Ciertos momentos asoman en la existencia individual como si estuvieran hechos de un grano más duro, de una firmeza en el diseño que les aparta del flujo de lo vivido y de su insondable ambigüedad. Y de hecho se descubren cargados de un sentido objetivo, traídos como son por el movimiento de una especie de sobredeterminación histórica. Esta cualidad no se revela de forma inmediata, sino en la mirada retrospectiva, aunque quizá también pueda ser percibida de golpe.
Eso es lo que me sucedió ese día de otoño de 1959 cuando por primera vez eché un vistazo a un número, el 3 creo, de la Internacional Situacionista (I.S.). Yo participaba por entonces en el grupo Socialismo o Barbarie (S. o B.) y en la revista del mismo nombre, en la que yo escribía con un pseudónimo –como era la norma-, P. Canjuers, y un día que nos repartíamos entre nosotros el recuento del correo quincenal, mi atención fue apresada por esa delgada y elegante publicación, su portada brillante, su título inverosímil. Me sentí arrebatado y lanzado de inmediato a la exploración de lo que me pareció, poco a poco, como un nuevo territorio de la modernidad, un mundo otro, extraño pero fascinante.
Ahora bien, nosotros mismos, en S. o B., nos sentíamos a la cabeza de la modernidad, lo que estaba, según me sigue pareciendo, plenamente justificado. S. o B. había roto con la ortodoxia marxista-leninista para dirigir una crítica radical de los regímenes del este pero también para reformular la crítica del capitalismo a partir, al mismo tiempo, del análisis de sus formas más perfeccionadas de dominación y de las experiencias más avanzadas del movimiento obrero. Éstas, en particular la revolución de los Consejos Obreros de Hungría, nutrían una reflexión positiva sobre lo que podría ser el contenido de un programa verdaderamente revolucionario.
Fueron años ardientes los de esta búsqueda, y su intensidad se veía redoblada por la casi-clandestinidad intelectual a la que nos confinaba el carácter inadmisible de nuestras ideas. Ya que, a pesar del informe Khrouchtchev y las rebeliones de Polonia y Hungría, la escena pública francesa estaba todavía en gran parte paralizada por el chantaje de los estalinistas y de los “arrepentidos” del pensamiento burgués, como Sartre. Así era, a la manera de un Nautilus casi ignorado, como explorábamos la profundidad, con una libertad y una audacia que quizá no podríamos haber mantenido si hubiéramos tenido que batirnos pie en tierra con adversarios, deshonestos en su mayoría, que por lo demás tampoco tenían nada interesante que contarnos.
Y resulta que hojeando las páginas de aquel folleto absolutamente único, descubrí que un pequeño grupo de desconocidos tenían cosas apasionantes que contarnos. Extrañas, es verdad, para nuestros espíritus predispuestos por el horizonte marxista, incluso si existía en muchos de nosotros la exigencia de superarlo; completamente insólitas en comparación con los mensajes que nos dirigían otros grupos minúsculos obstinados en salvar del desastre estaliniano algunos restos de la herencia revolucionaria. De una extrañeza no inquietante sino, al contrario, atrayente, increíblemente seductora. La crítica del arte y de la cultura se esbozaba sobre una utopía de la vida liberada que estos jóvenes aventureros experimentaban ya en prácticas poéticas como la “deriva” a través de la ciudad, o la descripción ilustrada de una ciudad fantasmagórica, la “Ciudad Amarilla”. Dicha forma de vida parecía habitar ya virtualmente en sus rostros, que algunas fotos grises mostraban reunidos alrededor de la mesa de un bar, atravesando las noches conducidos por una ardiente conversación sin fin. También ellos, en los repliegues secretos de la ciudad, con el ardor de los prisioneros fugados, se obstinaban en descubrir lo más profundo del malestar de la época y soñaban el momento de su total inversión. Su revista ofrecía una crónica de este encarnizamiento, en un estilo acerado y tenso, casi rígido en su arrogancia, del que nosotros también fingíamos armarnos, tanto para devolver a nuestros adversarios el desprecio con el que nos abrumaban como para darnos a nosotros mismos la justa medida de nuestra radicalidad.
Entonces, leyendo este ejemplar de la I.S., comprendí que se trataba de un encuentro en el que se cumplía alguna forma de objetividad, una crítica en acto de la “separación”, si se puede decir para concordar con el énfasis de mi sentimiento de entonces, un encuentro en el extremo, sin duda inadvertido para los demás, de la modernidad.
La necesidad de este encuentro tanto como su fecundidad fueron verificadas en detalle por Debord y por mí en los meses siguientes, en el curso de largas conversaciones en restaurantes o en paseos sin fin por las calles. El proyecto de autogestión generalizada de todos los aspectos de la vida social que el movimiento obrero incluía en sus momentos de creación más espontáneos, desde la Comuna de París a la Hungría del 56, venía a ofrecer un fundamento social y político para el sueño de un “empleo de la vida” inventado a cada instante por los hombres como una música o como un poema perpetuo. Y la subversión de la institución artística y cultural, que la I.S. deseaba encarnar, venía a extender y de alguna manera a consagrar en la esfera de los valores reconocidos como los más altos, la subversión de todas las instancias de dominación y de explotación. El texto que finalmente redactamos juntos y titulado pomposamente Preliminares para una definición de la unidad de un programa revolucionario da una cierta idea de la ambición de estos intercambios, pero muy poco de su riqueza, por no hablar de la amistad que se construía al filo de esta convergencia.
En un restaurante de la calle Mouffetard, el 20 de julio de 1960, dimos el último toque a lo que nos hubiera gustado ver como un protocolo de acuerdo entre la vanguardia de la cultura y la vanguardia de la revolución proletaria, sin dejar tampoco de perfilar el título y la tipografía, pensados para que se refieran a ese documento como los Preliminares, decía Debord- y yo sonreía indulgente y confuso, no comprendiendo todavía nada del mensaje. Después de lo cual, nos separamos aquel verano, cada uno con la idea de distribuir este texto entre sus camaradas. En otoño, tuve que abandonar Francia y París durante nueve o diez meses y durante esta ausencia me enteré de que Debord se había unido formalmente a S. o B. y que participaba plenamente en sus actividades, en particular en su intervención en las grandes huelgas que sacudieron el Borinage belga en el invierno de 1961. La noticia me cogió por sorpresa. Esta adhesión me parecía ir más allá del acercamiento conseguido realmente entre nosotros; por encima de todo, me parecía inútil, teniendo en cuenta que además Debord me había dicho que sería deseable que, en la práctica, los dos grupos continuasen operando cada uno según su perspectiva. La noticia de su dimisión me sorprendió menos, ya que él la había justificado por un desacuerdo sobre el funcionamiento interno del grupo y sobre el papel que ahí jugaban algunas personalidades muy fuertes. Por lo que se ve, había tratado de soliviantar a la juventud del grupo, pero esto no había sido más que una Fronda. En cuanto al resto de los miembros, ignoraron deliberadamente a Debord y a la I.S. en aquel momento y en adelante.
Si insisto en este episodio es porque me parece significativo por varias razones. En primer lugar, en ese momento, aquel al que yo frecuenté y quise era un Debord que estaba naciendo. Aunque tenía ya por delante una brillante carrera de agitador en la esfera cultural, los rasgos más singulares de su personalidad de revolucionario, sus invenciones más perspicaces y fecundas contenían todavía una vivacidad y una justeza que más tarde se adulterarían un poco como efecto de la obsesión de verse convertido en el enemigo público numero uno y también bajo el peso de la necedad estructural de sus discípulos, de la cual él no se supo desmarcar lo suficiente. Por entonces Debord tenía amigos, Khayati, Kotanyi o Jorn, pero no discípulos.
Por encima de todo, creo necesario resaltar la importancia que tuvo en el rumbo de Debord el paso por S. o B. –en tanto que él mismo o la mayor parte de los que han hablado sobre su aventura lo han silenciado sistemáticamente. No se trata, evidentemente, de reivindicar en nombre de S. o B., y menos todavía en mi nombre, una especie de paternidad en la gestación del pensamiento de un hombre que ha llegado a ser célebre. Tengo que insistir de nuevo sobre el carácter objetivo de nuestro encuentro y sobre lo que ello revela de un momento histórico. No es a fuerza de leer a Hegel, al joven Marx o a Lukács como Debord logró deshacerse de la maldición que el estalinismo y la burocratización de las organizaciones obreras cargaban sobre el movimiento revolucionario. Los obreros húngaros sublevados y organizados en Consejos son los que levantaron esta maldición, al menos para aquellos que estuvieran dispuestos a entenderlos.
En ese punto de su recorrido, Debord lo estaba. Se había separado de los letristas y de una crítica de la cultura que permanecía complacientemente enclaustrada: las vanguardias artísticas, según él, no hacían más que repetir ad nauseam la escena de la ruptura con el arte que los dadaistas había perpetrado después de la Primera Guerra Mundial. Había que concluir esta rupura y encontrar una manera de superar el arte. El arte como juego, como liberación de los deseos, como subversión, como negación del orden represivo y mortífero –tal era para Debord el sentido del arte moderno. Crear “situaciones” respondía a esta exigencia. “El arte del futuro será el trastocamiento de las situaciones o no será”. Estaba claro que la revolución debía ser para la invención de la sociedad lo que el “trastocamiento de las situaciones” era para la invención de la vida cotidiana.
Ahora bien, el punto de unión entre una exigencia tan radical y la acción concreta del proletariado se revelaba de nuevo como algo concebible. Para quien no estaba ciego, los insurrectos de Budapest –de los que Debord había recibido noticias de primera mano a través de su amigo Attila Kotanyi- habían derribado, al mismo tiempo que la estatua colosal de Stalin, la figura terrorífica de un proletariado acusado de imponer para siempre a la humanidad, en tanto que agente sádico de la necesidad histórica, la disciplina industrial, el culto al jefe, el ninguneo del individuo en la masa, etc., -verdadero Padre fustigador de artistas e intelectuales, al servicio de quien, sin embargo, tantos de ellos se habían puesto, por miedo, por masoquismo o por voluntad de hacer carrera.
Al mismo tiempo también en Occidente, comenzaban a recobrar cierto crédito aquellos que, libertarios, marxistas antiautoritarios, consejistas, etc., no habían cesado de denunciar la impostura estaliniana. Entre ellos, S.oB. y grupos amigos como Solidarity en Inglaterra, Correspondence en los Estados Unidos o Unitá Proletaria en Italia, habían acometido toda una reinterpretación proletaria poniendo de relieve la significación liberadora no solamente de los grandes momentos de creación revolucionaria, sino también de las luchas cotidianas en torno al trabajo y a la creatividad obrera desplegada en contra de la organización disciplinaria de la fábrica. Sobre esta base, S. o B. coincidía con la radicalidad de los anarquistas y del movimiento socialista en sus fines y realizaba la reflexión sobre la utopía revolucionaria (el “contenido del socialismo”) para una revisión de todos los aspectos de la vida, desde la forma de las ciudades hasta las relaciones entre los sexos.
Se puede ver como la llegada de un ejemplar de la I.S. en el correo de S. o B., la pasión suscitada por su lectura, las conversaciones fabriles que siguieron… todo eso era cualquier cosa menos azaroso. No sorprenderá, a su vez, que los temas como la crítica de la vida cotidiana o la autogestión generalizada, de los cuales la I. S. haría más tarde su caballo de batalla, no me hubieran turbado –ni a mí ni seguramente a los otros- por su novedad.
¿Qué es lo que treinta años después mantiene todavía la excitación experimentada al descubrir la I.S. –y que la prolonga no como la emoción narcisista de revivir un momento perdido, sino como la percepción conservada de una singularidad preciosa? Se trata, yo creo, del sentido de la forma, la cualidad artística, que recorre toda la práctica de Debord y que, a mi juicio, ha contribuido con fuerza a su eficacia subversiva.
Se entiende, al decir esto, que no me propongo de ninguna manera embalsamar a Debord en los museos de arte moderno. Es cierto que él se jactaba de situarse en el origen de las principales innovaciones del cine actual… Y desde luego se podría sostener también que fue un gran artista pop, Debord, el virtuoso del collage, del montaje y de la tergiversación de la publicidad o de las tiras cómicas –pero esto sería para darse el mediocre placer de hacer aullar a los devotos. Se puede también argumentar sobre lo acabado de su estilo y de la hermosa audacia de sus proposiciones para que se le pueda elegir entre los grandes escritores franceses de este siglo, como han hecho algunos de sus tardíos turiferarios. Uno de los bufones literarios más vendidos de París, Sollers, se aprovechó de la impunidad en la que se mueve para hacer pasar a Debord el ultraje de proclamarse, audazmente, su hijo espiritual, antes de llamar a votar a Balladur para las elecciones presidenciales.
No, lo que yo quería mostrar es como, muy al contrario, el tratamiento artístico, si así puede llamarse, que Debord aplicó a la actividad revolucionaria constituye la rigurosa y fiel manifestación de su contenido y le confiere su exacta profundidad de campo.
Calificar a Debord como artista no carece evidentemente de paradojas. Su crítica del arte, que él pretendía devastadora, se condujo sobre dos planos. El arte moderno, a través de la sucesión de sus vanguardias que se repetían sin superarse, ha impulsado su virtud crítica hacia la existencia alienada. Pero, por otra parte, el arte se opone también a la “verdadera vida” por su carácter simulado que le destina a no ser más que un cementerio de instantes, la realización ficticia, falaz, de los deseos. En principio, el arte representaría la misma potencia alienante que Debord iba a aplicar a todo el funcionamiento social a través del concepto de espectáculo. El arte no sería más que separación de la vida.
Que el promotor de una crítica tal se descubra a sí mismo profundamente artista es una paradoja cuya explicación se debe quizá al hecho de que a esta crítica le falta el objeto, de manera que, y para lo que tiene de esencial, se encuentra intacto. Reducir en efecto el arte del siglo XX al movimiento de la negación encarnada por las vanguardias es tomar un discurso histórico sobre el arte y la institución artística por el trabajo del arte como tal. Que Dadá y sobre todo Duchamp, hayan señalado con claridad ejemplar el límite teórico del arte en el siglo XX –es la firma lo que en último caso hace la obra, y para que haya arte, es suficiente que un artista lo decida- no ha impedido en absoluto, mas acá de este límite (y más allá en el tiempo), su profusión y su riqueza de sentidos. Y con su obstinación por definir lo que puede y debe ser arte hoy, la vanguardia solamente ha logrado –y es lo único que ha logrado- convertirse en el arte vulgar de la segunda mitad de siglo, con Beuys, Buren y muchos otros. Pero además, cuando se habla de vanguardias hay que cuidarse de alinearlas a todas bajo un sentido único en la historia. El movimiento Cobra, por ejemplo, se define más por una renovación positiva que por el trabajo de la negación.
Este trabajo de la negación, interminable por medio del arte como tal y cuyo término impondría la superación del arte en la vida misma –la “situación”- ¿no repite la vieja denegación, no solamente del arte, sino también de lo simbólico, de la mediación por el signo, y por la figura? Condenar la falsedad del arte –del signo tanto como del símbolo- en nombre de la verdad de la vida o de la cosa misma sería una pura violencia más que un juicio: ¿es por ello revolucionario? Swift se reía de los académicos de Lagado que pretendían reformar el lenguaje para remediar su reprochable polisemia, es decir, su potencia simbólica como tal, reemplazando las palabras por ejemplos de cosas: ¡que cargamento supondría la menor conversación!
Así, despedido de una forma tan violenta, lo simbólico se venga asediando el campo mismo de la actividad de “destrucción” a la que Debord estaba dedicado, confiriendo tanto a su vida como a sus escritos y películas el aura de la obra de arte. Lo que se hacía realidad a través de la práctica del juego y de la búsqueda de estilo.
Nada más serio, se dice, que el juego, que arriesga el ejercicio de la libertad más allá de las constricciones materiales o sociales y del azar; que nos guarda, eso si, ¡a que precio! de la más repugnante de las comodidades, substituto enmascarado de la muerte según Debord, la repetición. Pero el juego obtiene también esa seriedad de lo que es siempre, pero especialmente en la acción revolucionaria, juego del mundo: tarot, ajedrez o go, el soporte material y las reglas del juego componen un análogo del mundo y cada partida o cada movimiento reordenan el mundo y lo devuelven al comienzo. En el caso de una asociación revolucionaria, por reducida que sea, la forma de la organización, su funcionamiento, el contenido y las modalidades de su acción prefiguran, como en un microcosmos, el estado deseado del mundo. Esta ha sido una de las amargas lecciones del destino del partido bolchevique. El grupo S. o B. se esforzó en sacar de ahí las consecuencias y de adaptarse, sin espera y a su escala microscópica, a lo que concebíamos como realidad concreta de una sociedad libre.
Esta exigencia, Debord la extendió de forma natural al dominio que concentraba, en el fondo, lo más fuerte de su deseo de ruptura con el “viejo mundo”- yo no diría de la vida cotidiana, ya que esta expresión tiene connotaciones un tanto fútiles- sino del “empleo de la vida”, del curso fugaz de los instantes de las situaciones en su contenido más concreto. Y aquí se imponía el modelo del juego, en el sentido en el que el artista juega cuando, al filo de su obra, propone una modulación inédita y deseable del curso del tiempo y del despliegue del espacio. Un juego de este tipo consistía en la “experimentación” del medio urbano al capricho de un deambular que vendría a colorear o sellar la cualidad particular de lugares atravesados y de brebajes degustados poco a poco, tanto como en el desarrollo de los objetivos. De la misma forma, la conversación, que habría que entender aquí en el sentido original de “vida compartida”, ya que constituía el cumplimiento voluptuoso de la amistad, Debord la vivía como una deriva verbal, la experimentación lúdica, abundante de ideas, de palabras, de nuevas fantasías –y quien le frecuentó sabe hasta qué punto su presencia y sus propósitos catalizaban en sus amigos interlocutores la imaginación y sus expresiones más atinadas. Con el enemigo declarado, por el contrario, la discusión se convertía en otro juego, “el combate de boxeo”, decía él, pero se trataba sobre todo de un combate libre pues entonces recurría, para vencer, a todos los medios, incluyendo el argumento más vilmente personal.
Pero en la amistad –modo de relación que, yo creo, prefiguraba en esencia la forma más fiel de la sociedad que él esperaba de la revolución- le importaba sobre todo hacer sentir las reglas que imponían, según él, las restricciones de la lucha contra el estado de cosas y el nivel de libertad requerido para ser digno de dirigirla. Tal exigencia la llevaba a menudo hasta el formalismo, y también hasta lo arbitrario, ya que él decidía unilateralmente las reglas y a menudo las dejaba implícitas, sobreentendiendo de esa forma que tales reglas existían de por si. Evidentemente, los discípulos no acertarían más que a sobrepujar bajo estas prácticas, hasta un grado de snobismo mundano de lo más nauseabundo.
Por lo demás, yo mismo fui víctima de este formalismo, sin ni siquiera entenderlo en aquel momento, a tal punto me resultaba extraña la idea de que una relación entre amigos pudiera estar regida por un código. La noche en la cual, invitado por Guy y Michèle a cenar en el callejón Clairvaux, me vi delante de una porción de pollo con patatas fritas, compradas en cualquier cuchitril grasiento del bulevar Sebastopol, debería haber entendido que la hora de mi desgracia había llegado, incluso si la “afrenta” era extrañamente camuflada bajo una excusa –“estamos arruinados”- que la anulaba y que no tenía por que tener nada de inadmisible a mis ojos. Si yo hubiera sido menos bobo, habría sabido leer los signos hasta adivinar que la mezcla de pollo-patatas junto con la excusa componía una especie de veredicto en blanco y negro, que traducía de ese modo un compromiso entre una voluntad de exclusión –evidentemente debida a Michèle- y un deseo de indulgencia. Etc. En cualquier caso, es seguro que ese es el modo en que Debord creyó que debía poner fin a nuestra amistad, sin dejarme ver las causas, ni siquiera bajo la forma de un insulto. Tanto peor para mi, y para él.
En mayo del 68, no obstante, el atrincheramiento de la I.S. en el Instituto Pedagógico Nacional(¡!), bajo la denominación de Consejo para el Mantenimiento de las Ocupaciones, se me presentó como una perversión grave, aunque diferente, de ese juego. La I.S. usurpaba de esa forma el nombre de consejo que, a sus propios ojos, había sido señalado para designar el órgano colectivo de poder de las masas revolucionarias, haciendo de él el camuflaje de una instancia separada para juzgar, es decir para condenar a los innumerables actores de la revuelta de mayo y a los jefes que osaran defender ideas poco discernibles de las de la I.S.
En las circunstancias de entonces, el juego habría requerido, seguramente, una dimensión mucho más amplia y Debord había perdido sin duda el dominio y la facultad de imprimirle un estilo.
Introduzco el término de estilo sin ninguna ironía, ya que yo no entiendo por estilo una afectación de la forma de cara a facilitar o adornar la comunicación de un mensaje cuyo contenido sería confiado a un nivel cero de la expresión. El juego implica el estilo, la acción revolucionaria de un grupo minoritario también. Pues se trata de dar forma a una idea de mundo que no puede ser realizado a su escala. Cada uno de los golpes o de los encadenamientos de golpes diseña un gesto o una figura que proyecta un orden, aunque sea fugaz, en el caos de lo existente. No es de una forma superficial que se habla de la belleza o de la elegancia a propósito de un juego, sino con la consciencia de que él actúa en el mundo objetivo. De la misma manera, el estilo no sabría definirse por la huella de una subjetividad, sino más bien por la tensión entre lo efímero y lo utópico –entre, por una parte, el movimiento que arranca la palabra nueva a la inercia y a la insignificancia del ruido verbal reinante para ponerla en juego, vulnerable, bajo la “catarata del tiempo”, y por otra parte, lo utópico, es decir la proyección en una figura que deja presentir analógicamente un orden deseado del mundo.
De esa forma, en la acción minoritaria, más que el efecto material necesariamente limitado, es el estilo el que empuja lo real a la ruptura del equilibrio, donde el tiempo aparece por sorpresa, y su apertura, y el inacabamiento de la historia y la posibilidad de la revolución.
En la obra de arte, una apertura tal en el tiempo, que señala su carácter único, es lo que Benjamin llamaba el aura. Él pensaba que debía resignarse en nombre de una sumisión, melancólica, a la modernidad técnica. La revolución creía entonces que su destino estaba ligado al de la máquina y al de la humanidad masificada que se suponía que iba a engendrar, y Benjamin, basándose en el postulado, muy discutible, de que “el principio de la obra de arte siempre ha sido reproducible. Lo que los hombres habían hecho, otros podrían siempre rehacerlo…”, saludaba una liberación, al menos para “las masas”, dentro de la posibilidad moderna de efectuar esta reproducibilidad mediante procedimientos técnicos que le emparentaban con la producción seriada. Hoy que nosotros sabemos un poco más sobre las máquinas, y especialmente sobre la sociedad como máquina, la revolución debe más bien apostar, me parece, sobre el postulado de que “lo que un hombre ha hecho, ningún otro puede rehacerlo” si se desea asignar a cada uno de esos sujetos aquí llamados hombres una dignidad igual.
También es éste el postulado que afirma la práctica de Debord obsesionado por el horror de la repetición y lo que viene a ser lo mismo, por la percepción penetrante de la singularidad de los instantes: “ que está más allá de la ebriedad violenta…, una paz magnífica y terrible, el verdadero gusto del paso del tiempo”.
“El verdadero gusto del paso del tiempo…” Debord habrá dedicado su existencia a saborearla y a analizarla en toda su acritud, con obstinación. Pero no es solamente su existencia la que aventuró en ello, es también la tentativa crítica que, tal como la condujo, apenas se distinguen la una de la otra. El “paso del tiempo” empuja y conduce a la vez su discurso y se afirma en esta especie de “espejeamiento” que, a
mi juicio, le marca de una manera bastante significativa.
La figura del espejo, en efecto –el espejo que abraza la imagen fluctuante de lo real, pero que al mismo tiempo la invierte- unifica de manera profunda el trabajo de Debord, desde su escritura hasta la postura crítica que adopta y hasta el contenido de dicha crítica, el concepto de espectáculo.
Pues el espejo fija toda la ambivalencia de Debord frente a la mediación por el signo, la representación, la simbolización. De una parte, ésta es la que tiende al hombre la trampa de la alienación en el fetichismo de la mercancía o en ese substituto que le ofrece el arte de la “verdadera vida”; trucado, deformante, fragmentado, él es el instrumento de la dominación espectacular. Hay que romperlo constantemente para liberar la verdadera vida, para deshacerse del dominio petrificante de la imagen y reafirmar una autenticidad que está siempre por inventar. Pero, por otra lado, de las Memorias al Panegírico, y en todas sus películas –hasta el título en forma de palíndromo que sella su última película- la figura del espejo es también y, por encima de todo, la de la memoria. Ahora bien, en toda la obra de Debord –incluida su vida, una vez más- la memoria se presenta como el fermento de la crítica y de la ruptura con lo existente.
No es que el trabajo de la memoria, tal como puede ser seguido en sus películas y en algunos de sus escritos, sirva para invocar, contra un presente mistificado, un pasado objetivo. De las Memorias, del Panegírico o del blanco y negro de sus películas el pasado resurge como desbaratado, rayado, rajado y nimbado de un aura (por retomar el término de Benjamin) de nostalgia. Una nostalgia que no se abandona a la efusión de la melancolía, así contenida por el humor de fórmulas como “nunca más beberemos tan jóvenes”, una nostalgia que no es el “mal del retorno” sino el mal de la autenticidad –de la existencia singular y, sobre todo, de momentos históricos de ruptura-, a fin de descubrir la posibilidad más fuerte para la alienación. La nostalgia, llaga viva de la memoria, al igual que el dolor en el cuerpo, delata la lesión, funda la crítica. Esclarecidos por la memoria sensible, ultra-sensible, la insurrección o la experiencia de la vida cotidiana se revelan mutuamente su radicalidad crítica. Da igual si, en esta sensibilidad, Debord se alía para borrar todo referente personal: sus películas son montajes de documentos, la voz en off que hace de contrapunto no es en primera persona, las frases dichas o escritas son gélidas, crispadas sobre la tensión hacia una enunciación objetiva. Pero en esta misma tensión se hace sentir una presencia penetrante, que dio y continúa dando a esta palabra una profundidad y un alcance.
Ahora bien, en ese espejo de la memoria en el centro del que arden juntos y se combinan lo vivido y la inteligencia teórica, se verifica el proceso mismo de la gestación artística. En Debord, el trabajo de la memoria conserva casi siempre el carácter restallante que tiene en el espíritu, en el momento de su nacimiento. Como en un poema, procede por asociaciones, por analogías sobre todo, y en particular aquella que reúne el microcosmos y el macrocosmos, es decir, la vida y el combate de un pequeño grupo de amigos y el ruido y la furia del vasto mundo. Al final del recorrido crítico de Debord, la memoria traza esta línea de horizonte mental más allá de la cual fluye constante, fundada sobre el espíritu, la analogía, la imagen –lo simbólico.
En eso la obra de Debord desmiente a los propagandistas de un “arte contemporáneo” que se reclaman de su crítica del arte moderno para desencadenar contra la “representación” el terrorismo de la “vida” y las “cosas mismas”, prosiguiendo la tarea de la mercancía y de eso que se nombra por antífrasis la “imagen” televisiva y mayormente mediática.
De esa forma, a mi juicio, la obra de Debord se revela cargada de un contenido latente que mina muchas de las consideraciones de su contenido explícito pero que, yo creo, van bastante más allá, jugando con relación a él, de la misma manera que la frase en el espejo de la que hace, en su escritura, el procedimiento mismo de la crítica: ese “estilo insurreccional que, de la filosofía de la miseria obtiene la miseria de la filosofía”, que “no es una negación del estilo sino el estilo de la negación” y que, por la inestabilidad que muestra en los “conceptos existentes… incluye el mismo golpe de inteligencia de su fluidez recuperada, de su destrucción necesaria”.
Sobre un plan más vasto, el espejo también proporcionó a Debord el instrumento para la inversión de los “conceptos existentes” que él pasea a lo largo del curso de las cosas en una especie de crónica de los acontecimientos corrientes, tal y como hizo en los doce números de la I.S. como en los Comentarios. Es por que Debord habla precisamente en medio de la aparición y el movimiento de la historia, que a mi juicio puede ver lo más lejano y tocar lo más justo. Su vida, su pensamiento, le impulsa a defenderlos pie en tierra contra los hechos concretos siempre renovados, “en el ruido de la catarata del tiempo”. Y al filo de esta lucha, elabora una especie de cuadro razonado, desmitificador, de la época, que sirve de materia a la teorización, conservando todo el espesor del acontecimiento.
Pero cuando intentó replegarse y detenerse para construir una máquina de guerra teórica con La Sociedad del espectáculo, a mi juicio, Debord cayó en un atolladero –aunque no intentaría justificar aquí esta afirmación. La fórmula misma de “sociedad del espectáculo” me parece un abuso del lenguaje –pero sin duda soy prisionero del sentido existente de las palabras. Y la palabra “espectáculo” me parece que se sostiene como metáfora, pero no como concepto, es decir, en su generalidad, que Debord defendió tan tercamente. El poder metafórico de la palabra, de un valor crítico real en las aplicaciones parciales, se vengó cuando Debord quiso hacer entrar en ella toda la realidad social y su trampa; eso se ve particularmente en los Comentarios. La sociedad se vuelve a cerrar entonces sobre el esquema simplificador de un teatro a la italiana y la dialéctica de la alienación se agota en una piadosa denuncia de los tramoyistas y de sus maquinaciones entre telones y bastidores. La sociedad del espectáculo tendría por verdad una sociedad de bastidores… Aquí de nuevo, la desmitificación de los procedimientos de la dominación tropieza en la simple denegación del orden simbólico. El concepto de espectáculo generalizado aplasta totalmente el espacio donde se juega precisamente toda la complejidad de la representación y de la alienación que engendra.
La extraordinaria eficacia del dispositivo que combina la mercancía, el mercado, la democracia representativa, los sondeos, los media y las ciencias sociales tiende precisamente a aquello que no impone unilateralmente un discurso que se haría ley sino a lo que es interactivo. El presentador de la tele no es un Big Brother que profiriese autoritariamente la mentira oficial sino un Señor-cualquiera que lee nuestros pensamientos y los enuncia. Los bufones que se mueven delante de nosotros tienen nuestros rostros, nuestros gestos, nuestra voz, y el discurso que nos oprime y nos desespera nos es dado a través de nuestro discurso. Y lo es en un sentido: la mentira, como la impostura, es directamente extraída de la fuente. Es de nosotros de quien se extrae, para toda la maquinaria, el material de base a partir del cual los diversos órganos del dispositivo de la dominación, y en particular las ciencias sociales, aislarán el principio activo de la mentira y resintetizarán un discurso social que será una especie de clon del nuestro –de una inquietante familiaridad. Y en el estupor por entendernos y vernos, hablar y movernos fuera de nosotros mismos, tendremos que cerrar el pico. ¿Puede existir peor censura?
¿Habría Debord suscrito un análisis del tipo que estoy esbozando aquí? Probablemente no. Poco importa.
Lo que importa es que haya denunciado y descrito el engaño universal que nuestra sociedad enuncia sobre ella misma y sobre el mundo; que haya puesto en evidencia la destrucción de lo real cuya mentira opera saturando de inautenticidad el mundo de las cosas y de las gentes, suprimiendo la dimensión del tiempo, abocándose así a dar vueltas en el presente perpetuo de la actualidad; y sobre todo importa que haya descubierto el centro mórbido de esta mentira devastadora: el rechazo de la muerte. “La ausencia social de la muerte es idéntica a la ausencia social de la vida” “La conciencia espectadora no conoce ya el paso hacia su realización y hacia su muerte” “Quien ha renunciado a emplear su vida ya no es dueño de su muerte”.
A este nivel de la crítica, Debord se ha visto bastante solo. La denegación de la muerte ha existido también en el movimiento revolucionario y su deseo de positividad y de optimismo. En el 68 era de buen tono tachar a la muerte de “reaccionaria”.
Pero a esta profundidad, no se puede hablar gratuitamente. A la impostura central de la época, Debord no opuso solamente algunas frases, sino una vida y una obra, impulsadas por entero por la consciencia de la mortalidad, tendidas de forma total entre lo efímero y lo utópico. El “verdadero gusto del paso del tiempo” es también el gusto por la verdad, que se saborea en un vino, en ciertos instantes de la vida o en la lucha revolucionaria. La manifestación del “paso hacia la muerte” es la piedra de toque de la autenticidad, que la revolución instauraría.
Es en ese sentido que Debord habrá sido radicalmente artista, en el mismo sentido en que reconocía que su amigo Asger Jorn seguía siendo un situacionista, incluso si, puesto a elegir, prefiriese en lugar de permanecer en la I.S. continuar con su actividad de pintor, escultor, ceramista. Pues, como escribió Debord en Una arquitectura salvaje a propósito de la continua metamorfosis que Jorn realizaba en su casa y en su jardín de Albissola, a pesar de su elección, su vida nunca cesó de ser conducida por un movimiento constante de invención y de deseos.*
ANEXO. PRELIMINARES PARA UNA DEFINICIÓN DE LA UNIDAD DE UN PROGRAMA REVOLUCIONARIO
P. Canjuers, G.-E. Debord
I. El capitalismo, sociedad sin cultura
1 – Se puede definir la cultura como el conjunto de instrumentos mediante los que una sociedad se piensa y se manifiesta a sí misma; y de entre los cuales se tendrían en cuenta todos los aspectos del empleo de su plusvalía disponible, es decir, la organización de todo lo que rebasa las necesidades inmediatas para su reproducción.
Todas las formas de sociedad capitalista aparecen hoy fundadas en última instancia sobre la división estable y generalizada –a escala de las masas- entre dirigentes y ejecutantes. Transplantada al plano de la cultura, esta caracterización implica la separación entre el “comprender” y el “hacer”, la incapacidad de organizar (sobre la base de una explotación permanente), para el fin que sea, el movimiento siempre acelerado de la dominación de la naturaleza.
En efecto, dominar la producción para la clase capitalista significa obligatoriamente monopolizar la comprensión de la actividad productiva, del trabajo. Para lograrlo, el trabajo es, por un lado, segmentado cada vez más, es decir, vuelto incomprensible para el que lo lleva a cabo; por otro lado, reconstituido como unidad por un órgano especializado. Pero este órgano está él mismo subordinado a la dirección propiamente dicha, que es la única que posee teóricamente la comprensión de conjunto dado que es ella quien impone a la producción su sentido, bajo la forma de objetivos generales. No obstante, esta comprensión y sus objetivos están así mismo invadidos por lo arbitrario, en tanto que separados de la práctica y de todos los conocimientos realistas, que nadie tiene interés en transmitir.
La actividad social global es de esa forma escindida en tres niveles: el taller, la oficina, la dirección. La cultura, en el sentido de comprensión activa y práctica de la sociedad, es de igual manera cortada en esos tres momentos. De hecho la unidad no se recompone más que por la transgresión permanente de algunos hombres que están fuera de la esfera donde les encierra la organización social, es decir, de una manera clandestina y parcelada.
2 – El mecanismo de constitución de la cultura se dirige así a una reificación de las actividades humanas, que asegura la fijación de lo vivo y su transmisión sobre el modelo de la transmisión de bienes; que se esfuerza por garantizar una dominación del pasado sobre el futuro.
Un funcionamiento cultural como este entra en contradicción con el imperativo constante del capitalismo, que es el de obtener la adhesión de los hombres y apelar en todo momento a su actividad creadora, dentro del estrecho margen donde se les aprisiona. En suma, el orden capitalista no vive más que a condición de proyectar sin cesar delante de él un pasado nuevo. Esto se puede comprobar particularmente en el sector propiamente cultural, del que toda publicidad periódica es fundada sobre el lanzamiento de falsas novedades.
3 – El trabajo tiende de esa forma a ser conducido a la pura ejecución, convertido en absurdo. A medida que la técnica prosigue su evolución se diluye, el trabajo se simplifica, su absurdo se profundiza.
Pero este absurdo se extiende a los despachos y a los laboratorios: las determinaciones finales de su actividad se encuentran fuera de ellos, en la esfera política de la dirección del conjunto de la sociedad.
Por otro lado, a medida que la actividad de los despachos y de los laboratorios se integra en el funcionamiento conjunto del capitalismo, el imperativo de una recuperación de esta actividad le obliga a introducir la división capitalista del trabajo, es decir, la segmentación y la jerarquización. El problema lógico de la síntesis científica es entonces amplificado con el problema social de la centralización. El resultado de estas transformaciones es, contra lo que pueda parecer, una incultura generalizada en todos los niveles del conocimiento: la síntesis científica ya no se efectúa, la ciencia ya no se comprende a sí misma. La ciencia ya no es para los hombres una clarificación veraz y en actos de su relación con el mundo; destruyó las antiguas representaciones, sin ser capaz de aportar otras nuevas. El mundo se hace ilegible como unidad; solo los especialistas poseen algunos fragmentos de racionalidad, pero se ven incapaces de transmitirlos.
4 – Este estado produce, de hecho, un cierto número de conflictos. Existe, por un lado, un conflicto entre la técnica, la lógica propia del desarrollo de métodos materiales (y también más ampliamente la lógica del desarrollo de las ciencias), y por otro lado, la tecnología como una aplicación rigurosamente seleccionada por las necesidades de la explotación de los trabajadores y la frustración de su resistencia. Existe un conflicto entre los imperativos capitalistas y las necesidades elementales de los hombres. De esa forma la contradicción entre las prácticas nucleares actuales y el gusto por vivir aún bastante extendido encuentra un eco hasta en las protestas moralizantes de algunos físicos. Las modificaciones que el hombre puede en adelante ejercer sobre su propia naturaleza (que van desde la cirugía estética a las mutaciones genéticas dirigidas) exigen también una sociedad controlada por ella misma, la abolición de todos los dirigentes especializados.
En todas partes, la vastedad de las nuevas posibilidades nos coloca ante esta alternativa apremiante: solución revolucionaria o barbarie de ciencia-ficción. El compromiso representado por la sociedad actual no puede vivir más que de un status quo que se le escapa por todas parte, de forma incesante.
5 – El conjunto de la cultura actual puede ser calificado de alienado en el sentido en que toda actividad, todo instante de la vida, toda idea, todo comportamiento no encuentra su sentido sino fuera de si, en un más allá que, aunque ya no es el cielo, no deja por ello de ser más demencial de localizar: una utopía, en el sentido propio de la palabra, domina de hecho la vida del mundo moderno.
6 – El capitalismo habiendo vaciado, del taller al laboratorio, la actividad productiva de toda significación propia, se ha esforzado por emplazar el sentido de la vida en el ocio y de reorientar a partir de ahí la actividad productiva. Para la moral que prevalece, al ser la producción el infierno, el consumo sería ahora la verdadera vida; el uso de los bienes.
Pero esos bienes, en su mayoría, no tienen otro uso que el de satisfacer algunas necesidades privadas, hipertrofiadas a efectos de responder a las necesidades del mercado. El consumo capitalista impone un movimiento de reducción de los deseos por la regularidad de la satisfacción de necesidades artificiales, que permanecen como necesidades sin haber sido jamás deseos; siendo los deseos auténticos obligados a permanecer en un estado de no-realización (o compensados en forma de espectáculos). Moralmente y psicológicamente, el consumidor es en realidad consumido por el mercado. Además, esos bienes carecen de un empleo social, porque el horizonte social está obstruido por la fábrica; fuera de la fábrica, todo está dispuesto como un desierto (la ciudad-dormitorio, la autovía, el parking… ). El lugar del consumo es el desierto.
No obstante, la sociedad constituida en fábrica domina celosamente este desierto. El verdadero uso de las mercancías es simplemente un adorno social, todos los signos de prestigio y diferenciación adquiridos se tornan obligatorios para todos, como tendencia fatal de la mercancía industrial. La fábrica se reproduce en los momentos de ocio bajo la forma de signos, siempre con un margen de trasposición posible, suficiente para que permita compensar algunas frustraciones. El mundo del consumo es en realidad el de la puesta en escena del espectáculo del todos para todos, es decir, de la división, del extrañamiento y de la no-participación entre todos. La esfera directiva es el severo director de escena de este espectáculo, compuesto automáticamente y pobremente en función de imperativos exteriores a la sociedad, traducidos en valores absurdos (y los directores también, en tanto que hombres vivos, pueden ser considerados como víctimas de ese director de escena robot).
7 – Fuera del trabajo, el espectáculo es la forma dominante de poner en relación a unos hombres con otros. Es solamente a través del espectáculo como los hombres adquieren un conocimiento –falseado- de algunos aspectos del conjunto de la vida social, desde las hazañas científicas o técnicas hasta los modos de conducta reinantes, pasando por los encuentros de los Grandes. La relación entre autores y espectadores no es más que una trasposición de la relación fundamental entre dirigentes y ejecutantes. Esta responde perfectamente a las necesidades de una cultura reificada y alienada: la relación que se establece en el momento del espectáculo es, por si misma, portadora irreductible del orden capitalista. La ambigüedad de todo “arte revolucionario” es tal que el carácter revolucionario de un espectáculo es siempre solapado por aquello que hay de reaccionario en todo espectáculo.
Esa es la razón por la que el perfeccionamiento de la sociedad capitalista implica, en gran manera, el perfeccionamiento del mecanismo de puesta en escena del espectáculo. Mecanismo complejo, evidentemente, pues si él debe ser en primer lugar el difusor del orden capitalista, no puede aparecer en público como el delirio del capitalismo: debe alcanzar al público integrando elementos de la representación que correspondan –por fragmentos – con la racionalidad social. Debe tergiversar los deseos cuya satisfacción prohibe el orden dominante. Por ejemplo, el turismo moderno de masas muestra ciudades o paisajes no para satisfacer el deseo auténtico de vivir en tales sitios (humanos y geográficos) sino para ofrecerlos como un puro espectáculo veloz y superficial (y finalmente para permitir hacer acopio de recuerdos de dichos espectáculos, como una forma de valor social). El strip-tease es la forma más clara de erotismo degradado en mero espectáculo.
8 – La evolución, y la conservación del arte han sido requeridas por estas líneas de fuerza. De un lado, el arte es pura y simplemente recuperado por el capitalismo como medio de condicionamiento de la población. Del otro lado, se ha beneficiado del otorgamiento por el capitalismo de una concesión perpetua y privilegiada: la de ser una actividad creativa pura, coartada de la alienación para todas las otras actividades (lo que le convierte de hecho en el más caro de todos los adornos sociales). Pero al mismo tiempo, la esfera reservada a la “actividad creativa” es la única donde es planteada prácticamente, en toda su amplitud, la cuestión del empleo profundo de la vida, la cuestión de la comunicación. Aquí se fundan, en el arte, los antagonismos entre partidarios y adversarios de razones para vivir oficialmente dictadas. Al sinsentido y a la separación establecidas corresponde la crisis general de los procedimientos artísticos tradicionales, crisis que se une a la experiencia o a la reivindicación de experimentar otros usos de la vida. Los artistas revolucionarios son aquellos que llaman a la intervención, y que intervienen ellos mismos en el espectáculo para perturbarlo y destruirlo.
II. La política revolucionaria y la cultura
1 – El movimiento revolucionario no puede ser sino la lucha del proletariado por la dominación efectiva, y la transformación deliberada, de todos los aspectos de la vida social; y en primer lugar por la gestión de la producción y la dirección del trabajo por los trabajadores que asumen directamente el total de las decisiones. Un cambio tal implica, inmediatamente, la transformación radical de la naturaleza del trabajo, y la constitución de una tecnología nueva que tienda a asegurar la dominación de los obreros sobre las máquinas.
Se trata de una auténtica reinversión de signo en el trabajo que entrañará numerosas consecuencias, de entre las cuales la principal es sin duda el desplazamiento del centro de interés de la vida, desde el ocio pasivo hasta la actividad productiva de un nuevo tipo. Esto no significa que, de un día para otro, todas las actividades productivas se hagan apasionantes. Pero trabajar para volverlas apasionantes, por una reconversión general y permanente de los fines así como de los medios del trabajo industrial, será en cualquier caso la pasión mínima de una sociedad libre.
Todas las actividades tenderán a fundir en un curso único, pero infinitamente diversificado, la existencia hasta ahora separada entre ocio y trabajo. La producción y el consumo se anularán en el uso creativo de los bienes de la sociedad.
2 – Un programa tal no propone a los hombres ninguna razón de vivir más que la construcción por ellos mismos de su propia vida. Esto supone, no solamente que los hombres sean objetivamente liberados de necesidades reales (hambre, etc.,), sino sobre todo que comiencen a proyectar ante si sus deseos –en lugar de las compensaciones actuales-; que rechacen todas las conductas dictadas por otros para reinventar siempre su realización única; que no consideren ya que la vida es la conservación de un cierto equilibrio, sino que aspiren a un enriquecimiento sin límite de sus actos.
3 – La base de tales reivindicaciones hoy no es una utopía cualquiera. Es en primer lugar la lucha del proletariado, a todos los niveles; y todas las formas del rechazo explícito o de indiferencia profunda que debe combatir constantemente, por todos los medios, la inestable sociedad dominante. Es también la lección del fracaso esencial de todas las tentativas de cambios menos radicales. Y es en fin la exigencia que se hace realidad en ciertos comportamientos extremos de la juventud (de los que la vestimenta se muestra como la menos eficaz) y en algunos medios artísticos, en este momento.
Pero esta base contiene también la utopía, como invención y experimentación de soluciones a los problemas actuales sin que para ello importe saber si las condiciones para su realización están ya dadas (adviértase que la ciencia moderna hace de ahora en adelante un uso central de esta experimentación utópica). Esta utopía momentánea, histórica, es legítima; y es necesaria pues es en ella donde se alimenta la proyección de deseos sin los que la vida libre estaría vacía de contenido. Dicha utopía es inseparable de la necesidad de disolver la ideología actual de la vida cotidiana, y de los lazos de su opresión, para que la clase revolucionaria descubra, con una mirada desengañada, los usos existentes y las libertadas posibles.
La práctica de la utopía no puede sin embargo mantener su sentido más que uniéndose estrechamente a la práctica de la lucha revolucionaria. Y ésta no puede prescindir de la utopía, sin riesgo de esterilidad. Los buscadores de una cultura experimental no pueden esperar realizarla sin el triunfo del movimiento revolucionario, que no podrá el mismo instaurar las condiciones revolucionarias auténticas sin retomar los esfuerzos de la vanguardia cultural hacia la crítica de la vida cotidiana y su reconstrucción libre.
4 – La política revolucionaria tiene entonces por contenido la totalidad de los problemas de la sociedad. Tiene por forma una práctica experimental de la vida libre a través de la lucha organizada contra el orden capitalista. El movimiento revolucionario debe de esa forma llegar a ser un movimiento experimental. En el presente, allí donde existe, debe desarrollar y resolver de forma tan profunda como sea posible los problemas de una microsociedad revolucionaria. Esta política completa culmina en el momento de la acción revolucionaria, cuando las masas intervienen bruscamente para hacer la historia, y descubren también su acción como experiencia directa y como fiesta. Inician entonces una construcción consciente y colectiva de la vida cotidiana que, un día, ya no será detenida por nada.
A 20 de julio de 1960