Este texto forma parte del libro Contra las oligarquías (Juan Manuel Vera, 2022)
La figura de Trotski tiene muchas facetas. Fue un dirigente revolucionario en 1905. En el proceso posterior a febrero de 1917 se convirtió en uno de los organizadores de la toma del poder por el partido bolchevique en octubre. Compartió con Lenin el gobierno en los primeros años del poder soviético. Se le recuerda históricamente como el más importante opositor a la consolidación del poder de Stalin y, también, como un notable escritor. En la última década de su vida intentó desesperadamente construir una alternativa internacional del marxismo revolucionario frente al estalinismo.
Trotski ha gozado de una notable atención historiográfica, motivada por la singularidad de su trayectoria tanto de dirigente de la revolución de Octubre como cabeza más notable de la oposición a Stalin. El interés que ha suscitado como personaje histórico no siempre ha ido acompañado de un análisis crítico de su pensamiento. En este sentido, la actitud de muchos trotskistas merece ser comentada. Llevados de un notorio sentido de la ortodoxia respecto a una fuente originaria, la revolución rusa, han abordado la exposición y la actualización formal de las teorías de Trotski alejándose temerosamente de todo lo que podía suponer un cuestionamiento o un replanteamiento de las tesis consideradas intocables y que forman parte de la identidad con que sus seguidores han querido identificarse.
La actitud intelectual del mejor Trotski era más abierta, consideraba la mayor parte de sus posiciones y elaboraciones como trabajos provisionales, que rectificaba continuamente, susceptibles de enmienda ante la prueba de los cambios históricos y expuestos, por tanto, al debate y a la crítica de los hechos. Es cierto que, a partir de 1917, la adhesión al leninismo fue excluida de ese marco de crítica y autocrítica, generando una zona de intenso pensamiento dogmático donde no operaba la posibilidad de cuestionamiento. Y eso fue heredado por sus seguidores.
El marxismo de Trotski ocupa un extraño lugar en los conflictos ideológicos y políticos de la izquierda del siglo veinte. Tanto su personalidad como sus propuestas fueron manifestaciones de una encrucijada histórica singular: la crisis revolucionaria internacional que siguió al final de la primera guerra mundial y finalizó con la consolidación del estalinismo en Rusia.
Actualmente, después del derrumbe de la URSS y de las democracias populares de Europa oriental, y en un mundo dominado por el capitalismo neoliberal, Trotski y el trotskismo son apenas un residuo de otra época histórica, aunque me parece que una reflexión al respecto pueda deparar interrogantes interesantes sobre cuestiones que han sido importantes en la crisis de la identidad de la izquierda del pasado siglo. El devenir de las distintas corrientes marxistas hace aún pertinente un balance sobre los enfoques políticos y estratégicos con que abordaron los conflictos y tragedias del siglo veinte, y en especial, las que, con sus errores y aciertos, mantuvieron posiciones antiestalinistas, aunque ahora nos puedan parecer de una clamorosa insuficiencia.
Pienso que sigue siendo un reto aproximarme a las poderosas antinomias que cruzan a Trotski, figura revolucionaria y teórico político. Esa interrogación incluye, también, una evaluación de los seguidores, sumamente fragmentados, que han reivindicado su obra a lo largo de décadas.
Finalmente, es también, un balance sobre la formación de mis propias ideas, ya que en los lejanos años setenta del pasado siglo me encontré con una posición, la del trotskismo, que me pareció atrayente y que combinaba, simultáneamente, el anticapitalismo y la crítica del fenómeno estalinista. Relativamente pronto, a comienzo de los años ochenta, por la influencia de nuevas lecturas, especialmente las de Castoriadis, pero también por experiencias derivadas de actividades sociales, acabaron pesando cada vez más en mi valoración de la figura de Trotski la importancia de los errores en su trayectoria política y las grandes limitaciones e insuficiencias de su pensamiento para una política emancipatoria. Dejé de concederle sistemáticamente el beneficio de la duda y empecé a comprenderlo en un contexto más amplio, el de las aporías irresolubles del marxismo revolucionario y del propio marxismo. Así, aparecía un balance menos brillante de las aportaciones del trotskismo al socialismo antiestalinista de lo que me había parecido en los años finales del franquismo. Las respuestas del trotskismo (o los trotskismos, por utilizar la apreciación de Daniel Bensaid) respecto al significado del triunfo de las burocracias estalinistas y, especialmente, su defensa irredenta del leninismo, me resultaron cada vez más insatisfactorias. El trotskismo se acabó convirtiendo, para mí, en el último refugio de una idealización del significado del triunfo bolchevique en octubre de 1917 y, también, de sus métodos y expectativas.
Este texto no pretende efectuar una exégesis de sus ideas. Sus aportaciones se examinan con distancia crítica, lo cual conlleva una conclusión negativa respecto a la validez de sus principales apuestas estratégicas. Creo que las incapacidades del trotskismo expresan las propias imposibilidades del marxismo revolucionario para dar respuestas a los problemas de la sociedad contemporánea. Y, sin embargo, pretendo, también llamar la atención sobre aspectos que me parece que siguen teniendo interés y pueden suscitar interrogaciones fértiles.
El hilo conductor de los siguientes apartados es una reflexión sobre el contenido estratégico del pensamiento de Trotski. En el primero abordaré el significado de la teoría de la revolución permanente para la interpretación de la transformación social y el fenómeno burocrático. En el segundo apartado examinaré su análisis sobre las formas políticas que emergieron en la crisis de los años treinta en Europa occidental
I. La revolución permanente
La aportación más original de León Trotski es su teoría de la revolución permanente (en lo sucesivo, indistintamente, el permanentismo). Las distintas versiones de dicha teoría, así como su propia complejidad e implicaciones directas y subterráneas, facilitan los malentendidos. Una interpretación adecuada exige renunciar a mostrarla como un cuerpo autosuficiente capaz de resolver internamente todos los interrogantes que sus premisas suscitan.
El primer permanentismo de Trotski se consolida alrededor de 1905-1906, en su obra Resultados y perspectivas, enlazando con los debates en el seno de la socialdemocracia rusa respecto a la naturaleza social de la revolución contra el zarismo. El argumento fundamental de Trotski era que por la configuración social interna del absolutismo ruso y por el lugar del imperio zarista en el orden económico mundial la revolución rusa futura no sería una revolución burguesa, sino una revolución dirigida por la clase obrera y en la cual las tareas democrático-burguesas y las tareas socialistas de la revolución se imbricarían inseparablemente. Trotski señalaba que «la historia ha unido -no confundido sino unido orgánicamente- el contenido fundamental de la revolución burguesa con la primera etapa de la revolución proletaria«.
El permanentismo rechazaba a visión lineal de la historia, que era generalizada en el marxismo de corte evolucionista y economicista de la Segunda Internacional.
Trotski, antes de la revolución de 1905, tanto en el Informe de la Delegación Siberiana como en Nuestras tareas políticas, había polemizado duramente con Lenin oponiéndole una visión alternativa, fundamentada en la confianza en la autonomía y espontaneidad del movimiento de masas y de la clase trabajadora y rechazando la autolimitación del movimiento revolucionario.
La diferencia fundamental entre Lenin y Trotski en ese momento histórico afectaba al papel del partido en el movimiento revolucionario. Lenin tendía a concebir el partido como un instrumento activo y al proletariado como el medio en el que se desarrolla el partido. En cambio, para el joven Trotski en la tradición de la izquierda de la socialdemocracia, el partido y la clase eran indisolubles, y el único protagonista real de la revolución eran las masas.
Allí donde Trotski veía grandes fuerzas en movimiento llevadas por una dinámica propia que las conduce a destruir el absolutismo sin por ello respetar los límites de la revolución burguesa, Lenin intuye la capacidad de una vanguardia para dirigir el movimiento revolucionario en una dirección determinada, que era la dictadura democrática de obreros y campesinos antes de las Tesis de abril (1917) y la dictadura del proletariado, después. Para Lenin, el partido era el único futuro del movimiento.
Esta polémica es importante para entender las prácticas del bolchevismo a partir de 1917, que incorporarían indisociablemente aspectos sustitucionistas, asumiendo el partido el protagonismo en la conducción de la revolución, hipotéticamente apoyado en las masas y netamente diferenciado de ellas. El partido bolchevique, en la línea de Lenin, se configura como un sujeto político con derecho histórico a hablar en nombre del proletariado.
La toma del poder por los bolcheviques en 1917 supuso un corte político trascendental en la vida y en la obra de Trotski al aceptar completamente, a partir de ese momento, la teoría leninista del papel del partido como instrumento de vanguardia y monopolizador de la representación histórica de la clase obrera.
Durante los primeros años posteriores a Octubre, el partido bolchevique era el partido de Lenin y Trotski. Tras la muerte de Lenin, el ascenso de Stalin al poder abre una nueva etapa política en la URSS situando a Trotski en la oposición.
Fue después de la polémica literaria de 1924 entre el socialismo en un solo país y la revolución permanente cuando puede hablarse de la formulación por Trotski, entre 1924 y 1927, de una segunda versión de su teoría de la revolución permanente, netamente diferente de la configurada en la primera década del siglo, incorporando la aceptación expresa de la perspectiva organizativa del leninismo.
Se produce un cambio de énfasis en el contenido de la teoría. En el primer permanentismo del joven Trotski es la dinámica del proceso revolucionario y la autoactividad de las fuerzas sociales el eje del análisis. En la nueva exposición el foco se centra en la naturaleza de clase del Estado que debe realizar las tareas combinadas de la revolución. El Estado es el protagonista, lo cual conjuga con una nueva visión de las relaciones partido-clase que concede a la vanguardia organizada una función central.
La siguiente etapa en el proceso de desarrollo de la teoría de la revolución permanente puede considerarse una consecuencia de los acontecimientos de la revolución china de 1925-1927. Hasta ese momento Trotski nunca se había atrevido a generalizar la experiencia permanentista de la revolución rusa a otros países atrasados. Sin embargo, a partir de mayo de 1927 la dinámica de la revolución china le convence de que los rasgos históricos determinantes de la incapacidad de la burguesía rusa para dirigir su propia revolución son comunes al resto de los países atrasados.
Esta tercera y última versión del permanentismo, que Trotski desarrolla a partir de 1928 y que se manifiesta claramente en obras como La Internacional Comunista después de Lenin, marca el resto de su obra hasta su asesinato en 1940.
En los últimos años de su vida, en la década de 1930, Trotski completa su teoría de la revolución sobre la base de una triple dimensión: dictadura del proletariado bajo la forma de revolución permanente en los países atrasados, revolución política contra la burocracia estalinista y revolución socialista en los países imperialistas.
Esa perspectiva es clara en El programa de transición (1938) y va asociada a una concepción catastrofista de que el capitalismo como sistema mundial se ha vuelto incapaz de desarrollar las fuerzas productivas. Su bancarrota debe abrir paso al desarrollo de la revolución mundial. La decadencia del capitalismo mundial se considera irreversible y la perspectiva sería una lucha cada vez más polarizada entre la burguesía y el proletariado mundial en las tres áreas en que el mundo desarrolla sus contradicciones.
Significado e implicaciones
La teoría de Trotski de la revolución permanente se apoya en dos pilares. El primero es una concepción del capitalismo como un sistema mundial. El segundo, y fundamental, es un análisis de la dialéctica propia de las revoluciones de su época destinado a mostrar cómo los procesos sociales de masas tienden a desbordar los límites impuestos.
El esquema central de la revolución permanente aspira a plantear las contradicciones y relaciones económicas y políticas desde el punto de vista de la totalidad del sistema. Para Trotski, los procesos sociales están determinados, dentro de la teoría de la revolución permanente, por el desarrollo desigual y combinado, que no constituye una ley sino una tendencia peculiar de las relaciones entre las partes de un sistema que es global. El desarrollo del mercado mundial capitalista ha unificado las diferentes naciones, sectores y áreas del planeta y no es posible una inteligibilidad aislada de una formación social o de un espacio autónomo sin considerarlo como parte de una compleja evolución del sistema-mundo.
Por otra parte, y fundamentalmente, la teoría política de Trotski es un discurso sobre la revolución como posibilidad de las clases subalternas de instituirse en poder frente al Estado instituido, ya sea por sí mismas (en el Trotski anterior a 1917) o a través de un partido revolucionario de vanguardia (después de 1917).
El permanentismo no es tanto un cuadro teórico terminado, basado en un conjunto definido de premisas y de conclusiones teórico-programáticas, como una forma de ver y pensar la realidad histórica, que replantea una concepción marxista de la evolución social muy arraigada hasta 1914. El permanentismo incluye una visión teleológica donde el proletariado tiene una misión. Pero, al mismo tiempo, tiene un contenido subterráneo menos evidente.
La concepción de Trotski de la revolución produce un giro significativo respecto a la visión tradicional de marxismo de su tiempo. Para los marxistas clásicos la naturaleza de la revolución viene determinada esencialmente por un contenido social objetivo. Para Trotski la transformación social (y la revolución) tiene una dependencia fundamental del sujeto efectivo capaz de llevar a cabo dicha transformación. Dicho en otras palabras, para Trotski sujeto efectivo del cambio social y contenido de la transformación social generan la dinámica de la revolución. Ello le lleva a prestar una atención directa hacia los sujetos concretos de la transformación social frente a la tendencia de otros marxistas de la época a considerar la conducta humana como producto pasivo de leyes objetivas.
El primer permanentismo tiene en su seno un principio subversivo fundamental basado en que la autoactividad de la sociedad y en particular de las clases subalternas son el factor determinante de la transformación social. En el joven Trotski, como en la obra de Rosa Luxemburg, se esboza una nueva visión de la revuelta social.
En las posteriores versiones de la teoría de la revolución permanente, aunque estén implícitas parcialmente las mismas posiciones, se encuentran matizadas, sobredeterminadas en cierto sentido, por su adhesión a la concepción leninista de la organización y a las experiencias estatalistas de la revolución rusa. El leninismo de Trotski limitará radicalmente la dimensión que, en la teoría formulada hasta 1917, tenía la deconstrucción latente de algunos de los paradigmas del socialismo marxista y un reposicionamiento de la problemática revolucionaria.
Al cuestionar el curso evolutivo del desarrollo de la revolución, con sus etapas prefijadamente burguesa y socialista, Trotski revelaba un vacío, un hueco en la teoría marxista de trascendental importancia.
El marxismo había alimentado una concepción del cambio social basado en el orden sucesivo de las clases en el poder, lo cual era determinado por el sustrato económico. Al intentar descubrir el enigma de la revolución rusa de 1905, Trotski llegó a la conclusión permanentista de que la revolución no surgía como el corolario inevitable del desarrollo de las fuerzas productivas en contradicción con las relaciones de producción, sino que podía ser el producto de la emergencia política de sujetos sociales en lucha.
En el esquema mecanicista del marxismo etapista de la Segunda Internacional las revoluciones burguesas y las revoluciones socialistas son netamente separables. Sus sujetos sociales, sus tareas históricas y la dinámica propia de las revoluciones son completamente diferentes.
El problema de fondo que la teoría de la revolución permanente plantea es la validez de las concepciones deterministas del materialismo histórico para dar cuenta de la evolución de los procesos políticos concretos y de la constitución efectiva de sujetos sociales. Es cierto que Trotski, firmemente anclado en la visión marxista de la misión histórica del proletariado y en una interpretación rígida de las que llamaban revoluciones burguesas, no es consciente de todas esas implicaciones, que revelan las dificultades del cuerpo teórico esencial del marxismo para dar cuenta de los movimientos sociales reales y de las revoluciones reales.
Un comentario sobre la naturaleza de las tareas de la revolución burguesa es necesario. La revolución burguesa, para los marxistas clásicos, cumple un combinado de tareas económicas y políticas. Sin embargo, toda la reflexión respecto a las tareas de la revolución burguesa marca un predominio de su contenido económico frente al político, concediendo a la conquista de las libertades, derechos e instituciones democráticas solo un papel subordinado, frente al que corresponde a la unificación del mercado nacional o al cambio de las relaciones agrarias.
Por otra parte, las luchas efectivas por la democratización frente a los Estados absolutistas, y las luchas por el sufragio universal, requerirían un análisis histórico mucho más concreto del que el esquema marxiano convencional puede proporcionar. Identificar a priori las luchas por la libertad y la democratización con las tareas históricas de la burguesía es uno de los pecados menos perdonables en que incurrieron Marx y sus seguidores.
La concepción subordinada de las tareas políticas de la revolución burguesa, frente a sus tareas económicas, plantea, pues, otro problema de mucha mayor trascendencia y es el convencimiento marxista de que la dimensión democrática tiene un carácter de clase. Por ejemplo, los marxistas no dudaban en ningún momento de que la lucha por la democracia contra el absolutismo zarista sería una tarea burguesa de la revolución.
Este es un terreno adecuado para situar las causas del escaso entusiasmo democrático del socialismo marxista revolucionario, el cual ha negado la especificidad de lo político, que ha intentado derivar de una separación de lo económico (determinante) frente a lo político (determinado).
Las consideraciones anteriores nos sitúan ante un elemento fundamental del fracaso del paradigma marxista revolucionario, su incapacidad de una reformulación del proyecto socialista como radicalización y expansión del proceso democrático. Para los marxistas clásicos la democracia era un proyecto de la burguesía. Así, los autores marxistas no percibían una dimensión política democrática en la revolución socialista. El socialismo era identificado con la expropiación de la burguesía, limitando su contenido político a unas vaguedades sobre la forma en que, después, el proletariado ejercería su dictadura. Ahí se encuentra la raíz del menosprecio hacia las libertades democráticas y la tendencia a justificar el control estatal de la sociedad.
Los problemas estratégicos
Reflexionar hoy sobre el permanentismo obliga a preguntarse por las previsiones estratégicas de la teoría de Trotski.
Respecto a las implicaciones sobre los países atrasados deben señalarse dos interpretaciones distintas que pueden derivarse del permanentismo. Una primera lectura de la teoría supone que sin una revolución socialista no es posible que los países atrasados resuelvan las tareas de la revolución burguesa. De adoptarse esta interpretación la posición de la teoría es muy débil, pues aun cuando las tareas adjudicadas a la revolución burguesa no se hubieran realizado plenamente en el Tercer Mundo, no es menos cierto que en la segunda mitad del siglo veinte se asistió al desarrollo de una transformación fundamental al acceder el mundo colonial a la independencia política y a la plena integración en el mercado mundial sin que se produjera una revolución socialista. Identificar independencia con ruptura total con el imperialismo es una tautología, pues equivale a decir que la independencia nacional es la revolución socialista y a convertir la teoría en una banalidad.
Una segunda interpretación del permanentismo llevaría a plantear que en los países atrasados los procesos revolucionarios y las luchas por el cambio social y contra el capitalismo global adoptan dinámicas que tienden a combinar los aspectos democráticos y nacionales (lo que tradicionalmente se llamaban tareas burguesas) con una perspectiva anticapitalista. La dinámica permanentista, así entendida, estuvo presente a lo largo de todas las luchas del mundo colonial y de los países atrasados en el período abierto tras la Segunda Guerra Mundial con la descolonización formal. Lo que Trotski no pudo prever es la dimensión histórica que iban a alcanzar los fenómenos de bloqueo del permanentismo que se manifiesta en la aparición de obstáculos insalvables, por causas internas y externas, para desarrollar en toda su dimensión la dinámica latente en los procesos sociales.
Pero esas observaciones son notoriamente incompletas sin acompañarlas de una reflexión más general sobre el contenido estratégico del permanentismo.
Para Trotski el Programa de transición era la manifestación más acabada de la resistencia marxista revolucionaria contra el estalinismo y el fascismo durante los años treinta. En este sentido, dicho documento plasmaría el combate de Trotski y los partidarios de la Cuarta Internacional por preservar, frente al estalinismo, las ideas y programas del marxismo revolucionario codificados en las resoluciones de los cuatro primeros congresos de la Internacional Comunista. En ese sentido, a pesar de su tono épico, el programa de transición era la expresión final de una etapa de derrotas histórica: el triunfo del totalitarismo burocrático en la URSS, la extensión del fascismo en Europa, las derrotas de las luchas antiimperialistas en China y en otros países atrasados y la antesala de una nueva guerra mundial.
El fracaso del trotskismo después de 1945 parece estrechamente vinculado a su incapacidad para distanciarse del contenido estratégico del programa originario de su movimiento, que se remitía a las perspectivas de los primeros años de la Internacional Comunista. Y la realidad es que después de la Segunda Guerra Mundial la perspectiva estratégica de las luchas sociales había cambiado radicalmente.
El programa de transición muestra las limitaciones intrínsecas del pensamiento de Trotski y, en particular, su dificultad para aprehender la especificidad del proceso occidental. El socialismo revolucionario de Trotski carecía de una perspectiva desarrollada respecto a la revolución en Occidente y afirmaba la validez general de la experiencia bolchevique en su sentido organizativo, político y estratégico. Por ello, a pesar de los espléndidos análisis de coyuntura que realizó Trotski en los años treinta, como veremos, su perspectiva estratégica remitía siempre a un mismo y único lugar, la extensión de la experiencia bolchevique.
Su concepción suponía la generalización de la experiencia del Octubre soviético como modelo universal de revolución. Si ello era poco consistente respecto a los países atrasados, respondía nulamente a los problemas de la lucha por el socialismo en los países capitalistas más avanzados. En estos, como enfatizaba la obra de Antonio Gramsci, el Estado solo es una parte de las defensas del sistema social, la legitimación del poder adopta múltiples formas y existe una sociedad civil más desarrollada.
Por otra parte, en las décadas posteriores a la segunda guerra mundial, la guerra fría, la aparición del Estado de bienestar en los países occidentales y la eclosión de un mundo poscolonial, emergió una situación radicalmente distinta a la de los años treinta.
El programa de transición estaba impregnado de fatalismo revolucionario y de la creencia en la incapacidad del capitalismo de desarrollar las fuerzas productivas. Era un programa para la agonía del capitalismo. Esa perspectiva, que es comprensible, por equivocada que fuera, en el Trotski que estaba contemplando la gran crisis de los años treinta y el hundimiento de los regímenes democráticos continentales de Europa, se volvió obsoleta tras una larga etapa con rasgos muy diferentes: el gran crecimiento económico de la posguerra, la extensión de formas democrático-electorales, la experiencia del nuevo peso de las luchas democráticas y por los derechos sociales en todo el mundo, la mutación radical de la clase obrera tradicional en los países capitalistas más desarrollados y la decadencia y final de los Estados burocráticos europeos.
Permanentismo y Estados burocráticos
La revolución rusa de 1917 desembocó en la toma del poder por los bolcheviques. Y quedó aislada desde el principio. El Estado soviético, nacido de ese triunfo, iba a ser, en un plazo corto, la expresión de un régimen político totalitario, socialmente burocratizado. Ese Estado burocrático expresaba una degeneración profunda de los ideales socialistas convertidos en pretexto para una nueva forma de dominación política y social.
La visión trotskista de la burocracia soviética se construyó alrededor de varias explicaciones diferentes de las causas del estalinismo.
El primero de dichos análisis buscó las raíces del estalinismo en la dinámica histórica, señalando que el aislamiento de la revolución a causa de los fracasos en los años veinte de la revolución europea, sobre todo en Alemania, así como de la revolución china, supusieron un factor fundamental para la consolidación de una burocracia conservadora, termidoriana, como sustento del régimen instaurado por Stalin. Esta es la presentación del problema que aparece, por ejemplo, en La Internacional Comunista después de Lenin.
Esta explicación histórica se complementa con la tesis causalista que Trotski desarrolló en 1936 en La revolución traicionada, según la cual debemos entender el proceso de degeneración del Estado soviético a la luz de la categoría de la escasez, que crea las condiciones para que una capa burocrática aproveche su función administradora para desarrollar su monopolio político y obtener una parte sustancial del excedente social.
La doble explicación histórico-causal del dominio burocrático se combina en la obra de Trotski con una crítica al monopolio político del partido estalinista que acaba por conducir a Trotski hacia una cierta defensa del pluripartidismo soviético[1], a la caracterización del poder estalinista como contrarrevolucionario y a defender una revolución política, pero no social, en la URSS.
Desde el punto de vista de la taxonomía política, Trotski calificó al Estado soviético como un Estado obrero degenerado, concepto que gira alrededor de la noción de que, sobre una base social progresiva nacida de la revolución, y representada por la estatalización de los medios de producción, se había desarrollado una superestructura contrarrevolucionaria.
Es evidente que después de la Segunda Guerra Mundial el fenómeno burocrático alcanzó una dimensión y extensión imprevistas por Trotski y cuyas consecuencias, efectos y significado histórico excedían del marco conceptual en el que planteó su análisis del estalinismo.
Un análisis de las relaciones de producción de la URSS y en los restantes Estados burocráticos demuestra que sobre la propiedad estatalizada de los medios de producción se construyó un modelo centralista de funcionamiento económico y de organización social que es una condición suficiente para la aparición de una burocracia poderosa y una restricción insalvable para la existencia de un régimen democrático. Ello conduce a plantear que son las propias relaciones de producción y los mecanismos de regulación económica una causa profunda de la burocratización en el contexto de una dictadura política. El centralismo económico, la ausencia de mercado, el partido único y el control totalitario de la sociedad aparecen como elementos perfectamente consistentes en el Estado burocrático.
En las tesis de Trotski subyace la consideración de que la burocracia soviética era un régimen progresivo respecto al capitalismo, a pesar de su degeneración política y social. ¿Es suficiente la existencia de una estatalización de los medios de producción para calificar a un sistema social como progresivo?
Evidentemente la tesis de Trotski concede una primacía sustancial a la propiedad estatalizada de los medios de producción. Resulta evidente que en la posición de Trotski hay una incomprensión de que las relaciones sociales de producción son algo más amplio que las relaciones de propiedad.
Trotski olvidó que en la conformación histórica del movimiento socialista lo fundamental era la defensa de formas sociales en que el predominio de la propiedad colectiva iba unida a una genuina apropiación social y política de la sociedad sobre sus medios económicos y políticos de existencia. Por eso al hablar de un modelo económico lo que debería preocupar no es la parte de decisiones económicas que corresponden al mercado o al plan, sino las condiciones que hacen posible el crecimiento de la autogestión social mediante la expansión de las formas de autoorganización democrática.
Por otra parte, el corsé leninista que el trotskismo asumió le imposibilitaba para una respuesta a la expansión del fenómeno burocrático y para situarse en los conflictos que caracterizaron la época de la guerra fría. Una vez construida una ortodoxia que amalgamaba la visión permanentista y las concepciones organizativas propias del leninismo codificado, era imposible extraer las lecciones en negativo de la evolución histórica del bolchevismo (sobre todo durante el estalinismo, pero también, respecto a los primeros años del poder soviético o a las concepciones autoritarias de Lenin).
El recelo bolchevique sobre cualquier forma de democracia, y sus ideas centralistas primero y, después, la defensa del partido único, pueden ser considerados como elementos que facilitaron determinantemente la degeneración del régimen soviético y el triunfo del estalinismo.
Al no haber sido capaz de realizar esa reflexión, el trotskismo no cuestionó la concepción del partido de vanguardia ni fue capaz de plantear de una forma renovada las relaciones de las organizaciones y los partidos con los sujetos de las transformaciones sociales. Todo ello le condenó a un triste papel de conciencia crítica del estalinismo. A eso conducía la creencia de que la URSS y sus satélites, como luego China o Cuba, eran Estados obreros.
No sabemos qué hubiera pensado Trotski de haber sobrevivido una década más. Frente al coro de justificaciones larvadas del estalinismo, merece la pena destacar la claridad de la voz de Natalia Sedova, la viuda de Trotski, cuando decía en 1951: “el estalinismo y el Estado estalinista no tienen nada de común con el Estado obrero y con el socialismo. Son los más peligrosos enemigos del socialismo y de la clase obrera” [2].
Sobre todas estas consideraciones flota un problema de fondo que afecta al significado histórico del proyecto socialista y a su legitimación. Una vez que el estalinismo identificó el socialismo con la propiedad estatal de los medios de producción, la lucha por el socialismo se identificó con un estatalismo unificante e industrializador.
Para una calificación adecuada de la experiencia burocrática se hace imprescindible hacerlo desde la perspectiva de lo que fue históricamente el proyecto socialista. El socialismo no nació para ser la legitimación de una forma de Estado sino como expansión del proceso democrático y de la autonomía de la sociedad frente a los poderes instituidos. El movimiento originario socialista rechazaba en nombre de la igualdad social y de una democracia radical los límites que el capitalismo opone al desarrollo humano. Cuando el socialismo se convirtió en una coartada ideológica al servicio de nuevas formas de explotación, dejo de ser la expresión del aliento liberador que le hizo nacer.
La denuncia trotskista del estalinismo siempre estuvo limitada a subrayar las rupturas que el poder de Stalin supuso con el leninismo y los primeros años del poder bolchevique, evitando generalmente cualquier análisis de los elementos de continuidad entre ambas formas de gobierno[3].
Vista en perspectiva histórica la crítica trotskista del estalinismo resulta demasiado estrecha, completamente encerrada en los paradigmas cosificados del leninismo, y llena de antinomias tan evidentes como llegar a considerar que el régimen de Stalin, o cualquier dictadura comunista, a pesar de todo, era más progresiva que una democracia liberal capitalista.
II. El análisis político de Trotski en los años treinta
Trotski fue un singular analista político que debe ser adecuadamente valorado por la agudeza y originalidad de sus escritos, aunque pensemos que se encuentran afectados intrínsecamente por las limitaciones de sus concepciones estratégicas antes analizadas.
Enfrentado a las coyunturas que se presentan en Europa durante el período de entreguerras y, en particular, a la gran crisis política de los años treinta, fue capaz de iniciar el análisis de fenómenos totalmente nuevos tales como la crisis de la democracia parlamentaria, la aparición de los fascismos o la experiencia de los gobiernos frente-populistas como fracasado intento de contener al fascismo mediante un compromiso entre la burguesía liberal y los movimientos obreros.
Tras la derrota de la Oposición de Izquierdas en la URSS, el exilio de Trotski y su papel como animador de una corriente internacional antiestalinista, le situaron en un lugar singular para realizar una labor que nadie más de la vieja generación marxista revolucionaria estaba en condiciones de desarrollar: abordar los acontecimientos que conducían a una nueva guerra mundial.
Los escritos políticos de Trotski a lo largo de los años treinta, y en particular los relativos a Alemania, Francia y España, constituyen junto a los célebres análisis de Marx sobre el Segundo Imperio, uno de los frutos más notables de la tradición política marxista. Como señaló Perry Anderson, estos escritos impresionan no solo por la aguda inteligencia que de los mismos aflora en muchos momentos, sino, sobre todo, por la urgencia moral e histórica que emana de ellos. Luchar contra las corrientes destructivas de la medianoche en el siglo, ejemplificadas en el fascismo y el estalinismo, colocaba a Trotski, solo y aislado como estaba, en el papel de la conciencia crítica de la izquierda.
Aunque solo fuera por su posición antiestalinista y antifascista, al mismo tiempo, cuando eran corrientes en ascenso, Trotski habría de tener un lugar histórico. Indudablemente, ahí se encuentra el principal atractivo que miles de personas encontraron en su figura en décadas posteriores.
Y es que, mientras un Trotski aislado pugnaba por entender la realidad, las fuerzas dominantes en el movimiento obrero se negaban a mirar de frente la tormenta que se había desencadenado en el mundo.
Poder estatal y formas institucionales
La tradición marxista ha subrayado en todo momento el carácter de clase del Estado capitalista, sin perjuicio, en ocasiones, de matizar que la relación entre el Estado y la clase dominante no es mecánica, ni estable. En autores marxistas está muy extendida una tendencia formalista a asociar las fases de la evolución del capitalismo y las formas de Estado.
En todo caso, la llamada teoría marxista del Estado se mueve en el delgado hilo de una dialéctica entre poder de clase y poder estatal. Tal distinción solo puede ser fructífera, dentro del paradigma marxista, si va acompañada de una investigación detallada de las mediaciones, institucionales o no, existentes entre el poder de clase y el poder estatal, lo cual implica un análisis de las formas de representación y legitimación, de la formación de partidos políticos y otros grupos de interés, de los nexos sociales y personales entre las instituciones y las clases, etc. Y, por tanto, tal análisis solo tiene sentido en su vinculación al imaginario de una época histórica determinada
No existe una tipología de los regímenes políticos en cuanto formas puras. Su configuración es el resultado de la utilización de fórmulas analógicas para trazar un sistema de comparación relativa entre formas políticas propias de diferentes formaciones sociales. Marx y Engels ya tuvieron en cuenta formas tan diversas como la república burguesa, el absolutismo tardío, el bonapartismo o el bismarckismo.
Por tanto, el estudio de las formaciones sociales tal y como se presentan históricamente es, en gran medida, un análisis de las formas concretas de manifestación de la especificidad o autonomía (relativa, añadiría un marxista) del Estado; pero, también, de la sociedad que lo sustenta y de la política en un tiempo determinado.
Durante el ciclo de la posguerra abierto en 1945 tuvo lugar la consolidación en los países occidentales de democracias electorales basadas en el sufragio universal, con algunas excepciones en países semi-periféricos europeos como España o Portugal. En cambio, las casi tres décadas anteriores, las transcurridas entre 1917 y 1945, habían estado caracterizadas por la quiebra en numerosos países europeos de las formas parlamentarias preexistentes y por la aparición de regímenes sumamente inestables que derivaron rápidamente hacia soluciones autoritarias o totalitarias.
La obra de Trotski es un punto de referencia sobre los modos de dominación política que aparecieron en ese período de entreguerras y sobre sus consecuencias. Esa etapa supuso un dislocamiento del conjunto de relaciones políticas del sistema. Al estancamiento económico prolongado se unió una larga cadena de crisis revolucionarias, prerrevolucionarias o contrarrevolucionarias en casi todos los países industrializados y parlamentarios de Occidente, con las importantes excepciones de Reino Unido y Estados Unidos.
Los efectos sobre la teoría política socialista fueron muy importantes. Como señalaba Trotski, en períodos de agudos conflictos sociales: «Las concepciones y generalizaciones políticas se desgastan rápidamente y exigen bien sea una sustitución total (que es más fácil) bien su concreción, su precisión y su rectificación parcial (que es más difícil). Es precisamente en tales períodos que surgen como algo necesario toda clase de situaciones intermedias, transitorias, que transforman las pautas usuales y exigen doblemente una atención teórica sostenida. En una palabra, si en el período pacífico y ‘orgánico’ (antes de la guerra) se podía vivir de la renta de unas cuantas abstracciones ya hechas, en nuestra época cada nuevo acontecimiento prueba forzosamente la más importante ley de la dialéctica: la verdad siempre es concreta» (1934, “Bonapartismo y fascismo”).
El análisis de Trotski sobre el fascismo y las formas transitorias e intermedias nacidas de la crisis de los regímenes parlamentarios del período de entreguerras fue posible por su capacidad para integrar dentro de un mismo enfoque teórico-político los diferentes fenómenos que la crisis de los regímenes parlamentarios europeos producía con desplazamientos tanto a izquierda como a derecha, tanto hacia el fascismo como hacia la revolución.
Trotski tenía una capacidad de análisis minucioso de las coyunturas alejada de cualquier doctrinarismo. Sus escritos manifiestan una visión peculiar muy distanciada de los esquematismos de las concepciones predominantes entre la socialdemocracia y entre los comunistas. Trotski muestra al Estado como un organismo vivo, el organismo político de la sociedad burguesa, lo cual implica una distinción latente muy clara entre poder de clase y poder político estatal. Curiosamente, es en Trotski, un marxista muy ortodoxo respecto a la cuestión del Estado, donde aparece una notable sensibilidad respecto a la autonomía del Estado respecto a la sociedad. Ello es particularmente evidente en su análisis del bonapartismo preventivo y del fascismo.
También sorprenden los resultados obtenidos por Trotski desde otro punto de vista. Trotski nunca fue un investigador riguroso del Estado capitalista occidental ni de la especificidad de su hegemonía social como manifestación de un determinado tipo de relación entre la forma parlamentaria, el aparato de Estado y la sociedad civil. Evidentemente, era consciente de la diferencia sustancial entre el Estado absolutista ruso y los Estados de Occidente, pero nunca había desarrollado ese análisis ni extraído las conclusiones que de ello se podrían derivar. Resulta evidente que el intento de universalizar la experiencia del Octubre ruso omitía las diferencias radicales de naturaleza política entre el zarismo en descomposición y las sociedades burguesas avanzadas.
Sin embargo, sin profundizar sustancialmente en la naturaleza diferencial del Estado capitalista en Occidente, Trotski va a efectuar, en sus escritos de los años treinta, una descripción extraordinariamente rigurosa de las formas patológicas que adoptan esos mismos Estados.
Ello contrasta notablemente con la labor de Gramsci, capaz de abrir una nueva perspectiva para el desarrollo del marxismo precisamente a partir de un análisis de la especificidad de Occidente frente a Oriente. Sin embargo, tal vez por ello mismo, el arsenal teórico de Gramsci estaba peor preparado que el de Trotski para el análisis de las formas transitorias, inestables y patológicas que la crisis del capitalismo durante los años veinte y treinta produjo continuamente.
Giros a la derecha. Bonapartismo y fascismo
Durante los años treinta la curva de desarrollo capitalista pasó de una época de ascenso a un período de declinación y de crisis. Ese cambio de signo de los tiempos produjo enormes convulsiones en las relaciones entre los Estados, las instituciones y los grupos sociales tras la descomposición de los imperios centrales de Europa. Tras la advertencia italiana, en los años veinte, el fascismo se situó en el corazón político europeo y avanzó rápidamente en su nación más industrializada, Alemania, donde también existía el movimiento obrero más poderoso del mundo.
Trotski siguió el hilo de los acontecimientos que condujeron al triunfo final del fascismo alemán, analizando cuidadosamente el fenómeno y el proceso de su desarrollo. Así, desde 1928 hasta 1934 dedicó un ímprobo esfuerzo a avisar al movimiento obrero de lo que significaba el fascismo y de la necesidad de un frente único de la clase obrera contra el fascismo en Alemania.
En 1930 Trotski advertía, después de las elecciones de septiembre, de que la rápida polarización de la sociedad convertía al fascismo en un peligro real para Alemania, donde la crisis económica y las heridas nacionales de la guerra dejaban cada vez menos espacio para la conciliación social. Definió la correlación entre las clases y fuerzas sociales como un equilibrio inestable entre las fuerzas del fascismo y las de la clase obrera, entre dos sectores que representaban movimientos de masas frente a un débil, y debilitado, sistema parlamentario cada vez más abandonado tanto por sectores populares como de la pequeña burguesía.
Ese equilibrio transitorio conducía a la aparición de gobiernos apoyados fundamentalmente en la mera burocracia del Estado de la República de Weimar. Se abría así la época de los gobiernos que Trotski denominó bonapartistas preventivos (los de Brunning, Von Papen y el del general Schleicher) realizando para él una función similar a la que había cubierto el gobierno Giolitti en la Italia prefascista en 1920-1921[4]. Con Brunning se inauguró una etapa de gobiernos sin mayoría parlamentaria, que ejercieron el poder mediante decretos de emergencia[5].
Trotski diferenció claramente el fascismo de los gobiernos bonapartistas preventivos. Esa distinción era crucial, pues tenía una estrecha relación con la táctica a seguir contra el fascismo y respecto al papel que la socialdemocracia jugaba en el proceso de fascistización.
La política estalinista del Tercer Período se fundamentaba en la identificación entre la socialdemocracia (el social-fascismo) y el fascismo. Cnsideraba fascistas a los gobiernos de Brunning y sucesivos, lo que hacía dejar en un segundo plano la lucha contra el nacional-socialismo. La irresponsabilidad del KPD, el partido comunista alemán estalinizado, siguiendo las consignas de la Internacional Comunista, ayudó en gran medida al triunfo de Hitler al desarmar políticamente a los sectores más combativos de la clase obrera alemana e impedir la formación de un bloque antifascista hegemonizado por la izquierda obrera.
No había para Trotski un fatalismo que condujera inexorablemente del bonapartismo preventivo hasta el fascismo. Por eso todos sus escritos anteriores al triunfo de Hitler son un llamamiento agónico a la acción de masas contra el fascismo. Su perspectiva era opuesta a la de la socialdemocracia, que confiaba en las instituciones como en un escudo frente a la reacción, sin ser consciente de que se estaban convirtiendo en una cáscara incompetente ante los movimientos de masas. El SPD, el mayor partido de la izquierda occidental, fue incapaz de comprender que toda una larga etapa de reformas sociales y de conquistas políticas se venía abajo.
Del análisis de Trotski conviene retener varios elementos. En primer lugar, su conclusión de que la crisis de la democracia parlamentaria era un fenómeno central del período de entreguerras y que ello conducía a la aparición de regímenes inestables y transitorios, fruto del desplazamiento de la correlación de fuerzas hacia la derecha.
Así surgían fórmulas de bonapartisrno preventivo (esto es, prefascista) que constituían una modalidad de gobierno burocrático. Estos gobiernos presidencialistas no produjeron un auténtico bloque de poder y fueron incapaces de establecer una base social duradera.
Ese bonapartismo preventivo, para Trotski, se diferencia nítidamente de las dictaduras bonapartistas clásicas del Primer y del Segundo Imperio en Francia o del bismarckismo. Son algo transitorio, más un intento de bonapartismo que un bonapartismo propiamente dicho, lo que tendían a convertirlos en un mero prólogo del fascismo.
El segundo elemento, mucho más conocido, del análisis de Trotski, es su teoría del fascismo como régimen burgués de excepción acompañado de un innovador análisis sobre la naturaleza del fascismo como movimiento de masas de la pequeña burguesía, aspirante a establecer un monopolio político sobre el Estado basado en la derrota histórica y en el aplastamiento de las organizaciones obreras. El fascismo era el producto de una lucha social abierta, no de una mera crisis interna de las instituciones parlamentarias.
El régimen nacido del triunfo del nazismo se basa en el establecimiento de un monopolio político totalitario que, en la terminología de Trotski, acaba produciendo, tras el aplastamiento de las SA en “la noche de los cuchillos largos”[6], la regeneración del fascismo, una vez triunfante, en un bonapartismo burocrático estable.
En la crisis de los años treinta Trotski se acercó, con su defensa del frente único obrero, a lo que podía haber sido una estrategia socialista y antifascista alternativa. Primero, a la política sectaria del estalinismo durante el Tercer Periodo con la asimilación de la socialdemocracia a un socialfascismo. Y después, a partir de 1935, alternativa a la política de Frentes Populares de conciliación burocrática con los regímenes parlamentarios en crisis, una orientación plenamente al servicio de los intereses diplomáticos de la Unión Soviética en aquellos momentos.
No es este el lugar para entrar en un análisis de los motivos de la frustración de esa posibilidad estratégica. La consolidación del estalinismo en los partidos comunistas occidentales fue letal. Pero hay que destacar, también, la incapacidad de los aparatos de la vieja Segunda Internacional para comprender la ruptura con el pasado que había significado la guerra y que todo el período de crecimiento orgánico y evolutivo de la socialdemocracia no podía continuar en la misma forma en la sociedad destrozada de la posguerra europea de los años veinte y treinta.
Por su parte, los errores sectarios, tácticos y organizativos de Trotski en los años treinta le aislaron de las corrientes más próximas y progresivas de la izquierda socialista haciendo imposible la confluencia con quienes defendían una política estratégica de frente único.
Giros a la izquierda. Frente Popular y kerenskismo
Pero los nuevos fenómenos de los años treinta no suceden únicamente como consecuencia de desplazamientos contrarrevolucionarios de los regímenes parlamentarios hacia el bonapartismo y el fascismo.
Durante los años treinta el ascenso del movimiento obrero y de masas, en un contexto de crisis global del sistema, también dio lugar a situaciones prerrevolucionarias y revolucionarias que tuvieron su consecuencia en la aparición de gobiernos y regímenes híbridos, mixtos, transitorios, que expresaron esa crisis social. Son el producto de la ruptura del status preexistente como consecuencia de un giro a la izquierda en las fuerzas sociales.
Durante la crisis de los años treinta Trotski va a realizar una amplia utilización de la categoría de kerenskismo. El régimen de febrero de 1917 y los fenómenos de los gobiernos de coalición directa o encubierta que lo sostuvieron, a través de las presidencias del príncipe Lvov y de Alexander Kerenski, iba a ejercer un importante papel como punto de referencia para su análisis de las formas del poder estatal en situaciones revolucionarias y prerrevolucionarias. Una vez más, le encontramos intentando generalizar elementos de la experiencia bolchevique al contexto occidental.
La utilización por Trotski de la referencia al kerenskismo tiene una doble significación. Por un lado, el kerenskismo es una forma política extremadamente inestable, caracterizada por la crisis crónica y que aparece cuando en la crisis revolucionaria se desarrolla un doble poder, lo que le convierte en una de las formas más autónomas de régimen pues se basa en un equilibrio político transitorio. Pero la referencia al kerenskismo apela a otro elemento de esa misma realidad, en concreto a su aspecto formal de gobiernos de coalición directa o encubierta entre partidos burgueses y partidos obreros.
El análisis de Trotski del frentepopulismo se va a fundamentar en una crítica del papel de los gobiernos de colaboración de clases con participación de la izquierda en situaciones prerrevolucionarias. En su aspecto más acertado, es una aguda crítica de la impotencia de la estrategia frentepopulista como estrategia de lucha contra el fascismo. Así, Trotski considera que el apoyo por parte de la izquierda a las instituciones en crisis política del régimen parlamentario no puede alejar la posibilidad del fascismo, pues precisamente su apoyo a las instituciones y a la vieja burocracia imposibilita a los partidos socialistas ponerse a la cabeza de las masas de la nación, estableciendo las bases de una hegemonía que pueda contrarrestar al fascismo.
Además, la colaboración de clases tiene desde el punto de vista de la estrategia socialista un contenido absolutamente negativo, pues imposibilita el progreso de la conciencia de clase y es un obstáculo para desarrollar un bloque histórico y anticapitalista de poder. Algo que para Trotski era la única alternativa en Europa Occidental en los años treinta para derrotar al fascismo.
La situación revolucionaria, señala Trotski, es la oportunidad para la aparición de un régimen kerenskista clásico. Ese régimen pretende reconstituir un poder burgués estable, pero está enfrentado a un movimiento social que pretende establecer un orden social diferente. Así, lo característico del kerenskismo no es su aspecto formal de colaboración gubernamental de clases (que es común al frentepopulismo) sino su carácter de poder institucional inmerso en una situación de doble poder, en una crisis revolucionaria. Ese aspecto común al régimen de febrero de 1917 y a los gobiernos de Ebert en Alemania y de Largo Caballero y Negrín en España, constituye una poco conocida aportación de Trotski al análisis de las formas políticas durante la crisis de período de entreguerras.
Sin embargo, presa de las categorías de la experiencia rusa resultó incapaz de diferenciar las diferencias sustanciales entre los proyectos y la base social dinámica de los gobiernos de Kerenski, de Ebert, del Frente Popular francés o los gobiernos republicanos de Largo Caballero y de Negrín.
Breve paréntesis sobre España
En el caso español, los análisis de Trotski resultan de una pobreza espectacular si se comparan con sus escritos sobre Alemania o Francia. Ello fue debido tanto a la carencia de información fiable como al sectarismo frente al POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista) con que afronta las realidades de la guerra civil española.
Trotski no ofrece en sus escritos españoles un análisis de la revolución social desarrollada en grandes zonas de la España republicana. Y, por otra parte, fue incapaz de entender la diferencia de significado político entre el gobierno de Largo Caballero y el de Negrín. Al ver en ambos gobiernos meros restauradores del poder burgués, tampoco entendió los acontecimientos de mayo de 1937 ni las consecuencias y el significado de la creciente hegemonía real del PCE en la España republicana.
Consideremos muy brevemente el papel del estalinismo durante la revolución y la guerra civil en España. Sería una simplificación grosera, e inexacta, considerar que el papel del PCE consistió fundamentalmente en oponerse al movimiento revolucionario. Supondría ocultar una realidad más compleja. La meta del estalinismo no consistía en el mantenimiento del orden burgués, sino que, en realidad, España fue un primer ensayo de democracia popular que ya presagiaba el modelo que luego se aplicaría en Europa oriental[7].
La anomalía esencial de la República española durante la guerra civil consistió en que los comunistas estalinianos, a partir de la caída del gobierno Largo Caballero en mayo de 1937, consiguieron hacerse con el control político de las instituciones republicanas frente a las fuerzas hegemónicas de la izquierda, los socialistas, los anarquistas y los republicanos moderados.
No estaban en lo cierto quienes acusaban al PCE de querer hacer retroceder la revolución hasta antes del 19 de julio. «Sería más exacto decir que, tras la fachada de las instituciones democráticas, pretendían convertir la revolución popular en un Estado policial de un solo partido totalitario«[8].
Es cierto que Stalin había apostado por la derrota de la revolución social y democrática española. Para ello el Gobierno Negrín se apoyó en los comunistas, aislando a socialistas y anarquistas, mientras se intentaba el exterminio del POUM. El Partido Comunista desarrolló una completa y exitosa conquista del Estado, y aspiraba a conservar el poder obtenido frente a las fuerzas socialistas y libertarias de la revolución. Al servicio de ese proyecto totalitario había puesto la condicional ayuda militar soviética recibida y administrada para conseguir ese objetivo. La reconstrucción del aparato del Estado (ejército, policía) efectuada por el PCE no era simplemente la reaparición de las viejas instituciones republicanas, anteriores al 19 de julio, sino el nacimiento de un nuevo aparato de dominación cuya oposición a las fuerzas franquistas se ponía al servicio del proyecto estalinista.
Siendo España una mera pieza en el entramado diplomático del estalinismo ruso, Stalin acabó propiciando el sacrificio definitivo de sus aliados y representantes, no porque despreciara el poder en España, sino porque en 1938 su prioridad estratégica era el acuerdo con Hitler.
Entre los antiestalinistas fue difícil comprender el papel que desempeñaban los partidos comunistas en las sociedades occidentales. En el trotskismo, por ejemplo, se asimilaba el papel del estalinismo con el de la socialdemocracia, como fuerzas reformistas, partidarias de la colaboración de clases y conservadoras del orden burgués.
Cualquier análisis equilibrado de la realidad histórica lleva a comprender que los partidos comunistas en vida de Stalin no tenían por objeto fundamental conservar el orden burgués, sino favorecer los intereses del centro directivo moscovita y sus propios intereses de aparato, sin dudar en acometer la lucha por el poder político, en sus manos, cuando se daban las condiciones y Moscú daba el plácet. En definitiva, el estalinismo tenía una línea política independiente, y una estrategia autónoma, opuesta a los intereses de la burguesía, y una relación compleja con el movimiento obrero, al que pretendía utilizar como instrumento para fortalecer su poder burocrático emergente.
Crisis de los años treinta y estrategia socialista
La diferencia entre el proceso histórico de Rusia y las previsiones estratégicas para un proceso revolucionario en Occidente había sido indicada reiteradamente por Trotski. Pero no como una cuestión cualitativa. Así, en Las lecciones de Octubre señalaba que «…la revolución proletaria en Occidente tendrá que habérselas con un Estado burgués enteramente formado. No quiero decir, empero, que tenga que habérselas con un aparato estable, porque la misma posibilidad de la insurrección proletaria presupone una disgregación bastante avanzada del Estado capitalista. Si entre nosotros fue la revolución de Octubre la lucha contra un aparato estatal que aún no había tenido tiempo de formarse desde febrero, en otros países la insurrección tendrá contra ella un aparato estatal en trance de dislocación progresiva«.
De la concepción de Trotski se desprende que la diferencia entre los problemas de la revolución rusa y los de la revolución en Occidente era una diferencia de grado, medible simplemente en grado de desarrollo del aparato estatal. Como si el Estado solo fuese un aparato y no la expresión política de la hegemonía de una formación social.
La importancia concedida al aparato estatal contrasta con la falta de presencia de la sociedad civil, y dentro de ella, en gran medida, el movimiento obrero organizado, como un factor significativo de diferenciación entre Rusia y Occidente. Ello es fruto de una lógica implícita en el razonamiento de Trotski que concibe la estrategia socialista revolucionaria necesariamente como una estrategia insurreccional en la cual el momento revolucionario aparece como legitimador de todo el proceso de construcción del partido de vanguardia.
La toma del poder por los bolcheviques alimentó la tentación jacobina de la izquierda (que Trotski había denunciado en 1904) y su tendencia a querer sustituir los procesos sociales por las iniciativas de los agentes políticos y la dinámica de los procesos de transformación social por la idealización del hecho revolucionario. Así es como no aparece en la orientación estratégica de Trotski para Occidente la referencia a un proceso de lucha por la hegemonía, en el cual quedaría en un segundo plano la tradicional disyuntiva reforma-revolución cuyo significado, fuera de los momentos revolucionarios, no deja de ser una abstracción interesada.
La omnipresencia del objetivo insurreccional oscurece la necesidad de un proceso de acumulación de fuerzas sociales para emprender transformaciones efectivas y toda la política socialista aparece subordinada a un azar histórico no predecible, la apertura de una crisis revolucionaria.
Trotski parece haber olvidado en los últimos años de su vida todo lo que aprendió de la revolución de 1905. La revolución, entendida como ruptura imprevista de un orden existente, no es provocada por un agente que lo desee, es el fruto de movimientos telúricos de las masas sociales y de la destrucción casi siempre impredecible de los equilibrios preexistentes. La lucha por la transformación revolucionaria del orden social debe ser algo más amplio que una orientación hacia una futura crisis revolucionaria que, en cualquier caso, no depende de la voluntad de los socialistas.
En el último Trotski aparece, también, una presentación de la revolución de febrero de 1917 como una mera envoltura de la conquista del poder bolchevique de octubre, subestimando la específica importancia de la revolución de febrero como auténtico acontecimiento revolucionario, que supuso el fin del régimen zarista. Esa abstracción de la experiencia histórica oscurece la comprensión de que la revolución rusa fue una revolución contra el absolutismo tardío de una formación social integrada en el mercado mundial y provocado por las excepcionales condiciones de la guerra mundial.
Se ha señalado en los apartados anteriores de este artículo que Trotski fue el marxista que mejor comprendió la crisis de los regímenes parlamentarios en los países europeos. Pero esa afirmación debe ser entendida con todos sus antecedentes y todas sus implicaciones. Trotski consideraba la crisis de los regímenes parlamentarios como manifestación de una crisis general de la democracia política y de la tendencia a la quiebra definitiva de esa forma de ejercicio del poder de clase. Trotski nunca pareció entender que la lucha por la conquista del sufragio universal en los países europeos no había sido una consigna de la burguesía sino el producto de grandes luchas sociales desde la segunda mitad del siglo XIX.
En Trotski, como en Lenin, predomina una teoría reduccionista de la democracia política a mero mecanismo burgués, mero sistema de conciliación de clases. De ahí que la crisis de la democracia y del sistema de conciliación se consideren fenómenos intrínsecamente unidos, y de ahí que cualquier concepción marxista revolucionaria de raíz leninista implique una radical minusvaloración del significado de un régimen democrático, por limitado que sea.
Por otra parte, las ambigüedades programáticas respecto a la relación entre democracia política y poder socialista tienen consecuencias siniestras. La identificación entre democracia política y régimen de clase es algo demasiado inscrito en la concepción constitutiva de la Tercera Internacional y favorece la tendencia a ver el combate por las libertades y los derechos democráticos como algo táctico, secundario a la estrategia socialista. Incluso en un Trotski que, en 1905, había formulado que la democracia era para la burguesía un mal menor en ciertas condiciones, mientras para la clase obrera era una necesidad en todo momento.
No puede olvidarse en este debate el balance histórico que se desarrolló a partir del final de la Segunda Guerra Mundial, en donde las aspiraciones democráticas del movimiento de masas en Europa Occidental se convirtieron en un elemento central del proceso abierto después de 1945. No se trata de ilusiones democráticas, por utilizar una desgraciada expresión de la izquierda leninista, sino de realidades, de movilizaciones efectivas en esa dirección que condicionaron la forma de reconstitución de los nuevos Estados.
La tragedia de las corrientes socialistas antiestalinistas fue su incapacidad en dicha coyuntura para vincular la lucha por la igualdad social con el movimiento radical democrático de las masas europeas tras la caída de los fascismos.
El estalinismo completó su obra destructiva de la conciencia socialista con la expansión por Europa Oriental de dictaduras de partido único, las democracias populares. Por otra parte, los partidos comunistas occidentales, siguiendo los dictados del reparto de Yalta y Postdam, y los intereses estabilizadores de la Unión Soviética, apoyaron la reconstitución del estatalismo y la progresiva reducción de los espacios de autonomía social de las masas antifascistas. Así, la estabilización de regímenes de democracia electoral en Europa occidental cerró la crisis de los años treinta sin que un bloque histórico por un socialismo democrático y revolucionario se hubiese desarrollado.
NOTAS
[1] La legalización de partidos soviéticos aparece en 1938, en el Programa de Transición con una fórmula ambigua: “Los obreros y campesinos deben indicar mediante su voto qué partidos reconocen como soviéticos”.
[2] Sedova, Natalia; «Carta de Natalia Sedova-Trotsky al Comité Ejecutivo de la IV Internacional» incluida en Documentación histórica del trosquismo español, edición de Agustín Guillamón, Madrid, Ediciones de la Torre, 1966.
[3] Slavoj Zizek ha llegado a afirmar provocadoramente, como casi siempre, que la diferencia entre el terror de Lenin y Trotski y el estalinismo es que en los primeros años de gobierno bolchevique el terror se admitía abiertamente. Con ello difumina la especificidad totalitaria del sistema estalinista y sus diferencias con las medidas dictatoriales de los primeros años del poder soviético..
[4] Giovanni Giolitti (1842-1928) fue un político liberal muy influyente en Italia entre la década de 1880 y el ascenso del fascismo. En el período 1920-1921 se le consideró una garantía de orden y una especie de árbitro ante la creciente tensión social derivada de las luchas obreras y el ascenso del fascismo. Fue derrotado en las elecciones de 1921.
[5] Trotski abordó la naturaleza del gobierno Brunning en dos de sus análisis más interesantes sobre la crisis alemana, en “¿Y ahora?” (enero de 1932) y en “El único camino” (septiembre de 1932).
[6] Las Sturmabteilung o SA (que se puede traducir por sección de asalto) funcionaron como una milicia vinculada al NSDAP, el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán. A los miembros de las SA se los conocía como camisas pardas, por el color de su vestimenta, para distinguirlos de las SS (Schutzstaffe), que llevaban uniformes negros y camisa blanca. Las SA jugaron un importante papel en el período de ascenso al poder de Hitler, hasta que fueron desarticuladas en 1934 e integradas a las SS. Hitler ordenó la ejecución de los máximos dirigentes de las SA, que tuvo lugar en la noche del 30 de junio al 1 de julio de 1934, conocida como “la noche de los cuchillos largos”.
[7] Gorkin, Julián; España: primer ensayo de democracia popular, Buenos Aires, Libertad de la Cultura, 1961. Incluido en la recopilación de textos de Gorkin Contra el estalinismo, Barcelona. Laertes, 2001.
[8] Bolloten, Burnett, La guerra civil española: revolución y contrarrevolución, Madrid, Alianza Editorial, 1989, p. 392.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS SOBRE EL PENSAMIENTO DE TROTSKI
Para evitar la sobrecarga de notas en el texto se prefiere facilitar esta relación de las principales lecturas utilizadas por el autor.
Anderson, Perry
–Consideraciones sobre el marxismo occidental, Madrid, Siglo XXJ, 1979.
-«La interpretación del estalinismo por Trotski», en Cuadernos de comunismo nº 8.
Brossat, Alan
–En los orígenes de la revolución permanente, Madrid, Siglo XXI, 1976.
García Higueras, Gabriel
–Trotsky en el espejo de la Historia (Ensayos), México, Editorial Fontamara, 2017.
Gorkin, Julián
–Contra el estalinismo, Barcelona, Laertes, 2001.
Hodgson,Geoff
–Socialismo y democracia parlamentaria, Barcelona, Fontamara, 1980.
Iglesias, Ignacio
–Experiencias de la revolución española. El POUM, Trotski y la intervención soviética, Barcelona, Laertes, 2003.
Knei-Paz, Baruch
–The social and political thought of Leon Trotsky, Oxford, Oxford University Press, 1978.
Krasso, Nicolas; Mandel, Ernest y Johnstone, Monty
–El marxismo de Trotski, México, Siglo XXI, 1970.
Laclau, Ernesto y Mouffe, Chantal.
–Hegemonía y estrategia socialista, Madrid, Siglo XXI, 1987.
Mandel, Ernest
–Teoría y práctica de la revolución permanente (introducción y notas), México, Siglo XXI, 1983.
–El pensamiento de León Trotski, Barcelona, Fontamara,1980.
Miliband, Ralph
–Marxismo y política, Madrid, Siglo XXI,1978.
Moreno.Nahuel
–Revolución y contrarrevolución en Portugal, Cuadernos de Revista de América, Buenos Aires, nº 1, julio – agosto 1975.
-“Bonapartismo sui-generis y frentepopulismo”, Correspondencia Internacional, febrero 1982.
Poulantzas.Nicos
–Fascismo y dictadura, Madrid, Siglo XXI, 1976.
Sáenz, Luis Miguel
–Socialismo y democracia política, Fundación Andreu Nin, 1989.
Stajwar,Andrzej
–Libres ensayos marxistas, México, Era, 1977.
Stokes,Curtis
–The evolution of Trotsky’ s theory of revolution, Washington, University Press of America,1982.
Therborn, Göran:
«Dominación del capital y aparición de la democracia», En teoría nº 1, 1979.
Trotski, León/ Trotsky, León (según ediciones)
–Resultados y perspectivas, Paris, Ruedo Ibérico, 1971.
–Nos taches politiques, Biarritz, Denoel-Gonthier,l970.
–Informe de la delegación siberiana, Ediciones Espartaco Internacional, 2002
–Terrorismo y comunismo: replica a Karl Kautsky, Madrid, Akal, 2009. Con prólogo de Slavoj Zizek
–La revolución de Octubre, Barcelona, Fontamara, 1977.
–El gran organizador de derrotas, Madrid, Hoy, 1930
–Historia de la revolución rusa, Paris, Rueda Ibérico.
–Escritos, Bogotá, Pluma, 1977.
–La lucha contra el fascismo, Barcelona, Fontamara, 1980.
–La revolución española, Barcelona, Fontanella, 1977.
–La revolución traicionada, Barcelona, Fontamara, 1977.
–El programa de transición, Madrid, Akal, 1977.
Vera, Juan Manuel
-“Intuiciones sobre el nuevo socialismo”, en Iniciativa Socialista, nº 10, 1990.