Y ahora, ¡condenadme! (Rosa Luxemburgo, 1914)

El 20 de febrero de 1914 Rosa Luxemburg fue juzgada por el Tribunal de Frankfurt acusada de haber incitado la desobediencia de los soldados e incitarles a matar a los oficiales. Fue condenada a un año de prisión, que cumplió entre el 18 de febrero de 1915 y el 18 de febrero de 1916 en la prisión de mujeres de Barnimstrasse, Berlín. Este es su alegato durante el juicio, un auténtico discurso político. Traducción de Trasversales.

Tanto en el discurso acusatorio pronunciado hoy por el fiscal como en el acta de inculpación lo que juega el papel principal no son las declaraciones que se me atribuyen sino la manera en que se interpretan y el sentido que se les atribuye. En varias ocasiones y de manera muy insistente el fiscal ha resaltado cuáles serían, según él, mis verdaderas intenciones al hacer esas declaraciones. Pues bien, nadie mejor que yo para informar sobre el aspecto psicológico de mi discurso y sobre mi propia conciencia.

De antemano les digo que estoy muy dispuesta a dar al fiscal y al jurado toda la información que deseen. Pero volviendo a lo principal, declaro que todo lo que el fiscal, basándose en las declaraciones de sus testigos, ha presentado como mis ideas, intenciones y sentimientos sólo es una caricatura bastante decepcionante de mis discursos y de las ideas de la socialdemocracia.

Hace un rato, escuchando al fiscal, no pude evitar reírme internamente y pensar que estaba de nuevo ante un clásico ejemplo de hasta qué punto la cultura puramente formal es insuficiente para comprender las ideas socialdemócratas en toda su complejidad, su finura científica y su profundidad histórica, cuando los intereses de la clase a la que se pertenece se oponen a esas ideas. Cualquier obrero, el más simple e inculto entre los miles que asistieron a los encuentros a los que se refiere el fiscal, habría dado una idea diferente de mis declaraciones. Sí, los hombres y mujeres más simples del pueblo trabajador son capaces de asimilar nuestras ideas, esas que en el cerebro de un fiscal prusiano adquieren un aspecto completamente caricaturesco, como reflejo en un espejo deformante. Lo demostraré con algunos ejemplos.

El fiscal ha repetido en varias ocasiones que, antes de hacer la declaración por la que se me inculpa y que según él fue el punto culminante de mi intervención, me entregué a «excitaciones inauditas». A esto respondo que los socialdemócratas no nos permitimos ningún tipo de excitación.
¿Qué significa eso de «entregarse a excitaciones? ¿Acaso se me ha ocurrido decir a quienes me escuchaban que si iban a guerrear al extranjero, a China por ejemplo, atacasen de tal manera que ningún chino se pudiera atrever mil años después a mirar mal a un alemán? [palabras dirigidas por Guillermo II el 27 de julio de 1900 a las tropas enviadas a China contra la Rebelión de los Boxers].

Si hubiera dicho eso, ciertamente habría sido una excitación por mi parte. ¿Pero cuándo he tratado de inculcar prejuicios nacionales para infundir el chovinismo, el desprecio y el odio a otras razas y pueblos? Eso, ciertamente, habría sido una excitación por mi parte.

Pero no es así como hablé ni como habla un socialdemócrata consciente. Lo que hice en esos encuentros de Frankfurt, y lo que los socialdemócratas hacemos siempre al hablar y al escribir, fue sólo desarrollar la educación de las masas, para que entiendan sus intereses de clase y sus tareas históricas, para mostrarles las principales líneas de desarrollo, las tendencias de las transformaciones económicas, políticas y sociales, que actúan en la sociedad actual y que conducen necesariamente a que el orden social existente deba ser derrocado y remplazado por una superior sociedad socialista.

Así es como llevamos a cabo nuestra agitación, que, gracias al efecto ennoblecedor de las perspectivas históricas en que nos situamos, eleva gradualmente la altura moral de las masas. Nuestra agitación contra la guerra y el militarismo la llevamos a cabo desde esos mismos grandes puntos de vista, porque para los socialdemócratas todo está subordinado a una concepción del mundo armónica, sistemática, respaldada por una base científica sólida. Y si el fiscal, con sus miserables testigos de cargo, considera todo esto como una mera excitación, el carácter simplista de esa concepción se debe únicamente a su incapacidad total para asimilar ideas socialdemócratas.

Posteriormente, el fiscal ha aludido, en diferentes ocasiones, a mis incitaciones a «asesinar a los mandos superiores». Las alusiones enmascaradas, pero que todos hemos entendido, a mis llamamientos al asesinato de oficiales deberían revelar muy en particular la perversidad de mi alma y la naturaleza extremadamente peligrosa de mis intenciones. Vale, crean ustedes por un momento en que las palabras que se me atribuyen son exactas. Sin embargo, al pensarlo, ustedes tendrán que concluir que, en su encomiable esfuerzo para pintarme con los colores más oscuros, el fiscal se ha extraviado completamente, pues tendrán que preguntarse ¿cuándo y contra qué «superiores» he llamado a asesinar? La propia acusación afirma que yo abogaba por la introducción del sistema de milicias en Alemania y que dije que lo esencial en este sistema era la obligación de que, como hacen en Suiza, cada hombre tuviera su rifle en su propia casa. Y es a eso, precisamente a eso, a lo que se supone que he vinculado la indicación de que el rifle podría apuntar en una dirección bastante diferente a la que desean los dirigentes. Entonces está claro: el fiscal me acusa de haber incitado al asesinato, pero no contra los mandos del actual sistema militar alemán, sino … ¡contra los de los futuros ejércitos de las milicias alemanas!

Se nos reprocha violentamente nuestra propaganda a favor del sistema de milicias, y la fiscalía incluso me acusa de tal delito, pero, al mismo tiempo, el fiscal se siente obligado a proteger la vida, amenazada por mí, de los oficiales de este sistema de milicias contra el que él combate. Un paso más y el fiscal, en el fragor de la lucha, me acusará de haber incitado ataques contra el presidente de la futura república alemana. Pero, ¿qué dije realmente sobre lo de «matar a los superiores»? Algo muy diferente. Mostré en mi discurso que quienes defienden el militarismo actual se basan en la supuesta necesidad de la defensa nacional. Si esa preocupación por la defensa nacional, dije, fuera realmente sincera, las clases dominantes no deberían tener nada más apremiante que realizar la vieja demanda del programa socialdemócrata para la introducción del sistema de milicias. Porque sólo ese sistema puede garantizar realmente la defensa del país, ya que sólo las personas libres, que marchan por iniciativa propia a la batalla contra el enemigo, pueden ser un baluarte seguro y suficiente para la libertad y la independencia de la patria. Solo entonces se podrá decir: ¡Querido país, puedes descansar tranquilo!

¿Por qué, pregunté yo, nuestros patriotas oficiales no quieren oír hablar de este sistema verdaderamente efectivo? Por la simple razón de que, de hecho, ellos no se proponen defender la patria, sino librar guerras de conquista imperialista, en las cuales, efectivamente, las milicias no sirven para nada. Y, además, si las clases dominantes temen dejar las armas en manos de los trabajadores es porque temen que las apunten en una dirección diferente a la que desean. Así, lo que yo presenté como muestra del mie do que padecen las clases dominantes, el fiscal lo interpreta, basándose en sus testigos, como incitación al asesinato. Tienen ante ustedes una nueva prueba de la confusión que crea en el cerebro del fiscal su incapacidad absoluta para comprender las ideas de la socialdemocracia.

Igualmente falsa es la afirmación de que yo habría recomendado seguir el ejemplo del ejército colonial holandés, en el que cada soldado tiene derecho a matar al superior que lo maltrate. De hecho, en lo que se refiere al militarismo y al maltrato sufrido por los soldados, lo que hice fue hablar de nuestro inolvidable dirigentes, August Bebel, y recordar que uno de los capítulos principales de su actividad fue su lucha en el Reichstag contra las humillaciones infligidas a los soldados, citando a modo de ejemplo y siguiendo las actas estenográficas de las sesiones del Reichstag -lo que no está prohibido por ley- varios de los discursos de Bebel, entre otros sus declaraciones de 1893 sobre la norma antes citada del ejército colonial holandés. Verán ustedes que en esto también el fiscal se ha equivocado, movido por su exceso de celo. No es contra mí, sino contra otro, que tendría que haber hecho su acusación.

Pero ya llego al punto principal de la acusación. El fiscal me acusa de haber aconsejado a los soldados que se nieguen a obedecer las órdenes de disparar contra el enemigo en caso de guerra. Basa esa acusación en una deducción que le parece con fuerza lógica demostrativa absolutamente convincente e irrefutable. Ha razonado de la siguiente manera: como yo estaba agitando contra el militarismo, ya que quería evitar la guerra, obviamente no dispondría de medios más efectivos que decirles a los soldados que, si se les ordena disparar, ¡no lo hagan! ¡Qué conclusión tan convincente, qué lógica irrefutable! Y, sin embargo, me permito decir que esa lógica y esa conclusión surgen de la concepción del fiscal, no de la mía, no de la de la socialdemocracia. Préstenme especial atención ahora. La conclusión de que la única forma efectiva de pre venir la guerra es dirigirse directamente a los soldados y pedirles que no disparen sólo es otra faceta de la concepción según la cual todo irá de maravilla en el Estado mientras el soldado obedezca las órdenes de sus superiores; es decir, la concepción de que la base del poder del Estado y del militarismo es la obediencia pasiva del soldado.

Esta concepción del fiscal también armoniza, en particular, con la declaración oficial del jefe supremo del ejército, con motivo de la recepción al rey de Grecia, en Potsdam, el 6 de noviembre del año pasado, según la cual el éxito de los ejércitos griegos prueba «que los principios defendidos por nuestro Estado Mayor y nuestras tropas, aplicados de manera justa, siempre garantizan la victoria». El Estado Mayor con sus «principios» y el soldado con su obediencia pasiva serían las bases para la conducción de la guerra y la garantía de victoria. Pues bien, los socialdemócratas pensamos lo contrario.

Creemos que no es el ejército ni las «órdenes» de arriba y la «obediencia ciega» de abajo lo que decide el resultado de las guerras, sino que lo hace el pueblo trabajador. Creemos que las guerras sólo pueden librarse porque la mayoría de los trabaja dores participan en ella con entusiasmo, si la consideran justa y necesaria, o al menos la soportan con paciencia. Por el contrario, si la gran mayoría del pueblo trabajador llega a convicción -y despertarla es la tarea de la socialdemocracia- de que las guerras son fenómenos bárbaros, profundamente in morales, reaccionarios y contrarios a los intereses del pueblo, entonces serán imposibles aunque el soldado siga obedeciendo las órdenes de sus superiores. Según la concepción del fiscal, el ejército hace la guerra, según la nuestra la hace todo el pueblo. Es el pueblo quien decide si las guerras tienen lugar o no. Son los trabajadores, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, quienes deciden la existencia del militarismo actual, y no la pequeña parte de este pueblo que porta el uniforme del rey.

Dispongo de una prueba clásica de que esta es en verdad mi concepción y la de mi partido. Da la casualidad de que puedo responder a la pregunta formulada por el fiscal de Frankfurt en la que quiere que le diga a quien aludí cuando dije «no haremos eso». El 17 de abril de 1910 hablé aquí, en Frankfurt, en el Circo Schumann, ante unas 6000 personas, sobre la competición electoral en Prusia -en ese momento, como saben, nuestra lucha había llegado a su clímax- y encuentro en el resumen de este discurso, página 10, el siguiente pasaje:

«En la lucha electoral actual, como en todas las cuestiones políticas importantes para el progreso en Alemania, sólo debemos confiar en nosotros mismos. ¿Quiénes somos nosotros? Somos los millones de proletarios de Prusia y Alemania. Sí, somos más que un número, somos millones de personas que con nuestro trabajo permitimos que la sociedad viva. Y bastará con que este simple hecho arraigue en la conciencia de las amplias masas del proletariado alemán para que llegue el momento en que demostraremos en Prusia a la reacción dominante que el mundo puede vivir sin los junkers de Pomerania, sin condes católicos, sin ase sores secretos e incluso sin fiscales, pero no podría vivir 24 horas si los trabajadores se cruzaran de brazos».

Como pueden ver, ahí explico claramente cuál es el eje de la vida política y de la suerte de la nación: la conciencia, la voluntad claramente formulada, la resolución de la gran masa de trabajadores. De la misma manera consideramos la cuestión del militarismo. Si la clase trabajadora toma la decisión de no tolerar las guerras, las guerras se volverán imposibles.

En ninguna decisión de nuestros congresos encontrarán llamamientos a que los soldados no disparen. ¿Por qué? ¿Por qué tememos las consecuencias de tal agitación y del código penal? No, sería muy triste que por miedo a las consecuencias callásemos lo que es útil y necesario decir. Si no lo hacemos es porque nos decimos a nosotros mismos que quienes visten «el uniforme del rey» son sólo una parte del pueblo trabajador, y si éste llega a la comprensión necesaria sobre el carácter dañino y criminal de las guerras entonces los soldados también comprenderán por sí mismos lo que tendrán que hacer llegado el ca so sin ningún llamamiento especial nuestro.

Verán ustedes que nuestra agitación contra el militarismo no es tan pobre y simplista como la imagina el fiscal. Tenemos muchos medios de acción y muy variados: la educación de la juventud, a la que nos dedicamos con celo y éxito constante, a pesar de las dificultades que enfrentamos; propaganda a favor del sistema de las milicias; reuniones masivas; manifestaciones callejeras…

Miremos hacia Italia. ¿Cómo respondieron los trabajadores conscientes a la aventura bélica en Tripolitania? Mediante una huelga de masas que tuvo un alcance notable. ¿Y cómo reaccionó la socialdemocracia alemana? El 12 de noviembre, la clase obrera de Berlín adoptó en 12 encuentros diferentes una resolución felicitando a los camaradas italianos por su huelga de masas.

Sí, ¡la huelga de masas!, ha exclamado el fiscal. Piensa que ahí me ha atrapado en mi idea más peligrosa y más subversiva. El fiscal ha basado particularmente su acusación en mi agitación por la huelga de masas, a la que él vincula con perspectivas tan espantosas de revolución violenta que sólo caben en la imaginación de un fiscal prusiano. Señor fiscal, si pudiera atribuirle la más mínima capacidad para comprender las ideas de la socialdemocracia, esa noble concepción histórica, le explicaría lo que explico a mis oyentes en cada reunión popular, a saber, que las huelgas de masas, en tanto que representan un cierto periodo del desarrollo de las condiciones actuales, no se «hacen», como tampoco se «hacen» las revoluciones. Las huelgas de masas son una etapa en la lucha de clases a la que, con la fuerza de una necesidad natural, conduce nuestro desarrollo actual. Todo el papel de la socialdemocracia ante ellas es llevar a la conciencia de la clase trabajadora la comprensión de esta tendencia del desarrollo, para que los trabajadores estén a la altura de sus tareas, como una masa popular educada, disciplinada, madura, decidida y vigorosa.
Como pueden ver, cuando el fiscal introduce el fantasma de la huelga de masas en la acusación, tal y como él la entiende, lo que pretende es golpearme por sus propias ideas, no por las mías.

Terminaré aquí, tras un último comentario.

El fiscal, en su acusación, ha prestado gran atención a mi modesta persona. Me presenta como un gran peligro para la seguridad del orden público, ni siquiera ha temido rebajarse al nivel de esos folletines que me llaman «la Rosa roja». Ha llegado a atacar mi honor personal al insinuar que huiría si el tribunal acepta la sentencia propuesta por él. Señor fiscal, desdeño responder a sus ataques. Sólo quiero decirle una cosa: no conoce usted a la socialdemocracia.

Durante el año 1913, muchos de sus colegas trabajaron esforzadamente para conseguir que se condenase a los editores de nuestra prensa a un total de 60 meses de prisión. ¿Han oído que alguno de ellos haya huido por miedo al castigo? ¿Creen que estas condenas han hecho que un solo socialdemócrata vacile o haya cejado en el desempeño de su deber? No, nuestra obra se burla de todas las sutilezas de sus párrafos, ¡crece y prospera a pesar de todos los fiscales!

Una palabra más para terminar con este incalificable ataque. El fiscal dijo textualmente que pedía mi arresto inmediato, porque «sería incomprensible que la acusada no huya». Eso significa, en otras palabras, que, si el fiscal tuviera que ir a prisión por un año, se escaparía. Le creo, usted huiría. Pero un socialdemócrata no lo hace, acepta la responsabilidad de sus actos y se ríe de vuestros castigos.

Y ahora, ¡condenadme!

Sobre el autor: Luxemburgo, Rosa

Ver todas las entradas de: