La llama sobre la nieve (Víctor Serge, poema 1921)

Petrogrado- Moscú, 1920-1921. Referencia original: «La Flamme sur la Neige», Clarté 33 (1924),  pp.208-10. Traducción de Pello Erdoziain.

Nieve y noche. Que pesadas son las cargas. Tropezones en la blancura profunda y engañosa de la nieve.  Alrededor, hombres caminan penosamente portando rifles. Los finlandeses blancos muestran hostilidad en sus caras, cerradas, duras, pesadas. Se mantienen silenciosos. Los cañones de sus pistolas parecen atraídas por la tierra. En la oscuridad de una garita de centinela sobre un pequeño puente, un hombre agarra con sus dos manos su rifle. Un gorro de astracán corona un abrigo gris pálido y la delgada cara de un campesino. Les saludamos sin énfasis, los corazones apretados, voces bajas a pesar de la exaltación: «¡Hola hermanos!». No veo los ojos en las grandes sombras de las caras que están vueltas hacia mí. El hombre pregunta gentilmente: «¿Tenéis pan blanco?», él toma la tierna hogaza de pan. «¿Golodno?» ¿Tienes hambre? – «Sí, no es nada», contesta únicamente a las puertas de la inmensa Rusia, nuestro hermano, el soldado rojo, se mantiene enhiesto en medio del frío, la noche, el hambre – y la soledad.

Uno está hambriento, pero eso no es nada.

La blanca noche con las distantes ráfagas de los proyectiles, pasajes abruptos entre las calles vacías, la rugosidad del amarre de las bayonetas. Las manos se vuelven insensibles pegadas al rifle. Pero esta medianoche de infinita palidez con el silencio y la espera se convierten en una singular paz. Te sientes casi liberado. Libre, simple, calmado.

Rifles enhiestos cruzados entre sí permanecen en frente de las puertas cerradas. Nuestros pasos suenan en la suavidad desconocidos hogares. Caras de ansiedad, lámparas que de repente se encienden entre la penumbra gris. Periódicos que a duras penas se descifran en frente de la ventana. Los aterrorizados ojos que exploras en una penetrante y triste mirada. «¿Estás mintiendo?».

Retorno. Cansancio. El peso de los rifles. Es necesario. Es necesario. Haremos la nueva vida.

La multitud – esta resoluta multitud concentrada en la vasta habitación cuadrangular, con blancas columnas, el Palacio Tauride, esta muchedumbre en posición, delicada, vehemente, gustosamente aplaudiendo al orador: El hombre con su espalda arqueada, una larga y espesa melena de pelo gris. La enérgica cara de un intelectual, la voz acentuada, el gesto categórico el cual proclama la determinación de las masas para vencer. Proclama Terror.

La canción de la muchedumbre.

Mujeres jóvenes, despreocupadas de mostrarse elegantes o coquetas, ¡pero que valor! – con el pelo corto, sus bustos ocultos tras ropas de cuero o una blusa militar; trabajadores, soldados, campesinos, marineros, la multitud cantando La Internacional después de la Despedida de los muertos.

Esta muchedumbre quiere vivir, crear vida. ¿Pero cuántos de estos ya están muertos?.

Esta inmensa ciudad blanca, toda en silencio. Ya que ni los trineos hacen ruido en la nieve. Las pisadas no resuenan. Una gran pálida luz sobre las cosas. El río Neva, ancho, entre sus muelles de granito rosa solidificado bajo la nieve. A lo lejos, la aguja de oro de la fortaleza de la catedral de Pedro y Pablo.

La pobre y andrajosa gente, muchos adolescentes, algunos niños portando rifles, con las correas a menudo sustituidas por cuerdas. Las manos de esta pobre gente entumecidas por el frío. Su gris y desgraciado cruce de la Perspectiva Liteyni, en un determinado paso. En la punta de una bayoneta una bandera roja. Batallón de trabajadores del Distrito Narva.

En el interior de una bulliciosa barraca – las paredes muestran a Marx y a Lenin enmarcados con cintas rojas – este ávido grupo alrededor nuestro, la firme y desafiante cara del agitador, los anteojos con montura dorada, esos infantiles y serios ojos, el cómico contorno de la nariz del pequeño camarada con chaqueta de cuero, el cuidado mostacho del cosaco – sus preguntas precipitadas – «¿Desmovilización?»….¿La clase obrera de Francia?….¿Se está extendiendo la Revolución?….» Rabia, angustia, revuelta contra el hecho de tener que contestar a estos hombres, a esta mujer: Tú no estás solo.

Esta cara sin aparente belleza, el amplio rostro, esas desagradables gafas de montura metálica blanca detrás de las cuales había siempre la misma seria mirada, perdida, un poco distante, muy atractiva, algo comprensible y blanda…. Nuestro trabajo dura hasta el amanecer. Al amanecer, sentado sobre el alféizar de una ventana, sobre la desierta plaza (la formidable masa granítica de la catedral de San Isaac, la enorme cúpula dorada; palacios fríos rectangulares, y dispuesto sobre su peana, este jinete de fino bronce de otro tiempo) Nuestra búsqueda, nuestro pensamiento, nuestro frío razonamiento. («….Imposible que pudiéramos aguantar más de seis meses, al menos que….») lo cual nos hace sonreír todos no obstante, llenos de una confianza ilimitada.

Esta multitud en la nieve, bajo el sol de mediodía, siguiendo a los ataúdes cubiertos con ramas de pino. Cintas rojas, banderas. Un rayo dorado se posa sobre la aguja del Almirantazgo.

Cantos, el canto que se eleva. Hay rezos y sollozos en la despedida de la multitud de los vivos a la multitud de los muertos.
Aquí duermen, detrás de un baluarte de granito, los unos ahorcados, fusilados, decapitados, otros muertos de tifus; quienes todos lo dieron desde el fondo de sus animas. Murieron por la revolución. Con tanta frecuencia hay estos funerales en el Campo de Marte….

Cuatro mil soldados, campesinos de Viazma, Ryazan, Tver, Orel, Viatka, Perm, – rusos, tártaros, kirguisos, chirkisos – cuatro mil soldados alimentados con arenques secos – duros como piedras, haciendo sangrar a las encías – alimentados con cuatrocientos gramos de pan negro al día, vestidos en este invierno helado con viejos abrigos de la Gran Guerra, batiendo sus manos como niños y riendo, bromeando y tarareando. La habitación, tapizada del terciopelo azul dorado del Teatro Imperial vibra de repente con esa clara alegría humana, porque un artista soberano cantó.

Seis horas de viaje a través de un helador viento del norte, a lo largo del Neva. Persistentemente nos calentamos por turnos en la sala de calderas. Y aquí en el frío paisaje escandinavo, la carcasa muerta de un viejo castillo: El Schusselburg. Y aquí, en este cabaña, el ataúd que contiene el cuerpo enorme y alargado del anarquista Justin Jouk, la gran cara de Justin Jouk.

¡Qué grandes caras tienen nuestros muertos!

El  bosque de plata, una mañana de Junio; el río acariciando y murmurando entre los prados y el bosque. Una cúpula de una iglesia – en azul o plata, ya no me acuerdo – emergiendo con el sol. Luz en todas las cosas, la justa luminosidad de Rusia; y las casas de los niños, pacíficas en el calor tibio de Junio, en el follaje, en el murmullo del agua, esperando al futuro. Estrechas, largas camas de campaña. A lo largo de las paredes cubiertas de brea, los dibujos coloreados de las jovencitas; todo este claro país de niños tan cerca de nuestra ciudad embrollada en la Guerra Civil.

Una jovencita de siete años, con grandísimos  ojos negros, en un fino, pequeño rostro Kalmuk, un pequeño espíritu refinado, precoz, sensible, insertado en un delgado cuerpo, lentamente debilitado por el hambre: Tatiana, la hija de un aristócrata a la que tú cariñosamente llamas Tania, Taniucha, Taniuchetka, dice:

«¡Dado que eres un bolchevique, respóndeme! ¿Porqué fue Lavr Andreievitch fusilado?.»

Soy un bolchevique, pequeña Tania, y no sé porqué Lavr Andreievitch fue fusilado.

Una esquina de una calle, el ennegrecido barro del deshielo, un niño que vende cerillas: cerillas robadas, el premio de la especulación. Un bien vestido paseante, con ropa y calzado militar. La niña le persigue con sus ojos encolerizados: ¡Burgués!
Y la inmensa factoría en desuso, chatarra en las pasarelas, bancos herrumbrosos, formidables máquinas tiradas, lubricadas, inactivas, las salas con las ventanas cuyos cristales han sido rotos. Dentro de poco de ella quedarán sólo las ruinosas estructuras metálicas resaltándose sobre las ruinas de una ciudad………La inmensa factoría en desuso, treinta mil trabajadores en 1914, cuatro mil quinientos al día de hoy. Otros: muertos, vueltos a la tierra, murieron los mejores, o como soldados.
Pero cerca de la casa del conserje, este insignificante pequeño jardín cultivado con tanto cuidado; y en la inmensa factoría en desuso, una ruidosa sala dónde setenta hombres torturados por el hambre, intentan conseguir reconstruir un motor.
La ciudad. Las calles estrechas a oscuras. Las calles en un estado de sitio el cual finalizo a las ocho, antes de que caiga la noche. Por todos los lados, hombres con rifles acechando.

Ciudad, noche, nieve. En las casas el fulgor centelleante de la luz. En las frías habitaciones, un viejo encogido en su abrigo de pieles, sus manos heladas, lee al resplandor de una vela:

El misticismo de Vladimir Soloviev, y en la oscuridad de la habitación un adolescente envuelto en un abrigo de soldado tirita y piensa en grandes cosas, la electrificación de los Urales.

El campo. Puedes caminar allí durante horas a través de campos o bosques sin oír una sola voz humana, sin ver una cabaña; pero no puedes estar allí durante mucho tiempo en la carretera sin ver, rodeado de abedules, una capilla verde con un pequeña peana triangular y un pináculo bizantino azul – o de otro color -, siempre claro, radiante.

Espacio – los campos donde el tren circula durante las largas horas, los campos con sus aldeas esparcidas: algunos techos de paja gris, los campos con sus remotas iglesias cuyas cruces doradas siempre refulgen al sol, y los bosques de abedules de delgada blancura, las cortezas plateadas de los abedules, (que nuestro antiguo narrador de historias compara con vírgenes…)
De nuevo la ciudad, el viejo almacén Fabergé, artículos de París, Objects d´art (el cartel ya no se ve). Tres balas dividen el gran ventanal, restos de papel (hojas arrugadas de un libro de cuentas, numerada 124) «3ª Oficina de suministros. Este 24 de Febrero, una libra de arenque seco al carro B».- Desde las ventanas del viejo Hotel Regina, se ven soldados pobres y enfermos. – Aquí: Modas Aline, escrito en grandes letras doradas. Más abajo: Cuartel General del batallón especial del sector de Kazán – Café Empire. Nº, «Club de la 14ª Imprenta Estatal». A la entrada Karl Marx enmarcado por cintas descoloridas, el retrato está perdiendo color.

Por la calle que va desde el Almirantazgo a la academia militar (previamente era un banco), bordeada de iglesias, palacios – dónde se encuentran nuestros clubes – almacenes saqueados, teatros, bibliotecas, edificios públicos, el centro del libro, construido por Pedro el Grande, a la pesada estatua del zar Alejandro, tan pesado encima de su gran caballo de bronce que debe estar contemplando con su aplastante peso la caída del Imperio.

Por esta calle, los jinetes mongoles pasan cantando. Cintas rojas sobre las empuñaduras de sus sables, al frente la estrella roja de cinco puntas.

(Tú hablabas, oh poeta, con tanto amor de las cosas de Europa: «¡Si, nosotros somos scythians! Si, asiáticos….»).

Sobre la empuñadura de sus sables, cintas rojas.

Mañana, Primavera, el deseo de sonreír. La gente, en la plaza, lee el periódico que les ha llegado por correo. ¿Porqué esta palabra La Verdad, palabra de pocas sílabas, es tan dura, aguda, importante, en todas las lenguas: ¿Pravda, Wahrheit, Truth, Verdad? – un trozo de papel ondeando al viento.

«33: Nikitor Arkadievitch Ijine, 33 años, especulador. 34: Denskaya Elena Dmitrevna, 24 años, costurera, espía. 35: Vassili Vassilievitch Onéguine, 42 años, oficial, aristócrata, contrarrevolucionario probado …..58: Abram Abramovitch, 30 años, funcionario, miembro del Partido Comunista, convicto de corrupción….» Fusilados.

¡Sesenta! Dice una voz joven. Ellos leen de forma automática, sin dejar de sonreír. Tiene veinte años, una aspirante de Rojo de diecinueve años, militante responsable de la fábrica Dinamo. ¿Cuál de ellos será morirá pasado Kronstadt?

«Decreto del Consejo de Comisarios del Pueblo Nº XXX. Supresión de los alquileres….»

«Decreto del Consejo de Comisarios del Pueblo Nº XXX. Supresión de la propiedad privada del mobiliario….»

«Decreto del Consejo de Comisarios del Pueblo Nº XXX. Supresión del analfabetismo…»

«Decreto del Consejo de Comisarios del Pueblo Nº XXX. Creación de la República autónoma tártara….»

«Decreto…..»

Alguien está leyendo, de pie, en la calle, sobre la nieve. El frío se agarra a uno, se oyen disparos.

Ella venía a menudo hacia medianoche, después de una llamada de teléfono (¿»Tienes té?»). Sacudía su pelo rubio claro ceniza. Sus ojos tenían una buena seria sonrisa. Ella dijo:

«Entiendes, la devolución regional de la industria del metal…. Porque el alto consejo de economía y el sindicato….», o:

«Las tesis de Bogdanov, desde un riguroso punto de vista marxista….», o

«La sub-sección de la organización del Comité del 2º Sector decidió….»

Ella encendió un cigarrillo. Sus labios tenían el color rosa de una fruta madura.

Desprecio por la palabra – por las viejas palabras -, desprecio por las ideas engañosas. Desprecio por el hipócrita y cruel Occidente, el cual inventó los parlamentos, la prensa pública, los gases asfixiantes, el sistema de prisiones, la literatura de sobremesa. Desprecio por todo lo que vegeta satisfecho con esas cosas.

Odio por la formidable maquinaria usada para machacar a los débiles – a la humanidad entera desarmada – odio por el vicio de la ley, la policía, el clero, las escuelas, los ejércitos, las fábricas, las colonias penales. Odio por aquellos que necesitan ese sistema: los ricos, odio de clases.

La voluntad de experimentar todo, de aguantar todo, de lograr todo con tal de acabar. La voluntad inexorable. La voluntad de vivir finalmente según la nueva Ley, trabajo igualitario o morir mostrando el camino para alcanzarlo. La voluntad de arar la tierra y también las almas tan bien que la tierra será nueva mañana.

Tomar conciencia que el presente a duras penas existe; y que es necesario darlo todo, en este momento, para realizar el futuro para que pueda haber un presente.

Tomar conciencia que nosotros no somos nada si no estamos con nuestra clase, lo que es la clave de la prosperidad humana.

Tomar conciencia que el trabajo que tenemos por delante no tiene límites, que requiere un millón de brazos y cerebros, siendo la única justificación de nuestras vidas. Tomar conciencia que un mundo se está derrumbando y que únicamente se puede vivir si uno se identifica con el mundo que está a punto de nacer.

Sobre el autor: Serge, Víctor

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