El congreso que se divirtió con sangre (Eugenio Fernández Granell, 1987)

En el año 1937 se celebró el Congreso de Intelectuales Antifascistas de Valencia, presidido por José Bergamín, que fue la ocasión para una virulenta campaña del PCE contra los antiestalinistas de Rusia y de España. Eugenio Fernández Granell en este artículo, publicado originalmente en Diario 16 del día 14 de junio de 1987 (al cumplirse el cincuenta aniversario) efectúa una virulenta recreación del clima de dicho Congreso. Fue reproducido a comienzos de los años noventa en la colección de documentos de la Fundación Andreu Nin y, posteriormente, en el libro Ensayos, encuentros e invenciones (Huerga y Fierro, 1998).

La historia rememora circunstancias que al liberar la energía creadora del espíritu lo exalta a su máxima potencia. Entonces se produce la fusión de los tres grandes triunfos vitales: el amor, la poesía y la libertad devienen indistinguibles. En el azar de la vida cotidiana sólo esta baza garantiza los latidos del conocimiento, de la verdad. Ninguna otra insignia honra mejor la condición del intelectual.

También ocurren sucesos ilustrados que al más leve roce del recuerdo apenas proyectan la sombra de su mezquindad moral. El caso más alevoso del súbito descenso colectivo al nivel del salvajismo, de la animalidad, lo ejemplifica el Congreso internacional de Escritores, convocado por el Partido Comunista hace justo ahora medio siglo. Los talentos extraños y los indígenas se juntaron para proclamar la necesidad de luchar contra la sublevación fascista, lo cual era justo, y sin ser genial, estaban haciéndolo todos los combatientes de la zona leal, más necesitados de instrucción y armas y pertrechos que de alocuciones versificadas o prosaicas.

Respecto a como ganar la guerra antifascista, el Congreso no dijo nada más que lo dicho: para ganar había que luchar. y en esta perogrullada consistió la primera parte. Porque hubo una segunda parte, monstruosa, que en vez de Perogrullo la inspiró Stalin: todos los antifascistas tenían que denunciar, perseguir, destruir y matar a todos los trotskistas. Los más de los españoles jamás habían oído semejante palabra. Quienes la conociesen, sabían que los trotskistas eran los seguidores de Trotski, el forjador del Ejército Rojo y máximo líder, con Lenin, de la revolución rusa.

En el sentido expuesto, aplastar, en plena guerra revolucionaria de España, a un partido revolucionario sonaba a disparate. Lo que ocurría, es que para el estalinismo, trotskismo es el término calificador de cuanto en la tierra no sea estalinista: los socialistas -a quienes llamaban social-fascistas-, los anarquistas – a quienes tenían por contrarrevolucionarios-, los popes de la ortodoxia griega, la industria occidental, los huevos con jamón y los trotskistas mismos. El concepto ruso trotskista, que queria decir contrario o enemigo traducido al español, fue enseguida aceptado alegremente por los congresistas literarios nativos y extranjeros. El Congreso lo había amañado el católico-comunista José Bergamín; el ídolo poético del partido estalinista, Rafael Alberti; Julio Álvarez del Yayo -topo estalinista en el partido socialista- y Willi Münzenberg, el más emprendedor de los propagandistas europeos de la mercancía estalinista; a más de M. Koltzov, jefe de la delegación de los escritores soviéticos.

Con la arenga del antitrotskismo, la sabiduría del Congreso produjo el embrollo más incomprensible. Resultaba que los antifascistas, en lucha contra los ejércitos fascistas que mandaba el Caudillo, ayudado por las armas de los moros, de Hitler y de Mussolini, tenían que enzarzarse en una nueva guerra inesperada contra los trotskistas antifascistas.

Para simplificar, los estalinistas del Congreso y los no congresistas decidieron, obedeciendo a Stalin -que seguía en Moscú matando muchísima gente de la suya, que era toda trotskista, amigos y familiares incluidos- que los trotskistas eran también fascistas. Lo que no lograron fue multiplicar las escasas y anticuadas armas de la ayuda rusa, que encima de su poquedad resultaba difícil transportarlas a España. Además, ya no quedaba oro para pagar el arsenal más caro jamás vendido a nadie -aún siendo el cliente un fraterno país de camaradas proletarios.

Si ganar una guerra es empeño dificil, ganar a un tiempo dos resulta peliagudo. Por eso será que a Stalin se le ocurrió una de las típicas genialidades suyas. En seguido empezó a mandar a España, ya que no armas, chequistas y chequistas con pistolas, venenos y cuchillo para satisfacer el deseo ardiente de los congresistas, consistente en matar a cuantos trotskistas se encontrasen, lo cual los chequistas, sin soltar sus pertrechos, procedieron a hacer en el acto.

Los intelectuales estalinistas, enchufados en la vida y la muerte españolas por medio del Congreso, no podían estar más satisfechos. Sólo mi partido, que era el POUM -al que ellos, exasperadísimos, llamaban trotskista, fascista y espía-, podía proporcionarles millares de víctimas. Los sindicalistas, más miles aún. Todavía más, los socialistas; y muchísimos millares más, los anarquistas. Para los intelectuales estalinistas del Congreso, que lo eran todos los que en él estaban y más, España tenía que parecerles, con tanta matanza en perspectiva, algo así como la materialización del paraíso.

Por si todo ello fuese poco, el congreso intelectual sumó a sus culturales y bélicos apetitos la posibilidad de ampliar el negocio estalinista que representaba, emprendiendo la persecución de los trotskistas- fascistas-espías extranjeros. Esta lista la inauguró André Gide, quien acababa de publicar su libro Retour de l’URSS, una crítica del comunismo ruso. Ello bastó, si no a la experiencia, sí a la obediencia de los congresistas parea tachar a Gide de espía, traidor, trotskista y demás lindeces, sin ni siquiera agradecerle la enormidad de las posibles matanzas extranjeras que tan suculentamente se les descubría. Para eso sirvió el Congreso, del que hoy sobreviven participantes satisfechos de su papel en tal farsa sangrienta.

Los escritores congresistas jamás alzaron su protesta contra las calumnias y los asesinatos que ellos, al contrario, atizaban con su miserable estupidez. Las matanzas estalinistas crecían y se extendían por todas las Rusias y por todas las Españas, en éstas mano a mano entre estalinistas por un lado y fascistas por el otro. Los escritores congresistas pedían chequistas y sangre, y sangre y chequistas les servía Stalin a más no pedir. Según el criterio de los congresistas, los ciudadanos españoles tenían que ser estalinistas a la fuerza, como si constituyese una obligación nacional el volverse soplón y asesino. Si no, ¡al paredón!, igual que en Rusia.

Los militares, diplomáticos, periodistas, escritores, policías, espías y asesinos enviados por Stalin a España en socorro rojo del clamor antitrotskista del Congreso fueron implacablemente asesinados al regresa de España a su país natal, vuelto mortal.

La guerra desatada contra la España leal por los rebeldes fascistas provocó una revolución obrera victoriosa. Los trabajadores armados se adueñaron de las fábricas y de las empresas industriales. Los campesinos se apoderaron de las tierras que sólo ellos trabajaban. La guerra revolucionaria hubiese triunfado en toda España a no ser por la flagrante traición estalinista (desde Rusia a España, desde el Kremlin al Congreso intelectual dicho) a lo que habían proclamado ser su objetivo esencial: la conquista del poder por quienes trabajan. Esto fue lo que defendía el POUM, y como él, los anarquistas y los socialistas revolucionarios que seguían a Largo Caballero.

El primer partido obrero que sufrió las consecuencias de la abyección intelectual del congreso estalinista fue el POUM, mi partido. Andrés Nin, su secretario general, fue vil y cobardemente torturado y asesinado por las huestes nativas y rusas del chequista Orlov -uno de los pocos soviéticos de servicio en Españia que lograron escapar a la muerte cierta que Stalin les deparaba-. Nin era un gran intelectual revolucionario. Sus compafieros del Comité Ejecutivo del POUM fueron encarcelados y sometidos a un proceso similar a los de Moscú, y tan humillante para la justicia española como lo serian los que tras la derrota se prodigaron hasta el fin de la dictadura fascista. Juan Andrade, Julián Gorkin, José Escuder, Enrique Adroher, Jordi Arquer [todos ellos juzgados y condenados en el proceso de 1938 y que consiguieron pasar a Francia en 1939] y muchísimos más perseguidos, apresados, torturados y asesinados, eran intelectuales de mi partido y amigos míos, y la misma suerte corrieron decenas y decenas de mis camaradas estudiantes, campesinos y trabajadores.

La guerra se perdió porque en vez de emplear todas las armas y todos los hombres disponibles para combatir en las trincheras, los estalinistas mermaron la moral y la fuerza del ejercito revolucionario convirtiéndolo en absurdamente popular-burgués y distrajeron enormes cantidades de atenciones y de hombres en la diversión de asesinar y torturar a quienes se negaron a servir al estalinismo tal como villanamente lo hicieron los escritores congresistas.

André Malraux declaró: «Acepto los crímenes de Stalin donde quiera que se cometan», a lo cual Víctor Serge, oyéndolo, le arrojó a la cara la taza de café que tenía en las manos (1).

«Si nos hubiesen preguntado a los militantes (del PSUC) si había que fusilar a Andreu Nin, dirigente del putsch trotskista-fascista, habríamos contestado sí» (2).

«Con toda probabilidad Stalin fusiló a muchos más participantes soviéticos en la guerra civil española que el número de los muertos por las balas fascistas en España «, dice el historiador soviético Roy A. Medvedev (3).

De los congresistas que me trae este horrendo recuerdo sólo se salvaron de la muerte los no soviéticos. Tal vez ello explique por qué los amigos de Castros, Stalines, y disfraces de izquierdas más o menos unidas prefirieron vivir en las repulsivas sociedades consumistas-multinacionales industrializadas donde habitan, a aventurarse en el aún proceloso mundo estalinista.

Para mí sigue siendo un misterio la hechicería por la cual docenas de intelectuales pueden prenderse el corazón y el cerebro de la punta de los pelos hasta perder colectivamente el sentido más elemental de la responsabilidad humana.

Una vez le pregunté a Joaquín Maurín en Nueva York: «¿Cómo puede la conciencia dejar dormir tranquilos a los asesinos? «. Él me dijo: «Granell, te creía más inteligente. Duermen mejor que tú y yo. No tienen conciencia «.

El soviético Kotzov, en su discurso al congreso, dijo: «… el escritor se pregunta: ¿Quién soy yo, un profeta o un payaso, el capitán o el tambor de mi generación?» (4). El congreso fue un trágico concierto de payasos redoblando el tambor al son que les mandaban.

Notas

(1) Víctor Alba, El marxismo en España (1919-1939), p.535.

(2) citado por Víctor Alba, El partido comunista en España, p.228.

(3) Roy A. Medvedev, Let History Judge, p.248.

(4) M.Koltzov, Diario de la guerra de España, p.435.

Sobre el autor: Fernández Granell, Eugenio

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