Orwell toma café en Huesca (Saludo de Enrique del Olmo, 2024)

Querido Víctor

Queridos amigos y amigas de Huesca:

Recibid el saludo y la felicitación de la Fundación Andreu Nin por la iniciativa de la Escultura Publica dedicada a George Orwell, que hoy inauguráis.

Para la FAN Huesca es una clara referencia en la recuperación de la Memoria de nuestra historia, la maravillosa exposición que con el mismo titulo “Tomaremos café en Huesca”, organizasteis y donde pudimos colaborar, junto a la Fundación que lleva su nombre con la obra de Eugenio Fernández Granell. “Elegia a Andreu Nin”.

También el pasado mes de septiembre nos acogisteis para realizar una etapa de las Jornadas de Homenaje a Maurín, que hicimos en Aragón reivindicando al maestro de Bonansa. La hospitalidad y la participación no la podremos olvidar.

Ahora que estáis viviendo el intento de borrar la historia que se perpetra con la denominada “Ley de Concordia”, se hace no sólo mas necesario sino directamente imprescindibles las iniciativas ciudadanas como la vuestra que fijan lo mejor de de vuestra historia en figuras como George Orwell o Ramón Acín.

Orwell es un símbolo de la lucha contra los totalitarismo, y esto en el mundo actual es una permanente referencia y una continua enseñanza.

De nuevo recibid nuestro mas afectuoso abrazo.

 

Enrique del Olmo

Presidente de la Fundación Andreu Nin

Huesca, 19 de mayo de 2024

El socialismo británico de Orwell (Juan Manuel Vera, 2022)

Este texto forma parte del libro Contra las oligarquías (Juan Manuel Vera, 2022).

Orwell era un rebelde. Y como tal, nunca le importó la posibilidad de quedarse aislado defendiendo ideas que consideraba justas, ya fuera frente a la opinión general o a la de los intelectuales de la izquierda.

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El camino a Wigan Pier. Orwell, 120 aniversario (Jesús Jaén Urueña, 2023)


George Orwell ha sido y es una de las grandes referencias de la lucha contra todo tipo de totalitarismos, ya fueran regímenes capitalistas o los mal llamados comunistas. Sus novelas: Rebelión en la granja o 1984 siguen siendo leídas por millones de personas de todas las edades. Esta reseña es un pequeño homenaje a una personalidad única. Orwell nació el 25 de junio de 1903. Fue novelista, ensayista y periodista. El camino a Wigan Pier es una crónica personal que hizo en 1936 unos meses antes de marchar a España para combatir en el frente junto con otros brigadistas de las columnas del POUM. En El camino a Wigan Pier Orwell se adentra en el mundo de la clase obrera del norte de Inglaterra; en las minas, en sus hogares, en las fábricas y acaba con unas reflexiones sobre lo que él entiende por socialismo.

Orwell no era marxista, ni siquiera -creo- era un socialista racionalista como muchos intelectuales de su época. El socialismo que defendió a lo largo de toda su vida era poderosamente crítico, intuitivo, emocional y profundamente humano. Por lo tanto, no busquemos en Orwell el rigor del marxismo o el academicismo de un socialista materialista. Para él, la esencia del socialismo eran valores que en El camino a Wigan Pier sintetiza como la Justicia y la Libertad. Sus conceptos: socialismo, democracia, libertad, fraternidad e igualdad son muy personales; no están en los manuales de la época ni en la literatura marxista. Su preocupación por las condiciones de vida y trabajo de las clases obreras forma parte de la tradición de los mejores historiadores ingleses: E. P. Thompson, Eric Hobsbawm o anteriormente John Lawrence y Bárbara Hammond (Barbara Bradby).

El camino hacia el socialismo, dice Orwell, es imposible sin la rama principal sobre la que se asienta, que es la democracia. Por eso critica al comunismo (el Estado soviético) de vivir con los ojos pegados a los datos económicos, presuponiendo que el hombre no tiene alma e… instalados en una “utopía materialista”. El desencanto de Orwell con los socialistas aburguesados británicos se transforma en un alegato implacable contra el régimen de Stalin, al que compara con los fascismos en España e Italia o con el nazismo de Hitler. De esa intuición, doce años después, nacieron sus dos grandes novelas: Rebelión en la granja y 1984 pero también una cantidad importante de ensayos como ¿Qué es el socialismo? escrito en 1946.

Orwell tenía una personalidad pragmática pero no concibe el socialismo como la electrificación con soviets (como dijo Lenin), y mucho menos ¡sin soviets! (como impondría Stalin); prescindiendo de la libertad y de la democracia no se avanza al socialismo, sino a la dictadura como quedó demostrado a lo largo de todo el siglo XX.

También Orwell apunta a una reflexión importante, cuando en El camino a Wigan Pier señala que el socialismo es una doctrina nacida de la industrialización y que necesita un nivel muy alto de mecanización (al menos similar al de EEUU en esos momentos). Una reflexión muy actual, a tenor de la crisis climática que estamos viviendo en el siglo XXI. De ahí no solo la responsabilidad de EEUU, Gran Bretaña, Alemania, Japón, etc., sino también de los países que se dijeron “socialistas”, como la URSS o China. Esto nos llevaría a preguntarnos si el centro de la ruptura con el modelo capitalista es solamente la estructura económica o, por el contrario, llegar a superar una civilización material basada en la reproducción social de todos los valores precedentes.

Esa búsqueda de Orwell por un socialismo humano (de y para la humanidad), a la que hoy deberíamos agregarle la dimensión ecológica y feminista, es poderosamente auténtica y libre de esquematismos. Es verdad que en Orwell podemos encontrar errores conceptuales, desatinos, desconexiones, irreverencias o incluso groserías (como cuando insiste en el olor insoportable de todo lo que rodea a la miseria de las clases obreras del norte de Inglaterra); pero todo su ensayo (El camino a Wigan Pier) tiene el mérito impagable de la autenticidad construida por una vivencia personal. La misma con la que escribió Homenaje a Catalunya tras los sucesos de mayo de 1937 en Barcelona.

En esa autenticidad vivida como sujeto, ya sea en las minas de Durham o en las trincheras de Teruel, Orwell se mueve como pez en el agua. Es un narrador excepcional, realista y en su fría apariencia, resulta más que convincente: sensible a las pasiones y sufrimientos humanos. Como cuando describe desde el vapor de un tren en marcha hasta una joven mujer obrera de tan solo veinte y cinco años, pero que por sus rasgos físicos castigados por el trabajo y los abortos realmente representaría unos cuarenta.

Orwell nunca engaña al lector. Se considera un inglés de clase media aceptado más o menos por esos obreros del norte. No idealiza a la clases trabajadoras, pero no se sitúa por encima de ellas como la mayoría de los intelectuales socialistas de su época. Hacia ellos descarga toda su ironía: “barbudos, bebedores de zumos”, que utilizan un léxico alejado del lenguaje de las clases a las que dicen representar. Haciendo gala de su fina ironía cuenta una anécdota de la Historia de la Comuna escrita por Lissagaray. Las autoridades estaban fusilando a los cabecillas, y como no sabían quienes eran los iban eliminando basándose en el principio de que los jefes de la revuelta serían los que pertenecían a las capas más altas o los más cultos: “A un hombre lo fusilaron porque llevaba un reloj. A otro porque tenía cara de inteligente. No me gustaría que me mataran por tener cara de inteligente, pero sí estoy de acuerdo en que prácticamente en todas las revueltas los líderes serían aquellos que supieran pronunciar todas las letras” (El camino a Wigan Pier).

Mayo 2023

Orwell: un socialista incatalogable (Pepe Gutiérrez-Álvarez)

En una breve información biográfica escrita en 1940, en la que se habla menos de política y más de lo cotidiano, Orwell nos ofrece el siguiente autorretrato de los cuatro últimos años de aquella década infame:»…Serví durante cuatro meses en el frente de Aragón, en las milicias del POUM, donde fui seriamente herido, pero felizmente sin consecuencias ulteriores. Después, al mar­gen de un invierno que pasé en Marruecos, no puedo afir­mar honestamente que haya hecho otra cosa más que escribir libros, criar gallinas y hacer hervir las legumbres. Lo qué he descubierto en España y lo que he visto a con­tinuación sobre el funcionamiento de los partidos políticos, me ha provocado gran horror por la política. Fui durante un tiempo miembro del Partido Laborista Independiente (ILP), pero lo abandoné al comienzo de esta guerra, ya que consideré que lo que decían no tenía sentido y que su línea política no podía hacer las cosas más fáciles a Hitler. Soy profundamente “de izquierdas”, pero pienso que un escri­tor no puede mantener su honestidad mas que quedando al margen de las etiquetas de los partidos. Continuar leyendo «Orwell: un socialista incatalogable (Pepe Gutiérrez-Álvarez)»

Por qué escribo (George Orwell, 1946)

Texto publicado originariamente en la revista Gangrel nº 4, verano de 1946. Traducción de Rafael Vázquez Zamora.

Desde muy corta edad, quizá desde los cinco o seis años, supe que cuando fuese mayor sería escritor. Entre los diecisiete y los veinticuatro años traté de abandonar ese propósito, pero lo hacía dándome cuenta de que con ello traicionaba mi verdadera naturaleza y que tarde o temprano habría de ponerme a escribir libros.

Era yo el segundo de tres hermanos, pero me separaban de cada uno de los dos cinco años y apenas vi a mi padre hasta que tuve ocho. Por ésta y otras razones me hallaba solitario, y pronto fui adquiriendo desagradables hábitos que me hicieron impopular en mis años escolares. Tenía la costumbre de chiquillo solitario de inventar historias y sostener conversaciones con personas imaginarias, y creo que desde el principio se mezclaron mis ambiciones literarias con la sensación de estar aislado y de ser menospreciado. Sabía que las palabras se me daban bien, así como que podía enfrentarme con hechos desagradables creándome una especie de mundo privado en el que podía obtener ventajas a cambio de mi fracaso en la vida cotidiana. Sin embargo, el volumen de escritos serios, es decir, realizados con intención seria, que produje en toda mi niñez y en mis años adolescentes no llegó a una docena de páginas. Escribí mi primer poema a la edad de cuatro o cinco años (se lo dicté a mi madre). Tan sólo recuerdo de esa «creación» que trataba de un tigre y que el tigre tenía «dientes como de carne», frase bastante buena, aunque imagino que el poema sería un plagio de «Tigre, tigre», de Blake. A mis once años, cuando estalló la guerra de 1914-1918, escribí un poema patriótico que publicó el periódico local, lo mismo que otro, de dos años después, sobre la muerte de Kitchener. De vez en cuando, cuando ya era un poco mayor, escribí malos e inacabados «poemas de la naturaleza» en estilo georgiano. También, unas dos veces, intenté escribir una novela corta que fue un impresionante fracaso. Ésa fue toda la obra con aspiraciones que pasé al papel durante todos aquellos años.

Sin embargo, en ese tiempo me lancé de algún modo a las actividades literarias. Por lo pronto, con material de encargo que produje con facilidad, rapidez y sin que me gustara mucho. Aparte de los ejercicios escolares, escribí vers d’occasion, poemas semicómicos que me salían en lo que me parece ahora una asombrosa velocidad -a los catorce escribí toda una obra teatral rimada, una imitación de Aristófanes, en una semana aproximadamente- y ayudé en la redacción de revistas escolares, tanto en los manuscritos como en la impresión. Esas revistas eran de lo más lamentablemente burlesco que pueda imaginarse, y me molestaba menos en ellas de lo que ahora haría en el más barato periodismo. Pero junto a todo esto, durante quince años o más, llevé a cabo un ejercicio literario: ir imaginando una «historia» continua de mí mismo, una especie de diario que sólo existía en la mente. Creo que ésta es una costumbre en los niños v adolescentes. Siendo todavía muy pequeño, me figuraba que era, por ejemplo, Robin Hood, y me representaba a mi mismo como héroe de emocionantes aventuras, pero pronto dejó mi «narración» de ser groseramente narcisista y se hizo cada vez más la descripción de lo que yo estaba haciendo y de las cosas que veía. Durante algunos minutos fluían por mi cabeza cosas como estas: «Empujo la puerta y entró en la habitación. Un rayo amarillo de luz solar, filtrándose por las cortinas de muselina, caía sobre la mesa, donde una caja de fósforos, medio abierta, estaba junto al tintero. Con la mano derecha en el bolsillo, avanzó hacia la ventana. Abajo, en la calle, un gato con piel de concha perseguía una hoja seca», etc., etc. Este hábito continuó hasta que tuve unos veinticinco años, cuando ya entré en mis años no literarios. Aunque tenía que buscar, y buscaba las palabras adecuadas, daba la impresión de estar haciendo contra mi voluntad ese esfuerzo descriptivo bajo una especie de coacción que me llegaba del exterior. Supongo que la «narración» reflejaría los estilos de los varios escritores que admiré en diferentes edades, pero recuerdo que siempre tuve la misma meticulosa calidad descriptiva.

Cuando tuve unos dieciséis años descubrí de repente la alegría de las palabras; por ejemplo, los sonidos v las asociaciones de palabras. Unos versos de Paraíso perdido, que ahora no me parecen tan maravillosos, me producían escalofríos. En cuanto a la necesidad de describir cosas, ya sabia a qué atenerme. Así, está claro qué clase de libros quería yo escribir, si puede decirse que entonces deseara yo escribir libros. Lo que más me apetecía era escribir enormes novelas naturalistas con final desgraciado, llenas de detalladas descripciones y símiles impresionantes, y también llenas de trozos brillantes en los cuales serían utilizadas las Palabras, en parte, por su sonido. Y la verdad es que la primera novela que llegué a terminar, Días de Birmania, escrita a mis treinta años pero que había proyectado mucho antes, es más bien esa clase de libro.

Doy toda esta información de fondo porque no creo que se puedan captar los motivos de un escritor sin saber antes su desarrollo al principio. Sus temas estarán determinados por la época en que vive -por lo menos esto es cierto en tiempos tumultuosos y revolucionarios como el nuestro-, pero antes de empezar a escribir habrá adquirido una actitud emotiva de la que nunca se librará por completo. Su tarea, sin duda, consistirá en disciplinar su temperamento v evitar atascarse en una edad inmadura, o en algún perverso estado de ánimo: pero si escapa de todas sus primeras influencias, habrá matado su impulso de escribir. Dejando aparte la necesidad de ganarse la vida, creo que hay cuatro grandes motivos para escribir, por lo menos para escribir prosa. Existen en diverso grado en cada escritor, y concretamente en cada uno de ellos varían las proporciones de vez en cuando, según el ambiente en que vive. Son estos motivos:

1. El egoísmo agudo. Deseo de parecer listo, de que hablen de uno, de ser recordado después de la muerte, resarcirse de los mayores que le despreciaron a uno en la infancia, etc., etc. Es una falsedad pretender que no es éste un motivo de gran importancia. Los escritores comparten esta característica con los científicos, artistas, políticos, abogados, militares, negociantes de gran éxito, o sea con la capa superior de la humanidad. La gran masa de los seres humanos no es intensamente egoísta. Después de los treinta años de edad abandonan la ambición individual -muchos casi pierden incluso la impresión de ser individuos y viven principalmente para otros, o sencillamente los ahoga el trabajo. Pero también está la minoría de los bien dotados, los voluntariosos decididos a vivir su propia vida hasta el final, y los escritores pertenecen a esta clase. Habría que decir los escritores serios, que suelen ser más vanos y egoístas que los periodistas, aunque menos interesados por el dinero.

2. Entusiasmo estético. Percepción de la belleza en el mundo externo o, por otra parte. en las palabras y su acertada combinación. Placer en el impacto de un sonido sobre otro, en la firmeza de la buena prosa o el ritmo de un buen relato. Deseo de compartir una experiencia que uno cree valiosa y que no debería perderse. El motivo estético es muy débil en muchísimos escritores, pero incluso un panfletario o el autor de libros de texto tendrá palabras y frases mimadas que le atraerán por razones no utilitarias; o puede darle especial importancia a la tipografía, la anchura de los márgenes, etc. Ningún libro que esté por encima del nivel de una guía de ferrocarriles estará completamente libre de consideraciones estéticas.

3. Impulso histórico. Deseo de ver las cosas como son para hallar los hechos verdaderos y almacenarlos para la posteridad.

4. Propósito político, y empleo la palabra «político» en el sentido más amplio posible. Deseo de empujar al mundo en cierta dirección, de alterar la idea que tienen los demás sobre la clase de sociedad que deberían esforzarse en conseguir. Insisto en que ningún libro está libre de matiz político. La opinión de que el arte no debe tener nada que ver con la política ya es en sí misma una actitud política.

Puede verse ahora cómo estos varios impulsos luchan unos contra otros y cómo fluctúan de una persona a otra y de una a otra época. Por naturaleza -tomando «naturaleza» como el estado al que se llega cuando se empieza a ser adulto- soy una persona en la que los tres primeros motivos pesan más que el cuarto. En una época pacífica podría haber escrito libros ornamentales o simplemente descriptivos v casi no habría tenido en cuenta mis lealtades políticas. Pero me he visto obligado a convertirme en una especie de panfletista. Primero estuve cinco años en una profesión que no me sentaba bien (la Policía Imperial India, en Birmania), y luego pasé pobreza y tuve la impresión de haber fracasado. Esto aumentó mi aversión natural contra la autoridad y me hizo darme cuenta por primera vez de la existencia de las clases trabajadoras, así como mi tarea en Birmania me había hecho entender algo de la naturaleza del imperialismo: pero estas experiencias no fueron suficientes para proporcionarme una orientación política exacta. Luego llegaron Hitler, la guerra civil española, etc. Éstos y otros acontecimientos de 1936-1937 habían de hacerme ver claramente dónde estaba. Cada línea seria que he escrito desde 1936 lo ha sido, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y a favor del socialismo democrático, tal como yo lo entiendo. Me parece una tontería, en un periodo como el nuestro, creer que puede uno evitar escribir sobre esos temas.

Todos escriben sobre ellos de un modo u otro. Es sencillamente cuestión del bando que uno toma y de cómo se entra en él. Y cuanto más consciente es uno de su propia tendencia política, más probabilidades tiene de actuar políticamente sin sacrificar la propia integridad estética e intelectual.

Lo que más he querido hacer durante los diez años pasados es convertir los escritos políticos en un arte. Mi punto de partida siempre es de partidismo contra la injusticia. Cuando me siento a escribir un libro no me digo: ‘Voy a hacer un libro de arte.» Escribo porque hay alguna mentira que quiero dejar al descubierto, algún hecho sobre el que deseo llamar la atención. Y mi preocupación inicial es lograr que me oigan. Pero no podría realizar la tarea de escribir un libro, ni siquiera un largo artículo de revista, si no fuera también una experiencia estética. El que repase mi obra verá que aunque es propaganda directa contiene mucho de lo que un político profesional consideraría irrelevante. No soy capaz, ni me apetece, de abandonar por completo la visión del mundo que adquirí en mi infancia. Mientras siga vivo y con buena salud seguiré concediéndole mucha importancia al estilo en prosa, amando la superficie de la Tierra. Y complaciéndome en objetos sólidos y trozos de información inútil. De nada me serviría intentar suprimir ese aspecto mío. Mi tarea consiste en reconciliar mis arraigados gustos y aversiones con las actividades públicas, no individuales, que esta época nos obliga a todos a realizar.

No es fácil. Suscita problemas de construcción y de lenguaje e implica de un modo nuevo el problema de la veracidad. He aquí un ejemplo de la clase de dificultad que surge. Mi libro sobre la guerra civil española, Homenaje a Cataluña, es, desde luego, un libro decididamente político, pero está escrito en su mayor parte con cierta atención a la forma y bastante objetividad. Procuré decir en él toda la verdad sin violentar mi instinto literario. Pero entre otras cosas contiene un largo capítulo lleno de citas de periódicos y cosas así, defendiendo a los trotskistas acusados de conspirar con Franco. Indudablemente, ese capítulo, que después de un año o dos perdería su interés para cualquier lector corriente, tenía que estropear el libro. Un crítico al que respeto me reprendió por esas páginas: «¿Por qué ha metido usted todo eso?», me dijo. «Ha convertido lo que podía haber sido un buen libro en periodismo.» Lo que decía era verdad, pero tuve que hacerlo. Yo sabía que muy poca gente en Inglaterra había podido enterarse de que hombres inocentes estaban siendo falsamente acusados. Y si esto no me hubiera irritado, nunca habría escrito el libro.

De una u otra forma este problema vuelve a presentarse. El problema del lenguaje es más sutil y llevaría más tiempo discutirlo. Sólo diré que en los últimos años he tratado de escribir menos pintorescamente v con más exactitud. En todo caso, descubro que cuando ha perfeccionado uno su estilo, ya ha entrado en otra fase estilística. Rebelión en la granja fue el primer libro en el que traté, con plena conciencia de lo que estaba haciendo, de fundir el propósito político y el artístico. No he escrito una novela desde hace siete años, aunque espero escribir otra enseguida. Seguramente será un fracaso -todo libro lo es-, pero sé con cierta claridad qué clase de libro quiero escribir.

Mirando la última página, o las dos últimas, veo que he hecho parecer que mis motivos al escribir han estado inspirados sólo por el espíritu público. No quiero dejar que esa impresión sea la última. Todos los escritores son vanidosos, egoístas y perezosos, y en el mismo fondo de sus motivos hay un misterio. Escribir un libro es una lucha horrible y agotadora, como una larga y penosa enfermedad. Nunca debería uno emprender esa tarea si no le impulsara algún demonio al que no se puede resistir y comprender. Por lo que uno sabe, ese demonio es sencillamente el mismo instinto que hace a un bebé lloriquear para llamar la atención. Y, sin embargo, es también cierto que nada legible puede escribir uno si no lucha constantemente por borrar la propia personalidad. La buena prosa es como un cristal de ventana. No puedo decir con certeza cuál de mis motivos es el más fuerte, pero sé cuáles de ellos merecen ser seguidos. Y volviendo la vista a lo que llevo escrito hasta ahora, veo que cuando me ha faltado un propósito político es invariablemente cuando he escrito libros sin vida y me he visto traicionado al escribir trozos llenos de fuegos artificiales, frases sin sentido, adjetivos decorativos y, en general, tonterías.

Una ejecución (George Orwell, 1931)

Adelphi, 1931. Versión castellana de Carlos Artola.

Ocurrió en Birmania, una mojada mañana durante la estación de las lluvias. Una luz enfermiza, como de papel de aluminio amarillento, se colaba sobre los altos muros y llegaba hasta el patio de la cárcel. Estábamos esperando cerca de las celdas de los condenados, que eran unos cobertizos semejantes a pequeñas jaulas para animales cerrados frontalmente por barrotes dobles. Continuar leyendo «Una ejecución (George Orwell, 1931)»

Tras los pasos de Orwell (Víctor Pardo Lancina, 2007)

Texto publicado originalmente en Heraldo de Aragón

La Guerra Civil española dejó huellas muy hondas en la comarca de Los Monegros y, sobre todo, en la sierra de Alcubierre, espina dorsal del territorio y muro de contención para ambos bandos desde el inicio del conflicto hasta marzo de 1938, cuando se rompió el frente de Aragón.

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Orwell y la revolución rusa (Pepe Gutiérrez-Álvarez, 2003)

En 1943, cuando el fin de la guerra parecía ya decidido, y Orwell perdía poco a poco sus ilusiones revolucionarias ligadas a la contienda, regresó a su añorado terreno de la novela y comenzó a escribir con rapidez y agilidad el primer libro del que se sintió plenamente satisfecho, Animal Farm (Rebelión en la granja). Continuar leyendo «Orwell y la revolución rusa (Pepe Gutiérrez-Álvarez, 2003)»

La conexión de Orwell con Eastbourne (Pello Erdoziain)

Iniciativa Socialista, número 70, octubre 2003.

El autor británico George Orwell, nombre literario correspondiente a Eric Arthur Blair, nació en Motihari (India) el 25 de Junio de 1903 y murió en Londres el 21 de enero de 1950. Logró preeminencia como escritor a finales de la década de los cuarenta del siglo pasado como autor de dos brillantes sátiras atacando al totalitarismo. Por las novelas, ensayos, artículos periodísticos y críticas que él escribió durante los años treinta y posteriores del pasado siglo, se le considera como uno de los más importantes e influyentes autores del siglo XX.
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Orwell: los años jóvenes (Pepe Gutiérrez-Álvarez)

En la sugestiva biografía de George Orwell la vida y la literatura se conjugan de una forma extraordinaria. Su verdadero nombre fue Eric Arthur Blair, y nació el 25 de junio de 1903 en Motihari {Bengala, India). Fue el segundo hijo –precedió a dos hermanas–, de un matrimonio anglo-indio compuesto por Richard Blair. hijo de un vicario y empleado del Departamento de Opio y por Ida Mabel Limouzin, de origen francés e hija de un comerciante de Birmania. Su padre no influyó decisivamente en su desarrollo personal. Se trataba de un hombre de corte tradicional y sin inquietudes dignas de reseñar. A los cuatro años Eric regresó con su madre a Inglaterra, y por lo tanto quedó bajo el influjo de ésta. que era dieciocho años más joven que su marido y mucho más culta e inquieta que él. Cuando Richard volvió a Inglaterra. Eric tenía ya ocho años y estaba a punto de ingresar en St. Cyprien.

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