Este texto forma parte del libro Contra las oligarquías (Juan Manuel Vera, 2022)
La conmemoración del centenario de la revolución rusa en 2017 planteó algunas interesantes cuestiones sobre la identidad de lo que se ha llamado izquierda a lo largo del siglo veinte. También podría servir para comprender las razones por las que la herencia del Octubre soviético no forma parte del arsenal de instrumentos para desarrollar las nuevas prácticas sociales de lucha contra el capitalismo neoliberal, sino que, más bien, constituye una pesada losa histórica que dificulta la construcción de una alternativa al imaginario capitalista.
Por supuesto, el punto de partida deberían ser los hechos históricos con su singularidad. En cualquier caso, no es posible hablar de febrero y octubre de 1917 sin, al mismo tiempo, inscribir esa memoria histórica en lo que sabemos del poder bolchevique, del régimen de Stalin y sus sucesores y de la descomposición y hundimiento del bloque soviético entre 1989 y 1991.
El examen de los hechos ayudaría a evitar la retórica y la teleología tan frecuentemente asociadas al Octubre de 1917, acontecimiento casi olvidado como realidad histórica y que ha sido sustituido por una leyenda consolidada a lo largo del tiempo.
El poder bolchevique
La revolución rusa, la de febrero de 1917, supuso la caída del régimen zarista. Fue considerada como un gran acontecimiento liberador en la Europa devastada por la guerra desatada entre las potencias dominantes del orden decimonónico.
La caída del zarismo por una revolución democrática iluminó las esperanzas de millones de hombres y mujeres que habían sufrido la barbarie tan de cerca. La creación de consejos, soviets de obreros, campesinos, vecinos y soldados, como expresión de la autoorganización social revolucionaria, que ya habían aparecido embrionariamente en la revolución de 1905, marcaba una forma de afrontar desde abajo la debacle del orden político que había lleva a la Gran Guerra.
Muchos sectores del movimiento obrero occidental vivieron con emoción y una gran atracción ese momento histórico.
En esa perspectiva ilusionante fue, también, contemplada la toma del poder por los bolcheviques en octubre de 1917, que aparecía como una culminación del proceso revolucionario iniciado en febrero. Sus luces centrales eran la lucha por la paz, la reforma agraria y el establecimiento de un poder democrático basado en el poder de los soviets. Esa posibilidad de conquista del poder por los de abajo suscitó una conmoción universal y una gran corriente de simpatía tanto entre los socialistas como en los anarcosindicalistas. También formaba parte, y alimentaría, en los años siguientes amplios movimientos revolucionarios basados en consejos o soviets en muchos países europeos desde Baviera a Hungría, desde Finlandia al norte de Italia.
Aquí nos encontramos con la primera antinomia de la revolución rusa, el primer equívoco que persiste hasta nuestros días. La conquista del poder por los bolcheviques fue identificada con el establecimiento de un poder de los soviets. Pero esa equiparación se convirtió en una trampa desde el primer momento. Octubre no fue la victoria de los soviets sino el triunfo de los bolcheviques, lo cual es radicalmente diferente.
La insurrección bolchevique, previa al Congreso de los Soviets, pretendía situar a este ante un hecho consumado. La concepción de Lenin y de los bolcheviques sobre los soviets era instrumental, como lo era su consigna de Todo el poder a los soviets. No consideraban realmente que fuera una forma instituyente de gobierno democrático desde abajo sino un mero medio en la estrategia insurreccional. Por ello, como señalaba Castoriadis, existió una única revolución, la de febrero, porque octubre no fue una revolución, en el profundo sentido del concepto, sino la toma del poder por un partido.
Nada más ajeno a la concepción bolchevique que una alternancia en un poder soviético con otras fuerzas políticas. Lenin consideró la conquista del poder como un triunfo definitivo y no concebía una institucionalidad que pudiera conllevar a su desalojo del gobierno si no era por la fuerza. Por ello hicieron todo lo que consideraron necesario para conservarlo.
El poder bolchevique se orientó ab initio a una dictadura de partido. En los primeros meses se produjo la eliminación de la libertad de expresión (salvo, todavía, en parte, dentro del partido), la ilegalización de partidos políticos, la disolución de la Asamblea Constituyente, la conversión de los soviets en meros instrumentos de gestión administrativa controlados por el partido, etc. Todos esos fueron pasos decididos y ejecutados desde el principio.
La creación de la Cheká[1] fue otra decisión cardinal decisiva para la instauración de un poder no sometido a ningún control ni a ningún límite. Víctor Serge describió ese momento como un punto de inflexión en la evolución del poder bolchevique, y creo que le asistía toda la razón.
Rosa Luxemburg contempló muy críticamente esos primeros pasos del poder bolchevique. Su excepcional opúsculo La revolución rusa, escrito en 1918, constituye un documento imprescindible para comprender cómo el bolchevismo se separaba en su práctica de cualquier forma de ejercicio concreto de la soberanía nacional por el pueblo o los trabajadores, algo completamente ajeno a lo que la socialdemocracia revolucionaria había sostenido.
Para los bolcheviques el poder instituyente no residía en el conjunto de la nación, ya que contemplaban a la gran masa campesina como el terreno baldío que había permitido a la persistencia del zarismo. Pero tampoco atribuían el poder instituyente a los órganos de poder nacidos desde abajo.
Lenin concebía al partido como un apoderado plenipotenciario no de unos trabajadores concretos sino de los intereses de una clase obrera universal. El determinismo histórico constituye un elemento central de la concepción marxista básica tal y como fue asimilada por la dirección bolchevique.
La sacralización del partido como vehículo histórico de los intereses de una clase confería a sus dirigentes la soberanía última no solo para efectuar una insurrección sino, también, para el ejercicio de un poder sin límites. El nuevo Estado se legitimaba porque se le atribuía una misión histórica y de esa misión se derivaba la posibilidad de un ejercicio sin límites del poder estatal, porque una élite (la vanguardia revolucionaria, el partido leninista) poseía una ciencia del poder.
De la dictadura bolchevique al sistema estalinista
La intervención extranjera y la guerra civil dieron lugar a un creciente aislamiento del poder bolchevique. En respuesta al terror blanco de sus adversarios puso en marcha el terror rojo. Lo aplicó despiadadamente, alejado de cualquier control, incluyendo las represalias colectivas por origen social, étnico o relación familiar.
La prohibición de las tendencias en el X Congreso del Partido Comunista acabó con el debate dentro del partido único y la represión brutal de los insurrectos de Kronstadt en 1921 y contra los mencheviques, social-revolucionarios y anarquistas, acabo de sellar la naturaleza autoritaria del poder bolchevique.
Indudablemente, la creación de la Cheká, la dinámica monolítica del partido y la utilización del terror generaron desde los primeros años veinte una maquinaria infernal que allanó el camino sobre el cual Stalin consiguió implantar su régimen. Desde el punto de vista social Stalin apoyó su conquista del poder en una estructura burocrática expandida aceleradamente, con la incorporación de decenas de miles de nuevos bolcheviques, muchos de origen obrero, con una cultura de sometimiento completo a los jefes.
En poco tiempo se produjo la transición del poder autoritario bolchevique a la dictadura estalinista. Una forma de totalitarismo que sometió a millones de personas a un régimen de dominación total, exportado con éxito a otros países tras la toma del poder por partidos estalinistas.
El régimen de Stalin fue durante más de tres décadas un régimen de terror de masas aplicado en frío. La colectivización forzosa supuso en el período 1930-1933 una experiencia monstruosa de ingeniería social destructiva que ocasionó la muerte de millones de personas a través de la hambruna generada, casi programada, en Ucrania y otras regiones de la URSS. El año 1937, el año del gran terror, supuso más de 700.000 ejecuciones sin juicio. En esas décadas, la deportación y los trabajos forzados en el sistema concentracionario del Gulag afectaron a muchos millones de personas.
El estalinismo constituyó una novedad histórica capaz de consolidar durante un largo período una forma totalitaria de comunismo-capitalismo de Estado, gobernado por una burocracia estratificada que utilizaba como retórica de su dominio apelaciones al socialismo y a la clase obrera.
El triunfo de Stalin no puede considerarse un mero accidente. Tampoco puede entenderse como tal la implantación de un sistema totalitario que consiguió expandirse después de 1945 al este de Europa y que constituyó el ejemplo para el establecimiento del régimen maoísta en China, así como de los regímenes estalinistas de Corea y del sudeste asiático. La creación totalitaria estalinista ha marcado el siglo veinte tanto o más que los totalitarismos fascistas.
Tras la muerte de Stalin, el sistema soviético abandonó el terror de masas, propio de la fase de delirio totalitario, para establecer una forma de poder tutelada por una potente casta militar, un régimen estratocrático, con fuertes componentes totalitarios, que, como sabemos, fue incapaz de soportar el paso del tiempo y se derrumbó para dar paso a la conversión de la burocracia estatal en el germen de la nueva clase capitalista neoliberal del actual régimen semiautoritario de Putin.
La cuestión del totalitarismo
La reflexión sobre el problema del totalitarismo constituye una encrucijada básica para el pensamiento de la izquierda. El rechazo o, en el mejor de los casos reticencia, de la cultura progresista respecto a dicho concepto resulta comprensible.
Una parte significativa de la izquierda política internacional estuvo impregnada, durante décadas, de vinculación o de comprensión hacia los estados del «socialismo real«. Ello explica la aversión a una propuesta teórica que afirma la familiaridad entre la naturaleza del fascismo y las dictaduras socialistas. Pensar el totalitarismo supone necesariamente intentar comprender las raíces de un mal específico del siglo XX que, según hemos aprendido, encarna un peligro que puede acechar en ciertas bifurcaciones del desarrollo de nuestro sistema histórico.
En los años veinte y treinta del pasado siglo emergieron en la historia europea unos monstruosos proyectos de dominación y de asimilación total que adoptaron las formas del nacionalsocialismo y del comunismo estaliniano. Un sueño de hierro, común a hitlerianos y a estalinistas, atrapó en su tela de araña a los hombres y mujeres del siglo, y condicionó toda la historia de las décadas posteriores. La Alemania de Hitler y la Rusia de Stalin marcaron la época del totalitarismo clásico. En 1945 el nazismo fue derrotado pero otra expresión del totalitarismo, el estalinismo ruso, se convirtió en uno de los vencedores de la guerra mundial junto a las democracias capitalistas.
El régimen social de la Rusia estalinista había sido una novedad histórico-social cuya naturaleza era de difícil comprensión para los demócratas y revolucionarios de su tiempo. Para la mayoría de esos militantes de la izquierda lo determinante era su origen, su procedencia de una revolución que se presentaba como socialista, la de octubre de 1917. A la cultura dominante en la izquierda no le era posible interpretar el hecho de que se consolidara aceleradamente un sistema brutal de dominación social capaz de conducir, en pocos años, a través de la dictadura del partido bolchevique, a un sistema totalitario.
Después del final de la segunda guerra mundial, la expansión en los años cuarenta del dominio burocrático sobre la Europa oriental y el triunfo estalinista en China en 1949 ampliaron el sentido histórico del fenómeno. ¿Era posible seguir considerando el estalinismo como una mera anomalía histórica producto del atraso y de las circunstancias específicas de la sociedad que lo alumbró? A partir de ese momento se comprendió que se trataba de algo que sobrepasaba a una sociedad singular y que no podía explicarse exclusivamente a partir de esa singularidad.
La izquierda se sumió en la ceguera mientras formas totalitarias, con máscaras socialistas, se extendían. No podía asimilar el hecho de que la burocratización no era un accidente. Incluso sectores de la izquierda antiestalinista habían sucumbido a la ilusión de que la extensión de formas políticas y sociales burocráticas representaban pasos adelante, triunfos progresistas de la izquierda, aunque adoptasen la monstruosa forma del totalitarismo. Ello producía contradicciones insalvables, incluso en los que no cayeron bajo la férula estalinista. ¿El sistema de Stalin o el de Mao debían ser entendidos en referencia al socialismo?, ¿eran progresivos a pesar de que se establecieran brutales regímenes policiacos y dictatoriales y negasen los derechos humanos más elementales?, ¿hay finalidades últimas que puedan justificar el Gulag o la colectivización forzosa?, ¿el establecimiento de democracias populares era preferible a la democracia capitalista?, ¿el acceso al poder de un partido estalinista representaba un triunfo histórico de una clase obrera que no podía expresarse libremente?, ¿la izquierda tenía que alinearse necesariamente, aun con reticencias, con el bloque soviético frente al imperialismo americano durante la guerra fría?
Una parte importante de la izquierda permaneció encerrada en esos dilemas durante decenios. No podía asumir la naturaleza totalitaria de esa realidad brutal que dominaba en nombre de la revolución y del socialismo.
El totalitarismo solamente puede entenderse como la forma de dominación total específica de la sociedad moderna. Solo aparece cuando las fuerzas sociales son ahogadas y sometidas a la opacidad. Representa un proyecto de unificación, de fusión de la sociedad con el Estado, un intento de dominio sin límites y sin derechos. El totalitarismo niega al individuo y asume que la verdad es una función del poder y que la fuente de verdad es el poder. Como escribió Zamiatin, en una novela precursora: «Consentir al yo cualquier derecho frente al Estado Único sería lo mismo que mantener el criterio de que un gramo puede equivaler a una tonelada. De ello se llega a la siguiente conclusión: la tonelada tiene derechos, y el gramo deberes, y el Único camino natural de la nada a la magnitud es: olvidar que solo eres un gramo y sentirte como una millonésima parte de la tonelada«[2]. En ese sentido, el secreto más auténtico del totalitarismo es la voluntad de anular al individuo concreto en favor de la comunidad despótica y la negación de las diferencias[3].
El totalitarismo, en sus formas clásicas -el régimen de Hitler y el régimen ruso durante la vida de Stalin- fue un sistema de dominación instituido a partir de una interpretación delirante de la realidad y que utilizaba como principales instrumentos la movilización social y el terror masivo. A pesar de las diferencias sustanciales entre esos dos regímenes ambos compartían el hiperliderazgo, el partido único y la policía política como ejes de su poder. Eran sistemas basados en la administración del terror, su motor funcional básico, Ambos encarnaban proyectos de dominio total sobre la sociedad. En definitiva, esos totalitarismos clásicos representaban el límite extremo opuesto a la democracia, suponían el triunfo de la heteronomía frente a la autonomía.
Como argumentó Cornelius Castoriadis, el totalitarismo burocrático, a pesar de su retórica revolucionaria, pertenece a la dimensión oscura del universo histórico-social del capitalismo, aunque suponga, también, una ruptura y una creación histórica nueva[4]. Al radicalizar la organización jerárquica de ciertas instituciones del capitalismo, que a su vez las había heredado de formas seculares, produjo una situación real de los obreros y campesinos bajo la dictadura proletaria de Stalin que significaba formas de servidumbre, arbitrariedad y brutalidad superiores a los que había representado la dominación zarista.
Las ideologías totalitarias son una extensión del pensamiento instrumental sobre el ser humano que forma parte esencial de los valores capitalistas. Hay que tener presente que el totalitarismo solo puede reproducirse y ganar estabilidad porque produce un tipo humano específico: el agente totalitario, ejemplo radical de la fragmentación contemporánea de la responsabilidad de los seres humanos convertidos en meros agentes ejecutores, instrumentos, medios para un proyecto[5].
Después de la muerte de Stalin, en el régimen de la URSS, el totalitarismo clásico o delirante dio paso a un totalitarismo débil o tardío que se conformaba con mantener su dominio social y político pero que había renunciado al control completo. El sistema no pudo producir un segundo Stalin, pero tampoco fue capaz de una auténtica y exitosa autorreforma burocrática.
Los mecanismos extremos del totalitarismo clásico no son exclusivamente un fenómeno de los años treinta. Expresiones propias del totalitarismo delirante han aparecido con posterioridad. El maoísmo tuvo etapas plenamente delirantes en los años cincuenta y sesenta. El régimen de Pol Pot fue un totalitarismo delirante de los años setenta. Bajo el dominio de ambos hubo exterminios masivos, intentos de control completo de los individuos y de la sociedad, hiperliderazgo paranoico, objetivos irreales, movilizaciones totalitarias de masas.
El proyecto socialista, nacido para desarrollar la democracia y generar derechos para los desposeídos de la sociedad, se convirtió en pretexto ideológico de brutales dictaduras totalitarias que negaban los derechos de las gentes y establecieron relaciones de dominación en todos los ámbitos de la vida social[6]. La realidad es que cientos de millones de seres humanos han sido sometidos, en nombre del comunismo, a formas extremas y continuadas de opresión y control, de expropiación social y psíquica. «Es una situación sin paralelo en los países capitalistas clásicos, donde muy temprano la clase obrera pudo obtener derechos cívicos, políticos y sindicales y repudiar explícita y abiertamente el orden social existente, mientras al mismo tiempo ejercía constantemente una presión decisiva sobre la evolución del sistema, presión que, en definitiva, vino a ser el principal factor para limitar la irracionalidad de éste«[7].
Las confrontaciones sobre el misterio de los regímenes burocráticos son un claro ejemplo de las antinomias y limitaciones en que la izquierda no estalinista se ha movido frente al totalitarismo. Todos los críticos de la burocracia han coincidido en entrever que representaba un tipo histórico nuevo, no reconocible en realidades preexistentes (Estados obreros degenerados o deformados, sociedades transicionales, capitalismo burocrático, capitalismo de Estado, etc.). Más allá de esas construcciones intelectuales lo decisivo era la respuesta respecto a los dilemas que daban forma y condicionaban las acciones. ¿Las dictaduras comunistas eran preferibles a las democracias capitalistas?, ¿eran sustancialmente iguales?
Para entender la dificultad esencial de situarse respecto al totalitarismo hay que tomar en consideración que en la izquierda se había identificado la estatalización y la planificación como contenido del socialismo. El dilema de fondo respecto al estalinismo consistía en decidir si la izquierda formaba parte, de alguna manera, del mismo bloque histórico burocrático o si, por el contrario, la identidad esencial de la izquierda debía ser el antitotalitarismo.
En la izquierda muchos se hicieron la pregunta: ¿es socialismo ese monstruo? Desgraciadamente, incluso muchos de los que respondieron negativamente, tendían en su sistema de valores a considerarlo un monstruo menos monstruoso que el capitalismo. Ello muestra el poder que pueden llegar a ejercer ciertos simulacros de representaciones colectivas. En casos extremos de hipocresía se podía llegar a plantear la solución moral que Merleau-Ponty no dudó en defender en la Francia de finales de los años cuarenta: «tenemos derecho a defender los valores de libertad y de conciencia únicamente cuando estamos seguros, al hacerlo, de no servir los intereses de un imperialismo y de no asociarnos a sus mistificaciones«[8].
Es un hábito frecuente considerar cosas del pasado a aquellas que aún ejercen una presencia perturbadora. Un claro ejemplo de esa actitud irresponsable se manifiesta en que en la izquierda se considere que hablar del totalitarismo es un discurso sobre el pasado, sobre realidades diluidas por la distancia y el tiempo. Sin embargo, 1989 está muy cerca.
¿Problemas del pasado? China, la nación más poblada del mundo, sigue sometida a una dictadura que representa una peculiar combinación del comunismo estatal, la oligarquización capitalista y las tradiciones del despotismo tradicional chino. El eurocentrismo y la hipocresía de parte de la izquierda tiene responsabilidad en considerar que lo que ocurre en China, en Corea del Norte o en Cuba no tiene importancia política para nosotros. Sin embargo, estamos hablando de millones de seres humanos sometidos a férreas dictaduras, sin derechos sindicales, sin derechos a la libertad de expresión, de manifestación o de reunión, sin posibilidad de cambiar a los gobernantes y sin ninguna defensa efectiva frente a la arbitrariedad del poder. ¿Problemas del pasado?
Algo que ha marcado tan profundamente al siglo veinte no desaparece como la inmundicia por el desagüe. Desgraciadamente mantiene una presencia, directa, indirecta, latente, incluso inconsciente, mucho más persistente. Por esa misma razón existe la necesidad de entender el alcance y sentido histórico del problema totalitario, porque no se trata de una curiosidad histórica sino de un componente actual del imaginario colectivo del mundo contemporáneo, que es producto de tendencias a las cuales hay que combatir permanentemente. El mundo actual no puede ser aprehendido a espaldas de su fundamento histórico-social. La influencia del totalitarismo en la conciencia y reorganización del fragmentado planeta del fin de milenio no se puede ocultar.
Esta valoración pesimista sobre la pervivencia de las representaciones sociales totalitarias, y su consiguiente posibilidad futura bajo nuevas formas, no imaginables previamente, nos debe hacer especialmente intransigentes con cualquier fascinación por la violencia estatal, enemigos acérrimos de cualquier apología de la inevitabilidad de las manos sucias, adversarios plenos de quienes consideran el terror un medio para extender su influencia y su poder, críticos permanentes de quienes desprecian los valores del pluralismo, la democracia o los derechos humanos, combatientes en cualquier lugar de cualquier forma de racismo.
Se evalúa mal el riesgo totalitario de las sociedades occidentales, porque se comprenden mal las raíces del totalitarismo del pasado. En la izquierda, desde una perspectiva marxista, era difícil aceptar la emergencia del totalitarismo, porque éste carece de sentido. Para quienes piensan que la historia es un proceso total en movimiento hacia un estado de equilibrio era imposible entender la aparición de una forma de dominación históricamente no necesaria. Y, sin embargo, las estructuras del pensamiento que permitieron el totalitarismo están presentes entre nosotros[9].
La ruptura total con el totalitarismo exige denunciar permanentemente su fundamento, la visión instrumental del ser humano. Ello significa asumir sustantivamente que la auténtica política democrática no es la lucha por el poder dentro de las instituciones ni la lucha por transformar las instituciones, debe ser sobre todo lucha permanente por transformar la relación entre las instituciones y la sociedad.
El totalitarismo es un simulacro, supone una sociedad en la cual la distancia entre lo que la sociedad realmente es y las representaciones que de ella se hacen sus miembros se convierte en extrema. El peligro totalitario procede de que la distancia entre nosotros y nuestras instituciones puede aumentar en todo momento.
La democracia necesita savia nueva para crecer y desarrollarse. Debe fortalecerse y extenderse hacia nuevos ámbitos humanos porque tiene enfrente todas las formas de barbarie con las que convivimos, desde el racismo a los integrismos islámicos o católicos, la persistencia de dictaduras comunistas o la amenaza permanente de un retorno a ese pozo sin fondo que siempre acecha y acechará en la naturaleza humana, capaz no solo de recrear viejos demonios, sino también de crear nuevos infiernos.
Después del hundimiento del sistema soviético
Transcurrido el centenario de la revolución rusa es extraño llegar a leer alguna legitimación directa del estalinismo. En cambio, resulta frecuente encontrarse con legitimaciones indirectas, asociándolo a una forma de modernización de un país atrasado, al antifascismo que permitió la derrota del Eje en 1945, al anticolonialismo e, incluso, a la aparición del Estado del bienestar en Europa Occidental.
Esos argumentos, un tanto sofísticos, se basan en una serie de olvidos clamorosos y, en bastantes casos, en la renuncia a contraponer debe y haber, costes y resultados.
Olvidan que la modernización soviética debe ponerse frente a frente con el brutal coste humano, social y ecológico que produjo, y en comparación con otras vías de modernización menos brutales.
Olvidan, por ejemplo, que 1945 supuso el fin de un totalitarismo, pero también la expansión de otro, los regímenes estalinianos.
Olvidan que las fuentes auténticas del anticolonialismo residen en las movilizaciones masivas de los pueblos y que la influencia del estalinismo lo que favoreció fue, precisamente, la afloración de movimientos autoritarios y la articulación de los Estados nacientes mediante modelos orientados, en muchos casos, al partido único y a formas despóticas que han dado lugar a muchos Estados fallidos.
Olvidan que el pacto social que hizo posible lo que se ha dado en llamar Estado del bienestar fue posible por la fuerza del movimiento sindical y como un claro contramodelo respecto a las dictaduras estalinistas.
En mi opinión, la herencia del Octubre soviético deja pocos aspectos positivos que puedan servir para la reconstrucción de un proyecto emancipatorio. En primer lugar, porque el balance de sufrimiento humano ocasionado por los regímenes que se reclamaban soviéticos es atroz.
Por otra parte, la sombra de Octubre oscurece el presente. Como señalan Cristian Laval y Pierre Dardot: “Esa sombra persistente se manifiesta en la fascinación por la soberanía del Estado o, de forma más amplia, por un poder absoluto que no debe rendir cuentas a nadie salvo a sí mismo”[10]. En definitiva, la herencia, la sombra del pasado se puede reconocer en unas formas de concebir la izquierda con una sorprendente atracción por el poder y la violencia, por el verticalismo y el autoritarismo, incluyendo el apoyo a dictaduras progresistas.
El culto a los líderes, el instinto oligárquico y una gran desconfianza por la autoorganización de la sociedad son los corolarios de unas concepciones que, aunque en crisis, aún están presentes en las formas de organización y en la cosmovisión vital de la izquierda, incluso en formaciones nacidas en los últimos años.
La vacuna contra esos rasgos no consiste en un indefinido regreso a ninguna fuente original y, mucho menos, a la leyenda de un Octubre ruso malinterpretado en su génesis y en sus consecuencias.
No hay que mirar hacia el pasado ni hacia arriba en busca de referencias. La fuente viva se encuentra en impregnarse de la necesidad democrática más completa, en la confianza en la autoorganización social y en el aprendizaje de los movimientos sociales que en las últimas décadas han cuestionado el orden neoliberal y el absurdo camino a ninguna parte del productivismo capitalista.
Notas
[1] La Checa o Cheká es un acrónimo de la denominación en ruso de la Comisión Extraordinaria Panrusa para la Lucha contra la Contrarrevolución y el Sabotaje, creada en 1918 por los bolcheviques como aparato de seguridad que sustituyó a la Ojrana zarista. Su primer organizador fue el bolchevique Félix Dzerzhinski.
[2] Zamiatin, Yevgueni; Nosotros, Barcelona, Seix Barral. 1972, p. 113.
[3] Flores D´Arcais, Paolo; El desafío oscurantista, Barcelona, Anagrama, 1994.
[4] Por ejemplo: Castoriadis, C.; Introducción de 1972 a La sociedad burocrática (vol.1. Las relaciones de producción en Rusia), Barcelona, Tusquets, 1976.
[5] Todorov, Tzvetan; Frente al límite, México, Siglo XXI, 1993.
[6] Morin, Edgar; Qué es el totalitarismo, Barcelona, Anthropos, 1985.
[7] Castoriadis, Cornelius; «El régimen social de Rusia», op. cit.
[8] Merleau-Ponty, Maurice; Humanismo y terror, Buenos Aires, Ediciones Leviatán, 1956, p.17.
[9] Morin, Edgar; Mis demonios, Barcelona, Kairós, 1995, p. 262.
[10] Laval, C. y Dardot, P.; La sombra de Octubre (1917-2017), Barcelona, Gedisa, 2017.