Orwell, soldado de Rovira (Josep Pané)

Josep Pané (1910 – 1979) fue sindicalista y militante del Bloque Obrero y Campesino y del POUM. Durante la guerra civil formó parte de las milicias poumistas. El actual texto reproduce una gran parte del capítullo 5 del libro que escribió junto a Josep Coll, titulado Josep Rovira, una vida al servei del socialisme, Ariel, 1977. Se han suprimido algunos pasajes. La traducción al castellano ha sido realizada por Margarita Díaz.

El gran –y, por ello, controvertido- escritor inglés llega al frente de Huesca a mediados de febrero de 1937. Provenía del sector de la sierra de Alcubierre donde había estado dos meses haciendo frente a un enemigo invisible y a otros enemigos más tangibles, como el frío, las pulgas, el fango y la suciedad –typical Spanish- y el aburrimiento. Allí comenzó a estudiar y a conocer, además del talante desconcertante de los españoles, las características de un conflicto bélico que durante muchos días le da vueltas en la cabeza… y que estuvo a punto de hacerle dar literalmente la vuelta, de verdad, cuando una bala le atravesó el cuello, un cuello y una cabeza situados quizá demasiado arriba en unas trincheras levantadas para soldados de una talla media muy inferior a la británica.
Después de contemplar horas y horas Zaragoza en la noche como “una estrecha franja de luces, que parecían portillas de barco, a unos veinte kilómetros en dirección sudoeste” (1) , ahora contemplaría la vieja ciudad de Huesca, días y días, entre los árboles de la huerta, allí mismo, delante de sus narices.
En el nuevo sector, que Orwell esperaba fuera mucho más movido –exciting, diría él-, ya que las dos líneas opuestas estaban mucho más cerca, el escritor-miliciano recibiría una nueva desilusión, además de los efectos producidos por la dureza de unas condiciones de vida que, unidas a las secuelas de la grave herida que recibió más tarde, y a las privaciones a que se sometió –también voluntariamente- [antes de] (2) la guerra de España, haciendo de lavaplatos en los suburbios de París para escribir sobre el terreno la miseria de la gente humilde de las grandes ciudades, contribuirían al agravamiento de una salud precaria que acabaría prematuramente –demasiado prematuramente- con una pluma que habría dado todavía mucha guerra en este mundo conmocionado, desorientado y contradictorio en que vivimos. “La guerra significaba para mí –confiesa al inicio de su libro-, proyectiles silbando y fragmentos de acero saltando; pero por encima de todo significaba barro, piojos, hambre y frío. Es curioso, pero el frío me atemorizaba más que el enemigo” (3) .
Iba a cambiar el barro, los piojos y la suciedad de la sierra de Alcubierre, por los piojos, barro y suciedad de las posiciones cercanas a La Granja de Monflorite, al sudeste de Huesca, entre el río Flumen y su afluente Isuela.
Alto, enjuto, con su talante entre ensoñado y distante, se manifestaba acto seguido en él un afán de observar, como un niño curioso. Sin embargo, su aire introvertido no era obstáculo, porque pronto establecía una cálida y abierta relación humana.
Ningún miliciano –la mayoría de ellos tiernos y juguetones adolescentes, como él mismo los describe- habría sospechado viéndole y tratándole, que aquel extranjero patilargo y flemático, que siempre se tenía que agachar más que los otros para caminar por las trincheras, fuese un intelectual, un escritor que no dejaba escapar ningún pequeño detalle de todo aquello que le rodeaba, incluyendo los trazos psicológicos de los seres humanos con quienes convivía en franca compañía.
A pesa de haber recibido muy pocas alentadoras impresiones sobre el carácter de los españoles, su falta de orden, de puntualidad, de pulcritud y disciplina, el recién llegado al sector del frente no pudo esconder su sorpresa y la profunda admiración que le causaran aquellos milicianos todavía no adaptados a los esquemas militares, sin uniforme y con comandancias sin galones, cuando llevaron a término, en el transcurso de una noche, una rectificación de línea que llevó sus posiciones a una corta distancia –demasiado corta para la integridad física del propio Orwell, como se verá más adelante- de las trincheras enemigas.
Cuando Orwell pasa unos días en el hospital de la Brigada a causa de la infección en una mano que le tuvieron que abrir, dice:
“El día que volví del hospital adelantamos la línea unos mil metros, hasta donde debía haber estado, junto al riachuelo que discurría a unos doscientos metros de las líneas fascistas. La operación tenía que haberse efectuado hacía meses. El motivo de hacerlo ahora era que los anarquistas estaban atacando por la carretera de Jaca, y avanzar por nuestro lado obligaba al enemigo a emplear tropas para hacernos frente.
Hacía sesenta o setenta horas que no dormíamos y tengo los recuerdos borrosos o, mejor dicho, reducidos a una sucesión de imágenes. De escucha en la tierra de nadie, a cien metros de la Casa Francesa una casa de labor fortificada que formaba parte de las líneas fascistas. Siete horas tendido en un marjal horrible, en un agua que olía a juncos y en la que me iba hundiendo poco a poco: el olor a juncos, el frío entumecedor, las estrellas inmóviles en el cielo negro, el croar desapacible de las ranas. Aunque estábamos en abril, fue la noche más fría que recuerdo haber pasado en España. Cien metros detrás de nosotros se afanaban los equipos de trabajo, pero, salvo por el coro de las ranas, el silencio era absoluto. Sólo una vez en toda la noche percibí un sonido: el conocido ruido de una pala allanando un saco terrero. Por extraño que parezca, los españoles consiguen organizarse de vez en cuando con mucha eficacia. Todo aquel movimiento estaba minuciosamente planeado. En siete horas, seiscientos hombres construyeron mil doscientos metros de trinchera y parapeto, unas veces a ciento cincuenta metros de las líneas enemigas, otras a trescientos, con tanto sigilo que los fascistas no oyeron nada, y en toda la noche no hubo más que una baja. Cayeron más al día siguiente, desde luego. Todos los hombres tuvieron un cometido, incluso los del servicio de cocina, que al terminar la faena aparecieron con cubos de vino mezclado con brandy.
Llegó el amanecer y los fascistas se dieron cuenta de que estábamos allí. La masa blanca y chaparra de la Casa Francesa distaba doscientos metros de nosotros, pero era como si la tuviéramos encima y las ametralladoras de las ventanas superiores, protegidas con sacos terreros, apuntasen al fondo de la trinchera. Todos contuvimos la respiración, preguntándonos por qué no nos veían los fascistas. Entonces recibimos una rabiosa lluvia de balas y todos caímos de rodillas, y nos pusimos a cavar con desesperación, para hacer más profunda la trinchera y abrir escondrijos en sus paredes. Yo, como seguía con el brazo vendado y no podía cavar, me pasé casi todo el día leyendo una novela policíaca; se titulaba “The Missing Moneylender” [El prestamista desaparecido]. No recuerdo el argumento, pero sí, y con mucha claridad, el hecho de estar allí leyendo; la arcilla húmeda del fondo de la trinchera, el tener que apartar las piernas continuamente para dejar paso a los hombres que corrían doblados por la cintura, el silbido de las balas a treinta o cincuenta centímetros por encima de mi cabeza. Thomas Parker recibió un balazo en la parte superior del muslo y, según dijo, estuvo más cerca de ser un DSO [Orden de Servicios Distinguidos] de lo que él mismo quería. Hubo bajas en todo el frente, pero insignificantes en comparación con las que se habrían producido de habernos sorprendido de noche en plena faena. Un desertor nos contó más tarde que habían fusilado a cinco centinelas fascistas por negligencia” (4) .
Según Orwell, los españoles habían realizado una proeza. Después fueron los ingleses y otros internacionales del grupo los que dieron una lección que los milicianos no tenían demasiada prisa en aprender; al cabo de pocas horas de hecha la trinchera, Orwell y sus compañeros ingleses no dejaron el pico y la pala hasta que tuvieron abiertas unas cuevas donde cabían dos o tres hombres. Con unos pocos troncos y ramas, el habitáculo fue completado con asientos y una mesa hecha con postes. En la pared del fondo habían colgado retratos: la prometida, la mujer, los hijos…
Muy al contrario que los otros voluntarios extranjeros incorporados a las milicias –y, no hace falta decirlo, también a los otros voluntarios del país, incluidos algunos procedentes de las organizaciones obreras- Orwell no había venido solamente a tomar parte en la lucha -para él bien incierta, problemática- como un aventurero ávido de honores o distinciones. Para empezar, en todo el tiempo que estuvo en el frente jamás se movió de las trincheras, excepto cuando resultó herido o por un corto permiso, es decir, que jamás buscó el contacto o relación con los dirigentes militares y/o políticos ni con los medios periodísticos que había en cada columna, más o menor cerca de la línea de fuego. Los que vivieron cerca de él durante los seis o siete meses que estuvo en el frente no vieron nunca que se acercara a los lugares de comandancia de la columna (o de la brigada o división en que fue estructurada más adelante). Si, como declara en su libro, “había ido a España con la vaga idea de escribir artículos de prensa” (5) , parece ser que una vez conocida, en la práctica o en la realidad, la vida de las trincheras y los tipos humanos con los que había estado conviviendo, lo más natural hubiera sido hacer lo posible para cambiar su lugar de observador, cambiando las incomodidades -y ya no digo el peligro, que ya sabemos que menospreciaba (algún malicioso o maliciosa diría que olímpicamente)- por la relativa comodidad de una plana mayor, como habían hecho tantos otros en el transcurso de nuestra guerra civil tan internacionalizada. No cabe duda, por ejemplo, que desde las alturas del Estado Mayor de Siétamo, donde se encontraba la imprenta y la redacción de Alerta, el periódico órgano de las fuerzas del POUM, habría podido recoger suficientes materiales para sus artículos.
Pero es que George Orwell era algo más que un observador. Una de las mejores definiciones de la personalidad del escritor-combatiente la hemos leído en una tesis doctoral (no sabemos si todavía inédita), de J. M. Russell, estudiante de la Sorbona, bajo el título “La France et le continent dans l’oeuvre de George Orwell”, que dice así:
“Orwell reprochó a muchos intelectuales cerrarse en un mundo abstracto, aislado de la realidad física. Estos hombres que se dicen marxistas, o socialistas, o bien antiimperialistas, no están ligados afectivamente a ningún partido. Son fábricas de palabras, sin ninguna emoción profunda, porque no están dispuestos a batirse por sus ideas. Esto explica que cambien tan fácilmente de campo. Orwell supo evitar esta trampa manteniendo contacto con el mundo de las cosas, este mundo donde “una pulga es una pulga y una bomba es una bomba, hasta cuando la causa por la cual se combate sea una causa justa.
(…) Contra los juicios condenatorios de la sociedad de los bien nacidos, la crítica de Orwell apunta esta vez su arma hacia aquel mundo donde los jóvenes no sienten otro ideal que el de lograr una ocupación lucrativa y el de “hacer su camino”.
Su falta absoluta de pretensiones, su auténtica austeridad y la entrega total física y moral al papel que cumplían los soldados de primera línea, hicieron que Orwell no llegara a conocer personalmente, en el tiempo que estuvo en España, al comandante de la 29 División, Josep Rovira. Eso explica porqué en su libro no le mencione más que una vez, y solamente cuando Orwell se preparaba para salir del país con la policía en los talones, que era cuando Rovira ya estaba preso o sumergido en la clandestinidad.
El jefe de las milicias del POUM no llegó a tratar a Orwell mientras que éste estuvo en España. Se conocieron brevemente en Francia, ya acabada la guerra mundial, cuando el escritor, ex-combatiente de la División 29, regaló a Rovira el libro Homenaje a Cataluña en su edición inglesa, que tan poco éxito había obtenido. Publicado en el año 1938, la segunda edición no llegó hasta 1951. Hoy, ya traducido a diversos idiomas –la versión catalana ha sido realizada con una fidelidad y estilo impecables por Ramon Folch i Camarasa y editada por Ariel- es el exponente y la defensa reivindicativa más clara y convincente de la quijotesca aventura militar de unos hombres vituperados, perseguidos, calumniados y asesinados por el solo hecho de haber estado encuadrados en un partido o en una unidad militar que poseía un historial de acciones brillantes y heroicas, con un gran número de compañeros caídos luchando ante el enemigo. Un historial comparable, si no más, al de otras organizaciones obreras que salieron de Barcelona hacia Aragón justo después de haber vencido la insurrección militar, a la cual los del POUM se habían enfrentado a pecho descubierto y en donde tuvieron también sus víctimas, siendo la primera de ellas la del secretario general de las Juventudes [Comunistas Ibéricas], Germinal Vidal.
Todos los militantes del POUM, todos los milicianos que lucharon en la División 29 hasta que fue disuelta bajo un cúmulo de acusaciones infamantes y su comandante detenido, tienen, pues, una deuda contraída con el escritor ex-combatiente que nunca le podrán pagar.
A medida que pasa el tiempo aparecen más claras y contundentes muchas de las verdades y reflexiones que contiene el libro de Orwell. Incluso muchos de los que habiendo luchado al lado de los hombres del POUM tenían algunas dudas sobre la justeza, la razón o la oportunidad de algunas de las actitudes políticas del partido –sobre las acciones militares no había ninguna duda entre los militantes y los que estuvieron en el frente de guerra- han ido desvelando esas dudas leyendo o releyendo lo que Orwell deja escrito –como afirma el crítico Lionel Trilling en el prólogo del libro (6) , cuando se refiere a los difamados hechos de mayo- explicando “objetivamente lo que vio, tan objetivamente como es posible ver las cosas”.
Y además, añadimos nosotros, con una clarividencia, una profundidad y un alcance indiscutiblemente extraordinarios.
El libro-testimonio de Orwell es imprescindible para poder hacer un estudio a fondo de algunos de los puntos oscuros o hechos aparentemente extraños que se produjeron en el curso de un conflicto bélico que fue indudablemente el prólogo y el campo de experimentación de la guerra mundial que le siguió casi sin solución de continuidad. Leyendo lo que escribió el escritor-militante (militante contra todas las opresiones) aparecen bajo una luz diáfana las respuestas a muchas de las preguntas que entonces ya se planteaban muchas personas y organizaciones antifascistas. Y así dice (destacamos algunos de los puntos que consideramos más interesantes o elocuentes):
“Por eso, cuando compañeros con más educación política que yo me decían que no se podía tener una actitud exclusivamente militar ante la guerra, y que había que elegir entre la revolución y el fascismo, solía echarme a reír. En términos generales aceptaba el punto de vista comunista, que venía a decir: «No hay que hablar de revolución hasta que ganemos la guerra», y no el del POUM, que venía a decir: «Hay que seguir adelante para no retroceder). Cuando tiempo después llegué a la conclusión de que el POUM estaba en lo cierto, o en cualquier caso más en lo cierto que los comunistas, no fue por razones teóricas. Sobre el papel, la postura de los comunistas era defendible; sin embargo, su forma de actuar impedía creer que la estuvieran defendiendo de buena fe. La archirrepetida consigna de «Primero la guerra y después la revolución», aunque aceptada sin reservas por el miliciano medio del PSUC, que creía sinceramente que la revolución proseguiría después de la victoria, era un camelo. Lo que perseguían los comunistas no era posponer la revolución hasta un momento más propicio, sino impedir que ésta se produjera. (…)
Pero en última instancia, aun perdiendo la revolución, valía la pena ganar la guerra. Y al final acabé dudando de que la política comunista favoreciese la victoria a largo plazo. Por la que parece, muy pocos han pensado que podía haberse aplicado una política diferente en cada periodo de la guerra. Los anarquistas seguramente salvaron la situación durante los dos primeros meses, pero su capacidad para organizar u resistencia era limitada; los comunistas seguramente salvaron la situación en octubre-diciembre, pero conseguir la rendición del enemigo era harina de otro costal. En Inglaterra se ha aceptado sin discusión la política bélica de los comunistas, porque se han censurado casi todas las críticas y porque su línea general -eliminar el caos revolucionario, acelerar la producción, militarizar el ejército- parece práctica y eficaz. Señalemos su debilidad intrínseca.
Para contener las tendencias revolucionarias y hacer que aquella guerra se pareciese la más posible a una contienda normal fue necesario defenestrar las oportunidades estratégicas que ya existían. He descrito […]cómo estábamos armados, o desarmados, en el frente de Aragón. Poca duda cabe de que las armas fueron retenidas adrede a fin de que no cayeran en manos de los anarquistas, quienes más tarde podrían utilizarlas con fines revolucionarios; en consecuencia, no se emprendió la gran ofensiva de Aragón, que habría podido expulsar a Franco de Bilbao y posiblemente también de Madrid. Pero esto no fue nada. Mayor importancia reviste el hecho de que una vez reducida la contienda a una «guerra por la democracia», fue imposible formular peticiones de ayuda a gran escala a la clase trabajadora de otros países. Si repasamos los hechos tendremos que admitir que la clase obrera internacional ha contemplado la guerra española con frialdad. A España fueron a combatir decenas de millares de personas, pero las decenas de millones que no fueron se mantuvieron indiferentes. Se calcula que todo lo que dieron los británicos durante el primer año de conflicto a través de los fondos de «ayuda a España» fue un cuarto de millón de libras, probablemente menos de la mitad de lo que gastaban en el cine a la semana. El medio por el que la clase obrera de los países democráticos habría podido ayudar realmente a sus compañeros españoles era la acción industrial: huelgas y boicoteos. No hubo nada.
Los dirigentes laboristas y comunistas de todas partes afirmaban que era inconcebible; y sin duda tenían razón, dado que también gritaban a voz en cuello que la España «roja» no era «roja». Desde 1914-1918, la expresión «guerra por la democracia» suena siniestra. Los mismos comunistas habían estado diciendo durante años a los obreros de todos los países que «democracia» era el nombre civilizado del capitalismo. Decir primero «La democracia es una estafa» y luego «Lucha por la democracia» es mala táctica. Si, apoyados por todo el prestigio de la Unión Soviética, hubieran apelado a los trabajadores del mundo no en nombre de la «España democrática» sino de la «España revolucionaria», cuesta creer que no habrían obtenido respuesta.
Pero lo más importante de todo era que con una política no revolucionaria era difícil, cuando no imposible, golpear en la retaguardia de Franco. En verano de 1937, Franco, con un ejército de similares efectivos dominaba una zona más populosa que la controlada por el gobierno republicano, mucho más si contamos las colonias. Como todo el mundo sabe, con una población hostil en la retaguardia es imposible tener en el campo de batalla un ejército sin que otro igual de nutrido se encargue de proteger las comunicaciones, reprimir los sabotajes, etc. Sin embargo, no hubo ningún movimiento popular digno de mención en la retaguardia franquista. Era inconcebible que los habitantes de este territorio, o al menos los trabajadores urbanos y los campesinos más humildes, simpatizaran con Franco, pero la superioridad del gobierno fue reduciéndose con cada paso que daba hacia la derecha. El caso de Marruecos lo explica todo. ¿Por qué no hubo ninguna sublevación en Marruecos? Teniendo Franco la intención de imponer una dictadura infame, ¿los moros lo preferían a él al gobierno del Frente Popular? La verdad pura y simple es que no se hizo nada por promover una sublevación en Marruecos, porque promoviéndola se habría ofrecido un modelo revolucionario a la guerra. El primer requisito, para convencer a los moros de la buena fe del gobierno habría sido proclamar la independencia de Marruecos. ¡El gusto que les habría dado a los franceses! La mejor oportunidad estratégica de la contienda se perdió por la vana esperanza de calmar al capital francés y británico” (7) .
Probablemente cuando Orwell escribía esto último no sabía que existían las condiciones objetivas y subjetivas idóneas para hacer que la insurrección de Marruecos fuera una realidad. Miratvilles explica cómo el líder nacionalista marroquí Abdelkjalak Torres, acompañado de una delegación de dirigentes de su país, fue a Barcelona poco después de comenzada la guerra civil y propuso al Gobierno de Cataluña “establecer una alianza” para liberar a su país. Torres fue a Barcelona y no a Madrid porque los nacionalistas marroquíes recordaban que Cataluña era un territorio sazonado por ideales federalistas y tenía un gobierno autónomo, así como también el hecho histórico que el movimiento de 1909 –que culminó en la Semana Trágica-, se originó como protesta contra la guerra de Marruecos. Una comisión del Comité Central de las Milicias de Cataluña, de la que formó parte Miravitlles, fue a ver a Prieto, que los remite a Largo Caballero, diciéndoles que él allí no era “más que un botones”. El presidente y ministro de Defensa socialista le dijo a Miravitlles que ya había recibido propuestas semejantes y que no creía conveniente, en aquella situación tan delicada en toda África del Norte, apoyar un movimiento insurreccional que podría extenderse al Marruecos francés. Y que eso le podría crear un dificilísimo problema al jefe del Gobierno francés, “mi camarada socialista Blum”.
Sobre la polémica cuestión “primero la guerra, la revolución después” Orwell insiste: “Toda la política comunista se concentraba en reducir la guerra a un conflicto vulgar, no revolucionario, en el que el Gobierno tenía las de perder ya que una guerra así se ha de ganar por medios mecánicos, es decir, en última instancia, por la provisión ilimitada de armas, y la principal suministradora de armas del Gobierno, la URSS, estaba en una situación geográfica mucho más desventajosa que Italia y Alemania. Puede que la consigna del POUM y de los anarquistas, “La guerra y la revolución son inseparables”, fuera menos visionaria de lo que parecía” (8) .
Después de la fuerte desilusión que le produjeron los choques del mayo barcelonés, Orwell describe su estado de ánimo, volviendo al frente, y su profundo conocimiento de lo que se dirimía en los frentes de guerra de España:
“Se adoptara la perspectiva que se adoptase, el panorama era desalentador. Pero de aquí no se infería que no valiera la pena luchar con el gobierno en contra de un fascismo más crudo y desarrollado como era el de Franco y Hitler. A pesar de todos los defectos que pudieran imputarse al gobierno de posguerra, no cabía duda de que el régimen de Franco sería peor. Quién ganara podía tener a la postre poca importancia para el proletariado urbano, pero España es un país básicamente agrícola y casi con seguridad los campesinos saldrían ganando con la victoria del gobierno. Conservarían al menos algunas tierras ocupadas, en cuyo caso también habría reparto de tierras en el territorio que había sido de Franco, y no se restauraría el feudalismo encubierto que había existido en ciertas zonas del país. El gobierno que tuviera el poder al acabar la guerra sería en cualquier caso anticlerical y antifeudal; tendría a la Iglesia a raya, al menos por el momento, y modernizaría el país, construyendo carreteras, por ejemplo, y fomentando la educación y la sanidad públicas, empresas que en cierta medida se habían acometido ya incluso después de estallar la guerra”.
Y así hay un párrafo que no aparece en la [primera] edición catalana del libro, probablemente porque debía considerarse no apto cuando se publicó, en el año 1969. Dice así:
“Franco, por otro lado, en la medida en que no era un simple títere de Italia y Alemania, estaba vinculado a los latifundistas feudales y representaba a la reacción eclesiástico-militar más anquilosada. El Frente Popular podía ser un engañabobos, pero Franco era un anacronismo. Sólo los millonarios y los ilusos podían desear su victoria” (9) .
Y Orwell vuelve a subir al frente. Ahora le habían ascendido a teniente. Comandada una sección: treinta hombres, entre ingleses y españoles. Las posiciones al pie del río Isuela, delante de la ermita de Salas, estaban mucho más cerca de las de los franquistas, ahora que se había efectuado la rectificación de la línea que Orwell ya ha explicado y que tanta admiración le causó, la noche que la llevaron a término.
Hacía dos días que se había incorporado cuando le hirieron. Un tirador solitario le envió una bala que le atravesó el cuello de un lado a otro y que por poco no le tocó la arteria.
Mientras le llevaban en la ambulancia –escribe Orwell- “empecé a sentirme más normal y a compadecerme de los cuatro pobres diablos que iban con la camilla al hombro, sudando y resbalando. Había casi dos kilómetros y medio hasta la ambulancia y el trayecto era infame, con aquellos senderos accidentados y resbaladizos. Sabía que era una paliza un par de días antes había ayudado a transportar a un herido” (10) .
Le compensa el amargo recuerdo del trayecto y su paso por los hospitales de la ruta hasta llegar al de Lleida -tan horrible y tan pésimo en cuanto a organización (diríamos, mejor, desorganización) como los de Siétamo y Barbastro- algunas anécdotas como las siguientes:
“Dos milicianos de permiso, unos críos de dieciocho años a los que había conocido durante mi primera semana en el frente, llegaron para ver a un amigo herido y me reconocieron. Se quedaron junto a la cama, sintiéndose torpes mientras se esforzaban por decir algo, y de pronto, para darme a entender que lamentaban lo de mi herida, sacaron todo el tabaco que llevaban en los bolsillos, me lo dieron y escaparon sin darme tiempo a negarme. Qué típicamente español. Más tarde supe que no se podía comprar tabaco en toda la ciudad y que lo que me habían dado equivalía a la ración de una semana”(11) .
“Un día se nos comunicó a todos los de mi sala que se nos iba a mandar a Barcelona aquel mismo día. Envié un telegrama a mi mujer, diciéndole que iba para allá; nos metieron en autobuses y nos llevaron a la estación. Cuando el tren iba a ponerse en marcha, el camillero del hospital que viajaba con nosotros dejó caer de pasada que no íbamos a Barcelona, sino a Tarragona. Supongo que al maquinista le había dado por ahí. «Muy español», pensé. Pero también fue muy español que retrasaran la salida del tren para dejarme enviar otro telegrama, y más español aún que el telegrama no llegase a su destino” (12) .
De Tarragona Orwell fue trasladado al Sanatorio Maurín, al pie del Tibidabo, desde donde salía por las mañanas hacia el Hospital General, donde le aplicaban corrientes eléctricas en el brazo. Su mujer se alojaba en el hotel Continental.
Estábamos todavía a primeros de junio. En Barcelona había “en el aire un mal presentimiento, un clima de sospecha, miedo, incertidumbre y odio simulado” (13) . Era la secuela de los hechos de mayo. La represión llevaba a las prisiones a un gran número de anarquistas y miembros del POUM, éstos bajo la acusación de trotskismo, una figura delictiva que, si podía serlo en la patria del proletariado… ruso, es decir, en la patria del creador del ejército rojo, nadie podría decir que lo fuera en España.
También en Barcelona Orwell volvió a encontrar a algunos compañeros, mutilados unos, inválidos otros. Allí se entera de que en Valencia había muerto en prisión, de una forma demasiado sospechosa, uno de los voluntarios de su grupo, que se llamaba Bob Smillie, un joven que tenía veintidós años y que no había estado nunca enfermo. Mientras estuvo en la prisión no le habían dejado ver a nadie, encontrándose sometido a una rigurosa incomunicación, ni siquiera al representante parlamentario del ILP [Independent Labour Party]. Más tarde le dijeron a éste que Bob Smillie había muerto. Lo enterraron inmediatamente y ni el representante local del ILP, David Murray, fue autorizado a ver el cadáver.
Orwell comenta así el fin del joven combatiente británico:
“ (…) Como pude ver por mis propios ojos, cumplió en el frente con voluntad y valor intachables, y todo lo que se les ocurrió hacer con él fue encarcelarlo y dejar que muriera allí como un animal abandonado. Ya sé que en medio de una sangrienta guerra generalizada no hay que alborotar demasiado por la muerte de un simple individuo; un avión que deja caer una bomba sobre una calle concurrida causa más sufrimiento que muchas persecuciones políticas. Pero lo que subleva ante una muerte semejante es que carece por completo de sentido. ¿Que caes en la batalla? Bueno, es un riesgo que uno asume; pero que te metan en la cárcel, ni siquiera por un delito inventado sino por desprecio ciego y obtuso, y que te dejen morir solo… eso es otra historia. No consigo entender de qué modo contribuían estos episodios -porque el caso de Smillie no fue el único- a la victoria” (14) .
Asimismo encuentra en Barcelona a su amigo Kopp, el ingeniero belga que había sido su comandante en la Granja de Monflorite, y con el cual había compartido también las horas críticas de los primeros días de mayo por aquellas calles barcelonesas. Kopp fue detenido pocos días después de haberse encontrado con Orwell y fueron inútiles las gestiones que éste hizo para tratar de liberarlo, incluso arriesgando su propia seguridad. […].
El calvario del pobre Orwell y su odisea española no acaba aquí. En el Hospital General van a darle el certificado de inutilidad, pero le hacía falta la licencia del ejército, que sólo podía obtener pasando una revisión médica en uno de los hospitales del propio frente. Llegando a Siétamo, a mediados de junio, cuando el ataque general a Huesca (esto quiere decir que el autor de Homage to Catalonia y el de La gran croada, el comunista enragé Gustav Regler, (…) debieron estar muy cerca uno del otro en el tiempo y en el espacio, ya que no en las ideas y tampoco en… honestidad) coincidió con una movilización de fuerzas de segunda línea ante el temor -que después resultó una falsa alarma- de tener que enviar reservas a las avanzadas. A pesar del estado de gran debilidad y del certificado que llevaba consigo -y que no va a mostrar hasta al día siguiente por la mañana- cogió el fusil que le dieron, durmió aquella noche “con la cartuchera por almohada, pero con un estado de ánimo muy deprimido”.
De Siétamo hubo de volver a Barbastro y a Montsó, y de aquí otra vez a Siétamo para que le pusiesen el sello a la licencia. Y después de narrar las tribulaciones de un viaje en camiones –que le hicieron saltar “más alto que ningún caballo me había lanzado”-, de hacer auto-stop y de dormir una noche en la cuneta, explica la siguiente anécdota:
“Pasé una noche en el hospital de Monzón, donde fui a ver al inspector médico. En la cama contigua había un guardia de asalto herido en el ojo izquierdo, que se mostró cordial y me dio tabaco.
-En Barcelona estaríamos pegándonos tiros -dije, y nos echamos a reír.
Era curioso ver de qué modo cambiaba el ánimo general cuando se estaba cerca del frente. Todos o casi todos los odios morbosos de los partidos políticos se esfumaban. No recuerdo, durante todo el tiempo que estuve en el frente, que ningún simpatizante del PSUC se mostrase hostil conmigo por ser yo del POUM. Esas cosas ocurrían en Barcelona y en lugares aún más alejados de los combates” (15) .
Cuando vuelve a Barcelona fue a visitar, junto con su mujer, a Kopp y vuelve a arriesgarse a ser detenido por recuperar una carta de recomendación del Ministerio de Defensa y del general Pozas, dirigida al coronel jefe de Ingenieros del Ejército del Este. La carta había ido a parar al jefe de policía cuando Kopp fue detenido, y Orwell se dirigió resueltamente a su despacho, pensando que lo más probable era que saliera de allí esposado. La carta le fue entregada, pero de nada sirvió a su amigo cautivo. Los superiores de Kopp no pudieron hacer nada por liberarle. Las órdenes para la represión del POUM venían de más arriba… o de más lejos.
Una de las últimas noticias que recibió, antes de abandonar el país, fue que también había sido detenido Josep Rovira “el general que comandaba la 29 División”. “Sus hombres –escribe Orwell- enviaron una delegación de protesta al Ministerio de la Guerra. Y resulta que ni el Ministerio de la Guerra, ni Ortega, el jefe de policía, habían sido informados de la detención de Rovira”.
Finalmente, Orwell salió, gracias a la intervención del cónsul británico que les facilitó el pasaporte, con su mujer, McNair y Cottman camino de Portbou. Ya en tierra francesa leyeron en un diario que McNair había sido detenido en España por espionaje “Las autoridades españolas –dice Orwell- se habían precipitado un poco al dar la noticia. Por suerte, el “trotskismo” no es motivo de extradición” (16) . […]

Notas
(1) Para todas las citas de Homenaje a Cataluña utilizamos la traducción de Antonio Prometeo Moya, en Orwell en España (donde además de esa obra se incluyen otros escritos de George Orwell sobre la guerra civil española), Barcelona., Tusquets, 2003, p. 98. El autor citaba la traducción catalana de Editorial Ariel.
(2) Se ha corregido un error en el texto catalán de referencia. Donde dice “acabada la guerra de España” hemos dicho “antes de la guerra de España“, ya que los años en que Orwell estuvo en París fueron 1928-1929.
(3) Op. cit, p. 83.
(4) Op. cit., pp. 111-112.
(5) Op. cit., p. 72.
(6) El autor se refiere a la introducción a la primera edición catalana de Homenaje a Cataluña, Editorial Ariel, 1970.
(7) Op. cit., pp. 221-224.
(8) Op. cit., p. 224.
(9) Op. cit., pp. 165-166.
(10) Op. cit., p. 170.
(11) Op. cit., pp. 171-172.
(12) Op. cit., p. 173.
(13) Op. cit., p.176.
(14) Op. cit., pp. 192-193.
(15) Op. cit., p. 181.
(16) Op. cit, p. 202.

Edición digital de la Fundación Andreu Nin, octubre 2003

Sobre el autor: Pané, Josep

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