Bujarin habla con el diablo (Lydia Dan)

En Unser Zeit, periódico de la Unión Judía del Trabajo, aparece un artículo muy importante de la difunta Lydia Dan, esposa del dirigente menchevique Theodore Dan. Durante los primeros años de la década del 30, relata la señora Dan, cuando la ascensión al poder de Hitler parecía inminente o poco después de haber asumido éste el poder, los socialdemócratas alemanes, en cuyos archivos habían permanecido hasta entonces los papeles de Karl Marx, se preguntaban qué hacer con ellos. El gobierno soviético, que había oído hablar del asunto, se ofreció a comprar los papeles y los socialdemócratas alemanes, necesitados de dinero como estaban, mostraron cierto interés. Como intermediarios en las negociaciones -que terminaron en nada- sirvieron los exiliados mencheviques rusos que vivían en París.

Para gran sorpresa del grupo menchevique, apareció una delegación oficial de Moscú. En ella venían Nikolai Bujarin, ex presidente del Komintern, Tichomiroff y un tercer ruso cuyo nombre la señora Dan no recordaba. Comenzaron las negociaciones y entonces… Pero aquí nos remitiremos directamente al artículo de la señora Dan, traducido del yiddish en forma ligeramente condensada.

Poco después sucedió algo que deseo relatar. No quiero llevármelo a la tumba y los otros participantes, Theodore Dan y Bujarin, ya han muerto. Estoy segura de que Dan no se lo reveló a nadie, ni siquiera a Nicolaevsky (su amigo íntimo e importante dirigente menchevique ruso) quien debería haberlo sabido. Dan pensó que esto podría haber perjudicado a Bujarin. Estoy convencida de que Bujarin también se llevó «el secreto» consigo. (Fue mencionado públicamente por primera vez en el famoso juicio de Kravchenko en París).

Cierta tarde -no puedo recordar la fecha exacta- alrededor de las dos, sonó el timbre de nuestro apartamento. Abrí la puerta y, con gran asombro, vi que era Bujarin. Se disculpó agitadamente por venir sin haber sido invitado y sin haber telefoneado siquiera. Dijo que había sentido una necesidad irresistible de «discutir las cosas» (recuerdo muy bien esta expresión, porque entonces me produjo una gran turbación). Agregó que nadie lo sabía ni nadie debería saberlo. Yo estaba tan asombrada que no podía ocultar mis sentimientos y ésto sólo consiguió aumentar la agitación de Bujarin. Sin embargo, Dan y yo lo recibimos cordialmente y Bujarin se quedó con nosotros hasta las ocho de la noche. Cuando se levantó para irse, Dan le preguntó: ¿Dónde dirás que has estado? Bujarin respondió tímidamente: “Ya se me ocurrirá algo…” No pareció extrañarle que se le tratase como a un escolar que tuviera que inventar excusas…

Al principio, la conversación resultó forzada. Bujarin estaba muy turbado y Dan se encontraba tan aturdido que le era difícil desempeñar el papel de anfitrión. Para facilitarles las cosas, abandoné la habitación con cualquier pretexto. Cuando volví, una hora después, la conversación era muy animada.

Bujarin hablaba de Stalin. En realidad era él quien llevaba el peso de la conversación mientras Dan le escuchaba con incredulidad. Al entrar, oí que Dan decía: «Difícilmente podrían acusarme de sentir simpatía por Stalin, pero aun así no podría hablar ni pensar de él como tú lo haces.»

Bujarin se apresuró a contestar con gran excitación: «Es porque no lo conoces como yo, como se ha revelado ante -nosotros… Te he dicho que comprarán los papeles de Marx y los llevarán a Moscú, hasta le levantarán una estatua -no demasiado grande- pero la pondrán junto a una de Stalin que aparecerá con un lápiz en la mano, como para corregir “El Capital”… Stalin se desespera porque no puede convencer a todos, ni siquiera a sí mismo, de que es el más grande. Tal vez esa bajeza sea un rasgo humano, pero hay algo inhumano, diabólico, en su manera de vengarse, especialmente de aquellos que en alguna forma son mejores o más distinguidos que él. Si hay algún orador mejor que Stalin, está sentenciado, porque constituirá para Stalin la constante advertencia de que no es él el mejor de los oradores; si alguien escribe mejor que Stalin, su destino está sellado, porque Stalin debe ser el escritor ruso más destacado… No, Theodore Ilytch, es un hombre ruin y maligno; ni siquiera es un hombre, es un demonio…»

Nunca olvidaré la expresión de Bujarin al decir estas palabras. Sus rasgos habitualmente bondadosos estaban contraídos por el miedo y la repulsión.

Dan estaba estremecido por las palabras de Bujarin. Le preguntó: «¿Cómo es posible que, en estas condiciones, tú y otros comunistas tengan una fe tan ciega en este demonio y le confíen sus destinos, el destino del partido y el de todo el país?» Bujarin, que continuaba en un estado de agitación extrema, respondió: «No puedes comprender, no hemos confiado en él, sino en lo que representaba. Se ha convertido en un símbolo en el cual confían los trabajadores y la gente humilde. Tal vez haya sido culpa nuestra, pero así ha ocurrido y por eso lo toleramos. Sabemos con certeza que nos devorará, él sabe que lo sabemos, sólo espera el momento oportuno…»

Yo no pude contenerme más y le pregunté: «Si esa es la situación, ¿por qué vuelve a sus garras, por qué regresa?»

Una ingenua expresión de perplejidad asomó en el rostro de Bujarin y, con un gesto casi desdeñoso, dijo: «¿Qué significaría no regresar? ¿Emigrar? No, no podría llevar la existencia de ustedes». Se volvió entonces precipitadamente hacia Dan y le dijo: «Theodore Ilytch, si el fascismo se apoderara de Francia, ve inmediatamente a la Embajada de Rusia a pedir asilo…»

Ante la ingenuidad de Bujarin, Dan no pudo dejar de exclamar: «¿Has olvidado que me han quitado el pasaporte soviético y que si pisara suelo soviético -la Embajada lo es- me fusilarían?» Bujarin pareció no comprender lo que decía Dan. Con toda seriedad respondió: «Pero, Theodore Ilytch, ¿quién toma en serio la ciudadanía?»

Así nos separamos, sin habernos comprendido. Bujarin se fue con el sincero pesar de que una persona tan valiosa como Dan se «perdiese»; nosotros quedamos convencidos de que nos habíamos despedido para siempre de un hombre puro de espíritu, pero que ya estaba sentenciado…

Un post-scriptum al artículo de Lydia Dan: Theodore Dan emigró a Nueva York, donde murió de muerte natural. Bujarin, que en su ciega buena fe aconsejó a Dan recurrir a la Embajada Soviética, fue uno de los acusados en los procesos de Moscú, después de los cuales fue ejecutaron.

Sobre el autor: Dan, Lydia

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