levantó y comenzó a correr. Lo cazaron como un conejo. Al siguiente día 17 reanudó el enemigo su impetuoso ataque con todos los elementos de que disponía: aviación, artillería, morteros, etc. machacando intensamente nuestras posiciones. Oleada tras oleada de pavas -así denominaban a los grandes bombarderos- descargaban sus bombas y ágiles aviones de caza, que las protegían, a su vez, nos ametrallaban a muy baja altura. Seguidamente le tocaba el turno a la artillería de grueso calibre. y así hora tras hora con breves intervalos de calma. De pronto suena el teléfono de campaña y atiendo un llamado del mando del Batallón. Aún no habían pasado tres minutos -era dificultosa la comunicación- cuando el tubo se desprende de mi mano derecha. La primera sensación no fue de dolor precisamente sino de un frío que se extendía por todo el brazo: era mi sangre que ya estaba traspasando la manga de mi gruesa chaqueta invernal. Sin saber por qué, maquinalmente, consulté la hora en mi reloj de la muñeca izquierda: era las cinco de la tarde en punto. Dos camilleros que se encontraban sólo a unos metros me atendieron rápidamente entablillándome el brazo. Extendido en una camilla -en aquel momento comencé a sentir un dolor profundo y, a la vez, la sensación de que ya no poseía el brazo- se dirigieron, montaña abajo, hacia un bosque en el cual estaba escondida, bajo unos árboles tupidos, una ambulancia. La aviación de la legión Cóndor, con tozudez germánica, continuaba bombardeando y ametrallando pero esta vez con caza-bombarderos. En un descampado, ya en terreno plano, vimos un avión que, en sentido contrario al nuestro, descendía vertiginosamente hasta casi las copas de los árboles. Los camilleros, asustados, y con razón, dejando la camilla en el suelo corrieron a refugiarse debajo de unos árboles cercanos que se encontraban a nuestra izquierda. Tendido en la camilla, inmovilizado, veía venir el avión en línea recta, y tan bajo, que me daba la impresión que se iba a estrellar contra la camilla. Cerré los ojos Y oí el ruidoso tableteo de su ametralladora. Al regresar los camilleros contaron como tres o cuatro perforaciones de bala en la lona de la camilla a escasos centímetros de mi cuerpo. En la ambulancia que estaba esperando se encontraban ya otros heridos. Un muchacho me ayudó a subir y recuerdo, como si hubiera ocurrido ayer, su expresión triste y estas punzantes palabras: «¡Qué suerte tienes! ¡Quién sabe si yo regresaré!». EI viaje hasta el hospital de campaña, a campo traviesa, en terrenos labrados y caminos de animales, no sabría como denominarlo. La ambulancia, en su continuo vaivén, con los gritos de dolor de sus ocupantes, parecía más bien una terrífica coctelera humana.

El Servicio de Sanidad de las Brigadas Internacionales era eficiente y de gran calidad técnica. Y puede que fueran más internacionales que los mismos combatientes, es decir, de más variados países y no necesariamente la mayoría de sus componentes eran estalinistas. Muchos provenían de países en los cuales los comunistas eran una insignificante minoría. Los cuerpos auxiliares de enfermeras, ayudantes de cirugía, farmacéuticos, etc. eran también excelentes. La razón de su eficiencia -al contrario de los militares- es que todos eran profesionales procedentes de países desarrollados. Henri Chrétien, de nacionalidad francesa, era el jefe de sanidad de la XII Brigada y fue el que me operó la primera vez. Antes que me anestesiaran, le rogué, medio en broma medio en serio, que no me hiciera la broma pesada de cortar el brazo. Un proyectil explosivo de ametralladora, disparado por un avión, en vuelo rasante, me atravesó el brazo derecho por su cara externa con salida por la anterior, a la altura del codo, dejando un boquete, después de la operación, de unos siete centímetros. A poco de despertarme, apareció el médico y con una sonrisa cautivante me dijo: «Le hemos salvado el brazo pero no ha sido fácil. Su recuperación será larga». Un diagnóstico posterior decía: fractura conminuta (fragmentos diminutos de hueso) del húmero derecho con atrofia muscular y limitación de movimientos de flexión. La segunda operación la realizó una doctora checoeslovaca que se limitó a extraerme diminutas astillas con unas pinzas. Mientras haya astillas -me dijo- esta herida no se cerrará. La tercera operación la efectuó un médico catalán, traumatólogo, en el hospital de Gandía, por el método de curación de fracturas de guerra del Dr. Josep Trueta que en la guerra de 1939-45 fue adoptado, con gran éxito, por los ejércitos aliados. Cuando desperté, mi brazo estaba de nuevo enyesado pero cerradas también las heridas. Después me colocaban un aparato metálico, con unos alambres, al cual los heridos le habían puesto el nombre de avión, para que pudiera tener el brazo en alto, a la altura del hombro, en un ángulo de 90 grados. En el hospital de Gandía, los visitantes se colocaban un pañuelo ante la nariz. No podían resistir el fuerte desagradable olor que despedían aquellos brazos y piernas enyesadas con sus heridas cerradas, cuyas supuraciones se filtraban, dejando unas manchas amarillas, en el blanco yeso. En algunos heridos, al sacarles el yeso, aparecían gusanitos vivos.

Mi itinerario hospitalario fue variado y extenso. No fue nada fácil superar el trauma psíquico que me dejó la visión de tantos cuerpos jóvenes mutilados, horrorosamente desfigurados; de oír tantos gritos de dolor. La metralla de las bombas y de los obuses dejan marcas y huellas terribles que instintivamente te hacen girar la vista. Han pasado cincuenta años y la memoria permanece inmóvil, constante, como acusándote: «Por más que digas y te esfuerces no podrás relatar toda la verdad». Te deja marcado para lo que te resta de vida. El motivo fundamental de estos traslados era evitar que los combatientes heridos de las Brigadas Internacionales cayeran en manos del enemigo. Se habían dado casos en que los heridos eran rematados en las mismas camas hospitalarias.Del hospital de Gandía nos trasladaron al hospital clínico de Valencia. De Gandía a Valencia viajamos en un tren de trocha angosta, con asientos de madera, de edad venerable para un ferrocarril. Parecía un ferrocarril de los que salían en las películas del Oeste, con secuencias de películas mudas al estilo de las de Chaplin o Buster Keaton. Después de muchos esfuerzos, se consiguió ubicarnos dentro de los pequeños vagones. La inmensa mayoría íbamos enyesados y no era nada fácil entrar por las puertas angostas y ocupar los as1entos. Algunos tuv1eron que entrar, empujados por detrás, por las ventanillas y otros viajar extendidos en los pasillos.

El dolor no me dejaba dormir a pesar de que me habían dado un calmante. Pero ese dolor insoportable fue mi salvación. Era casi la madrugada cuando vi que el cabo enfermero de la sala despertaba, de uno a uno, en silencio, a todos los que habían venido conmigo. Cuando terminó -tenía una lista en la mano- le pregunté porqué yo no iba con ellos, listos ya para salir. Me contestó que no estaba en la lista. ¡No puede ser!, le digo. ¡Debe haber un error!. Vuelve a revisar y consultar el libro de entradas y se da cuenta que me habían anotado como perteneciente a una Brigada española. Me ayuda a vestirme y me agrego al grupo de internacionales heridos con destino a la estación. Allí nos esperaba un largo tren sanitario que estaba ya casi lleno. Fue el último que consiguió pasar el puente ferroviario sobre el Ebro. A las pocas horas después fue definitivamente destruido por la aviación enemiga luego de muchos intentos infructuosos que sólo lo habían dañado. El mismo día que llegamos a la estación de Francia de Barcelona los fascistas se mojaban los pies en el pueblo mediterráneo de Vinaroz.Si el calmante que me dieron me hubiera surtido efecto habría caído en la encerrona de la zona del Centro. Para mi, como para tantos otros miles que encontraron un trágico fin, no hubiera habido barcos ni aviones disponibles como lo consiguieron los jefazos estalinianos, tanto de la Kominteren, de la GPU como del Partido, como Togliatti, Geroe, Carrillo, Claudin, Galán, Antón, Checa, allego, Uribe y tantos otros.

Al llegar el tren a su destino, Barcelona, tuve el tiempo justo de abrazar -es un decir- a mi compañera. Pasadas unas horas nos trasladaron a Vic, en otro convento convert1do en hosp1tal y tras una estancia de unas dos semanas, nuevo traslado. Esta vez al Monasterio de Montserrat, en el cual, desde una galería cerrada con grandes ventanales, cómodamente instalados, contemplábamos el magnifico paisaje a la caída de la tarde.¡Saben vivir los frailes! comentaba uno de mis compañeros. Pero la buena vida dura poco. Viajamos de nuevo a Barcelona para que en el hospital militar, único que poseía aparatos adecuados para la fisioterapia, efectuara ejercicios para recuperar el movimiento del brazo del cual no podía ni mover los dedos de la mano. Y el último traslado fue a la Clínica Militar nº 7 de Mataró, instalada en otro convento de monjas.

La guerra civil tuvo la virtud de que muchos conventos sirvieran para una verdadera labor humanitaria. El 25 de enero de 1939, un día antes de la entrada de los fascistas en Barcelona, el médico-jefe de la Clínica me entregó un certificado en el cual constaba que pasé «la revista de comisario» del mes de enero en la misma y diciéndome, igual que a los demás que estábamos en condiciones físicas para valernos por si mismos, que podíamos irnos a dónde quisiéramos. Nuestra única alternativa era unirnos a la multitudinaria caravana de civiles de todas las edades y sexos, cargados de paquetes y utensilios de todas clases, cuyo aspecto de derrotados, física y moralmente, era deprimente. Nuestra despedida de los demás heridos que estaban inmovilizados en sus camas fue patética. Un muchacho joven -a mis 28 años ya me consideraba un viejo- herido en ambas piernas, deslizándosele unas lágrimas por las mejillas, me dijo sólo dos palabras, que en aquel momento valían todo el significado que encierran:»¡Buena suerte!

En el curso de mi larga curación salió en la Gaceta del Ministerio de Defensa, mi nombramiento de capitán de milicias, firmado por Indalecio Prieto. Otra de las incongruencias de nuestra guerra. El mismo Ministro que firmó la orden de disolución de la División 29 del POUM, meses después firmó los nombramientos de los oficiales de la misma. En ese lapso se había enemistado con los comunistas. Poco después dimitió. Sería más exacto decir que fue expulsado del Ministerio. La sombra alargada tenebrosa de la GPU no llegaba a los hospitales pero si a mi casa. Mi situación, al salir a la carretera que iba hacia la frontera, era angustiosa, de intensa aflicción por ignorar el paradero de mi compañera, prisionera en una de las chekas estalinistas por haberse negado a informar del lugar dónde me encontraba; pero ésta es otra historia. Desde el 17 de marzo de 1938 hasta el 25 de enero de 1939 estuve hospitalizado, trasladado de un lado a otro de la zona republicana según los avatares de la guerra sin que los sicarios estalinistas me encontraran. ¿Cómo podían sospechar que estaba escondido involuntariamente en una de sus principales guaridas?

Mi convivencia en el frente con los voluntarios internacionales antifascistas, en su mayoría comunistas alineados de buena fe -no hay por qué dudarlo aunque sea muy difícil comprenderlo-, enzarzados en una lucha a muerte, jalonada de derrotas y en inferioridad de condiciones, puso de manifiesto su altruismo, se heroico comportamiento y su solidaridad de clase -el 80% pertenecían a la clase obrera-.

Los «brigadistas», subordinando sus principios comunistas a una grosera política pragmática -giro obligado a una errónea política anterior- no se daban cuenta que eran utilizados descaradamente como carne de cañón, y este pragmatismo no tenía otro objetivo que defender los intereses específicos de la élite burocrática soviética, entronizada en el poder por una serie de factores históricos objetivos que prepararon su advenimiento. Incluso entre la burocracia existen clases. Decenas de serviles asesores, diplomáticos y militares, Stalin consideró no habían seguido al pie de la letra su consigna: «Permaneced fuera del alcance de la artillería», Esta frase tenía un doble sentido: no os contaminéis del trasfondo revolucionario de la guerra civil española. Los que se contaminaron, fueron liquidados. El aspecto desolador del movimiento obrero revolucionario de hoy es el alto precio que se está pagando por los errores y traiciones del «gran organizador de derrotas».

Con el sugestivo título de «El principio del fin», León Trotski publicó el 16 de octubre de 1937, cuatro y cinco meses después de los «Hechos de Mayo» y el asesinato de Andrés Nin, un artículo en el Socialist Appeal del cual entresaco las siguientes líneas:

«De la misma manera que Stalin necesita chivos expiatorios para sus propios errores en materia de política interior, igualmente, las derrotas que su política reaccionaria han ocasionado en España, le han obligado a buscar la salvación en la destrucción de la vanguardia revo1ucionaria. (…) Nadie, excepto Hitler, ha asestado tantos golpes mortales al socialismo Como Stalin. No hay en ello nada de sorprendente: Hitler ha atacado a la clase obrera desde fuera, mientras Stalin lo hace desde dentro. Hitler ataca al marxismo, Stalin no se contenta con atacarlo, lo prostituye».

Edición digital de la Fundación Andreu Nin, 2001
 

Sobre el autor: Cabo, Francesc de

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