Recuerdo de Vlady (1920-2005) El pintor de la revolución social (Claudio Albertani)

Texto leído por el autor en el homenaje a Vlady que tuvo lugar el 21 de agosto en la biblioteca Lerdo de Tejada.
 

Nada parece más carente de importancia que este deseo de hacer algo por el arte, ese esfuerzo por saber más de arte y acerca del arte. De lo único que estamos necesitados es de ser sensibles a la presencia del arte, de poder reconocerlo en cada momento, en cada estado, en cada fase, en cada aspecto de la vida; y más todavía de saber que la vida por sí misma es el gran arte, y que el arte supremo es el de vivirla.

(Henry Miller)

El 21 de julio de 2005 murió en Cuernavaca, Morelos, Vladimir Kibalchich Russakov, mejor conocido como Vlady. Hijo de Victor Serge, el gran escritor que nos narró las revoluciones del siglo XX, Vlady fue uno de los mayores pintores contemporáneos de México y, como su padre, un disidente crítico de todos lo poderes.

“Tu mejor obra”, le había dicho un día de 1947 Julián Gorkin a Serge, mientras ambos admiraban una magnífica exposición de dibujos y óleos del entonces joven y talentoso artista, compañero desde niño de las persecuciones y pesadumbres sufridas por el revolucionario ruso-belga.

Fueron palabras proféticas. La obra de Vlady conforma una suerte de saga de las revoluciones modernas pintadas en todas sus expresiones posibles: sociales, políticas, estéticas, filosóficas, científicas e, incluso, musicales.

Lo conocí a principios de los años noventa y lo frecuenté asiduamente hasta el día de su muerte. En una primera etapa, nuestra amistad se cimentó en mi admiración por la vida y la obra de su padre, pero con el tiempo “abrí los ojos” y me volví sensible a su arte.

Gran conversador, autodidacta, inmensamente culto, Vlady era uno de los últimos sobrevivientes de una generación ya casi extinta de “vagabundos geniales”, cosmopolitas y políglotas, que se formaron al calor de las revoluciones.

Siempre lo recordaré con la camisa rusa, la gorra de marinero, los espesos lentes de carey, el pelo largo recogido atrás, la mirada penetrante e inquieta. De su cinturón colgaba un estuche donde estaban listos para el uso una docena entre plumas, lápices y pinceles. Vlady nunca salía sin llevarse un cuaderno en donde anotaba de todo: apuntes, bocetos, aforismos, impresiones. Quedan unos 250 de esos, otros tantos tesoros que esperan ser descubiertos.

Desde niño, Vlady frecuentó personajes extraordinarios hoy en gran parte olvidados: disidentes, viajeros, poetas, escritores y, sobre todo, revolucionarios. De todos conservaba un recuerdo vivo y penetrante; de muchos hizo dibujos que, además del mérito artístico, tienen un gran valor testimonial.

Me impresionaba un retrato que hizo en 1928 al escritor Panaït Istrati, cuando tenía tan sólo ocho años. Las líneas son todavía elementales, pero ya revelan su enorme talento.

Vladimir Kibalchich Russakov nació en Petrogrado (después Leningrado, hoy, San Petersburgo), el 15 de junio de 1920, por así decirlo, en el vientre de la revolución. Tenía en sus genes el estruendo de la dinamita y el dolor de los colgados. Un lejano pariente, Nicolai Kibalchich, había sido el inventor de la bomba que el primero de marzo de 1881 mató al zar Alejandro II.
La madre, Liuba Russakov procedía de una familia anarquista emigrada a Francia y había conocido a Serge –quien recién había cumplido una condena de cinco años por el asunto de la Banda Bonnot- en el barco que llevaba a ambos a la Unión Soviética, el país de la revolución.

Recibidos con simpatías -como lo fueron entonces muchos anarquistas-, Victor y Liuba se establecieron en el Astoria, el famoso hotel convertido en residencia de revolucionarios. Ahí nació Vlady, a quien le gustaba contar que él se había orinado en Lenin, porque el jefe bolchevique lo había cargado de bebé…

Liuba trabajaba como estenógrafa en la oficina de Zinoviev, Victor era funcionario de la III Internacional. Una foto de principios de los años veinte, tomada probablemente en Viena, muestra a Vlady niño retratado con algunos colegas de su padre, entre los cuales se reconoce a Antonio Gramsci.

Como se sabe, el idilio de Serge con el bolchevismo oficial fue de corta duración. Vlady no cumplía ocho años cuando detuvieron a su abuelo, Alexander Russakov, de profesión sombrerero, por el delito de ser anarquista y, más grave aun, suegro de Victor Serge quien se había pasado a la oposición.

Liberado gracias a la intervención providencial de Panaït Istrati, el viejo Russakov murió de pena a los pocos años, incapaz de sobrellevar la nueva realidad soviética. El caso Russakov le abrió los ojos a Istrati, quien, en colaboración con Victor Serge y Boris Souvarine, escribió Hacia la otra llama, libro que le valió su amarga ruptura con el comunismo soviético.

Después vinieron la primera detención de Serge y las crisis sicóticas de Liuba que no podía encarar la persecución de que era objeto la familia. A estos años se remontan las visitas de Vlady al Museo Hermitage de Leningrado que se ubicaba a unas cuadras de la calle Zeliabova en donde vivía la familia. Zeliabov, dicho sea de paso, había sido el jefe del grupo que llevó a cabo el atentado de 1881, siendo ejecutado junto a Nicolai Kibalchich.

Vlady quedó profundamente impactado por el Renacimiento italiano, en particular por Giorgione y la escuela veneciana. Ahí empezó a experimentar la necesidad de pintar, como una forma de evasión o, tal vez, de terapia.

En 1933, Serge y los suyos fueron deportados a Orenburgo, pequeña ciudad al sur de los Urales, antesala política y geográfica del GULAG. Lograron salir gracias a una ruidosa campaña organizada en Francia por amigos solidarios y a la intervención providencial de Romain Rolland, directamente con Stalin.

Despojado de la ciudadanía soviética, Vlady pasó a engrosar las filas de los apátridas (los parías de nuestro tiempo, según dijo Hannah Arendt) que vagaban de un lado a otro del planeta, en busca de una visa.

Después de pasar algunos meses en Bélgica (gracias a los buenos oficios del viejo líder socialista Émile Vandervelde), la familia llegó a París donde permaneció hasta 1940. Aquí Vlady pudo al fin cultivar su pasión por la pintura: además de pasar días enteros en el Louvre (que entonces era gratis), conoció a los surrealistas André Breton, Benjamín Peret, Victor Brauner, Wilfredo Lam y André Masson.

Aquellos fueron también años militantes. Vlady frecuentaba el local del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), el partido antiestalinista que combatía una batalla heroica en España. Con algunos amigos –entre ellos el representante del POUM en París, Narcis Molins i Fabregas, una persona que lo estimuló a seguir pintando ejerciendo sobre él una influencia profunda y duradera- fundó un grupo marginal pero combativo, Nouveau Départ (Nuevo Comienzo), del cual hallé noticia en el Diccionario Maitron del movimiento obrero francés.

La llegada de los nazis a París puso bruscamente fin a estas actividades: Vlady no sólo era hijo de comunistas y anarquistas, sino que era también judío por parte de madre. Después de varias peripecias llegó a Marsella donde se reunió con Victor y su nueva compañera, la futura arqueóloga Laurette Séjourné (Laura Valentini).

Mientras tanto, Liuba había sido internada en una clínica de Aix-en-Provence de la que nunca saldría y donde fue atendida por el dr. Gaston Ferdière, un siquiatra amigo de los surrealistas que curó también al poeta Antonin Artaud. Ahí se quedaría más de cuarenta años, sumida en los abismos de la locura y el sufrimiento, hasta su muerte en 1984.

Recordemos el destino trágico de la familia Russakov: Alexander, muerto (décadas después, Vlady pintaría en su memoria un cuadro estupendo, El abuelo anarquista), su esposa, Olga, desaparecida en un GULAG junto a dos de sus hijos, Esther y Joseph; mientras que otros dos, Anita y Paul-Marcel, estuvieron recluidos dos décadas.

Para Vlady siguieron meses de gran angustia en aquel año de 1940 ya que salir de la Francia de Vichy resultaba casi imposible. Junto al padre y a otros prófugos, pasó un tiempo en la villa Air-Bel (que Serge rebautizó château espère-visa), no lejos de Marsella, último refugio de intelectuales y artistas que corrían el riesgo de se extraditados a Alemania.

El 24 de marzo de 1941, Vlady y Victor lograron al fin embarcarse en el buque Captain Paul-Lemerle, un viejo mercante que disponía de ocho camarotes, pero transportaba a 200 refugiados en condiciones que otro pasajero ilustre, el entonces desconocido antropólogo Claude Levi-Strauss, describió magistralmente en Tristes Trópicos.

Iban a la Martinica, colonia francesa del Caribe para la que no se necesitaba visa. Después de largas tribulaciones y algunas semanas en un campo de concentración, el 5 de septiembre de 1941, padre e hijo aterrizaron al fin a la Ciudad de México, vía Ciudad Trujillo (Santo Domingo), La Habana y Mérida. Laurette llegaría algunos meses después, junto a Jeannine, la hermanita nacida en Rusia, poco antes de la salida.

Empezaba así una nueva y más fecunda etapa de la vida de Vlady. Junto al catalán Bartolí, fue el principal ilustrador de la revista Mundo (1943-1945), órgano del movimiento Socialismo y Libertad, un grupo integrado por refugiados europeos cercanos al POUM que buscaba unificar las diferentes corrientes antiestalinistas del movimiento obrero.

Al mismo tiempo, gracias también al apoyo inquebrantable de la mujer con quien pronto se casó, Isabel Díaz Fabela, pudo dedicarse a su gran pasión: la pintura. Muy importante fue conocer a los muralistas y particularmente a Diego Rivera de quien admiró inmediatamente la técnica del fresco.

El círculo se cerraba: Vlady, quien había desarrollado su sensibilidad artística estudiando el Renacimiento italiano, la afinaba ahora gracias a su encuentro con México.

Hay que señalar, sin embargo, que la pintura de Vlady se halla muy lejos del mensaje didáctico y declarativo del muralismo mexicano. Conservador en las formas (consideraba decadente casi toda la pintura moderna después de Delacroix), Vlady fue subversivo en los contenidos, aunque también “en la luminosidad y embriaguez de los colores”, como atinadamente señala su amigo Tomás Parra.

Darse a conocer no le fue nada fácil: no era mexicano, su pintura era un grito contra la ortodoxia nacional-popular en boga, y además pertenecía a la tradición antiestalinista, algo que los críticos, muchos de los cuales eran cercanos al Partido Comunista, no le perdonaban.

Incluso en tiempos más recientes, Vlady nunca fue muy presente en la crítica de arte. Octavio Paz escribió mucho sobre pintura, pero no le dedicó una sola línea; tampoco Luis Cardoza y Aragón, posiblemente el mayor especialista en materia.
Gran grabador, esplendido retratista, magnífico pintor de caballete, la obra principal de Vlady es La revolución y los elementos, mural de unos 2,000 metros cuadrados que pintó entre 1973 y 1982, en parte en fresco y en parte en óleo sobre tela con la técnica de la escuela veneciana.

Lo dedicó a la probidad intelectual de Victor Serge y a las penas de Liuba. Y es aquí donde, como en una suerte de suma teológica, encontramos todos sus temas: las grandes revoluciones sociales, ciertamente; pero también el erotismo, el deseo, el sueño, la noosfera, la libertad y la critica de todos los poderes.

Hasta siempre Vlady. Y gracias.

Sobre el autor: Albertani, Claudio

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