Encuentro muy curioso el que lo que más se haya destacado en las diversas reseñas periodísticas recogidas del 29 de mayo, es que fue fundador de la editorial Alfaguara, precisamente. El hecho no tiene ninguna significación especial en una trayectoria militante que ya existía al estallar la sublevación militar-fascista, y que luego fue ininterrumpida. Nos remiten a un tiempo en el que Eduardo trabajó junto con Camilo José Cela –el verdadero fundador de esta editorial auténticamente liberal para aquellos tiempos-, Pedro Laín Entralgo, Dionisio Ridruejo, así como el poumista Ignacio Iglesias. Sin embargo, el detalle sí resulta indicativo tanto de las innumerables batallas de Eduardo como de su carencia de reflejos doctrinarios y sectarios. Siendo un anarquista de vieja escuela, y admirador entusiasta de la “obra constructiva” de la revolución española sobre la que ofrecía –como con todo- sus propias vivencias y detalles, también fue un republicano en el sentido más pleno de la palabra. Semejante sincretismo o amplitud de miras explica que nunca, en ninguna conversación personal, entrevista, artículo o debate, escuché de su boca un reproche con tal o cual corriente política implicada en la defensa de la República. Es más, el único rifirrafe que recuerdo haber tenido con él mientras trabajábamos en las páginas de cultura del lejano Brusi de inicios de los años ochenta, junto con la malograda Dolos Pala, fue con motivo de un artículo mío especialmente crítico con el estalinismo y con Juan Negrín. No obstante, en los últimos tiempos, Eduardo tomó parte con entusiasmo en actos de homenaje a Víctor Alba, a Joaquín Maurín (al que conoció si no recuerdo mal en un pasaje carcelario), en el 70 aniversario del POUM, ya con una actitud más firme sobre esta controvertida cuestión. Siendo libertario, autogestionario, miembro activo de la CNT en los años más duros, en aquellos años cuarenta y cincuenta en el “te jugabas la vida y la libertad”, y de haber participado en los duros debates entre los “fundis” y los “realos” del anarcosindicalismo, nunca le sentí ningún reproche, y eso que, como partidario de Ángel Pestaña, y por lo tanto de la conformación del anarquismo como “partido” (en la línea de Horacio Prieto), lo suyo era tratar de ampliar la resistencia contra el franquismo, de hacer converger el máximo número de oposiciones. Luego, ya se arreglarían las cuentas contra el capitalismo… Esta característica de amplitud de miras (siempre con el indudable sello libertario), hace que la obra de Eduardo adquiera un significado diferenciado de otros grandes escritores e historiadores autodidactas surgidos del seno de la CNT, como pudo serlo José Peirats y lo sigue siendo su amigo Abel Paz. Él no fue autor de una escuela, no tenía límites doctrinarios, y si tenía un punto de vista, era el de la izquierda vista desde abajo. Su abc doctrinario fue por lo tanto muy ecléctico; tomaba lo que necesitaba para servir a su entender a una causa mayor que la de la CNT. De ahí que hablara con el mismo afecto de combatientes socialistas, comunistas, poumistas o anarquistas. A lo sumo, se podía leer entre líneas un mayor grado de complicidad, pero había que saberlo. Claro que sus citas procedían de Eliseo Reclús, Ferrer i Guardia –su máximo ídolo: Eduardo fue un historiador y un periodista de la Escuela Moderna—, o Durruti, pero también citaba a Pi i Margall o a Azaña. Esta falta de prejuicio o de rigorismo político fue lo que le llevó a jugar un papel de primera línea en la resistencia francesa, parte de una gesta por la Libertad que las autoridades vecinas serían bastante rácanas en reconocer. Y es que cuando llegó la hora de la resistencia, Eduardo era ya un antiguo combatiente. Leyendo algunas de sus cosas, que tan pródigamente publicaba en los setenta en revistas como Tiempo de Historia, Historia y Vida, Historia 16 –en donde aparecieron unas memorias suyas por entregas— o Nueva Historia, uno también se imaginaba que había nacido por lo menos diez años antes. Pero no, Eduardo solamente tenía dieciséis años el 18 de julio, y tuvo que falsificar su documentación para ingresar como voluntario en el ejército republicano. El que Sí que hizo la guerra, y modestamente, como un soldado de la República, como subraya humildemente en dos de sus muchos libros. En este terreno, Eduardo es de la estirpe de Eduardo Guzmán, el gran periodista libertario. Tenía 20 años cuando ingresó en la resistencia, y 25, cuando empezó de nuevo la lucha contra el franquismo con las armas y con la organización. Treinta, cuando cogió la pluma. Tenía una alma de historiador a lo Herodoto; carecía de formación intelectual académica, su universidad fue la lucha, y sus letras, las de la prensa obrera. Pero poseía una memoria portentosa, o quizá, simplemente, sentía una pasión inagotable por lo que había visto. Una pasión que le llevó a no dar cuartel al franquismo, y dudo que haya alguien que pueda competir con Eduardo en las tareas de divulgación de lo que él mismo llamaba “la memoria popular”. Su labor en este terreno fue inagotable, no hay más que darse una vuelta por las revistas citadas o por los periódicos de los setenta-ochenta. Luego, todo se hizo muchísimo más cuesta arriba, las nuevas autoridades se crearon una nueva historia oficial –la de la Santa Transición a imitar por todas las dictaduras cuyas autoridades quiesiran reciclarse victoriosamente—, y los temas que había publicado Eduardo pasaron a las editoriales más marginales. Y ahí siguió, hasta que, desde finales de los noventa, comenzó a editar nuevamente. Por medio quedaron muchas cosas, reflexiones mucho más críticas sobre lo que había sido la República y las izquierdas en la guerra, la observación de que, a fin de cuentas, la Segunda Guerra Mundial fue un enfrentamiento entre lo Malo –los Aliados— y lo Peor –el Eje—, aventuras solidarias como la de Nicaragua. Eso sin olvidar algún que otro sueño que sorprendería a los que conocen al Eduardo obrerista, sindicalista, historiador de los de abajo, caminante renqueante con sus piernas zambas que atraviesa grandes espacios del país para conocer todos los rincones y todos los testimonios de nuestras “guerrillas”, o de Francia, su segundo patria, la que le permitió ir tirando, porque “esto de los libros, tú ya sabes”. Para mí, amigo y compañero más bien ocasional, esta imagen de Eduardo es indisociable de Antonina, de una casa en la que los libros ocupaban los asientos, de Eddie Pons que también hizo sus pinitos como dibujante en El Diario de Barcelona. La obra de Antonina es personal e intransferible, pero también es cierto que entre ambos había, aparte de una montaña de ternura y un mar de curiosidad social e intelectual, numerosos vasos comunicantes. Eduardo ya sería importante con sólo haber sido emblemático símbolo de los soldados de la República y de la CNT, como ejemplo de una trayectoria que mantuvo vivo su amor por la verdad, la justicia y la reparación, que siguió vibrando de dolor y furia al recordar a las mujeres de los maquis (espero que antes de morir haya visto El laberinto del fauno, seguro que disfrutó de lo lindo), o a esos niños de los que nadie hablaba, y sobre los que Eduardo prestó el primer hilo a Montse Armengou para que realizará su imperecedero documental sobre Els nens perduts de la República… El mismo que siguió indignado frente a las tergiversaciones de un Pío Moa, autor al que desmontó en una tarea que ningún derechista le agradecerá, y el mismo que convirtió sus trabajos y sus días en la labor de restituir en toda su plenitud lo que ahora se llama “memoria histórica”. El historiador que un día tire de ese hilo y pase por todos sus momentos –incluyendo ese inmenso osario de Valencia que el PP quiere reservar a una doble especulación, moral y urbanística—, tendrá a su disposición unas páginas testimonio de que tal vez, antes que nadie y más que nadie, hubo un militante con el cabello rizado, el rostro y la nariz afilada, que fue reuniendo datos, entrevistando, escribiendo, hablando… Tenemos que volver a hablar de Eduardo Pons Prades, que fue tan nuestro.