Artículo publicado en Iniciativa Socialista, número 49, verano 1998
«El hombre es esa fuerza que acaba siempre expulsando a los tiranos y a los dioses» Albert Camus (1)
I. El libro negro del comunismo
La reciente publicación en castellano de El libro negro del comunismo (2), tras la intensa polémica suscitada en Francia y en otros países, resulta, al margen de las cualidades de dicha obra, un auténtico acontecimiento, por sitúa la cuestión histórica del comunismo en el centro de un debate público indudablemente histórico pero que tiene dimensiones éticas y políticas de gran importancia. Las experiencias de poder comunista en la URSS, en Europa Oriental, en China y en el Sudeste asiático, constituyen uno de los enigmas cruciales del siglo veinte, con su historia de despotismo y de utilización política del terror y de la arbitrariedad burocrática en nombre de ideales emancipatorios y del socialismo.
Una primera sorpresa respecto a las reacciones suscitadas en torno al Libro negro es que sus detractores han resucitado el viejo fantasma del anticomunismo para descalificarle globalmente como mero acto de propaganda derechista. El pretexto para ello han sido determinadas afirmaciones de Stéphane Courtois en la presentación y epílogo del libro, no compartidas por varios de los coautores.
Esas reacciones de personas de la izquierda, incluso de la izquierda de tradición antiestalinista, respecto al Libro negro me han parecido extraordinariamente paralelos al desconcierto que produjo en su momento la publicación de Archipiélago Gulag, la magna obra de Alexander Solzhenitsyn. La edición en España, por primera vez completa, de esta última obra (3), facilitara acercarse al precedente más notable del Libro negro en las últimas décadas.
El Libro negro es una obra desigual, en la cual se incluyen textos excelentes, entre los que destaca el de Nicolas Werth, «Un estado contra su pueblo», sobre la URSS. También figuran otros trabajos interesantes que revelan aspectos pocos conocidos, como el dedicado a China por Jean-Louis Margolin. El capítulo sobre España («La sombra del NKVD proyectada en España») es un buen resumen sobre la represión estalinista en la España republicana. Sin embargo, también incorpora otros textos de menor calidad o cuya presencia en el libro resulta poco adecuada, como los deficientes bloques sobre América Latina y África.
Pero nada de eso es decisivo, como tampoco lo son las polémicas consideraciones de Stéphane Courtois. Lo más importante es que el Libro Negro contribuye a poner el acento en que el terror y la represión del estalinismo-maoísmo no es un mero capítulo del pasado, sino que su conocimiento y denuncia es una exigencia esencial para la memoria progresista. Estamos ante una obra de carácter sintético, que constituye un repertorio incontestable y documentado sobre los crímenes cometidos en nombre del comunismo, incluyendo datos procedentes de los archivos soviéticos y prestando una significativa atención a la represión en China.
Se han hecho dos reproches fundamentales al Libro Negro. El primero de ellos es su unilateralidad. Se ha dicho que de la misma manera habría que hacer un «libro negro del capitalismo» y que, por tanto, sería una operación interesada hablar de los crímenes del comunismo silenciando los del capitalismo, el colonialismo y el imperialismo. No hay nada que oponer a que los crímenes del capitalismo merezcan un libro negro, pero como objeción a la publicación de esta obra suena a un falso pretexto, hipócrita e infantil. Además, no es un argumento novedoso. Desde que se inició la denuncia del estalinismo nunca han faltado voces que pretendan acallarla. Antes, porque hacerlo perjudicaba a la URSS; ahora, porque beneficiaría a la derecha. Por tanto, está muy claro lo que realmente piensan: que nunca es el momento adecuado para hablar de ello y que las víctimas de la represión comunista deben ser condenados al olvido. Esos argumentos nos resultan indiferentes, no hay ninguna pendiente peligrosa que lleve de la denuncia de los crímenes cometidos en nombre del comunismo a ninguna clase de complacencia con otras formas de dominación y explotación.
Un segundo argumento de condena al Libro negro cuestiona su propia naturaleza de ofrecer una «historia criminal del comunismo» en lugar de una historia contextualizada. Bajo esa objeción se encubre un punto de vista inconfesado tendente a negar la especificad del problema del comunismo como totalitarismo y que, por tanto, considera improcedente una historia criminal como la que han pretendido hacer los autores del Libro negro.
Por mi parte no pretendo entrar a una discusión minuciosa del Libro negro, sino centrarme en alguna de las cuestiones cruciales planteadas en relación a «la cuestión comunista», que ya han sido planteadas en todas las obras importantes sobre el tema desde las de Trotski, Serge, Ciliga, Rousset, Castoriadis, Lefort, Solzhenitsyn y un largo etcétera.
Período bolchevique y sistema estalinista
Uno de los aspectos polémicos suscitados por el Libro Negro es la equiparación entre el terror del período de gobierno leninista y el posterior sistema estalinista. Se trata de una de las controversias clásicas sobre el tema del comunismo. Los autores trotskistas siempre han insistido en la radical diferenciación entre el gobierno de Lenin y el régimen estalinista; la existencia, en suma, de una completa ruptura entre el periodo 1917-1923 y los años y décadas posteriores. Frente a esa interpretación se encuentran quienes han subrayado los aspectos de continuidad entre la represión bolchevique y el desarrollo posterior del terror estalinista.
El importante trabajo de Nicolás Werth, incluido en el Libro Negro, muestra los aspectos preparatorios contenidos en el período bolchevique respecto del sistema estalinista. Así, el período del comunismo de guerra se interpreta como un primer ensayo de la guerra del sistema soviético contra el campesinado, en donde las requisas obligatorias juegan un papel similar al que después va a representar la colectivización forzosa. Las deportaciones de pueblos enteros desencadenadas por Stalin tendrían un claro precedente en la deportación de los cosacos del Don. El terror masivo del estalinismo sería un desarrollo a gran escala de los procedimientos del terror rojo y de la checa, instituidos por Lenin. Finalmente, el sistema concentracionario del Gulag habría dado sus primeros pasos en vida de Lenin con los campos del Norte en las islas Solovki, aunque hasta finales de los años veinte no empezara a desarrollarse en toda su extensión.
Werth se detiene ahí, mostrando los antecedentes leninistas del estalinismo. En cambio, en el Libro Negro el presentador del libro, Stéphane Courtois, da un paso más y propone la mera asimilación y amalgama entre los dos períodos, leninista y estalinista. La diferencia metodológica es sustantiva. Pero esta discusión no debe distraernos de lo fundamental, que es la necesidad de una valoración fundamentada de esa primera etapa de poder leninista capaz de combinar los elementos de continuidad y los de diferenciación. Mi conclusión es que es posible simultáneamente una valoración negativa y crítica del período bolchevique e insistir en que la formación del estado totalitario fue el producto de un fenómeno específico, el estalinismo.
Tras la revolución de Octubre, Lenin asumió como objetivo esencial el mantenimiento en el poder del partido bolchevique. Esa es la cuestión política esencial. Para Lenin era evidente que quien había tomado el poder era una minoría revolucionaria y no los soviets. La consigna de «todo el poder a los soviets», esencial para el desencadenamiento del proceso de Octubre, sólo era válida como instrumento para permitir el acceso bolchevique al poder y en la medida en que le facilitara su permanencia en el gobierno. En ningún momentos, y ahí están sus obras completas para demostrarlo, Lenin plantea la posibilidad de un cambio de gobierno decidido por los soviets, que llevara al poder a un partido que no fuera el bolchevique. Ni que decir tiene que la admisión de la posibilidad de alternancia en el gobierno constituye la esencia de cualquier forma de democracia, sea representativa o consejista.
Así pues, el partido bolchevique estableció desde el primer momento su dictadura. Por ello resulta esencial entender como los primeros meses de poder bolchevique, antes del desencadenamiento de la guerra civil, están marcados por la consolidación de la dictadura del partido y como para ello procedió a reprimir la oposición en el seno de los soviets y recortar brutalmente las libertades públicas. Sólo mencionaré unos pocos hitos de ese proceso. Por Decreto de 10 de diciembre de 1917 se creó la Checa Panrusa de lucha contra el sabotaje y la contrarrevolución, que permitió al partido controlar un aparato de represión no sometido a ningún tipo de control que no fuera el del gobierno de Lenin. En enero de 1918 se disuelve la Asamblea Constituyente, en la cual los bolcheviques son minoritarios, por decisión bolchevique, a pesar de que su convocatoria había sido uno de los ejes esenciales de la lucha de masas en 1917, desde la revolución de febrero. En los primeros meses de 1918 se produce el cierre permanente de periódicos de oposición, la disolución de los soviets no bolcheviques y la represión violenta de las huelgas obreras. La expulsión en junio de 1918 de los mencheviques y socialistas revolucionarios del comité panruso de los soviets, marca una nueva etapa en el camino que conduce rápidamente a la desaparición de la democracia soviética multipartidista(4).
La justificación pro-bolchevique del monopolio del poder siempre ha adoptado como elemento fundamental la situación de guerra. Pero ese pretexto oculta dos cuestiones, la primera es que fueron los bolcheviques los que, desde el primer momento, se orientaron voluntariamente hacia la guerra civil y la generalizaron con su política radical frente a todo tipo de oposición. La segunda es que, aún en condiciones de guerra contra los blancos, los bolcheviques eligieron una determinada forma de ejercer su poder, que incluía el aplastamiento de cualquier otra fuerza obrera y socialista, lo cual puede ser una necesidad para el mantenimiento del poder de Lenin (al fin y al cabo, después de la disolución de la Asamblea Constituyente, durante la primavera y verano de 1918 era visible el desgaste bolchevique con el crecimiento de la oposición en las elecciones a soviets y la oleada de luchas obreras), pero al mismo tiempo enterraba cualquier tipo de democracia de tipo soviético. De hecho, a partir de 1918, todas las experiencias de tipo soviético se producen contra los bolcheviques y son reprimidas brutalmente por éstos. Las matanzas de Astrakan (marzo 1919) y de Kronstadt (marzo 1921) son representativas del tratamiento que el poder leninista dio a los intentos de los obreros y soldados de retornar a los métodos y objetivos de la revolución de 1917.
Todo ello nos conduce a una conclusión clara: los primeros años de ejercicio del poder leninista constituyen efectivamente un sustrato básico para el posterior establecimiento de un sistema totalitario. Pero faltaba algo fundamental para ello, la presencia de un grupo social agrupado alrededor del partido capaz de ejercer su dominio sobre toda la sociedad. En los años de la guerra civil los bolcheviques parecen un grupo militarizado en lucha por mantenerse en el poder. Sólo después de la guerra civil, éste va a convertirse en el eje del establecimiento de un sistema de dominación total sobre la sociedad.
Podemos estar de acuerdo en que el establecimiento de la dictadura de Lenin abrió el camino del totalitarismo. Pero no es posible asimilar una cosa y otra. En suma, condenemos a Lenin y su gobierno por sus brutalidades, por sus errores y crímenes reales, por su proyecto de dominación política de un partido. Pero no añadamos a ese debe, ya por sí bastante abultado, lo que constituye otra dimensión de la historia: el establecimiento y la consolidación de un poder totalitario sin parangón en la historia humana, el estalinismo.
Terror e historia criminal
Resulta llamativo el rechazo con que desde algunas posiciones de izquierda antiestalinista, se recibieron obras como Archipiélago Gulag en su momento o, ahora, el Libro Negro. Una de las explicaciones que me parecen más convincentes es que ha existido un tipo peculiar de antiestalinismo que veía a los estados burocráticos como regímenes desviados de izquierdas, algo así como «los criminales de la familia». Desde esas posiciones siempre han retrocedido con miedo ante la revelación de una verdad esencial: que el comunismo estaliniano fue un sistema de terror y represión contra toda la sociedad y fundamentalmente contra millones de obreros y campesinos que no eran comunistas. Es decir, lo que siempre ha molestado de Archipiélago Gulag o del Libro Negro no son tanto sus tesis, unas veces compartibles y otras discutibles, sino los hechos que revelan.
Esos hechos ponen de manifiesto que los crímenes del estalinismo no se limitan al exterminio de la vieja guardia bolchevique y de la oposición trotskista, o a los procesos de Moscú y la purga salvaje del partido, sino que esa represión política sólo fue pequeña parte de un proceso de terror de dimensiones gigantescas.
Una cierta hipocresía antiestalinista se ha visto favorecida porque numerosos historiadores dan una dimensión mayor a los sucesos que afectan al aparato del partido y del estado frente al terror que sufren las masas de seres anónimos. Así la inmensa bibliografía que ha analizado el terror de Stalin contra la propia burocracia estalinista no se corresponde con el mucho menor interés demostrado hacia las otras víctimas, las que formaban parte del pueblo sojuzgado y sometido al terror en nombre del pueblo: los campesinos deportados o muertos de hambre a causa de la colectivización forzosa, los pueblos enteros deportados y sometidos al régimen del Gulag y los millones de víctimas anónimas de la represión permanente.
La apertura gradual de los archivos del sistema soviético no sirven únicamente para confirmar la certeza y la veracidad de las denuncias practicadas en condiciones sumamente difíciles por opositores y activistas antitotalitarios, sino, sobre todo para ofrecer un panorama del horror totalitario que supera las deducciones que cualquier oposicionista o historiador objetivo hubiera realizado. Forzosamente hemos de dar la razón a Julián Gorkín cuando en 1961 decía que «el día que se abran los archivos secretos soviéticos parecerán cuentos infantiles todas las novelas conocidas hasta ahora» (5).
Por otra parte, la historia criminal no se detiene cuando el totalitarismo delirante es sustituido tras la muerte de Stalin por el totalitarismo tardío y estratocrático de Kruschev o de Breznev, que mantuvieron el régimen de dictadura y de persecución de los disidentes, aunque renunciando al terror masivo. Precisamente en los años cincuenta y sesenta, el maoísmo chino toma el relevo en crímenes de masas, terror delirante y proyectos irreales. Y mientras, después de la muerte de Mao, el totalitarismo chino reduce la utilización masiva del terror, en los años setenta se asiste al horror final del khmer camboyano que concentra en unos pocos años lo que fueron décadas de terror en la URSS o en China.
Todo ello hace necesario insistir en el hecho de que la función social del terror ha sido esencial para el mantenimiento en el poder de los totalitarismos comunistas, como remarca acertadamente el Libro negro. El terror ha sido el mecanismo a través del cual una exigua minoría ha conseguido dominar ilimitadamente a sociedades enteras. Por todo ello, el exterminio mediante el trabajo, el hambre y el frio de millones de seres encerrados en los campos de concentración del Gulag, o las víctimas del laobai chino, no puede considerarse un capítulo accidental de la historia del siglo veinte, sino el producto de una determinada concepción del papel de la violencia como ingeniería social constructiva. Esas prácticas no fueron desviaciones del sistema totalitario sino su lógica conclusión.
II. El problema del totalitarismo
En recientes debates en Madrid, Valencia y Barcelona con motivo de la presentación del libro La izquierda a la intemperie, y en algún otro foro, he escuchado opiniones contrarias a la utilización del concepto de totalitarismo para calificar la experiencia estalinista, así como respecto a la vinculación que he realizado en algún texto entre totalitarismo y utopía. Me parece que puede ser un momento oportuno para volver brevemente sobre estas cuestiones. El concepto de totalitarismo siempre ha escocido en sectores de la izquierda tendentes a idealizar el significado real de las experiencias del estalinismo ruso o del maoísmo chino. Molesta esencialmente porque utiliza un mismo concepto para calificar esos sistemas y el nazismo y el fascismo. Hablemos de esas molestias, que encubren en realidad el supuesto implícito de que el estalinismo o el maoísmo han sido regímenes menos brutales que el nazi-fascismo o que, a pesar de su brutalidad, representaban intereses sociales más progresivos. En primer lugar, conviene aclarar una cuestión. El concepto de totalitarismo sirve precisamente para elucidar la existencia de un sistema de dominación total sobre la sociedad. Utilizar ese concepto no impide diferenciar claramente lo que fue la experiencia del fascismo de la del estalinismo, por cuanto tanto los procesos históricos que les conducen al poder como sus bases sociales de apoyo son diferentes y deben ser analizados en su especificidad histórica. Pero esa especificidad histórica es un problema distinto que no puede anular lo que el concepto de totalitarismo ayuda a iluminar, al situar al estalinismo y al fascismo en sus coordenadas históricas adecuadas desde el punto de vista de la democracia social y los derechos individuales. En ese sentido, es ridícula cualquier pretensión o creencia de que el estalinismo sea un fenómeno más progresivo o menos reaccionario que el fascismo. Representa lo mismo, la negación de la democracia y el establecimiento del crimen de estado, la legitimación de la violencia sin límites como sistema de gobierno y la opresión económica y social de la mayoría. Por ello, no se trata de elaborar una relación comparativa de víctimas y de crímenes. Muy acertadamente nos dice Lefort «No tendría sentido, y sería chocante, fundar la comparación en las atrocidades cometidas aquí y allá. ¿En que balanza habría que pesar el exterminio por el gas y el exterminio por el trabajo? (…) ¿Quien podría argumentar acerca del número de poblaciones aniquiladas en un sistema, o bien acerca del sadismo de los verdugos en otro…? Si pese a todo, se puede distinguir aún una variante entre uno y otro totalitarismo, es en el único sentido de que el régimen stalinista ha llevado a cabo la representación de todo un pueblo en bloque, sin divisiones internas, activo, movilizado hacia un fin común a través de la diversidad de sus actividades, y, por esta misma razón, a la vez dedicado a extirpar de sí todo aquello que supone un atentado a su integridad, a eliminar sus parásitos , sus detractores, sus basuras. En esta representación, el pueblo se manifiesta sin determinación «natural», contrariamente a lo que la ideología nazi reivindica para el hombre alemán…»(6).
Todo totalitarismo tiene una sustancia utópica. Aclaremos una vez más que el término utopía tiene numerosas acepciones, pero que la sustantiva desde el punto de vista de la teoría política exige interpretar la utopía como la creencia en una sociedad perfecta, en una humanidad sin contradicciones, en una comunidad que ha cerrado completa y definitivamente lo social y lo político. El pensamiento utópico no es democrático sino arquetípico y esencialmente autoritario, hundiendo sus raíces en el mito de la ciudad unida y despótica así en como en la institución de una máquina social capaz de suprimir toda autonomía humana (7). El totalitarismo siempre significa el intento de construir una sociedad perfecta, donde todo el pueblo está unido y no sean necesarias instituciones que regulen el conflicto social. Hitler y Stalin representaban proyectos utópicos totalitarios de distinta naturaleza, pero, a pesar de esas diferencias, sus respectivos actuaciones monstruosas sólo pueden entenderse desde la perspectiva de que intentaban unificar una comunidad ideal, eliminando los residuos, los enemigos del pueblo y los elementos extraños. «La institución del totalitarismo implica el fantasma de una sociedad sin divisiones, Una. No adquiere forma más que por la incesante producción-eliminación de hombres que sobran, parásitos, desperdicios, perturbadores»(8). Bajo el pretexto de construir esa sociedad perfecta, en el estalinismo se aplastaban todas las iniciativas individuales y colectivas y se sometía toda la suerte de la sociedad al dominio y poder absoluto de la burocracia, combatiendo todos los procesos de socialización autónoma. La democracia reconoce el conflicto y intenta establecer formas racionales de solución. Al contrario, el totalitarismo es siempre negación de la división interna y del conflicto, porque todas las soluciones están establecidas de una vez para siempre y quienes disienten quedan fuera de la sociedad perfecta, sobran y deben ser destruidos. Ese es el sentido en el que la lógica totalitaria tiene una sustancia utópica pues es consustancial a una idea de cierre completo de lo social-histórico y al sueño de un orden definitivo. Por ello no es casualidad que las personas fascinadas por el sistema soviético o por los fascismos y las dictaduras militares tengan una común fascinación por el orden, pues la utopía totalitaria es esencialmente el proyecto de una sociedad en orden. Ese orden nuevo exige sacrificios humanos que, en la mentalidad totalitaria, se justifican históricamente. «Las víctimas de Hitler y Stalin no fueron asesinadas para conquistar y colonizar el territorio que ocupaban. Con frecuencia fueron asesinadas de una manera monótona y mecánica, sin emociones humanas, odio incluido. Fueron asesinadas porque no se ajustaban por una u otra razón, al esquema de la sociedad perfecta. Su muerte no fue un trabajo de destrucción sino de creación. Fueron eliminadas para poder establecer un mundo humano objetivamente mejor, más eficiente, moral y hermoso. Un mundo comunista. O ario, racialmente puro. En cualquier caso, un mundo armonioso, dócil en manos de sus dirigentes, ordenado y controlado»(9).
Notas
1.Albert Camus, «Cartas a un amigo alemán», Obras 2, Alianza Editorial, 1996 p.595.
2.Stéphane Courtois, Nicolas Werth, Jean-Louis Panné, Andrzej Paczkoski, Karel Bartosek, Jean-Louis Margolin; El libro negro del comunismo, Espasa-Planeta, 1998.
3.Alexandr Solzhenitsyn, Archipiélago Gulag (1918-1956), Barcelona, Tusquets, 1998.
4.Una descripción equilibrada del proceso de declive y desaparición de la democracia soviética en tiempos de Lenin puede leerse en la obra de Sam Farber, Before stalinism (Cambridge, Polity Press, 1990). Documentos muy representativos de la represión durante los primeros años del poder soviético pueden consultarse en la recopilación de Jacques Baynac, El terror bajo Lenin (Barcelona, Tusquets, 1978).
5.Julián Gorkín, Cómo asesino Stalin a Trotsky, Barcelona, Plaza & Janés, 1965.
6.Claude Lefort, Un hombre que sobra, Barcelona, Tusquets, 1980, p.48.
7.Lewis Munford, «La utopía, la ciudad y la máquina», en Frank E. Manuel, Utopías y pensamiento utópico, Madrid, Espasa Calpe, 1982.
8.Claude Lefort, o.c., p.79. 9.Zygmunt Bauman, Modernidad y holocausto, Madrid, Sequitur, 1997, p.127.