Artículo publicado en el número especial dedicado a Eugenio Granell de la revista asturiana Rey Lagarto, nº 8, 1990. Reproducido con permiso del autor.
Mi relación con Eugenio Granell es antigua, tanto que su inició se perdió ya en la noche de los tiempos: en todo caso hace más de medio siglo que nos conocimos. Por aquel entonces, tocaba el violín, pulsaba las teclas del piano, se servía de una fina ironía en sus conversaciones y manejaba como nadie la dialéctica marxista en sus controversias con los adversarios políticos, que eran también los míos, pues no sólo fuimos y somos de la misma quinta -nacimos los dos en 1912- sino que juntos hicimos siempre, aunque nos separaran centenares y hasta miles de kilómetros, idéntica andadura política.
Sus felices contactos con los pinceles fueron muy posteriores, cuando él vagabundeaba por tierras hispanoamericanas y yo me pudría en un campo de concentración hitleriano, en el sur de Alemania. Pero creo recordar que Eugenio dibujaba desde niño y los museos madrileños eran frecuentados por él en aquellos primeros años de la República. Habrá que creer, pues, que su paso por el Conservatorio de Madrid fue mero accidente y que su posterior vocación no serían el violín y el piano, sino la paleta y los pinceles. En todo caso, cuando acababa la segunda guerra mundial volvimos a saber el uno del otro, no me sorprendió lo más mínimo que Eugenio fuese pintor y además pintor consagrado.
Más nuestro hombre es ser con muchas cuerdas en su arco: músico y pintor, pero igualmente novelista, cuentista, crítico de arte, poeta y no sé cuantas cosas más, sobresaliendo siempre gracias a sus infinitos saberes y a una cultura bien asentada. Novelista en «La novela del indio Tupinamba «, visión surrealista de la guerra civil española, creo que caso único en la vasta literatura que produjo este acontecimiento-, «El clavo» y «Lo que sucedió»; cuentista en «El hombre verde» y «Federica no era tonta y otros cuentos»; crítico de arte en «Arte y artistas en Guatemala» y en varios estudios como «La escena dramática del perro aullador», «De los fusilamientos»,etc.; poeta en «Estela de presagios» y, por último, para no alargar más las actividades de este hombre polifacético, ensayista en «La leyenda de Lorca y otros escritos».
Y todavía cabría sumar otros ejercicios más asimismo importantes: el de catedrático, primero de la Universidad de Puerto Rico -junto con Juan Ramón Jiménez y Francisco Ayala, entre otros- y años después, hasta su jubilación, en el Brooklyn College de Nueva York, amen del de periodista, puesto ya de manifiesto en España antes y después de [el inicio de] la guerra civil, pero muy especialmente en los últimos tiempos de su exilio americano, en el periódico «España libre», editado en Nueva York por las Sociedades Hispánicas Confederadas de los Estados Unidos, publicación de la que se ocupó durante bastante tiempo hasta su desaparición. En sus columnas dejó constancia de la agilidad de su pluma ese «fouche-à-tout» de talento que es Eugenio Granell.
No puede existir la menor duda de que ha sido en la pintura donde más descolló, siempre fiel al surrealismo, quizá no tanto a causa de su feliz encuentro con André Breton, a poco de llegar a Santo Domingo en 1941, como por el hecho indiscutible de que el movimiento surrealista «encajaba», por decirlo así, en la fina sensibilidad de Granell, puesto que tratábase sobre todo y por encima de todo de una manifestación que abarcaba los distintos aspectos del arte que tenían por común denominador la libertad de creación del ser humano, lo cual permitía bucear alegremente en su subsconciente, allí donde anidan tal vez los verdaderos sentimientos.
De todas formas, sin entrar en un análisis de su pintura -¡Dios me libre de meterme en camisón de once varas!-, pues otros más enterados y capaces que yo no dejarán de hacerlo es estas mismas páginas [el monográfico dedicado a Granell], no olvidaré señalar su originalidad, su autenticidad, expresadas mediante un estilo propio, alejado de cualquier afán de parecer extremoso, de asombrar merced a piruetas o travesuras propias de quienes no cuentan con una expresión peculiar y precisan llamar la atención sea como sea. Nada más alejado de Granell que el efecto facilón; lo suyo propio es la discreción, el saber hacer, acompañados, eso sí, de una gran fuerza creadora.
Su largo exilio, o sea, el alejamiento de su país durante muchos años, así como la pereza de no pocos españoles interesados en el arte que no se preocuparon de cuanto acontecía allende sus fronteras, del quehacer intenso de su emigración intelectual, produjo la paradoja de que Granell fuese más conocido en el vasto mundo occidental que en España. Hecho irritante, indiscutiblemente, no siendo por desgracia el suyo un caso único. Por fortuna la cosa comenzó a cambiar en estos últimos años, gracias a las exposiciones que le organizaron y organizan galerías de arte y varios centros culturales, así como a algunas publicaciones en forma de libros y de folletos. Que al fin alcance en España el reconocimiento general que bien merece, es todo cuanto deseo a mi viejo amigo Eugenio…
París, noviembre 1990