Este texto de Niall Binns (1) forma parte del libro La vida y la muerte en Aragón, recientemente publicado por Salvador Trallero editor y El Perro Malo. El libro está disponible en el Catálogo de Publicaciones de la Fundación Andreu Nin.
Hay dos grandes núcleos emocionales en La vida y la muerte en Aragón: el día que el corresponsal de guerra José Gabriel pasa en el frente con Buenaventura Durruti y en el que es testigo del ataque a Fuentes de Ebro, y el día en que visita Torres del Obispo, el pueblo aragonés donde nació cuarenta años antes, en 1896, y donde descubre que la sala en que está reunido con el comité del pueblo es la casa de su niñez. José Gabriel López Buisán –más tarde, como periodista y escritor, prescindiría de los apellidos de sus padres, acaso como si fuesen un lastre– pasó sus primeros nueve años de vida entre Torres del Obispo y Madrid. De sus días en el Madrid bombardeado del otoño de 1936 no hablaría en los dos libros que dedicó a la guerra de España, pero en un ensayo escrito a su regreso a Buenos Aires recordaría así la ciudad de su infancia: “Chapaleaba de pibe en el Manzanares, al pie de las Vistillas, entre la espuma de la colada que navegaba como camalote, y los hilitos tibios de nuestro pis; en el Manzanares, ‘arroyo aprendiz de río’ dijo Quevedo, y se olvidó de decir: y de héroe. Lo vi después, desde el Puente de Segovia, con hilitos de sangre, también de niños” (“Mares y ríos”, El nadador y el agua, 1938).
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En torno a 1905, la familia de José Gabriel se estableció en Buenos Aires. El escritor adulto jamás olvidaría, y jamás dejaría de agradecer y celebrar la acogida que recibieron él y los suyos, como tantas otras familias inmigrantes, en la ciudad que llamaría siempre “mi Buenos Aires”. Lo comentó con insistencia en España en la cruz (1937), en el relato de su viaje en barco al viejo continente para asistir, como enviado especial del diario Crítica, a la guerra civil. Los niños que viajaban con él, pero en tercera clase, “en las costuras del barco”, eran todos argentinos: “unos, hijos de italianos, otros de españoles, otros, de polacos, otros, de turcos; pero todos argentinos, nacidos en Buenos Aires, en Santa Fe, en el Norte; todos argentinos; con fachitas que revelan diferentes razas; pero todos argentinos. Hablan entre ellos en criollo, naturalmente, como todos los niños de allá, como los míos”. Los veía jugar, reír y pelearse, como si estuvieran todavía en una calle o conventillo porteño, y decirse “vení, andá, che, che, vos qué te creés”; y al verlos y oírlos se entristecía. En los años treinta, la “década infame”, las tierras promisorias del Río de la Plata se habían ido haciendo cada vez más hostiles, comenzaba a legislarse en contra de la inmigración, y era en ese clima en que las familias que lo acompañaban en el barco regresaron a sus países de origen. Reflexionaba Gabriel: “Y cuando los oigo y pienso que dentro de unos años, dispersos por tierras tan distintas, ciudadanos de varias naciones, hablarán diversos idiomas, me parece pensar la pérdida de un tesoro. Estos niños de tan varias procedencias raciales eran, son aún, ciudadanos del mundo; dentro de poco serán ciudadanos limitados; la humanidad que circula por ellos habrá retrocedido”.
Orgulloso de su Buenos Aires querido, orgulloso –sin duda, ingenuamente orgulloso– de su argentinidad y su americanidad, José Gabriel irá comprendiendo en su viaje de 1936 la distancia que lo separaba, como americano, de Europa. América, para él, era un continente plural, abierto al mundo y rebosante de esa humanidad ancha y fraternal que sentía amenazada al observar a los niños del barco. Cuando en su paso por Italia le hablaron de la suerte que tenían americanos y españoles por compartir un idioma común, respondió en seguida con un matiz decidor. Más suerte era la de los americanos: tenían no solo el español sino también el italiano. Esta noción expansiva de lo americano se confunde, sin duda, con lo bonaerense. Así se ve en la simpatía que Gabriel ya sintió en el barco hacia un joven italiano que volvía a su país, aun siendo este un devoto de Mussolini: “El italiano que habla italiano –dulce idioma– apenas es extranjero para mí; pero el que habla cocoliche, el que habla el criollo con tropezones italianos, ni apenas ni nada. Este –lo veo ahora que viajo– me parece, no sé si un argentino más, pero sí un porteño. ¿No es acaso miembro de mi misma familia?”.
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En un texto rescatado hace poco, José Gabriel escribió que “a los nueve años, pedía yo limosna por las aldeas empotradas en los montes cántabros de la península, a los diez [¿en Argentina ya?] era hortera, a los once peón de panadería, a los doce mozo de fonda, a los trece pintor letrista, a los catorce mensajero, a los quince empleado de escritorio”. A los veinte años ya trabajaba en el periodismo, militaba en la línea sindicalista (no anarquista) de la Federación Obrera Regional Argentina (la llamada FORA) y en el año de la “Semana Trágica” (1919) fue instigador de una huelga legendaria que paralizó durante once días el vetusto y prestigioso diario La Prensa. Poco después publicaría los primeros de sus numerosos libros: los relatos de Las salvaciones (1920), el ensayo La educación filosófica (1920) y la biografía Evaristo Carriego. Su vida y su obra (1921). En la década de los veinte comenzó, también, a trabajar como profesor de literatura en el Colegio Nacional y el Liceo de Señoritas de La Plata, y entró como editorialista y cronista de fútbol en la redacción del vespertino Crítica, que en años venideros se convertiría en el diario de mayor circulación en el mundo en lengua española.
El golpe militar del general José Félix Uriburu, en septiembre de 1930, llevó a José Gabriel a exiliarse en Uruguay, y sería en Montevideo donde escribió Burgueses y proletarios en España. La revolución española. Su origen – su significado – su destino (1932), un folleto que es la antesala de sus libros posteriores sobre la guerra civil. En él, trazó una historia de la larga agonía del viejo régimen –“en 1930, un año antes de su entierro en oro y cortesías, la monarquía no era más que un cadáver en descomposición”–, lamentó que el gobierno recién instituido hubiese contenido el incendio de conventos –“le bastaba al gobierno republicano haber hecho vista gorda ante aquel desmán popular y dejar que el clero nefasto desapareciese de una vez de la tierra española inficionada por él”–, y auguró que la burguesía española no tenía más opción que entregar el poder al proletariado o armarse ilegalmente, “haciéndole un corte de mangas al liberalismo de sus intelectuales”. La mención a los intelectuales no era fortuita. El folleto repudiaba expresamente a esos miembros de la Generación del 98 que en su momento habían promovido la llegada de la República pero abdicaron luego de su compromiso con el nuevo régimen. El 14 de abril de 1931, en un “repentino eclipse de las fuerzas que hasta entonces habían ejercido la dirección espiritual de España”, se “jubilaron” todos, y notablemente los más renombrados: Miguel de Unamuno y José Ortega de Gasset. Así, “una ola de estupidez parece haber invadido la zona intelectual española en el mismo instante de la proclamación de la república”. Años más tarde, durante la guerra y después del triunfo de Franco, seguiría acusando a los intelectuales españoles –con escasísimas excepciones– de no haber sabido o, más bien, de no haberse atrevido a estar a la altura de las circunstancias.
Entre citas de Trotski y analogías entre la situación en España y la Rusia prerrevolucionaria de 1917, Gabriel veía la península como “una de las regiones del orbe más maduras para la revolución proletaria”, sobre todo en vista de la “desesperada inepcia” de su burguesía. Sin embargo, a diferencia de Rusia, que contaba en ese entonces con el partido bolchevique y con líderes excepcionales como Lenin y Trotski, el pueblo español no estaba ni medianamente preparado para una revolución. Además, la mayoría del proletariado militante era anarquista, es decir, “un peso muerto para la lucha de clases”; en cuanto a la U.G.T., se había fundido con los socialdemócratas en un “infructuoso reformismo” y el Partido Comunista, por su parte, era “obediente a la inepta dirección moscovita e inepto por sí mismo” y solo había conseguido “desorientar a las masas”. Los únicos que se salvaban, para Gabriel, eran la Oposición Internacional, y a esta joven y marginal agrupación, seguidora de Trotski, liderada por Andreu Nin, le atribuía el “gigantesco” cometido de “combatir el confusionismo comunista oficial”, librar el proletariado del “opio” del anarquismo y “lograr, con la totalidad o con la mayor parte de la masa trabajadora, la formación del frente único revolucionario”. Le daba un año para cumplir su misión.
El folleto se clausura con dos cartas, la primera de ellas fascinante. Firmada el 23 de abril de 1931, está dirigida al “buen camarada” Manuel Azaña, entonces ministro de Guerra del Gobierno Provisional de la República, y con el que Gabriel se había cruzado en España en tiempos de Primo de Rivera. La carta transmite su alegría, porque “¡al fin se fue quien debía irse y no volverá!”, pero advierte al flamante ministro que aún quedaba mucho por hacer –“El rey se ha ido, pero la monarquía todavía no. Aguardo la noticia del saqueo del Palacio de Oriente”–, y enumera los pasos necesarios para alcanzar la revolución, recordándole a Azaña las palabras de Lenin –¡ni un paso atrás!– y avisándole de la imposibilidad de estorbar el camino de la Historia: “El formidable engranaje del mundo rueda por sus propias fuerzas. Muy poco se le puede ayudar; no es posible contrariarle: somos granitos de polvo entre sus ruedas dentadas”.
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La ideología de José Gabriel se hizo notoria en mayo de 1933 cuando publicó en Buenos Aires, en Contra. La revista de los franco-tiradores “El titán encadenado”, un homenaje que celebraba a Trotski como un nuevo Prometeo –el que entregó a la humanidad el fuego de la Revolución–, y como un hombre “de doctrina tan vasta y tan honda y de acción ciclópea, una acción y una doctrina más gigantesca que las de Lenin, aunque Lenin lo superase en calidades afectivas y en sentido de la vulgaridad”. Gabriel estaba consciente de la “osadía” de su texto, pero la consideraba una osadía justificada y obligada por la injusticia sufrida por Trotski. Reconocía, eso sí, que era un “mal momento para hablar de un hombre ‘tabú’, excomulgado por reaccionarios y por revolucionarios, arrojado de su casa y de la ajena, acusado de energúmeno por unos, de renegado por otros, acorralado por todos”; un mal momento para “recordar a un hombre que según la ficción jurídica del mundo burgués y del mundo proletario prematuramente aburguesado, no existe”.
La osadía de Gabriel dio lugar a la polémica anticipada y llama la atención de que el poeta Raúl González Tuñón, director de la revista, después de abrir sus páginas –con espíritu de izquierdismo ecuménico– no solo a Gabriel sino a los también trotskistas Liborio Justo (oveja negra de la familia del general Agustín Justo, presidente de la República y su padre) y el exiliado boliviano Tristán Maroff, cerrara la página editorial del último número de Contra (septiembre de 1933) afirmando que “los trotskistas, comunistas sinceros o no, son siempre contrarrevolucionarios. De ellos se aprovecha la burguesía para desprestigiar, no solo a la U.R.S.S., vanguardia del proletariado, sino también al comunismo”. Era de verdad un mal momento para defender a Trotski. Peor, sin embargo, mucho peor, sería hacerlo tres años y medio más tarde.
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El 15 de septiembre de 1936, Crítica festejó sus veinte y tres años de existencia, jactándose en la portada de los cuatrocientos o quinientos mil ejemplares que emitía cada tarde. Doce días antes, había publicado la crónica inaugural de su “enviado especial” José Gabriel, que sería el primero de los tres corresponsales de guerra del diario: viajarían después, de febrero a agosto de 1937 el poeta y crítico de arte comunista Cayetano Córdova Iturburu, y en los meses iniciales de 1939 el jefe de redacción Raúl Damonte Taborda. La sede del diario, en la Avenida de Mayo, se había convertido en esos primeros dos meses de la guerra en un lugar de reunión para simpatizantes de la República Española: allí podían leer los últimos cables, transcritos sobre pizarras en el vestíbulo; allí podían contribuir a la colecta para la Cruz Roja impulsada por el periódico; y allí, más tarde, iban a poder visitar exposiciones de fotos o carteles de la guerra.
Se publicaron en Crítica doce crónicas de Gabriel enviadas desde España, las más breves por telegrama (se publicaban esa misma tarde en Buenos Aires) y las otras, más extensas, por vía aérea.
(i) 3 de septiembre, fechada en Gibraltar el ¿21? de agosto: “La guerra civil vista desde Gibraltar; primer contacto con la realidad española”. En esta primera crónica, simpatizantes republicanos refugiados en el peñón narran a Gabriel las atrocidades cometidas al otro lado de la frontera, en la zona rebelde de Algeciras y La Línea de la Concepción. Destaca, entre otros, el testimonio del barbero Luis Moreno, que “todavía temblaba” al contar su historia: “hace unos días que los rebeldes le llevaron a fusilar; eran dos con un camión; cerca de la frontera pararon, lo bajaron a tierra, uno dijo: ‘déjamelo a mí’ y el otro hizo funcionar el motor; pero al ejecutante le falló el revólver, a quemarropa, y el reo, aún con las manos esposadas, pudo huir”.
(ii) 4 de septiembre, fechada ese mismo día: “Cataluña, baluarte antifascista, es el arsenal de la República”. Es una crónica que habla de la reorganización de la industria, del optimismo que se palpaba en Barcelona, y de las milicias que parten para el frente cantando. Afirma Gabriel, de paso, que “ayer saludé al escritor ruso [Ilya] Ehrenburg, que salió para el frente”, y termina: “Ahora, solo espero mi turno de periodista, para ir al frente de batalla desde donde informaré a Crítica con amplitud de detalles”.
(iii) 5 de septiembre, fechada ese mismo día: “Con serenidad Cataluña vive el momento trágico”. Habla de la vuelta de cierta normalidad a la vida cotidiana de Barcelona, y relata una entrevista con el presidente de la Generalitat: “le pedí que cambiara los nombres de Argentina y Uruguay que tienen los barcos que han sido convertidos en prisión. El señor Companys prometió hacerlo. También comentó con cortesía la iniciativa argentina tendiente a humanizar la guerra civil [se refiere a los esfuerzos del canciller Carlos Saavedra Lamas], pero objetó que sería más correcto tratar de que cesar la provocación de los alzados”. Relata el entierro de un periodista extranjero muerto en el frente, que “había venido como yo a presenciar la gesta maravillosa de la libertad del pueblo español y pagó con su vida la honra buscada”.
(iv) 10 de septiembre, fechada en Barcelona el 1 de septiembre: “La dramática revolución de Barcelona”. Narra la resistencia popular del 19 de julio contra la sublevación militar. Habla de la cooperación entre sindicatos y partidos, el “milagro” del pueblo en armas y la desaparición de la burguesía (“Ya no hay ‘señoritas’”). Relata la muerte ante el cuartel de Atarazanas del dirigente anarquista Francisco Ascaso, “que con mayor fortuna se había salvado de la policía de Buenos Aires no hace mucho”. Este artículo se reprodujo en el diario chileno Frente Popular entre el 15 y el 17 de septiembre.
(v) 12 de septiembre, fechada el 30 de agosto: “Las diversas tendencias formaron en Cataluña un Frente Único por la Libertad”. Es una crónica que llega con retraso. Cuenta las “primeras impresiones” de Gabriel en Portbou y luego la unidad establecida por partidos revolucionarios para luchar contra el fascismo: “Podría envanecerme de mi suerte; sé que algún día podré decir orgulloso: yo vi en Barcelona el embrión del ejército rojo español”.
(vi) 18 de septiembre, fechado el 13 de septiembre: “La trágica lucha en el frente de Aragón”. El cronista ha vuelto “turbado” del frente y de su primera experiencia directa de la guerra. Ha visto los pueblos de Aragón “como costras en los cerros áridos”, ha oído el “quejido –no estampido, eso es literatura–” de los cañones y “las imprecaciones de los milicianos en el asalto”. Incapaz de descansar, se distrae en la escritura. Explica el funcionamiento de las milicias populares y narra la heroicidad de las milicianas, para la cual sale en busca de todo tipo de analogías pertinentes: “He asistido a acontecimientos de epopeya y de égloga; viví pasajes de Remarque y de Homero, y cuadros de Teócrito y de película aragonesa de Imperio Argentina; y tuve ante los ojos atónitos escenas que no sé a qué ficciones artísticas o poéticas referir, pues he conocido en relatos y en pinturas a mujeres guerreras, pero no haciendo normalmente la guerra, como estas jóvenes catalanas que, fusil al hombro o cosiendo los monos de los milicianos o gobernando la cocina, habitan los pueblos de avanzada y hasta los parapetos”. El protagonismo del yo testigo, eufórico por lo vivido, se desata al final: “Recorrí todo el tramo de la columna Durruti, siempre con el enemigo ahí enfrente, a tiro de escopeta; tomé mate en su cuartel general, donde tuve la suerte de reforzar la previsión de yerba a punto de agotarse; estreché en ella la mano a un voluntario cubano y a cuatro voluntarios argentinos; conversé amenamente con el primer y segundo jefe, ambos largos años residentes en Buenos Aires; y al caer el sol espléndido, con el destacamento que la columna tiene en Osera, a treinta kilómetros escasos de Zaragoza, asistí a un admirable ataque de los milicianos”. En esta y en la crónica siguiente, se reproduce al final la firma de Gabriel.
(vii) 19 de septiembre, sin fecha de redacción: “La trágica lucha en el frente de Aragón”. Gabriel relata detalladamente los acontecimientos adelantados al final de la crónica anterior. Destaca el tuteo omnipresente entre los milicianos –“todos somos camaradas, sin otra jerarquía en el trato”–, y afirma haberse acostumbrado tanto a la costumbre de saludar “en alto los puños, con la expresión que un argentino puede entonar como suya: ‘¡Salud’” como al escarceo constante de chistes en la columna, que se dirigían hasta a los “jefes” sin que se tomara como indisciplina. Pregunta: “¿Acabarán estos hombres por demostrarle a un mundo idiota que no se necesitan para nada los formalismos?”. Narra su encuentro con Durruti, el ataque a Fuentes de Ebro y el camino de regreso a Barcelona. La primera parte de La vida y la muerte en Aragón se basa muy estrechamente en esta crónica.
(viii) 23 de septiembre, fechada en Toledo ese mismo día: “José Gabriel describe la terrible lucha en el Alcázar de Toledo”. El intenso testimonio de su visita a Toledo, relatada aquí y en la crónica siguiente, no figura en los libros de Gabriel: “Llevo cinco días al pie del Alcázar de Toledo, asistiendo entre llamas, truenos, risas y coraje al desenlace de uno de los episodios más intensos del actual drama español. Pugnan, por un lado, una fortaleza cesárea y la voluntad sin entrañas de los rebeldes, y, por el otro, un pueblo enérgico, pero humano. / La lucha, desde luego, es espantosa. Tan pronto surge un incendio voraz o una emboscada en los parapetos. Los tanques intervienen en el asalto y frecuentemente se traban los adversarios en combates cuerpo a cuerpo, con bombas de mano y apóstrofes homéricos. En medio de este infierno braman trombas de plomo candente y se desmoronan las casas de tres y cuatro pisos. Pero todavía este horror sería más trágico si el pueblo ofendido no se contuviese para eludir la crueldad. / Mas en realidad, este sentimiento humanitario prolonga la lucha. / Sin embargo, el final se acerca. Nadie evitará la entrada de los milicianos a los sótanos profundos con espectros y cadáveres, como un descenso dantesco al último círculo infernal. / Nadie piense que los defensores del Alcázar estén resucitando la epopeya de Numancia, porque aquí el pueblo agredido es el sitiador y resultará a la postre victorioso”.
(ix) 1 de octubre, fechada en septiembre sin especificar el día: “Por qué fue tan larga la resistencia” [las imágenes que poseo son de pésima calidad e incompletas; es posible que el título sea más extenso]. Una nota inicial señala que “José Gabriel, enviado especial de Crítica a España, nos remite la crónica que reproducimos acerca del sitio del Alcázar. Fue escrita, como lo advertirá el lector, antes de la entrada a Toledo de las tropas rebeldes”. Obligado a salir de Toledo después de ocho días en la ciudad, el cronista intenta explica a sus lectores por qué los sitiados han aguantado tanto: por un lado, estaban parapetados de manera muy poco hidalga detrás de las mujeres y los niños que habían tomado como rehenes; por otro, se aprovechaban de los sótanos del Alcázar que se extendían laberínticamente por debajo de la ciudad. Gabriel vuelve a hacer alarde de su experiencia como testigo: “He recorrido, entre escombros de casas y de hombres, la mayor parte de los reductos que los confinados del Alcázar tenían; he estado en el mismo Alcázar, en la zona reconquistada a pecho limpio, con un valor que enfría la sangre, por los milicianos y los guardias de asalto”. Su experiencia lo lleva a afirmar que los “audaces recluidos” estaban ya perdidos: “¿Qué pueden esperar ahora, si no la muerte en los sótanos o en una salida desesperada, o una ayuda externa que el pueblo parece dispuesto a impedirles? Ojalá cuando llegue a destino esta crónica se conozca ahí ya el desenlace que yo habría querido presenciar hasta el fin”. Si se contrasta la alusión a los ocho días pasados en Toledo de esta crónica con los cinco mencionados en el anterior, cabe deducir que la fecha de escritura es el 26 de septiembre. Es decir, en vísperas de la llegada de esa “ayuda externa” y la liberación del Alcázar por el ejército de Franco. Cuando la crónica se publicara en Buenos Aires, el desenlace del asedio se conocería de sobra y no era, evidentemente, el anunciado y deseado por Gabriel.
(x) 3 de octubre, sin fecha de redacción: “En Barcelona, un cubano casa y descasa en nombre de las milicias”. El cronista relata una visita a la Casa Lenin, ocupada por milicias del P.S.U.C. en el antiguo Hotel Colón de la Plaza de Cataluña, donde un cubano “divorciador y casamentero del nuevo orden revolucionario”, llamado Arturo Gortazar Álvarez, se encargaba de la resolución “ipso facto” de casamientos y de divorcios solicitados de manera consensuada. Gabriel llegó a actuar de testigo en uno de estos ritos. Así se ve en un foto titulada “Boda laica”, con el siguiente pie: “Los contrayentes, según ‘el derecho del nuevo orden revolucionario’, Eulogio del Pozo Bertoló y Carmen Gabriel Beixeda, con el actuario Antonio Gortazar Álvarez y el testigo José Gabriel, enviado especial de Crítica en la guerra civil española”.
(xi) 8 de octubre, fechada el 26 de septiembre: “Los bombardeos de Madrid”. Habla de los entierros de milicianos, las bombas, la escasez de comida y las larguísimas colas, aunque destaca el buen humor de los madrileños. El “coraje insólito” de los habitantes y de los defensores de la ciudad convence a Gabriel que esta no será vencida. Aun así, la emoción dominante de la crónica es la tristeza, como si se tratase –aunque él no lo diga, no lo quiera reconocer– de un mundo condenado a morir: “Me daban tristeza hasta sus edificios sólidos, macizos, limpios, juguetones de ornato y de luz; me entristecían sus viejas coquetas, sus extranjeros achulados, sus muchachos piropeadores, sus muchachas extraordinariamente hermosas, de una hermosura algo afichesca, como para exhibirse siempre, pero extraordinaria al fin; me entristecían sus parejas acarameladas en el café, mimosas en la vía pública”.
(xii) 9 de octubre, fechada como la anterior el 26 de septiembre: “Lo de España no es ‘Perder o Ganar’ sino Existir o no Existir”. Cuenta su visita al Palacio Nacional, con el fin de solicitar una entrevista con el “camarada Jesús Hernández”, ministro de Justicia Pública, aunque “en realidad, descontaba lo que había de decirme. En estos momentos se puede hacer un reportaje a cualquier funcionario español sin verlo”. Sobre todo, deseaba entrevistarse con Azaña, pero recibió el permiso para hacerlo cuando ya abandonaba la ciudad. La crónica reflexiona sobre el intento de integrar partidos y sindicatos de distintas ideologías en un Consejo Nacional de Defensa y en los Consejos Regionales, y de superar el choque frontal entre socialistas y comunistas que “creen intempestivo hacer una revolución cuando hay que hacer la guerra”, y militantes anarquistas que defienden que “la guerra no puede hacerse eficazmente sin hacer la revolución”. Gabriel se atreve a aportar su punto de vista: “Mi opinión, no de hombre que ha vivido los ‘bureaux’ de los partidos, sino que ha estado en el frente, conversando con milicianos y con campesinos, es que, sea en total, sea en parte, habrá que ceder finalmente a las pretensiones de la C.N.T.”. De todos modos, su reflexión al respecto vuelve al dilema ya presente en el título de la crónica: “Es la discusión de siempre en España, entre marxistas (o que mal se llaman) y anarquistas; pero ahora parece hacer la conciencia de que no es una discusión teórica, sino práctica, viviente, de la que puede resultar, no perder o ganar el debate, sino existir o no existir”. La crónica se cierra con un apartado que regresa a Toledo, y relata la “fuerte impresión” que le provocó a Gabriel, en sus últimas horas en la ciudad, conversar con una mujer que tenía a un primo hermano y a su novio dentro del Alcázar, y que decía a los milicianos “entre sonriente y llorosa: ‘Pero, no mataréis soldaditos, ¿verdad?’”.
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Se podría agregar, a esta docena de crónicas, la entrevista “Jacinto Benavente habla para Crítica”, que se publica el 22 de noviembre de 1936, cuando Gabriel “acaba de regresar de España”. Benavente, ganador del premio Nobel en 1922, permaneció en Valencia a lo largo de la guerra sin apenas llegar a opinar sobre el conflicto y, cosa insólita, sin sentir la necesidad de hacerlo. A mediados de septiembre, a raíz seguramente del desprestigio internacional provocado por la muerte de Lorca, fuentes rebeldes divulgaron el bulo que Benavente había sido fusilado por los “rojos”, algo que se desmintió con la publicación en la prensa el 19 de ese mes de una carta de protesta por la muerte del granadino firmada por Benavente. El comienzo de la entrevista resulta, sin duda, extraño. El dramaturgo afirma que no cree que Lorca haya muerto fusilado: “¿Por qué lo iban a fusilar?”. Debían de haberlo matado por error. Cuando Gabriel le recuerda, como posibles motivos, el hecho de que su cuñado fuese el alcalde socialista de Granada o que hubiese manifestado en ocasiones simpatías comunistas, responde: “Vaya, pero no era nada de eso. García Lorca no había llegado al pueblo; era un señorito, que le gustaba la buena vida, detestaba las cosas de abajo, y hacía una literatura para capillas”. Cuando Gabriel insiste en que está equivocado, el joven secretario de Benavente se apresura a informarle que “Don Jacinto ha perdido algo el oído” y no lo escucha.
La reticencia y displicencia del entrevistador, que ya se despedía de España, es notoria. Un fragmento, de tintes homófobos, bastará para verlo:
Ninguna presa más fácil que Benavente para la ironía. Quizás porque ha dedicado él tanto a los demás, se le puede dedicar tanto a él. Puede hacérsele blanco de ironía y de sarcasmo […]. Es fácil burlarse de su figurita de vieja, de sus erres zezeadas, de las señales de criada que va haciendo con los dedos para enumerar sus argumentos, de su risita de señor-conde que aparenta congraciarse con la servidumbre, pero está desando que se la saquen de delante. ¿A qué buscar un triunfo fácil? […]
–Usted y Unamuno –le digo– representaban en la generación del 98 dos posiciones, no opuestas pero diferentes.
–Sí, es verdad…
–¿Por qué Unamuno ha fallado ahora, cuando parecía que se realizaba lo que el 98 quería?
–Hombre, a Unamuno hay que aceptarlo como es. Nosotros, los artistas, tenemos nuestro pensamiento y no podemos pensar como todos. No militamos en política.
–En política de comité, acaso no; pero Unamuno, más que una posición de artista, tenía una pretensión de pensador de su pueblo.
–Hombre, sí; pero siempre le ha gustado contradecir. Hace años lo trajeron a Madrid para que hablara contra la ley de jurisdicciones, que protegía de la crítica a los militares, y salió hablando en favor del militarismo. Otra vez, le llevaron los vascos para que ensalzase su nacionalismo, y les criticó. Es su costumbre, es su costumbre –y Benavente se ríe con su civilizada risa de compromiso que yo por civilizado también le tolero, pero que me causa dolor en las mandíbulas.
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¿Por qué regresó José Gabriel tan precipitadamente y sin aviso previo de España? ¿Será que Crítica perdió paciencia y confianza en su enviado especial después de que anunciara, el día antes de la caída del Alcázar, que los sitiados estaban perdidos? ¿Hería el orgullo del diario tener que publicar esa crónica –por otra parte, tan rica en su testimonio– cuando estaba ya más que consumada la derrota republicana en Toledo?
Puede ser. De todos modos, algunos meses más tarde, cuando Gabriel ya era blanco del ataque de muchos intelectuales antifascistas argentinos, empezó a consagrarse otra versión: fueron las autoridades españolas quienes lo obligaron a abandonar el país. Según el narrador comunista Raúl Larra, en un artículo titulado “Las opiniones de José Gabriel sobre el Frente Popular” y publicado en La Nueva España, el cronista fue expulsado de España “por inconducta y por afirmar que los milicianos carecían de decencia” (21 de febrero); en el mismo periódico, Leopoldo del Signo propuso otro motivo: “Él no predicaba ganar la guerra y después hacer lo demás, sino, primero la revolución y después ganar la guerra. Ni más ni menos que agravar al enfermo y luego querer curarlo. Y como los españoles tienen bastante criterio, cortaron el asunto expulsando al genio gabrielino” (“José Gabriel, el último gaucho”, 13 junio).
No debería sorprendernos. En España en la cruz, Gabriel relata su encuentro con el cónsul argentino en Barcelona, Jorge Blanco Villalta, un viejo porteño liberal “de excelente humor criollo” que le recomienda cautela: “Me aconseja que no me meta en nada, y que si tengo que opinar, que diga que todo me parece bien: ‘los ánimos están exaltados, hay muchas suspicacias, ¿para qué comprometerse?’”. Pues en la última de sus crónicas enviadas, que reseñé arriba, “Lo de España no es ‘Perder o Ganar’ sino Existir o no Existir”, Gabriel desoyó al cónsul y dejó dicha su opinión, comprometiéndose con ella con la postura de los anarquistas (y del P.O.U.M.): primero la revolución y después (y si no después, al mismo tiempo) ganar la guerra. En un momento en que tanto el gobierno en España como las fuerzas favorables a un Frente Popular en Argentina abrazaban la línea “práctica” promovida desde Moscú –hoy el triunfo, la revolución mañana–, la voz de José Gabriel resultaba, quizá, demasiado discordante para las páginas del diario más efusivo y eficaz de las Américas en su apoyo a la República.
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En 1933, José Gabriel habló de Trotski como “el hombre ‘tabú’, excomulgado por reaccionarios y por revolucionarios […], acusado de energúmeno por unos, de renegado por otros, acorralado por todos”. Le tocaría a él, ahora, ser hombre tabú. La primera de sus crónicas ya suscitó una reacción cargada de desdén en el diario filofascista Crisol, donde un artículo del 5 de septiembre, “Gabriel, el traidor”, informó sobre la publicación en el “Pasquín Innominable” de una crónica desde Gibraltar del enviado especial de Crítica, y preveía que las informaciones enviadas a continuación serían “un almácigo de mentiras, de calumnias y de insolencias”, y “servirán de pasto para alimentar a las bestias del bajo fondo porteño”. Postulaba, por otra parte, una mala conciencia en el flamante corresponsal: “La razón es sencilla. Gabriel es español de nacimiento y al volver a la tierra de sus mayores y propia, y ver que sus conciudadanos se desangran, ha de tener reales deseos de tomar parte en la lucha… naturalmente, a favor del gobierno. Pero como el miedo lo domina, mirará las cosas desde la ventana. Y eso es en el fondo una traición, una nueva traición que hace a sus propias ideas. Por ello se debe tener asco él mismo. Que con su pan se lo coma”.
Como al hombre tabú que tanto admiraba, los ataques le llegaban desde todos los flancos ideológicos. El artículo de Raúl Larra que he citado arriba fue la respuesta a un anticipo de España en la cruz, publicado en la revista Señales, y muy crítico con el Frente Popular. Esas críticas, según Larra, eran las mismas que se leían en la prensa fascista, y el argumento de Gabriel de que Companys y Azaña estaban controlados en su acción por diplomáticos soviéticos tenía una “afinidad peligrosa con los de los reaccionarios”. En esa misma línea, un editorial de La Nueva España, publicado cuando España en la cruz estaba ya en la calle, denunció el libro como “el más canallesco infundio contra España de que se tenga noticia hasta la hora presente” e informó, además, que Gabriel acababa de lanzar un manifiesto denunciando los sucesos de comienzos de mayo en Barcelona, lo cual “complementa su aporte a la causa del traidor Franco”. El editorial hilvana una serie de calumnias, hablando del escritor como “víctima de un evidente complejo de inferioridad”, como un “caso patológico” necesitado de un psicoanalista, y recurre al ataque ya ensayado por Crisol, insinuando su cobardía. A fin de cuentas, ¿por qué un español como él, “viendo en peligro las conquistas de los trabajadores españoles” y estando en su país, solo iba a atinar a “salir de la zona de lucha y de España misma para venir a los ’36 Billares’ [un bar en la Avenida de Mayo bonaerense] a hacer desde aquí la defensa del proletariado español” (“José Gabriel”, 30 de mayo).
Lo cierto es que los propios editores de España en la cruz –la editorial Ercilla de Santiago de Chile, dirigida por el aprista peruano en el exilio Luis Alberto Sánchez– parecen haber dudado o haberse arrepentido cuando el libro estaba ya listo a publicarse. Solo así se explica el intento de curarse en salud de la pequeña nota introductoria, según la cual “hay que decir que este documento, aunque lleno de vibración humana, es unilateral”, y que “la riqueza de colorido y la hondura de la visión están determinadas por un sentimiento preconcebido y una idea trazada de antemano, respetable, pero existente y manifiesta”. La nota quería hacer explícito, además, que la impresión del libro no significaba “ningún abanderamiento” por parte de la editorial, sino más bien una apuesta por incluir “ideas de diferentes puntos de partida” y por tratar de “reflejar lo contemporáneo en todos sus aspectos”.
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A pesar de las críticas y las dudas de última hora de Ercilla, España en la cruz (Viaje de un cronista a la guerra) se publicó en el otoño austral de 1937, probablemente en abril o comienzos de mayo. En su elección del título Gabriel, como otros tantos intelectuales antifascistas, se rebeló contra la visión maniquea –propagada desde el bando franquista y la Iglesia– de una guerra santa de católicos contra ateos, reclamando la figura de Cristo como modelo de martirio y ejemplo de la pureza del sacrificio por una causa. Ahí están títulos como Resurrección: impresiones de una conciencia libre sobre la epopeya heroica del pueblo español, una novela del uruguayo Elías Castelnuovo publicada en Buenos Aires en septiembre de 1936; “El miliciano Jesucristo”, un relato del chileno Andrés Sabella de 1939, y del mismo año el magistral España, aparta de mí este cáliz, de César Vallejo, tan vibrante de imaginería litúrgica y de milicianos que se levantan de la muerte y andan como Cristo o como Lázaro. Gabriel explicaba el título en un breve prólogo: “quiero dar a entender que España, como Jesús, haya de morir crucificada, sino que aun muerta redimirá al mundo occidental”; y dio gracias al diario Crítica por darle la oportunidad de “vivir la redención española”. Lo cierto es que la analogía con Cristo no lo intimidaba. Más tarde en el libro, cuando el capitán francés del buque que lo llevaba a Europa, que consideraba a Gabriel un subversivo, le prohibió seguir bajando a la bodega para fraternizar con los viajeros de tercera clase, comentaría: “Jesús descendió más, descendió a los Infiernos. Cuando la revolución dice que hay que proletarizarse para entrar en el mundo nuevo, dice que hay que efectuar el descenso de Jesús”.
En un momento en que sus ideas eran ideas tabú a oídos del lector antifascista habitual, el autor seguía confiando en el poder de su palabra al prologar España en la cruz: “Creo que haré algo bueno, para la España buena, para la Argentina buena y para todos los hombres de bien”. Consciente de la urgencia de comunicar su visión y experiencia del conflicto, se arropaba también en un “maravilloso” epígrafe –así lo diría él– tomado del Don Juan de Byron, que ensalzaba el papel del escritor en la lucha por la libertad:
Quiero combatir al menos con palabras
Y, si tuviese suerte, con hechos,
A todos los que luchan contra el pensamiento…
No es que adule al pueblo:
Hay sin mí suficientes demagogos,
Fieles por demás, para demoler todos los campanarios
Y construir en su lugar otra cosa mejor.
Si sembramos el escepticismo para cosechar el infierno,
Como pretende un dogma cristiano bastante rígido.
No lo sé. Lo que quiero es que los hombres sean libertados,
Los del pueblo como los reyes, tanto yo como ellos.
No sé si la traducción es del propio José Gabriel, pero no es buena. Los últimos dos versos se entienden mal en su canto a la libertad que tenía mucho, en el original, de canto libertario; deberían hablar del deseo del poeta de que “los hombres sean libres / tanto de las muchedumbres como de los reyes, tanto de ti como de mí”. Interesante, por otra parte, es la traducción del sexto verso del epígrafe; el original habla no de fieles sino de infieles: “Hay sin mí suficientes demagogos, / e infieles, para demoler todos los campanarios…”; y son ellos –esos demagogos, esos infieles–, y no nosotros, los que sembrarán el escepticismo. Byron rechazaba no solo la monarquía y la Iglesia, sino a cualquiera que intentara sustituirlas con otra autoridad, por esa “otra cosa mejor”. Es fácil imaginar la interpretación de Gabriel: no a la monarquía y la Iglesia; no, también, a los republicanos y comunistas que querían sustituirlas sin cambiar –según él– nada de raíz.
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Quiero combatir al menos con palabras / Y, si tuviese suerte, con hechos. Por eso se hizo corresponsal de guerra. En una de sus crónicas enviadas a Crítica, aludió José Gabriel al entierro de un periodista extranjero. En España en la cruz lo describiría con detalle: el cortejo de ciudadanos en camiseta y milicianos en mono acompañando el féretro, desfilando mudos, las banderas y los crespones, las flores y los fusiles, los puños levantados en silencio, y también la reflexión, la toma de conciencia de que un corresponsal de guerra no va de turista a los frentes. Es una toma de conciencia que conlleva su emoción, pero también un sentimiento de orgullo por una “misión” que acarreaba el peligro muy real de morir.
De todos modos, el oficio de corresponsal de guerra repugnaba a Gabriel. Vio en España a demasiados periodistas profesionales, que consideraban precisamente su trabajo como un oficio, y que eran “deshonesta y honestamente mentirosos… o frívolos”. Por paradójico que pareciera, ser honestamente mentiroso no era en sí tan difícil. Gabriel no vio a muertos en las calles de Barcelona pero otros, aun sin verlos, terminaban creyendo en su existencia y se convencían a sí mismos de que los había visto: así como un cobarde lo creería por miedo y un enemigo por conveniencia, un periodista lo creería por “necesidad profesional”, porque no podía permitirse defraudar a sus lectores; “tiene que confirmarles, por lo menos, que ha visto algo: un cadavercito, dos”; y cuando se trataba de escribir desde el frente, evidentemente, la “honestidad de la mentira” y las expectativas del público obligaban a magnificarlo todo: el miedo, los efectivos, las bajas y los peligros. Esas necesidades, aseguraba Gabriel –dando así, sin duda, legitimidad a su propio testimonio–, no le atañían a él, porque él fue a España “sin oficio, como voy a todas partes, como hombre, no como corresponsal de guerra”. Era militante, sí, “pero de la sinceridad”, así “que no se me pida” –espetaba a sus lectores– “un cadáver barcelonés, ni un atraco en la vía pública, ni un registro domiciliario, ni un saqueo”.
Ahora bien, si la presión de los lectores nublaba la visión del periodista profesional, convirtiéndolo a veces en “mentiroso honesto”, el dilema de Gabriel era cómo expresar la carga emocional de sus experiencias, de los pasos que lo llevaban “de asombro en asombro” por la ciudad revolucionaria de Barcelona, sin llegar a falsificarla y sin caer en lo trivial. ¿Cómo estar, como escritor, a la altura de las circunstancias? A fin de cuentas, y así lo cuenta él: “Asistí al parto de un nuevo mundo, parto doloroso y placentero como todos; y esta asistencia, después de la de mi mujer y la de mis hijos, puede ser ya, si Dios no me tiene reservadas otras, la satisfacción de mi vida. Referiré lo que vi y viví; pero ¿cómo transmitir su emoción?”.
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Raúl González Tuñón, en el que para mí es el más grande de sus poemas, se definió en un verso célebre: “soy triste y cordial como un legítimo argentino”. Puede que Tuñón, que también fue corresponsal de guerra en España –uno más en la nómina de cuarenta y cuatro reunidos por Jesús Cano Reyes en un libro magnífico: La imaginación incendiada. Corresponsales hispanoamericanos en la guerra civil española (2017)–, haya sido triste y cordial. José Gabriel, por su parte, era cordial y sobre todo sentimental. Su libro España en la cruz comienza con el llanto. Mientras el barco se aleja del puerto de Buenos Aires, observa el autor las risas y lágrimas de su mujer, sus hijos, sus hermanos y sus amigos; cuando ya los pierde de vista, se conforma con “mirar dentro de mí las lágrimas que la valentía de mi compañera no pudo enjugar en sus ojos, los gemidos que vencieron la preocupación frívola de mi hija, y la mano tendida del hijo que parecía extrañar por qué su padre, ante ese ademán, no lo tomaba en brazos”. Ya a solas, a bordo, serán sus propias lágrimas las que lo acompañen: “Yo creía que escribir llorando, solo era una figura literaria; y sin embargo, esta noche, irremediable ya mi soledad, al buscar en la palabra escrita, como otras veces, un alivio, tengo que apartar del papel la cara para evitar el borrón que haría de mi llanto un tropo”.
Más tarde, por supuesto, la emoción de asistir al parto de un nuevo mundo volverá a hacerlo llorar. En la Argentina militarizada de los años treinta, primero golpista (el año y medio en el poder de Uriburu), luego reaccionaria y represora (bajo Justo), ya no podía emocionarse como antes con los desfiles del ejército, pero en Barcelona, dice, “he llorado en la Plaza de Cataluña viendo desfilar una columna miliciana que va para el frente. Era una columna comunista, perfectamente equipada y con música marcial y banderas”. Era, para Gabriel, como volver a la infancia: “Aplaudí, vivé, icé el puño esta tarde en la Plaza de Cataluña presenciando la formación en marcha de las milicias populares, el embrión impresionante del Ejército Rojo. Volvía a ser pibe, vivía, resucitados para mí, viejos episodios históricos, encarnaba lecturas y estampas, asistía al nacimiento de un futuro maravilloso”. Después del desfile, sentados en la terraza de un café, tuvieron que enjugarse los ojos no solo él, sino también el corresponsal uruguayo Etcheto (Alberto Etchepare) y un compañero platense. Cordiales, sentimentales y quién sabe si tristes los tres…
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La nostalgia de José Gabriel se siente en el fervor que le produce, una y otra vez, encontrarse en España con argentinos o con españoles que han vivido en su país. Sucede, en La vida y la muerte en Aragón, en el frente con Durruti, y en España en la cruz en su encuentro con Diego Abad Santillán, antiguo director del periódico anarquista La Protesta de Buenos Aires, que seguía hablando con acento “nuestro”, que le preguntaba por amigos comunes, y que le decía: “Pero, hombre ¡si yo soy más sudamericano que español!”. Mientras contemplaba a Santillán, intentando detectar cuáles eran los elementos argentinos que conservaba, se dio cuenta de repente de lo obsesivo de su búsqueda y encontró la explicación en “mi deseo de encontrar paisanos míos; ¡o mi ilusión de que todo esto estuviese ocurriendo en Buenos Aires!”. Volvería a emocionarse al conocer, en la Casa de Lenin del P.S.U.C., al “camarada Julio, que también ha estado en Buenos Aires y conserva nuestro acento –me conoce como cronista deportivo: algo es algo–”, y a Joaquín Almendros, “otro porteño y hasta excompañero en mi propio diario: ¿será Buenos Aires todo esto? ¡sueños azules!”.
De su visita al consulado argentino de Barcelona, afirmó Gabriel que “no olvidaré nunca el momento auténticamente argentino que viví con el Dr. Blanco Villalta”, y hasta llegó a emocionarse con el consejero de cultura de la Generalitat, Ventura Gassol, al que recordaba sin cariño de los tiempos de la monarquía cuando este acompañó en su exilio en Buenos Aires a Francesc Maciá. En el breve esbozo del encuentro está encarnada la cordialidad sentimental del autor: “No lo traté en Buenos Aires: me fue simpático su republicanismo perseguido, pero no me atrajo su pinta de poeta bohemio. Pocas palabras me bastan ahora para sentirme afecto a él. ¡Si viera V. –me dice, como espichando algo que tenía embuchado– con qué nostalgia recuerdo la Argentina! No son palabras meramente corteses: se les ve la emoción: Gassol, como poeta, habla y se delata: le tiemblan las mejillas y se le aniñan los ojos al decirme: ¡Si viera V…!”. No cuesta imaginar un temblor idéntico en las mejillas de Gabriel mientras veía y escuchaba al poeta, y una correntada de nostalgia atravesándole las venas.
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Hay menciones al “Casbah” en La vida y la muerte de Aragón, que se corresponden con una teoría elaborada por José Gabriel en su libro anterior. En su viaje en barco, pasó brevemente por Milán, Génova y Marsella, pero lo que vio de Europa lo entusiasmó más bien poco, y se comparaba siempre mal con su añorada patria, con su América. Frente a los espacios abiertos de las ciudades americanas (y sobre todo de su Buenos Aires), veía la urbe europea como un vestigio de la Edad Media. La reflexión le llegó a raíz de sus visitas a Dakar y Casablanca, y sobre todo de su paseo fascinado por el “Casbah” argelino, que las autoridades francesas habían amenazado con dinamitar (de este rumor sacó amplio provecho en sus reflexiones). El viaje le había enseñado que los barrios viejos de las ciudades europeas no diferían del Casbah en su falta de espacio vital, en su ausencia de cielo, en los recovecos y retorcimientos de sus calles, y en la apretada promiscuidad de su convivencia. Para Gabriel, Génova era “un Casbah con algo menos de mugre aparente” y Marsella, por su parte, “como otras ciudades del viejo mundo, si no es el Casbah exacto, se le aproxima mucho y está en el modelo. Europa –por lo menos la Europa mediterránea y en ella lo europeo genuino, lo que no ha sido higienizado e iluminado por América– es un inmenso Casbah, en el que, para mayor propiedad del símil, también está a punto de explotar la dinamita”. Cuando llega a Barcelona y se dirige a su pensión de la calle Escudillers, en pleno barrio gótico, se siente “de nuevo en Marsella, en Génova, en el Casbah. Estoy en pleno Casbah. Con el Casbah en los ojos, ya no me sorprende tanto este nuevo Casbah; pero acaso me aturde más, porque es el amplificado Casbah genovés y al mismo tiempo el argelino, un tumulto de casas altas y de gente, un viboreo de calles, un torbellino en las plazuelas, una fugitiva caverna viva”. Atrapado en ese laberinto de callejuelas, no dejaba de “pensar con nostalgia en mi Buenos Aires, tan franco y tan limpio”.
En efecto, no podían ser iguales de espíritu los europeos que vivían en las cavernas del Casbah y los americanos acostumbrados al campo y al cielo. Obligados a la existencia colectiva, ¿no era natural que esa vivencia cavernaria se tensara poco a poco hasta reventar en la Revolución Francesa y estallar ahora en la revolución desencadenada en Barcelona el 19 de julio ?
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El hecho de viajar en un barco francés, y estar rodeado de oficiales y viajeros que él intuía eran simpatizantes del fascismo, llevó a Gabriel a reflexionar sobre Francia, y sobre el Frente Popular que gobernaba en Francia, desde las primeras páginas del libro. Estas reflexiones, en el contexto de la lucha en América –fallida en Argentina, exitosa en Chile– por un frente antifascista capaz de alcanzar el poder, estaban destinados a levantar polémica. Para Gabriel, sin embargo, ese “invento político de nuestros días” no era más que un “reemplazante desnaturalizador” del Frente Único que años atrás había planteado Trotski. No creía en él como “agente de la revolución” y en España –a su juicio– no había servido para nada, hasta tal punto que la República se habría perdido si no fuera por el proletariado que se levantara en armas a defenderla. No podía ser más explícito: “Frente Popular es, para mí, casi casi narcótico popular; lo es sin casi casi en su extremo carnavalesco, como se está tentando en la Argentina”.
Hacia finales de España en la cruz, en sus reflexiones sobre la política española, habló de la República como una sucesión de traiciones, primero de Miguel Maura y de Niceto Alcalá Zamora, luego de Manuel Azaña, luego de Alejandro Lerroux y por último, también, del Frente Popular, que empleó armas contra el pueblo que le había dado el poder. Ahora bien, el fracaso de la sublevación militar hacía ver a Gabriel que España tenía un espíritu y un impulso vital ausentes en el resto de Europa. En este sentido, acudió por apoyo a un tópico: “El socialismo disciplinó a Europa y la dejó así apta para el fascismo… y para el estalinismo. Gracias que Europa termina en los Pirineos”. En 1932, cuando comparó la situación de la República con el ambiente prerrevolucionario en Rusia de 1917, veía que faltaba un proletariado medianamente preparado para luchar. La analogía lo llevaba, en 1937, a otras conclusiones sin duda idiosincrásicas. Por lo que había visto en España, confiaba en que el país sabría evitar los errores soviéticos, y que no caería en el despotismo estalinista precisamente porque no era Europa, y por lo tanto sería capaz de consolidar una democracia verdadera: “Esto no es Rusia, es la democracia. Rusia es Europa; por lo menos, actualmente prevalece en ella el europeísmo; y en cuanto es Europa o europeizante, no difiere mucho de Italia o de Alemania, llámese comunista o como se quiera. España no es Europa; los que quisieran que lo fuese son los sediciosos y el campeón del 98 europeizante, Unamuno, que por algo está en la otra barricada; el pueblo leal quiere que sea Iberia, quiere que sea ella misma, y por eso realiza la democracia, que no es europea”.
Era la España de los milicianos, de los defensores de la libertad repudiados por la República durante cinco años. Era la España del pueblo que se levantó en armas, del “pueblo, última consistencia humana, conexión del mundo con Dios, que no falla nunca”. Gabriel la encontró en los militantes del P.O.U.M. Su pensión en Barcelona se encontraba, por azar, al lado del cuartel del P.O.U.M. y vivió con emoción el contacto físico “con hombres a los que estoy espiritualmente vinculado desde hace años”. Aún más que ellos, sin embargo, eran los anarquistas quienes deslumbraron al cronista. Ventura Gassol le contaría así, lleno de admiración, su heroísmo del 19 de julio: “los republicanos peleamos ¿eh? pero los anarquistas fueron formidables”.
Tanto en sus vivencias españolas –como esa última crónica enviada desde la península mostraba– como en las reflexiones posteriores de España en la cruz, se alternan en Gabriel la esperanza y el pesimismo, la fe en el triunfo de la revolución y el temor ante las fuerzas empeñadas en desactivar el poder conquistado por el pueblo en armas. El miedo estaba allí, porque él había visto cómo republicanos, socialistas y comunistas “empezaban a hacer con el anarquismo lo que sus inspiradores los estalinistas rusos, tan superiores a todo maquiavelismo conocido, habían hecho con Trotski: intentar eliminarlo de la historia, comenzando por rebajarlo. Temo que aquello que empezaban lo están llevando ya adelante resueltamente”. Aun así, también había visto el poderío de un pueblo unido y eso pesaba más, a veces, que sus dudas y temores. La amenaza del fascismo y la sangre derramada harían que la unión de las fuerzas revolucionarias prevaleciera, al final, por encima de las discrepancias. No podía ser de otra manera. “Cataluña es un nuevo mundo en marcha”, declaraba, “no hay que dudarlo”, y esa vivencia le ofrecía una esperanza firme para el futuro: “Sin caer en el panfilismo de los sueños paradisíacos: ¿Quién puede dudar de la grandeza de lo que vendrá?”.
Haber vivido la ebullición revolucionaria en España era un privilegio. Había sido testigo de “un mundo pleno, feliz o, mejor aún, trabajando y luchando alegremente por ser dichoso, mereciendo serlo; y esto, si no lo pispaban en seguida los ojos, lo tocaba el corazón y se grababa dentro”. España en la cruz, publicado pocas semanas antes de los eventos de mayo, con la intuición quizá de que iban a ocurrir pero sin renunciar a la esperanza de que no, terminaría refugiándose en la emoción de la experiencia vivida: “Aquello era simplemente un mundo de hombres buenos. Yo lo vi con ojos ávidos y conservo su imagen; y cuando el ambiente me hostiliza ahora y me obliga a refugiarme en mí mismo, me miro adentro y me digo: si esta pobre humanidad supiese lo que veo me envidiaría como a un dios”.
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Los hechos de mayo sentenciaron para siempre la unión revolucionaria anhelada y palpada por Gabriel. El editorial de La Nueva España que mencioné arriba alude a un manifiesto que este debe de haber escrito repudiando el desmantelamiento de la revolución y la campaña propagandística lanzada por el gobierno republicano y sus aliados comunistas para justificar el enfrentamiento con los anarquistas y el P.O.U.M. Esos hombres y mujeres a los que estaba “espiritualmente vinculado desde hace años” se habían visto acorralados y perseguidos. El 28 de mayo, el nuevo primer ministro Juan Negrín cerró su diario La Batalla; el 16 de junio, el partido fue ilegalizado y Andreu Nin y otros dirigentes detenidos. En los días siguientes, Nin fue interrogado, torturado y asesinado en Alcalá de Henares. Ya se sabe la historia y no hace falta volver a George Orwell, y los intentos desesperados de publicar su testimonio en la prensa británica, para recordarlo. Era un mal momento para verdades incómodas, un mal momento para una historia tabú.
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Hemos visto arriba la indignación de José Gabriel cuando Benavente habló de Lorca como un señorito apolítico, ajeno al pueblo y autor de una literatura “para capillas”. Un año más tarde, el cronista –que llevaba once meses sin aparecer en Crítica– publicó en sus páginas un homenaje a Lorca, veinte y tres fragmentos en prosa bajo el título “Hace un año que los facciosos asesinaron a García Lorca” (7 de octubre de 1937). Se inicia como un lamento, marcado aún por la incredulidad ante la noticia de su muerte:
Hacia un año que los facciosos españoles fusilaron a Federico García Lorca. Crimen bárbaro, hecho que solo sería estúpido si no fuese un crimen. ¿Qué se castigó con él? ¿Qué se remediaba? Brutalidad ciega. Nada ni nadie nos devolverá al poeta, pero sería un alivio para la condición humana descubrir que solo había sido una equivocación, un accidente, un tiro que se le escapó a un guardia civil borracho, un atropello del tráfico en una carretera.
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Cuando hemos visto a los facciosos asesinar sin piedad niños en las calles, en las casas, en las escuelas, en los hospitales de Madrid, ¿qué mayores crímenes podemos reprocharles? Pero quizás solo esas enormidades superan a la enormidad del asesinato de García Lorca. ¿Qué hacía el poeta? ¿Por qué mereció la última pena? No era un político; apenas podía llamársele líricamente izquierdista. ¿Qué castigaron en él los esbirros de Franco? Y ¡cuánto mataban al matarlo!
Gabriel defiende los vínculos de Lorca con el pueblo –su obra era “toda, absolutamente toda, de extracción popular”– y encuentra, de hecho, como único móvil plausible de su muerte el de “castigar a un representante de su pueblo; pero no a un representante electoral, sino a un representante espiritual, racial, sanguíneo”. A fin de cuentas, cuando Lorca fustigaba a la Guardia Civil, sus versos participaban en un odio secular, bien enraizado en el pueblo. Acaso recordaba las palabras de Benavente al apuntar que “García Lorca –preciso es decirlo– pudo ser considerado, y se le consideró un tiempo, un señorito andaluz, un granadino de familia acomodada que había estudiado derecho y filosofía, que practicaba la pintura y las letras y que no desdeñaba las juergas”. Aun así, quedó cautivado por la inspiración de su pueblo: “la gitanería lo atrapó y dejó de ser señorito”. Como en tantos homenajes al poeta fusilado, Gabriel no podía dejar de aludir –como si algo hubiese de profecía en ellos– a los poemas de Antoñito el Camborio y también, por supuesto, a Mariana Pineda:
Viendo a Mariana Pineda, condenada al cadalso, dice una novicia del convento de Santa María Egipcíaca de Granada: “Ya están abriendo flores – que irán contigo muerta”. Llegaba en junio del 36 a casa de sus padres, en Granada, el poeta, y ya abrían flores que podían haberlo acompañado en la sepultura. […]
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Supo García Lorca, desde que lo prendieron –como a Antoñito el Camborio, porque su corazón era gitano–, que lo iban a matar: Lo supo en la cárcel y lo supo cuando lo sacaron para apuntarlo contra la tapia donde había de desplomarse. Lo mismo que Mariana Pineda, habrá sentido entonces el mundo entre sus dedos “como un grano de arena”. ¡Bah! Y así pudo salir del mundo sin flojedad. Es ya conocido que les dijo serenamente, alegremente, a sus verdugos lo que ellos le escamoteaban: que lo conducían a la tapia.
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“¡Corazón, no me dejes! ¡Silencio! Con un ala, ¿dónde vas? Es preciso que tú también descanses. Nos espera una larga locura de luceros –que hay detrás de la muerte–. ¡Corazón, no desmayes!” Así musitaba Pineda la granadina al ir al patíbulo. García Lorca le pidió al jefe del piquete de ejecución que le permitiese escribir unos versos. No se lo permitió: le urgía acallar la voz del pueblo. Habrá que desenterrar un día el cadáver del poeta: en su frente estarán escritos sus últimos versos. […]
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Fusilaron al poeta en el pueblecito de Viznar. Antes de morir hizo firmes protestas de cristianismo liberal y dio vivas a la libertad y a la república. ¿No es eso mismo su pueblo? “¡Yo soy la libertad porque el amor lo quiso!”, proclama, también, antes de morir, Marianita la liberal. Después de muerto, se llamó a prisioneros masones y se les obligó a sepultarlo en Alfajara, término de Viznar. Allí estará floreciendo. Florecía todo lo que tocaba. Era el Generalife y el Valle del Genil.
José Gabriel volvería a este texto en 1939, para editarlo como folleto con el título Ditirambo a García Lorca.
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Me he dedicado en estas páginas a indagar en el viaje y los escritos de José Gabriel que conducen y rodean a este libro, La vida y la muerte en Aragón, que se publicó en Buenos Aires, en Ediciones Imán, en 1938. En la última página de España en la cruz, se leía estampado en azul y en mayúsculas: “Este libro continúa en España atormentada del mismo autor”. Es un título, evidentemente, que no prosperó.
Hay tres novedades en La vida y la muerte en Aragón. En primer lugar, aparte del prólogo, el libro es casi exclusivamente testimonial y carece de las reflexiones y disquisiciones políticas de España en la cruz; por otra parte, trabaja con episodios del viaje de Gabriel que no figuraban en el libro anterior; por último, es un testimonio terminado y publicado después de mayo de 1937, es decir, sin ambigüedades, sin esperanzas falsas y sin pelos en la lengua.
El prólogo plantea de frente la perspectiva del autor: fueron dos imperialismos –“el llamado FASCISTA y el llamado DEMOCRÁTICO”– los que hundieron la revolución en España. La ideología, por supuesto, llega en el testimonio pero de otro modo. No es casual, por ejemplo, que esa línea solitaria dedicada a Ehrenburg en una de sus crónicas se haya convertido en un capítulo entero: el primero. “De Rusia”, dice Gabriel, “no se habla hoy con franqueza sino en las alcobas”. Él sí habla con franqueza, lo ha hecho en su prólogo, pero ejerce ahora una estrategia más bien narrativa. Con su facha “de rusito y de burgués”, con esa mezcla “de desdén y de afectividad”, ahí está Ehrenburg en el comienzo mismo del testimonio, como símbolo inamovible del poder soviético que terminará aplastando, con la connivencia de los demócratas republicanos, todo lo que aparece a continuación de ilusión y promesa y esperanza.
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Atacado desde la derecha y la izquierda, Gabriel seguiría defendiendo su perspectiva sobre España en la revista trotskista Inicial. En ella denunciaba el encarcelamiento y la campaña de calumnias y hostigamiento judicial sostenida desde hacía más de un año contra los militantes del P.O.U.M: “Ahí, en las cárceles de la República española, condenados a larga reclusión, mal vestidos y medio muertos de hambre, y siempre amenazados con la muerte artera, están algunos de los héroes (los otros ya los han asesinado) que salvaron con su arrojo a la República e iniciaron con ímpetu la redentora revolución proletaria ibérica. Y es la República, precisamente, la que los ha encarcelado, después de calumniarlos convenientemente; y el proletariado contempla sin indignarse de la infamia”. Volvía, por otra parte, a denostar la idea del Frente Popular, precisamente en el mes en que al otro lado de los Andes Pedro Aguirre Cerda fue investido presidente. “Hoy estamos tutelados”, advertía Gabriel; “El Frente Popular vela por nosotros en todo el orbe. Y es el Frente Popular el que asesina a Durruti en Madrid, a Berneri en Barcelona, a Nin en Alcalá de Henares, y el que condena a largos años de cárcel a Andrade, a Gorkin, a Arquer… ¿Hasta dónde llegará esta monstruosa perversión?” (“El proceso contra el P.O.U.M.”, diciembre de 1938).
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Después de la victoria del ejército franquista, José Gabriel volvió a encontrarse en Buenos Aires con Diego Abad de Santillán, y colaboró con él en la nueva etapa de la revista Timón. La guerra se perdió, argumentaba en ella, por culpa de la U.R.S.S., cuando “en nombre del Frente Popular” puso fin a las milicias populares. No obstante, “ante la certeza de esta realidad espléndida que oyeron mis oídos, que vieron mis ojos, que tocaron mis manos, que oyeron y vieron y tocaron miles de otros hombres buenos ¿qué puede importar la interrupción de unos días, de unos años? Aquello está hecho, es irremediable, volverá. No lo dudemos” (“El triunfo español”, noviembre de 1939).
En el tercer número de Timón, Gabriel volvió –como en Burgueses y proletarios…, ese folleto ya lejano de ocho años antes– a atacar a los intelectuales de España. Decía entonces que estos se había “jubilado” después de la inauguración de la República. En 1936, su entrevista con Benavente presentó otra imagen igualmente desalentadora. Con la guerra ya concluida, se salvarían solo cuatro de la invectiva de Gabriel, uno de ellos el inevitable Federico García Lorca, santo y mártir de la causa:
Difícilmente pudo ser más desdichada la actitud de la intelectualidad española ante la guerra. Unos, como Unamuno, d’Ors, García Morente o Giménez Caballero, se entregaron sin condiciones y sin reservas a los facciosos; otros, como Marañón, Pérez de Ayala, Ortega y Gasset o Pío Baroja, escarcearon para ver si esquivaban el recado, pero al fin se sometieron también; otros, como Menéndez Pidal o Azorín, desensillaron hasta que aclarase, brindándose luego, claro está, a los triunfadores; otros, como Marquina o Gómez de la Serna, tuvieron su veleidad republicana, pero con un pronto y fervoroso arrepentimiento; otros, como Benavente, pusieron la cara (y él…) que exigía el mando de turno; y de los que puede decirse que estuvieron con la República, Palacio Valdés o los Quinteros no estuvieron más que físicamente, Américo Castro estuvo para negociar con los facciosos, Antonio Machado para cantar a un brigante como Líster, Rafael Alberti y Sender para auxiliar y justificar a los verdugos estalinistas, Amado Alonso para merecer una fama liberal que no le impedía negociar con una casa facciosa. Fuera de unos cuantos profesores, escritores, periodistas y técnicos de escasa nombradía (y quizás resida en ellos el valor que todavía seguimos asignándoles a los otros) que sirvieron de grado o por fuerza a la República y aun a la revolución proletaria, solo fueron nuestros, francamente nuestros, hasta las últimas consecuencias revolucionarias, Hoyos y Vinent, Gonzalo de Reparaz y León Felipe, aureolados por el martirio de García Lorca. (“La deserción de los intelectuales”, enero de 1940).
Notas
(1) Niall Binns fue investigador principal del proyecto I+D+i “El impacto de la Guerra Civil Española en la vida intelectual de Hispanoamérica” (FFI2015-65817-P); autor de Argentina y la guerra civil española. La voz de los intelectuales (2012).