Le noyau de la comête. Fragmentos extraídos de la introducción a la Anthologie de l’amour sublime, tal como aparecieron publicados en Medium.Comunication surréaliste, nº 4, enero 1955, Ed. Arcanes, París. (Págs. 20/22). La primera edición de la obra original fue publicada en París, Albin-Michel, 1956. Traducción de Juan Carlos Otaño. Reproducido por gentileza de Juan Carlos Otaño y de Archivo Surrealista
Todos los mitos reflejan la ambivalencia del hombre frente al mundo y frente a sí mismo, ambivalencia que a su vez es resultante del profundo sentimiento de disociación experimentado por el hombre e inherente a su naturaleza. Se considera a sí mismo como débil, desamparado, frente a las fuerzas naturales que lo dominan. Presiente que podría llevar una existencia menos precaria, sentirse más dichoso. Pero no puede discernir el camino de su bienestar bajo las condiciones de vida que la naturaleza y la sociedad le imponen y se consuela con ubicarlo en una edad de oro perimida o en un futuro extraterrestre. La importancia de los mitos reside entonces en la aspiración a la felicidad que contienen, en la percepción de su posibilidad, y en los obstáculos que se interponen entre el hombre y su deseo. En suma, expresan el sentimiento de una dualidad en la naturaleza de la que el hombre participa, y en la que no ve una resolución posible a lo largo de su existencia.
Los mitos religiosos reflejan este proceso; pero en lugar de intentar resolver esta dualidad inicial, se ocupan de acentuarla hasta el extremo. Es por ello que su función consiste en proteger la estructura de la sociedad de la que se reclaman o que las acepta. Los mitos primitivos tienden a un mismo fin, pero, en menor medida en tanto su sociedad sea más homogénea. Por ello, en compensación y en una misma proporción, valorizan los elementos de exaltación inherentes a esos mitos. Presentan, a títulos diversos, el aspecto dual referido al consuelo y a la exaltación, depositando el acento, casi siempre, sobre el primero de ellos. Expresan, por lo tanto, el deseo humano y el sentimiento de los obstáculos que debe superar para alcanzar su objeto.
Hasta aquí la humanidad no ha concebido más que un solo mito de pura exaltación, el amor sublime, el cual, partiendo del corazón mismo del deseo, aspira a su satisfacción total. Es así el grito de la angustia humana metamorfoseado en canto de alegría. Con el amor sublime lo maravilloso pierde igualmente su carácter sobrenatural, extraterrestre o celeste, que hasta entonces había tenido en todos los mitos. De alguna forma, regresa a su fuente para descubrir su verdadera solución e inscribirse en los límites de la existencia humana.
Partiendo de las aspiraciones primordiales más poderosas del individuo, el amor sublime le ofrece una vía de transmutación confluyente hacia un acuerdo entre la carne y el espíritu, tendiendo a confundirlos en una unidad superior donde ya no pueden ser distinguidos mutuamente, encargándose el deseo de operar esta fusión que es su justificación última. Es el punto extremo al que la humanidad actual pueda aspirar. En consecuencia, el amor sublime se opone a la religión y especialmente al cristianismo, en tanto el cristiano no puede sino reprobar el amor sublime, llamado a divinizar al ser humano. Por vía de consecuencia, este amor no tiene lugar sino en sociedades donde la divinidad aparecería como opuesta al hombre: el cristianismo y el islamismo; por añadidura en este último caso, siendo que, desde su nacimiento, el peso de la teología ha impedido que pudiera integrarse al ser humano (1).
El amor sublime representa entonces en principio una revuelta del individuo contra la religión y la sociedad, en tanto una se apoya sobre la otra.
Es el «Gran Deseo aquél que une el Cuerpo y el Espíritu, durante largo tiempo más allá de la unión con el cuerpo en el pequeño deseo» (2). El «Gran Deseo» enraizado en la condición humana, expresa esa tensión del hombre orientada hacia la felicidad total, que puede esperar de la supresión de su desgarramiento, no siendo esta felicidad posible hasta tanto sus causas no sean descubiertas. El amor sublime sólo podría satisfacer este «Gran Deseo» en tanto que alimentado y acrecentado por la satisfacción del «pequeño deseo» carnal. El reconocimiento de la universalidad de este deseo, de su significación cósmica y de sus manifestaciones en el hombre, reclama a la vez su sublimación y la del objeto de ese deseo. Al mantenerse apartado del amor sublime, el ser humano –el hombre, sobre todo– casi no se abandona el deseo sino en la medida en que éste le conduzca a su estado más primitivo. En el amor sublime, los seres atrapados por el vértigo, no aspiran sino a dejarse llevar lo más lejos posible de ese estado. El deseo, permaneciendo ligado a la sexualidad, se ve entonces transfigurado. Frente a la perspectiva de la saciedad, tiene la posibilidad de incorporarse todos los beneficios que su sublimación anterior, incluso la más completa, le habían procurado, y que provocan su renovada exaltación. Fuera del amor sublime, de algún modo, la sublimación del deseo lleva implícita su desencarnación ya que, para obtener satisfacción, debe perder de vista el objeto que la ha suscitado. Por esta vía se mantiene en el hombre un estado de dualidad, en favor de la cual la carne y el espíritu permanecen o-puestos. Por el contrario, en el amor sublime, esta sublimación no es posible sino a partir de la intermediación con su objeto carnal, que tiende a restablecer en el hombre una cohesión con anterioridad inexistente. El deseo, en el amor sublime, lejos de perder de vista el ser carnal que le ha dado nacimiento, tiende entonces, en definitiva, a sexualizar el universo.
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Si el hombre es un ser social con toda evidencia es porque tiene el sentimiento innato de su insuficiencia individual, derivada de su condición humana propiamente dicha. De allí puede inferirse su angustia. De tal manera, desde su origen, se ve inclinado a buscar fuera de sí aquello de lo que carece, ya que «la necesidad de amor revela en nosotros, desde ese instante, un principio de disociación» (3). Si el ser humano fuera completo y perfecto, no tendría tendencia alguna de unirse a sus semejantes, tampoco inclusive de buscar su sociedad, por cualquier motivo que fuese. Cada individuo sería un ser acabado sin evolución posible. Únicamente podría concebir una armonía individual en un universo fijado para siempre, mientras Heráclito veía ya en el mundo «una armonía de tensiones opuestas», una «armonía de tensiones alternativamente convergentes y divergentes», ya que «la discordancia crea la más bella armonía». Mientras tanto Platón, en el Banquete, señala que el grave y el agudo sólo alcanzan la armonía en su acorde. Para que este acorde sea posible, es necesario, a partir del punto en que grave y agudo se confunden, que sea reconocida la gama del uno y del otro, desde la más alta del agudo hasta la más baja del grave. En una palabra, es necesario alcanzar la mayor diferenciación entre los sonidos para luego poder examinar el acorde. Lo mismo sucede entre el hombre y la mujer. Únicamente cuando ésta diferenciación sea cumplida en su totalidad, es decir cuando el hombre haya desarrollado todas sus posibilidades viriles y la mujer todas sus virtualidades femeninas, su acorde perfecto devendrá posible. Para que la armonía reine, para conocer la felicidad, cada parte, poseyendo asimismo una individualidad netamente pronunciada, puede entonces pensar en el ser que le falta. El amor sublime es precisamente este acorde perfecto entre dos seres emparejados armónicamente. Es a esta armonía que aspira el Occidente, sin tener de ello una clara conciencia. De allí proviene que, en nuestro mundo, el amor sublime continúa siendo asocial y, a veces, inclusive antisocial, porque este mundo, el de nuestros días, mantiene al límite un dualismo del que extrae todo su poder represivo, perceptible hasta en los detalles más ínfimos de la vida cotidiana.
Mientras proseguía el proceso de diferenciación entre los seres y los sexos, no podía ser considerado el amor. Durante milenios, los seres humanos no habían podido obedecer más que a impulsos sexuales primordiales, la mujer sometiéndose pasivamente ante el hombre. Si su inferioridad física le había significado conocer una de las condiciones más precarias (4), fue también en beneficio suyo que se llevó a cabo la pri-mera diferenciación: el hombre manifestando su fuerza y abusando de ella, en tanto que la mujer exagerando su debilidad y utilizándola para protegerse. De tal manera, el hombre aseguraba la vida cotidiana de la familia por medio de la caza, la pesca y la recolección, es decir, suprimiendo la vida; la mujer, mientras tanto, asumía la carga de la perpetuación de la especie, a fin de que el ciclo de la vida y la muerte pudiera proseguir.
Esta evolución, lejos de traducirse por medio de una línea recta y contínua, por el contrario ha estado sujeta a toda clase de retrocesos y avatares. Ha conocido etapas en las que ha sido intentada una conciliación provisoria, fragmentaria o ilusoria. Mientras la mujer había sido sometida pasivamente al hombre, ningún acuerdo era posible, porque sus simples necesidades físicas elementales no estaban satisfechas. Todavía, ciertos indios de América (5) prohíben a su compañera toda manifestación del orgasmo, considerado por ellos como un signo de libertinaje. Durante mucho tiempo el hombre ha debido ver en el orgasmo un privilegio de su virilidad. Así, una nueva distinción ha visto establecerse entre el hombre y la mujer que consolidaba la división de la humanidad en dos grupos, beneficiándose cada uno por su lado de una solidaridad interna, siendo objeto recíprocamente tanto de la desconfianza como del deseo. Cuando el hombre fue empujado a renunciar a este privilegio –en el más enérgico sentido de la palabra– que él mismo se había atribuido, no hubiese podido menos que reconocer el mérito de aquello que experimentaba su compañera, por otra parte su comportamiento en esa situación debía movilizarlo. Pero, al no serle posible comprender el simple resultado de las aptitudes normales de la mujer, que permanecían invariables en el mundo mágico que era entonces el suyo, el orgasmo femenino debió representárselo solamente como el producto de su propia capacidad de comunicación con un mundo sobrenatural. Así, por este medio, el orgasmo femenino tomó un carácter mágico desde sus orígenes, en lo que constituye la primera sublimación de la sexualidad, en un plano que no es el suyo sin embargo. Este origen mágico aún no había sido olvidado durante la antigüedad clásica, porque el paganismo conocía ritos orgiásticos. Por otra parte, no ha sido completamente olvidado en la actualidad (6).
Esta comunión sexual reviste una importancia decisiva, habida cuenta de los intercambios llevados a cabo entre el hombre y la mujer, en el sentido en que revela una primera posibilidad de acuerdo, ciertamente muy limitada, pero indispensable para un acuerdo futuro más completo. Indica también que ésta conciliación se lleva a cabo en virtud de una sublimación –aquí artificial– de la sexualidad y de un alcance tanto más limitado en la medida en que solamente es el hombre quien participa de ella. Para que el hombre y la mujer puedan alcanzar un acuerdo total, será necesario que su sublimación, en sentido convergente, se produzca simultáneamente en el plano humano más esencial, nunca más en un mundo imaginado solamente por el hombre.
A la larga, a medida que la comunión sexual pasaba de lo sagrado a lo profano integrándose a las costumbres, no podía dejar de llevar al hombre a reconsiderar su apreciación de la mujer. Sin duda, no era aún el caso para la época de Platón porque, en el Banquete, el amor homosexual prevalece por sobre el amor heterosexual, hasta el punto de no reconocerle otro rol a la mujer que el de la concepción. Sólo el vulgo, según él, puede amar a una mujer, de tal manera que no consideraba en este sentimiento más que un amor «popular», grosero y sensual. El sabio ama a los muchachos no por las satisfacciones sexuales que le pueden reportar –éstas son secundarias– sino por los placeres intelectuales que representa el trato con ellos, siendo la mujer intelectualmente inferior al hombre. El amor homosexual deviene así un amor «celestial». La comunión puramente sexual con la mujer se acompaña de una comunión espiritual con el hombre, con consecuencias sexuales, abriendo una nueva fase en el proceso alternativo de disociación y de conciliación entre el hombre y la mujer.
La simple comunión sexual es entonces considerada insuficiente, a veces hasta grosera. Así, el hombre y la mujer no alcanzan más que un acuerdo fugaz, volviéndose a continuación el uno para el otro unos extraños. El hombre evolucionado de esta época es inducido a considerar, en virtud de los postulados platónicos, que la inteligencia es un privilegio de la virilidad (de la misma manera que, no hacía mucho, habíase atribuido el beneficio exclusivo del orgasmo), a subestimar a la mujer, cuando no a despreciarla y a intercambiar con los hombres un trato espiritual del que se derivan relaciones sexuales. Recíprocamente, la mujer es compelida a tener que preferir la sensibilidad y dulzura de los seres de su sexo, antes que la violencia masculina. De tal manera se ha pronunciado como nunca la separación entre los hombres y las mujeres. Es la razón por la cual «la diferencia entre nuestra vida erótica y la de la antigüedad consiste en que, antaño, era sobre todo la tendencia lo que importaba, en tanto que actualmente es el objeto» (7). Al mismo tiempo, están dadas las condiciones para una conciliación superior entre el hombre y la mujer, una vez reconocida como ilusoria la desigualdad imaginada por Platón y descubiertos los tesoros del psiquismo femenino. Plutarco (8) fue el primero en percibirlos, pero el cristianismo ya estaba allí.
Estaba reservado a esta religión oponer a la sexualidad un amor enteramente desencarnado, orientado únicamente hacia la divinidad. La moral cristiana enseña que la mujer debe estar sometida al hombre (al marido); y el único objetivo que asigna a la sexualidad es el de la concepción dentro del matrimonio. Esta sumisión del hombre ha sido indicada hasta en la forma del coito prescripta por la Iglesia. Al libre ejercicio de la sexualidad, sin otro objetivo inicial que su satisfacción, la Iglesia le impone una mancha ineluctable. Canaliza el impulso sexual sin esforzarse en sobrepasarlo en el plano afectivo, conformándose con orientar hacia la divinidad las fuerzas espirituales que tienden oscuramente a la metamorfosis en el amor. Por ello mismo, el ser humano no encuentra provecho, no gana más que una posibilidad de evasión. La mujer se constituye en simple madre, cuya vida afectiva no encuentra otra salida que en el ejercicio de la maternidad y en la ternura que puede esperar de sus hijos. Es el único amor carnal cuyo legítimo beneficio le reconoce el cristianismo, y si no le impone límite alguno es porque representa un beneficio para él. Con esta religión el hombre, y más aún la mujer, van a conocer la angustia permanente del pecado. Viéndose la afectividad femenina compelida a proseguir dos vías divergentes, cuando no opuestas: el amor maternal y el amor espiritual surgidos del amor sexual negado a la humanidad, cuyos impulsos ella ha sido invitada a diferirlos en dirección a la divinidad.
El pecado es inherente al cristianismo, sus gérmenes han sido extraídos de la ley mosaica. Divinidad terrible, el Jehová de Israel castigaba a sus fieles cuando ellos transgredían sus mandamientos. El cristianismo no hizo más que dosificarlo, y establecer la escala de las faltas cotidianas que merecían castigo. El dios de los cristianos pretende regimentar la vida de los individuos, quienes no pueden apartarse de un estrecho sendero si es que esperan merecer las ilusorias felicidades celestiales. El cristianismo deviene de esta manera, como ninguna otra, en una religión represiva.
Es verdad que, en parte, debe este carácter a las circunstancias que lo han visto nacer. Surgió en el imperio romano –donde todos los valores culturales corrían hacia la disolución– pretendiendo oponerse a ese proceso e, incluso, invertir su sentido. A la ley civil de la época superpuso una ley moral incomparablemente más eficaz, gracias a la invención del infierno.
Con esta religión, el hombre está dotado de anteojeras que reducen su horizonte a la sombra de la cruz. Todas sus aspiraciones vitales son negadas o reducidas a su expresión más elemental. El individuo no existe más que en función de sus faltas y su expiación. Su misma existencia es una falta, porque nació portador del pecado original. Toda su vida no será demasiado larga para redimirse. ¡Sin hablar de los pecados que está signado a cometer todos los días! Es el universo de la falta innumerable y permanente. El hombre no puede escapar –¡y todavía más!– que por medio de la oración y contemplación.
Ni qué decir que el amor humano, en este despiadado mundo cristiano, es un pecado; la mujer, imagen del pecado original, deviene la fuente de los peores extravíos, el pecado personificado (9). Más aún, al contrario de los indios Cora, para quienes la belleza es la felicidad, para los ojos de san Agustín ella inclina al pecado (10). Incluso en ésta época, la prohibición que el cristianismo impone a las relaciones sexuales toma un valor enteramente regresivo, porque la simple comunión sexual es rehusada a los seres humanos, que no tienen derecho de buscarla bajo pena de pecado.
Estaríamos en un error si creyésemos que la ley cristiana corresponde a una preocupación de moralidad. Ese no sería más que el contenido manifiesto de esa ley, su contenido latente es algo completamente distinto. Al transformar a la mujer en tentadora diabólica y a la sexualidad en pecado supremo, el cristianismo ante todo se proponía proteger sus mitos, surgidos directamente del deseo y de la mujer, allí donde ella podría reconocer la fuente de inagotables impulsos, cuya transmutación era susceptible de hacer fracasar al cristianismo. Era necesario entonces preservarlo por medio de un riguroso tabú de la mujer y la sexualidad, no pudiendo ser levantado, en apariencia, sino bajo las severas condiciones del matrimonio cristiano, bajo la vigilancia hipócrita y desconfiada del confesor. La Iglesia suponía que solamente la mujer podía vencer a su dios. Es por eso que ha arrojado entre ella y el hombre la montaña del pecado y ha intentado, al mismo tiempo, dar una salida a los impulsos humanos en el mito de María.
Notas
(1) Los çoufis árabes parecen, a primera vista, contener una aspiración al amor sublime; pero se trata en realidad de un amor que ha rechazado todo objeto humano en provecho de la divinidad a la que atributos humanos, a veces carnales, le son atribuidos. Ref. Les plus beaux textes arabes, presentados por Emile Dermenghem, ed. La Colombe, París.
(2) R. Schwaller de Lubicz: Adam l’homme rouge, Librairie Le Soudier, París. En esta obra consagrada al esoterismo del amor, que me señala André Breton, el autor exalta una concepción de los intercambios amorosos que, en más de un punto, coincide con el amor sublime.
(3) Novalis: Journal intime: Phsychologie, Stock, París., 1927.
(4) Es suficiente con la guerra para que ella la vuelva a experimentar: telegramas de agencias periodísticas reportaban, en 1945-46, durante las primeras semanas de la ocupación rusa, que las autoridades civiles de Viena habían recibido 160.000 denuncias de mujeres violadas.
(5) Marqués de Wavrin: Moeurs et coutumes des Indiens sauvages de l’Amérique du Sud, Payot, París, 1937, p.176 y Les Indiens sauvages de l’Amérique du Sud, Payot, 1948, p.138.
Tengo todo el derecho a creer que en nuestras sociedades, comúnmente, la mujer ignora el orgasmo durante toda su vida. A este respecto, una encuesta llevada a cabo en la campiña francesa, sería sin duda una de las más edificantes. El informe Kinsey sobre las mujeres estadounidenses nos informa, por otra parte, que solamente entre el 40 y el 50 % de esas mujeres alcanza el orgasmo en cada relación y, el 10 % entre ellas, no llega a experimentarlo jamás. Se informa también que el 25 % se siente frustrada durante su primer año de matrimonio y que el 14 % debe esperar 10 años para alcanzar el orgasmo. Se refiere incluso el caso de una mujer que debió superar los 29 años de matrimonio para llegar a esto, y de otra que no lo alcanzó sino con su quinto marido. Como compensación, la mayoría de ellas ha practicado el «petting» (caricias donde todo está permitido, salvo el coito) desde la edad de 12 años. De tal modo, una época de involución tiene por resultado llevar a la mujer a un estado que ella había conocido en tiempos primitivos, en los que existían grupos de retrasados.
(6) Geyraud (L’Occultisme à Paris, les Religions secrètes de Paris, etc.) demuestra que la magia sexual goza de predicamento inclusive en la actualidad.
(7) Freud: Trois essais sur la sexualité.
(8) «Pero el enamorado honesto, púdico y casto hace bien de otro modo, porque eleva su deseo hacia la divina, espiritual e intelectual belleza; y hallando la belleza en un cuerpo visible, se sirve de él como de un instrumento para su memoria, amándolo y acariciándolo; y conversando con ella y frecuentándola, de gusto y alegría inflama aún más su pensamiento. Tales enamorados, estando en presencia de sus cuerpos, no se limitarán a desearlos y admirarlos.
«Porque el que verdaderamente está enamorado, habiendo experimentado las verdaderas bellezas tanto como un hombre puede desearlas, se vuelve alado, se santifica y permanece por siempre jamás allí arriba, saltando y paseando alrededor de su dios, hasta llegar nuevamente a los vergeles de la luna y de Venus; luego se duerme y reposa y recomienza otra vez.»
Plutarco: OEuvres morales, traducidas por Amyot, imprimerie de Cussac, París, año X, T. V: De l’amour, p.68.
(9) «Soberana peste, puerta del infierno, instrumento del demonio, avanzada centinela del infierno, larva del diablo, flecha del demonio. Tales son los epítetos de san Juan Crisóstomo, san Antonio, san Juan de Damas y san Jerónimo», dirigidos a la mujer, recuerda M.J. Laffitte-Hussat: Trouba-dours et cours d’amour, ed. Presses Universitairese, París, 1950.
(10) «Es necesario apartar el espíritu de las imágenes corporales.»
Edición digital de la Fundación Andreu Nin, mayo 2005