En la sugestiva biografía de George Orwell la vida y la literatura se conjugan de una forma extraordinaria. Su verdadero nombre fue Eric Arthur Blair, y nació el 25 de junio de 1903 en Motihari {Bengala, India). Fue el segundo hijo –precedió a dos hermanas–, de un matrimonio anglo-indio compuesto por Richard Blair. hijo de un vicario y empleado del Departamento de Opio y por Ida Mabel Limouzin, de origen francés e hija de un comerciante de Birmania. Su padre no influyó decisivamente en su desarrollo personal. Se trataba de un hombre de corte tradicional y sin inquietudes dignas de reseñar. A los cuatro años Eric regresó con su madre a Inglaterra, y por lo tanto quedó bajo el influjo de ésta. que era dieciocho años más joven que su marido y mucho más culta e inquieta que él. Cuando Richard volvió a Inglaterra. Eric tenía ya ocho años y estaba a punto de ingresar en St. Cyprien.
Su infancia por lo tanto está vinculada a su madre que le inició en los «misterios» de la literatura. en unas tempranas inquietudes que años más tarde explicaría así: «…Tenía la costumbre de chiquillo solitario de inventar historias y sostener conversaciones con personas imaginarias. y creo que desde el principio se mezclaron mis ambiciones literarias con la impresión de estar aislado y menospreciado. Sabía que las palabras se me daban bien, así como que podía enfrentarme con hechos desagradables sintiendo que esto me creaba una especie de mundo privado en el que podía obtener ventajas a cambio de mi fracaso en la vida cotidiana. Sin embargo. el volumen de escritos serios que produje en toda mi niñez y en mis años adolescentes no llegaron a una media docena de páginas. Escribí mi primer poema a la edad de cuatro o cinco años (se lo dicté a mi madre). Tan sólo recuerdo de esa «creación» que trataba de un tigre y que el tigre tenía «dientes como de carne», frase bastante buena pero me imagino que sería un plagio de Tigre, tigre de Blake. (1)
Su madre se encontraba detrás de todas las cosas importantes que le ocurrían a Orwell hasta que entró en Eton. El recuerdo de su infancia está teñido de nostalgia y de agradecimiento materno. Fue ella la que moviendo cielo y tierra consiguió colocar a Eric, a pesar de su modestia económica (el marido había quedado a su regreso como pensionista con una paga que permitía excesos), en el colegio de St. Cyprien que se encontraba en Easthourne, en la costa de Sussex. Anteriormente lo había intentado en otros colegios inútilmente, hasta que se encontró con el matrimonio Wilkes que regentaba ese colegio. Este matrimonio, que representaba perfectamente el modelo más tradicional de enseñantes británicos, lo acogió en régimen de becado y representó en los años que siguieron a su ingreso, en septiembre de 1912, una verdadera pesadilla para Eric.
Sin embargo, para su familia fue un logro sumamente importante. Significaba comenzar con muy buen pie sus proyectos de promoción social para su único hijo –es de suponer que para sus hijas el objetivo no pasaba de ser un buen matrimonio–, pero para el interesado el hecho no tuvo la misma significación y fue incubando en su interior los primeros elementos de rebeldía. En su larga estancia –de la que sólo se libraba durante unas breves y liberadoras vacaciones veraniegas– Eric vivió en St Cyprien bajo un triple estigma: «1. Debía de estar agradecido a sus maestros que le habían permitido estar allí pese a su modesta condición. Debía de estar a la altura del sacrificio de sus padres. 3. Debía de admitir frente a sus compañeros que gozaba de una renta muy inferior a ellos». (2)
St. Cyprien era una reputada escuela preparatoria que sólo llevaba doce años de funcionamiento. en 1912. En tan poco tiempo había conseguido un prestigio de dura y eficaz. Después de superar las pruebas en materias tan áridas como el latín y el griego, Eric podía aspirar a una beca en un Public de la categoría de Eton, Winchester, Harrow… Esto significaba escalar unos peldaños más en la escala donde se encontraban los Blair. Podría alcanzar un «brillante porvenir» en la administración, que absorbía ahora cuadros provenientes de la clase media. Para ello Eric debía conseguir una soltura cultural y un acento –indispensable en Inglaterra para lograr una promoción social, como muestra muy bien G. B. Shaw en Pigmalión–. un sueño acariciado por todas esas familias de clase media que mantenían con decoro una situación económica heroica en muchas ocasiones.
Los recuerdos de Orwell sobre esta época de su vida fueron más bien amargos. Los factores mencionados más arriba pesaron como una losa sobre él,que tuvo que sufrir los sinsabores del favoritismo, la crueldad. y el menosprecio de sus tutores. Años más tarde hablaría de sus «tormentos» en St. Cyprien. El primero de ellos derivó de un hecho tan elemental y nimio entre los niños como es orinarse en la cama. Para sus maestros esto era poco menos que un crimen y actuaron en consecuencia. Pero dejemos que sea el propio Orwell el que lo explique: «…Yo sabía que hacerse pis en la cama era a) una maldad mía y b) que se hallaba fuera de mi control. De lo segundo hecho tenía plena conciencia y lo primero lo reconocía. Por tanto, era posible cometer un pecado sin ser capaz de evitarlo; podría ser algo que nos ocurría. No pretendo que esta idea surgiese en mi mente entonces como una completa novedad mientras me golpeaba Sambo (uno de los maestros) con la fusta; debí entrever eso incluso ante de irme a la cama. pues mi primera infancia no había sido feliz del todo. Pero de todos modos fue ésta una gran lección, la lección perdurable de mi infancia: que me hallaba en un mundo donde no me era posible ser bueno» (3).
También recordará con gran precisión a los profesores y el terror que le inspiraban. Éstos tenían tan asumido su papel de personas mayores y por lo tanto superiores. estaban tan convencidos de los métodos tradicionales, que no dudaban en emplear los métodos más crueles y retorcidos. El ambiente casi «totalitario» de la escuela se desprende de estas palabras de Orwell: «…No me extrañaba que el director de la escuela privada dispusiera de un ejército de delatores y ni siquiera imaginaba que hubiera que pagarles. Di por cierto que cualquier adulto, dentro o fuera de la escuela. colaboraría voluntariamente para impedirnos quebrantar las normas. Sambo era todopoderoso, me parecía natural que sus agentes estuvieran por todas partes”. (4)
Aunque ya existía en su interior una tendencia rebelde e hiciera gala en ocasiones de una sorda protesta, nunca buscó el enfrentamiento directo; se encerró en sí mismo y limitó el número de sus compañeros, escogidos por la ley natural del colegio entre los de su misma promoción. (5) Rehuyó los problemas, y soportó humillaciones de arriba y de abajo con estoicismo, aunque en una ocasión llegó a responder a los golpes de uno de sus compañeros con los suyos, y éste dejó entonces de hostigarle. Comentando este hecho dijo que «sólo podía ver el dilema moral que se le planteaba a los débiles en un mundo gobernado por los fuertes: infringe las reglas o perece. No vi que en ese caso los débiles tienen derecho a establecer ellos mismos unas reglas diferentes: porque, aun sí tal idea se me hubiese ocurrido, nadie había a mi alrededor que me la hubiese confirmado. (6)
De igual manera que siendo niño tuvo que reprimir sus primeras tentaciones sexuales dado el puritanismo del ambiente social que se respiraba en la Inglaterra eduardiana, en el colegio tuvo que esconder todas sus tentaciones e iniciarse en la práctica de la masturbación con la idea de que estaba cometiendo un delito contra él y contra la sociedad. Pero lo que más le afectó, lo que quedó grabado con más fuerza en sus malos recuerdos fue la mala enseñanza que recibió. Años más tarde su burló cruelmente de todos los códigos estúpidos, de todos los prejuicios que le enseñaron, de unos métodos vacíos de contenido.
A pesar de todas estas dificultades, Eric consiguió superar los obstáculos que le separaban del Public School. Cinco años más tarde de su ingreso en St. Cyprien conseguía una beca para ingresar en Eton. lo cual para un modesto pequeñoburgués era poco menos que una odisea. Previamente tuvo que pasar un trimestre en el Wellington College y en el mes de mayo de 1917 empezaba una nueva etapa en su carrera.
Al contrario que sobre St. Cyprien, –Orwell no escribió nada destacado sobre Eton, y su estancia en este colegio es tratada someramente en los extractos autobiográficos de su obra general. En uno de ellos. defendiendo un sistema democrático en la enseñanza, dice: «…(Hay que) empezar aboliendo la autonomía de losy de las universidades más viejas, y llenarlas de alumnos ayudados por el Estado y elegidos sencillamente por su capacidad. Por ahora, la educación en los colegios públicos es, en parte, un entretenimiento para los prejuicios clasistas y, en parte, una especie de impuesto que paga la clase media a la clase alta a cambio de ingresar en varias profesiones. (…) En cuanto a los 10.000 colegios «privados» que tiene Inglaterra, la gran mayoría de ellos merecen ser suprimidos. Son sencillamente empresas comerciales y en muchos casos su nivel educativo es menor que el de las escuelas elementales. Sólo existen por la idea tan extendida de que es una desgracia ser educado por las autoridades.. ” (7)
Esta cita refleja la hostilidad de Orwell tanto por St. Cyprien como por Eton. En otras ocasiones recuerda con desagrado su estancia en un lugar donde siguió siendo un deudor de la bondad de los regentes, un zángano desagradecido del sacrificio de sus padres y alguien con renta per cápita muy inferior a la de la mayoría de los internos. Con todo, algunos han querido ver en él un etoniano típico, entendiendo por esto no un estudiante vanidoso, pedante y conformista, sino al contrario, alguien representativo del ambiente excéntrico y tolerante que se respiraba en la institución. Ésta, al albergar a jóvenes de alta procedencia social, se permitía ser tolerante. En el período en que Eric estuvo allí {1917-1921), habían entrado además nuevos aires renovadores y liberales, sin duda por influencia del clima creado con la primera guerra mundial, y de mano de unos alumnos poco predispuestos a soportar las vejaciones y la intolerancia tradicional en los colegios ingleses más modestos.
Eric no fue un alumno convencional, su actitud general fue más bien la de un disidente espontáneo. En la carrera de asignaturas sobresalió como un especialista en las ciencias. algo no muy valorado en aquel entonces. Evolucionó y maduró considerablemente, aunque su posición ante los demás siguió siendo la de un solitario lleno de soberbia. Posteriormente quiso hacer notar que no debía gran cosa a su formación en Eton, y de hecho tuvo que aprender muchas cosas que se consideraban como perfectamente asumidas por alguien que estudió allí. Pero a pesar de todo, no hay duda de que Eton fue la piedra angular de su formación cultural. Aunque esta formación fuera incompleta e insuficiente, permitió a Orwell un buen dominio de las lenguas clásicas como el latín –con cuyas citas adorna muchas páginas de sus libros–, una amplia erudición que no se aprende fácilmente en la vida ni en las escuelas nocturnas, así como un conocimiento de primera mano de autores como Thackeray, Sterne –cuyo Tristan Shandy estaba prohibido–, Dickens, Kiplyng, Wells, London, Shaw, etc.
Su disidencia se hizo patente en cuestiones como la religión y el patriotismo. Escéptico radical en la primera materia era considerado «el ateo del grupo». Más tarde expondría así las bases de su descreimiento: «…Yo no discutía las normas existentes pues no me parecía haber otras. ¿Cómo podían equivocarse los ricos, los elegantes, que estaban tan a la moda, los poderosos? Era su mundo y las reglas que hacían ellos para éste tenían que ser las justas. (…) Por ejemplo, en la religión. Se suponía que uno amaba a Dios y yo no ponía en duda ese amor. Hasta la edad de catorce años, aproximadamente, creía en Dios y estaba seguro de que las referencias que se daban de él eran ciertas. Pero a la vez tenía la convicción de que no le amaba. Por el contrario, le odiaba, lo mismo que odiaba a Jesús y a los patriarcas hebreos. (. ..) Pero todo el asunto de la religión me parecía salpicado de imposibilidades psicológicas. El devocionario le decía a uno, por ejemplo. que debía de amar a Dios y temerle; pero ¿cómo podía amar a alguien a quien se temía?» (8)
De adolescente, cuando comenzó la Gran Guerra, Eric fue un convencido patriota y durante los primeros años de la guerra lo siguió siendo, una muestra de ello la tenemos en el siguiente poema que apareció en el Henley and South Oxfordhisire Standard el 12 de octubre de 1914: «¡Levantaros! !Oh, jóvenes de Inglaterra! / Ya que sí cuando vuestro país os necesita / No os alistáis por miles / Sois en verdad unos cobardes.»
Pero incluso durante este período, las preocupaciones más importantes de Eric se cifran en las dificultades alimenticias derivadas de la conflagración. Más tarde, junto con sus compañeros más afines, «al igual que eran capaces de separar la religión de los aspectos ridículos de la Iglesia, podían establecer las diferencias entre el patriotismo y la imbecilidad militar» {Bernard Crick). No compartió el sentimiento que llevó a numerosos jóvenes de Eton a luchar en las trincheras. Al final de la contienda se sentía vagamente pacifista y socialista, aunque ésta era una opinión que se afirmaba solamente de cara a las discusiones internas del colegio. Entonces la revolución rusa de octubre había conmovido incluso a la clase obrera inglesa con sus tradiciones reformistas, pero las autoridades de Eton tuvieron buen cuidado de que la noticia no traspasara los muros del edificio y que los estudiantes no se sintieran perturbados por figuras como Lenin y Trotsky.
En el verano de 1921, cuando ya había cumplido los dieciocho años, su carrera en Eton finalizó. El paso siguiente en el trayecto imaginado por sus padres era la universidad. También lo era para el grupo al que pertenecía del cual once optaron por Oxford y Cambridge, mientras que los tres restantes lo hicieron por un cómodo negocio familiar. La universidad era una garantía de ascenso social en aquel entonces. Sin embargo, Eric no quiso seguir ese camino. Existían varios motivos de peso: un currículum mediocre en Eton. mayores dificultades económicas para sus padres… Pero ambas cosas eran superables en el caso de que existiera una voluntad por su parte. Empero, esa voluntad no existía, no tenía la menor intención de repetir una experiencia parecida. No quería seguir viviendo bajo el triple peso del paternalismo de los profesores, el sacrificio de los padres y el desdén de más favorecidos por la fortuna.
Aunque la decisión de no ingresar en la universidad no sorprendió a los que mejor Io conocían, su alternativa sí consiguió hacerlo. De acuerdo con sus padres, había tomado en 1922 la decisión de ingresar en la Policía Imperial India. Para Eric, ésta era una misión llena de dignidad y coincidía con su educación paternal y, sobre todo, con sus lecturas infantiles, en particular de Kim de la India, su obra preferida entre las de Rudyard Kiplyng.
Según cuenta Bernard Crick, no parece que Eric tuviera una idea muy clara de todo lo que ello significaba, pero está claro que sus tendencias escépticas y radicales de Eton coexistían con los sentimientos imperiales y aventureros. Para sus padres la cosa estaba mucho más clara, estaban convencidos de que la preparación que había adquirido su hijo, sí bien no le iba a servir para la universidad. sí le ayudaría para una brillante carrera en la administración colonial. Por lo demás, Eric no había mostrado ningún interés por ninguna otra profesión (salvo la de escritor, pero sin concretarse en la práctica) y no se plantearon sí este destino iba a congeniar con su carácter.
Aunque parezca sorprendente. ni siquiera un aventajado de Eton tenía fácilmente abiertas las puertas del servicio colonial. En este terreno, la administración británica resultaba ser seria y sumamente burocrática. Para acceder a un puesto de oficial de la policía subdivisional, tuvo que invertir los ahorros de sus padres en unos meses de prepa¬ración y superar, mediante unos exámenes nada fáciles, la competencia de un grupo de aspirantes bastante elevado. Finalmente, una vez superado los inconvenientes oficiales pudo optar entre varios destinos y eligió Birmania, precisamente cuando tras un largo período de dominio estable que se remontaba a 1752 (año del primer acuerdo entre los británicos y la monarquía birmana), el movimiento nacionalista comenzó a tomar cuerpo y vida como producto de las condiciones creadas con la Gran Guerra.
Hasta el año 1948, en el que el último gobernador inglés abandonaba el puerto de Rangún, toda una serie de acontecimientos (desde la aprobación del Government of Indian Act, hasta la rebelión campesina de 1930) jalonaron una lucha por la independencia cuyo trasfondo iba a crear en Eric su más profunda crisis individual que le iba a convertir de un soldado colonial algo particular en un convencido antiimperialista.
El 22 de octubre de 1922, Eric se embarcaba en el SS. Herefordshire camino de Rangún, sin más equipaje que algunas ilusiones que pronto se iban a ir al traste. Carecía de experiencia en el mundo, en la vida cotidiana, y sí desconocía el mundo trabajador de su país, mucho más ignoraba las condiciones en que vivían los nativos de Rangún. Su sensibilidad le iba a abrir pronto los ojos.
En las altas instancias y entre los blancos conformistas –todos–, la situación estaba mucho más clara: su misión era «la educación política de las masas» naturalmente para los fines del Imperio, fines que eran, teóricamente, «imponer la ley y el orden contra la barbarie», o más detalladamente desarrollar «la creencia de que el poder político tendía siempre a aterrizar en manos de una aristocracia natural, con lo que ese poder está moralmente justificado, por lo cual no había que abandonarlo dócilmente delante de las reivindicaciones abstractas de un ideal democrático, sino que tenía que defenderse en el ejercicio de la justicia y la misericordia». (9)
No fue en el terreno de la teoría donde comenzó la disidencia orwelliana. Nada más llegar a Rangún empezó a descubrir «la cara sucia del imperialismo». Cuando desembarcó un grupo de harapientos nativos fueron a descargar las maletas. Uno de ellos fue incapaz de sostener a causa de su debilidad una imponente maleta metálica, en aquel momento un sargento que se dio cuenta le propinó un golpe en el trasero que fue muy bien recibido entre los espectadores blancos. Esta experiencia, como otras análogas, le enseñó más que media docena de panfletos socialistas, según afirmó más tarde. El cambio de mentalidad fue lento, gradual y solitario, pero no por ello menos intenso. Hay que tener muy en cuenta que Eric se situó ante un movimiento nacionalista muy primitivo y no pudo leer, ni discutir –sí exceptuamos otro soldado tan triste y excéntrico como él; pero sin preocupaciones intelectuales– hechos y teorías con nadie.
El antiimperialismo de Orwell siempre fue más hijo de la indignación ética y de su experiencia empírica que de una reflexión intelectual sólida. Su experiencia no obstante fue bastante rica, nada más llegar pudo percibir la hostilidad del ambiente. En su narración Matar a un elefante cuenta: «En Moulmein, Baja Birmania, me odiaba muchísima gente, única vez en mi vida que he sido lo bastante importante para que me ocurra eso. Era oficial de la policía (subdivisional) en una ciudad donde, de un modo mezquino y absurdo, estaba muy extendido el sentimiento antieuropeo. Nadie tenía suficientes redaños para organizar un motín pero sí una mujer europea iba sola a los bazares, solía haber alguien que le escupía jugo de betel en el vestido. Como oficial de policía era yo un evidente blanco de las iras y me molestaban cada vez que parecía seguro hacerlo. Cuando un ágil birmano me pisoteó en el campo de fútbol y el árbitro (otro birmano) miró hacia otro lado, la multitud chilló regocijada. Esto sucedió repetidas veces. Al final las burlonas caras amarillas de los jóvenes por doquier, los insultos que me chillaban cuando estaba yo a segura distancia, acabaron poniéndome los nervios de punta, y los peores eran los jóvenes sacerdotes budistas. Había en la ciudad miles de ellos y ninguno parecía tener algo mejor que hacer que ponerse en las esquinas de las calles y burlarse de los europeos» (10).
Con el tiempo, los enfrentamientos y la hostilidad fueron cobrando cada vez un carácter más agudo. Al frente de ellos, en esta primera etapa, se encontraban efectivamente los monjes budistas. Como ha ocurrido en la mayoría de las luchas independentistas, los nacionalistas comenzaron con planteamientos muy moderados, buscando simplemente mejoras para los estratos más privilegiados sin cuestionar el Imperio. Sin embargo, la brutalidad y el racismo de los británicos radicalizaron incluso a la élite birmana. Los casos son infinitos, algunos de ellos bastante conocidos, como el de un famoso jugador de rugby nativo, que después de jugar brillantemente con los ingleses, éstos no le permitieron ducharse con ellos. Los más brutales eran los soldados, que trataban a los birmanos como sí fueran «negros» y representaban justamente la fracción más detestada de la comunidad blanca. En una ocasión un misionero inconformista norteamericano -«un cretino, pero un buen muchacho»¬ le echó en cara su oficio. Aquello le dolió porque hasta un cretino le podía mirar por encima del hombro con desprecio.
Durante los «días birmanos», Eric tuvo en sus manos un pequeño poder, era una de las principales autoridades de la zona y actuó con competencia. A pesar de su carácter excéntrico y solitario no planteó problemas ,a sus superiores, aunque careció del más mínimo entusiasmo. La mala conciencia le carcomía el interior y se encontraba cada vez más disgustado ante tareas que consideraba infames. En uno de sus artículos sobre esta época narra con un estilo goyesco su presencia en un linchamiento legal donde todos cuidan los detalles sin preocuparse lo más mínimo por la víctima que en un momento determinado, camino del cadalso, evita mojarse los pies en un charco: «Es curioso, pero hasta aquel instante nunca me había dado cuenta de lo que significa destruir un hombre saludable y consciente. Cuando vi al condenado dar un paso lateral para evitar el pequeño charco, sentí el misterio, el indecible error de cortar la vida humana cuando está en pleno florecimiento. Aquel hombre no estaba moribundo: se hallaba tan vivo como todos nosotros. Los órganos de su cuerpo funcionaban –Ios intestinos digerían el alimento, la piel se renovaba, las uñas crecían, se formaban los tejidos–, todos ellos trabajaban para nada. Sus uñas seguirán creciendo cuando le quedase sólo una décima de segundo para vivir. Seguía viendo la grava amarillenta y los muros grises, y su cerebro todavía recordaba, razonaba… sí, incluso razonaba sobre los charcos. Él y nosotros éramos un grupo de hombres caminando juntos, viendo, oyendo, sintiendo, comprendiendo el mismo mundo; y en dos minutos, con un súbito chasquido, uno de nosotros se habría ido. . . una mente menos, un mundo menos». (11)
Eric no podía, como sus compañeros después de esta faena, permanecer indiferente. No podía dedicarse a meter prisa a una gente que en definitiva hacía algo que él haría en su lugar: levantarse contra el opresor. Descubrió «que toda esta vida es una mentira» y trató de olvidar su náusea en la soledad, esperando que un día llegara un levantamiento que acabase con todo. En sus cartas escritas a diversos amigos de su país se traslucía una infinita tristeza. En su negro horizonte cobraban brillo muy pocas cosas: el lujurioso y espléndido paisaje, su relación con las mujeres nativas que frecuentaban su casa como él los burdeles, y su único amigo, H. R. Robinson, un hippie avant la lettre (Bernard Crick), estaba igualmente hastiado de aquella vida y era también hostil a la misión que tenían encomendada. Son los únicos que leían libros en el lugar y entre ambos se consolaban. Robinson –que más tarde escribió un libro sobre esos años titulado Portrait of an Addit– se abandonó al pesimismo y se convirtió en un consumidor de alcohol y de opio. Esto era lo más normal, pero Eric no cayó en la tentación.
Su conciencia antiimperialista comenzaba a desarrollarse con claridad: «…había llegado a la conclusión de que el imperialismo era muy mal asunto y que cuanto antes dejase mi empleo, mejor. Teóricamente –y en secreto, por supuesto– me hallaba a favor de los birmanos y contra sus opresores, los ingleses. En cuanto al puesto que desempeñaba me molestaba aún más de lo que pudiera expresar. En un empleo así, se ve muy de cerca la sucia labor del Imperio. Los desgraciados presos amontonados en jaulas apestosas, los grises y acobardados rostros de los hombres que habían sido azotados con bambú, todo eso me producía un intolerable sentimiento de culpabilidad. Pero no tenía otro trabajo en perspectiva. Era joven, poco preparado, y había tenido que pensar en mis problemas en el tremendo silencio impuesto en el Este a todo inglés. Ni siquiera me enteraba de que el Imperio Británico se estaba muriendo y aún menos sabía que es muchísimo mejor que los jóvenes imperios que van a suplantarlo..» (12).
No confiaba excesivamente en los nativos, pensaba como Mark Twain cuando decía: «Malditos sean los judíos que son tan malos como nosotros!». Pero, no por eso tuvo dudas sobre a quién correspondía la razón en una lucha que había comenzado con métodos de desobediencia civil y que llegó al enfrentamiento armado dada la actitud de los británicos de considerar su estancia allí como un inmenso favor para los bárbaros. Años más tarde, Orwell no dudó en decir que el colonialismo era algo peor que el fascismo y denunció su misma base racista: «En Birmania escuché teorías racistas que eran menos brutales que las de Hitler a propósito de los judíos, pero no, ciertamente no eran menos estúpidas… Llegué a oír, por ejemplo, que ningún hombre blanco puede sentarse sobre sus talones como los orientales…” (13).
Notas
(1) . «¿Por qué escribo?», incluido en la antología de sus artículos titulada A mi manera, p. 351.
(2) . En una ocasión un compañero le dijo: «Mi padre tiene doscientas veces más dinero que el tuyo». A mi manera , p. 412.
(3) . «Así fueron aquellas alegrías». incluida también en la antología, p. 378. Salvo indicación. los subrayados son del autor .
(4) . Idem. p. 388.
(5) . En particular Cyril Connolly, cuya amistad permaneció viva a través de los años. En sus memorias, Enemies of Promises, ofrece un retrato más benevolente de St. Cyprien y Eton.
(6) . A mi manera, p. 382.
(7) . Idem, p. 278.
(8) . Idem, p.406.
(9) . Idem, p. 352.
(10) . Cf. Eric Stokes: The English Utilitarians and India. Oxford University Press, 1959. citado por Bernard Crick, p. 122.
(11) . «El ahorcado». incluido en A mi manera, p. 22.
(12) . Esta idea, el imperialismo pasado fue malo pero el que viene será peor, la desarrolla en otras ocasiones. Por ejemplo, en su ensayo sobre Kiplyng, dirá: «Ios anglo-indios decimonónicos, por citar a los menos simpáticos de sus ídolos (de Kiplyng), eran por lo menos gente que hacía cosas. Puede ser que cuanto hacían fuese malo, pero cambiaron la faz de la Tierra (es instructivo mirar un mapa de Asia y comparar la red de ferrocarriles de la India y de los países vecinos), mientras que nada habrían podido conseguir, ni mantenerse en el poder durante una sola semana, sí la visión anglo-india normal hubiera sido la de E. M. Foster, por ejemplo…».
(13) . Bernard Crick, o.c., p.119. No pudo hacer nada. Al final, buscó un pretexto para escapar de allí y lo encontró en sus problemas de salud que nunca le abandonaron totalmente. Pidió un permiso y luego la dimisión. Obviamente sus superiores no opusieron ninguna resistencia, sabían que se trataba de un soldado irrecuperable para sus fines. Finalmente, en el verano de 1927 abandonó Birmania con el firme propósito de no volver y de convertirse, de una vez por todas, en un escritor
Edición digital de la Fundación Andreu Nin, 2011