Publicado en Die Rote Fahne, 18 de noviembre de 1918. Traducción de Trasversales.
No pedíamos ni el perdón ni la amnistía para los presos políticos prisioneros del viejo orden. Exigíamos a través de la lucha y la revolución el derecho a la libertad para los cientos de personas valientes y leales que gemían en las cárceles y fortalezas porque, bajo la dictadura de los criminales imperialistas, habían luchado por el pueblo, por la paz y por el socialismo. a través de la lucha y la revolución.
Ahora estamos todos en libertad. Nos encontramos nuevamente en las filas, listos para el combate. No fue la camarilla de Scheidemann y sus aliados burgueses, con el príncipe Max von Baden a la cabeza, quienes nos liberaron. Fue la revolución proletaria la que hizo saltar las puertas de nuestras celdas.
Pero hay otra clase de infelices habitantes de esas sombrías mansiones que han sido completamente olvidados. Nadie piensa ahora en las figuras pálidas y tristes que suspiran tras los barrotes de la prisión por haber cometido delitos menores. Sin embargo, también ellos son víctimas desgraciadas del orden social infame contra el cual lucha la revolución. Víctimas de la guerra imperialista que ha llevado la desgracia y la miseria hasta los límites más extremos, víctimas de esa terrible carnicería que liberó los instintos más bajos.
La justicia de las clases burguesas fue nuevamente como una red que permitió escapar a los tiburones voraces, atrapando únicamente a las pequeñas sardinas. Los especuladores que ganaron millones durante la guerra han sido absueltos o han recibido penas ridículas. Los ladronzuelos, hombres y mujeres, han sido castigados con severas penas de cárcel. Agotados por el hambre y el frío, en celdas sin calefacción, estos seres abandonados por la sociedad esperan piedad y compasión. Esperan en vano. El último de los Hohenzollern olvidó a estos infelices en medio del baño de sangre entre las naciones y la erosión del poder imperial, Durante cuatro años, desde la conquista de Lieja, no ha habido una sola amnistía, ni siquiera en la festividad oficial de los esclavos alemanes, el cumpleaños del káiser.
La revolución proletaria debería iluminar la oscura vida de las prisiones con un pequeño acto de piedad, Debe reducir las sentencias draconianas, abolir los bárbaros castigos disciplinarios -las cadenas y los castigos corporales-, mejorar en lo posible la atención médica, la alimentación y las condiciones de trabajo. ¡Es una cuestión de honor! El sistema penal imperante, impregnado de un brutal espíritu de clase y de barbarie capitalista, debería modificarse radicalmente. Se debe emprender una reforma radical del sistema de penas. Pero un sistema completamente nuevo, acorde con el espíritu del socialismo, sólo puede basarse en un nuevo orden social y económico. Todos los crímenes y los castigos hunden sus raíces profundamente en la organización social.
Sin embargo, hay una medida radical que puede tomarse sin complicados procesos legales. La pena de muerte, la vergüenza mayor del ultrarreaccionario código alemán, debería ser eliminada de inmediato. ¿Por qué vacila en hacerlos este gobierno de obreros y soldados?
Hace doscientos años Beccaria denunció la ignominia de la pena capital. ¿No existe esta ignominia para vosotros, Ledebour, Barth, Däumig? No tenéis tiempo, tenéis mil problemas, mil dificultades, mil tareas os aguardan. Cierto. Pero, calculad, reloj en mano, el tiempo que se necesita para decir: «¡Queda abolida la pena de muerte!» ¿Diréis que para resolver este problema se re quieren largas deliberaciones y votaciones? ¿Os perderías así en la maraña de las complicaciones formales, los problemas de jurisdicción, la burocracia departamental? ¡Ah! ¡Qué alemana es esta revolución! ¡Qué charlatana y pedante! ¡Qué rígida, inflexible y carente de grandeza!
La olvidada pena de muerte es sólo un pequeño detalle aislado. Pero, ¡cuántas veces son esos pequeños detalles los que traicionan el espíritu profundo de la totalidad!
Tomemos cualquier historia de la Gran Revolución Francesa, por ejemplo, la aburrida crónica de Mignet. ¿Es posible leerla sin que el corazón nos lata con fuerza y nos arda la frente? Quien la haya abierto en una página cualquiera, ¿puede cerrarla antes de haber oído, conteniendo el aliento, la última nota de esa grandiosa tragedia? Es como una sinfonía de Beethoven elevada a lo grandioso y a lo grotesco, una tempestad tronando en el órgano del tiempo, grande y soberbia en sus errores al igual que en sus hazañas, en la victoria tanto como en la derrota, en el primer grito de júbilo ingenuo y en el último suspiro. ¿Y qué ocurre en este momento en Alemania? En todo, sea grande o pequeño, uno siente que nos encontramos siempre con los viejos y cautelosos ciudadanos de la vieja socialdemocracia, para quienes el carnet de afiliado es todo, y el hombre y el espíritu, nada. No debemos olvidar, sin embargo, que no se hace Historia sin grandeza de espíritu, sin una elevada moral, sin gestos nobles.
Al abandonar Liebknecht y yo las hospitalarias salas donde hemos vivido en los últimos tiempos -él entre sus pálidos compañeros de penitenciaría, y yo con mis pobres, queridas ladronas y mujeres de la calle, con quienes pasé tres años y medio de mi vida pronunciamos este juramento, mientras nos seguían con sus ojos tristes: «¡No os olvidaremos!» ¡Exigimos al Comité ejecutivo de los Consejos de Obreros y Soldados que tome medidas inmediatas para mejorar la situación de los prisioneros en las cárceles alemanas!
¡Exigimos que se elimine inmediatamente la pena de muerte del código penal alemán! Durante los cuatro años de masacre imperialista de los pueblos, la sangre fluyó en torrentes. Hoy, cada gota de ese precioso fluido debería preservarse devotamente en urnas de cristal.
La más inflexible energía revolucionaria y el humanismo más generoso son la verdadera esencia del socialismo. Hay que cambiar el mundo completamente, pero cada lágrima vertida que pudiera haber sido evitada es una acusación y comete un crimen quien, en su afán por cumplir una tarea importante, aplasta, por falta de cuidado, a un pobre ser indefenso.