Este texto reproduce el final del capítulo 2 y el capítulo 3 completo del libro El proceso de Moscú en Barcelona (El sacrificio de Andreu Nin), publicado en 1974
Víctor Serge, que se había ofrecido a ser nuestro corresponsal en Bruselas -algunos valiosos textos publicados sin firma en La Batalla se debían a su pluma-, nos hizo saber poco después: «Ha estado aquí un militante responsable del PSUC y les ha anunciado fríamente a los militantes comunistas belgas que la NKVD se dispone a suprimir, en la primera ocasión propicia, a cinco militantes del POUM. Es sin duda una bravata; no la echéis, sin embargo, en saco roto. Conozco bien a Stalin y a su NKVD, y sé que son capaces de los peores crímenes si así conviene a su política. Ved lo que hace en Rusia, y no olvidéis lo que hizo en China. Cuidado, mucho cuidado, que con vosotros se propone suprimir a la vanguardia española e internacional».
El mismo Víctor Serge, que leía cotidianamente los principales periódicos soviéticos, nos había comunicado un recorte de Pravda, correspondiente al 17 de diciembre- luego cinco días después de la eliminación de Nin del Consejo de la Generalidad-, conteniendo una clara amenaza: «En Cataluña ha empezado la eliminación de los trotskistas y de los anarco-sindicalistas; esta eliminación será llevada a cabo con la misma energía que en la Unión Soviética». Es decir: ¿mediante las mismas acusaciones de agentes del nazi-fascismo y las consiguientes purgas terroristas? ¿quizá mediante la tentativa de montarnos un proceso? Esto último, lo confieso, estábamos lejos de creer que fuera posible en España. ¿Y cómo era posible que involucrara ya con nosotros a los anarco-sindicalistas, que constituían una gran fuerza y formaban parte del Gobierno de la República y del Consejo de la Generalidad de Cataluña?
Por el momento estábamos en el período de las calumnias, las amenazas y las pequeñas provocaciones. ¿Cuándo y cómo se produciría la gran provocación?
El artículo de Pravda, comprendiendo en la misma amenaza terrorista a los anarco-sindicalistas y a los llamados trotskistas, denunciaba sin tapujos los móviles de Stalin y, por consiguiente, los de su cada día más numerosos servidores en la España republicana. Guardando las debidas proporciones, desde el punto de vista del número, si no de la resolución y de la conciencia política, la CNT-FAI y el POUM constituíamos [en Cataluña], desde el comienzo de la guerra civil, las dos fuerzas mayoritarias, lo mismo en los frentes que en la retaguardia. Las dos fuerzas, por consiguiente, capaces de oponer una mayor resistencia a sus objetivos de infiltración y de conquista. A este respecto, conviene hacer una primera observación: desde la constitución de las Milicias de Cataluña, una buena parte de nuestros cuadros políticos y sindicales, generalmente jóvenes y obedeciendo a una generosa espontaneidad, habíanse apresurado a alistarse en ellas y a salir hacia el frente, no obstante el escaso y deficiente armamento de disponían, con la mirada puesta en dos posiciones clave: Huesca y Zaragoza. Mientras tanto, el PSUC estalinista y sus muy hábiles consejeros, conscientes de que una disciplinada masa de maniobra en la retaguardia les era indispensable para ir conquistando posiciones, habían sabido imponerles a sus militantes un freno en consecuencia.
De todos los sectores españoles, aquel que se encontró en una situación más contradictoria fue el anarco-sindicalismo. En nombre del comunismo libertario, habíase distinguido como el detractor más firme y virulento lo mismo del comunismo autoritario o estatal que del tradicional socialismo democrático. Y en nombre del apoliticismo y de la acción directa -y salvo en las elecciones del Frente Popular, de cuyo triunfo dependía la suerte de los 30.000 presos de octubre de 1934-, habían favorecido, con sus campañas abstencionistas, a las derechas. Creía servir así el ideal libertario y constituir la auténtica vanguardia revolucionaria; no es ello menos cierto que durante los seis años de República había logrado canalizar preponderantemente el descontento popular, suscitado por las tímidas reformas del primer bienio y por la política reaccionaria del segundo, impidiendo con ello el desarrollo de un verdadero partido revolucionario dotado de un programa transformador de las estructuras tanto económicas como políticas y sociales. El anarco-sindicalismo habíase pasado la vida, en suma, negando y combatiendo la acción política, el Estado, el Gobierno, el Ejército, la Policía, la Magistratura, y, de repente, el poder de la calle le venía mayoritariamente a las manos, principalmente en las zonas industriales y mineras de Cataluña. ¿Qué hacía con este poder? No se pasa de la noche a la mañana, claro está, de unos enunciados negativos a un programa y unas realizaciones de gobierno, así como a la creación de los órganos correspondientes.
Luis Companys, Presidente de la Generalidad, convocó a sus militantes más representativos para ofrecerles en principio su dimisión y, si la aceptaban, el poder efectivo. No se trataba, evidentemente, de un gesto insincero, sino de la comprensión de la realidad y de la relación de fuerzas en presencia. Deseando armonizar en lo posible la revolución social, impuesta por las masas trabajadoras, con la legalidad republicana, la CNT y la FAI decidieron que Companys siguiera en su puesto, e incluso la subsistencia del Gobierno de la Generalidad; sin embargo, el verdadero poder pasó a ejercerlo el recién constituido Comité Central de Milicias, completado tres semanas más tarde por la constitución del Consejo Económico. Tratábase, en realidad, de un Frente Popular ampliado y dominado por las organizaciones obreras. En efecto, de los quince miembros que componían el nuevo poder, diez pertenecían a las organizaciones sindicales y a los partidos obreros.
En estas condiciones, ¿podía hablarse de dualidad de poderes? Lenin y Trotski habían sabido explotar a fondo esta dualidad entre un Kerenski que, por fidelidad a la alianza contraída por la Rusia zarista con Francia e Inglaterra, se obstinaba en continuar una guerra impopular contra la Alemania kaiserista -y preparaba incluso una ofensiva condenada al fracaso-, y el Partido Bolchevique que, en nombre de los soviets, de la paz y la tierra para los soldados campesinos, preparaba el asalto al poder. Nadie creía entonces en Cataluña, empezando por el POUM, en la existencia de una dualidad de poderes. Nos equivocábamos. Cierto es que el auténtico poder lo ejercían las masas obreras y campesinas a través de los órganos creados por la revolución, y cuyas realizaciones se apresuraba a sancionar el Gobierno de la Generalidad. Correspondió esta situación de hecho a la primera etapa; sin embargo y potencialmente, esta dualidad se dibujaba ya, si se me permite la expresión, por partida doble, e incluso triple: entre las fuerzas reales y los órganos creados en Cataluña, considerada al comienzo como una fortaleza y una vanguardia; respecto del Gobierno central, que tenía que ir colocando a Cataluña poco menos que en cuarentena, tanto desde el punto de vista del suministro en armas como de la ayuda financiera a sus industrias de guerra; y, finalmente, entre el conjunto de los poderes y de las fuerzas de la zona republicana y la Rusia estalinista, bajo cuyo control íbamos cayendo debido a la No Intervención de las democracias occidentales. Tenía que ser ésta una experiencia original y única hasta entonces, de imprevisibles consecuencias nacionales e internacionales.
Los primeros en captar las posibilidades de esta dualidad de poderes y en planear, con una habilidad consumada, las etapas en consecuencia, fueron los agentes de Stalin en España. Empezaron presentándose como los campeones de la unidad antifascista. En este punto pudieron engañar a los socialistas y, en primer lugar -y como veremos más adelante-, a su jefe más prestigioso: a Largo Caballero. Y aunque en menor grado y por otras razones, incluso a los anarco-sindicalistas. A los hombres del POUM, que, por suerte o por desgracia, los conocíamos bien, no nos engañaron. Sobre su concepción de la unidad nos habían dado dos pruebas concluyentes: una, de carácter nacional, absorbiendo a las Juventudes Socialistas, extraordinariamente superiores en número a las Comunistas, unos meses antes del comienzo de la guerra civil; la otra, en los primeros días de la guerra, mediante la fusión de cuatro partidos minoritarios y la constitución del PSUC, cuyo verdadero lazo unitario fue su sometimiento completo a los dictados de Antonov-Ovseenko y de quien en la sombra lo decidía y lo controlaba todo: Erno Gerö (1). Esta unidad resultó así una auténtica absorción, y lo más grave es que arrastró en ella a la UGT de Cataluña. Grave porque, no obstante su escasa influencia respecto de la CNT, ésta, obedeciendo al prurito sindicalista, le concedió inmediatamente una categoría semejante a la suya. En efecto, tanto en el Comité Central de Milicias como en los órganos dependientes de él, a la UGT se le concedió la misma representación que a la CNT, y al PSUC minoritario la misma que al POUM. Lo mismo en Cataluña que en el resto de la zona republicana, teníamos que pagar muy caras las concesiones hechas por el anarco-sindicalismo, así como por el socialismo, a la taimada táctica unitaria del estalinismo.
Emplazadas así sus baterías en Cataluña, el estalinismo hizo todo lo posible por ir aislando al POUM, principalmente respecto de la CNT. No tardamos en tener conocimiento, por ejemplo, de un hecho insólito por su carácter de intervención en los asuntos interiores de la región autónoma. El Cónsul General, Antonov-Ovseenko, venía manifestando vivos deseos de sentar a su mesa al conocido militante cenetista Aurelio Fernández, presidente de la Junta de Seguridad de Cataluña. Tras insistentes y reiteradas invitaciones, Aurelio había acabado por aceptar. Creía que iba a encontrarse en medio de otros invitados, mas grande fue su sorpresa al verse, en un discreto saloncito del Consulado, completamente solo con Antonov. Había empezado éste diciéndole: ·Sabemos que es usted un excelente jefe de policía, y nadie piensa en disputarle el cargo. Por el contrario, querríamos poder ayudarle a usted eficazmente. ¿Por qué no acepta los consejos y la desinteresada ayuda de los técnicos que tenemos en Barcelona? Teniendo en cuenta su gran experiencia, le serán de mucho provecho». Aurelio, sorprendido, se limitó a decirle que estaba dispuesto siempre a aceptar un consejo útil. Hábilmente, Antonov pasó entonces revista a la posición adoptada por cada una de las fuerzas políticas catalanas respecto de la Unión Soviética. y de repente: «Aquí tenemos nosotros un enemigo decidido y peligroso: el POUM ¿Qué opinión le merecen a usted los hombres del POUM?». Aurelio Fernández le respondió que los tenía por sinceros revolucionarios. Antonov hizo un gesto de disgusto y exclamó: «Se han declarado enemigos nuestros y tendremos que tratarlos como tales». Durante esta comida, Aurelio tuvo una impresión extraña: alguien había escuchado la conversación detrás de una puerta, hacia la que Antonov volvía instintivamente la mirada. No tardó en presentársele este alguien en su oficina y en ofrecerle sus servicios: era Pedro, el todopoderoso agente del Komintern y de la NKVD en Cataluña.
Confiados, y, en el fondo, orgullosos de su fuerza, y cediendo insensiblemente a un cierto oportunismo, la verdad es que los anarco-sindicalistas, de concesión en concesión, facilitaron los planes de los agentes del Kremlin. Empezaron aceptando, no obstante la resistencia de su propia base y nuestras propias advertencias públicas y privadas, la disolución del Comité Central de Milicias en favor de la reorganización del Gobierno de la Generalidad. Formalmente, la representación de las fuerzas parecía la misma; realmente, la presión del estalinismo pudo hacerse así cada día más fuerte a medida que el nuevo Gobierno fue escapando al control directo de las organizaciones revolucionarias. La operación se llevó a cabo en los últimos días de septiembre. Tres meses y medio más tarde, el 12 de diciembre exactamente, Antonov-Ovseenko y Pedro, a través del PSUC y de la UGT, y gracias a la nueva relación de fuerzas que se había ido creando, provocaron la crisis del Gobierno de Cataluña con el único fin de eliminar de la Consejería de Justicia a Andrés Nin. La CNT se prestó a esta maniobra sin comprender que la eliminación del POUM la hacía más vulnerable respecto del estalinismo, cuya etapa inmediata iba a consistir en la formación de un nuevo bloque de fuerzas en torno al PSUC y a la UGT, llamada a preparar su propia eliminación. Todo ello a cubierto del socorrido chantaje de las armas (2).
Los acontecimientos, como era fácil prever, se precipitaron desde este momento. Lenin admitía la mentira como arma política contra sus adversarios; la escuela estaliniana convirtió la mentira y la doblez, disimuladas a los ojos de las masas por los flotes de una propaganda obsesional, en sus principales armas tácticas al servicio de su política interior y exterior. Mediante una centralización y una disciplina sin falla, impuesta por sus aparatos secretos en Cataluña, en toda la zona republicana e internacionalmente -formando realmente un todo de la cúspide a la base-, el empleo de estas armas tácticas tenía que constituir una experiencia de valor universal y que sólo más tarde teníamos que comprender cabalmente sus víctimas, e incluso una parte de sus instrumentos. El estalinismo, principal responsable del control y del bien dosificado suministro de armamento, lanzó una consigna a primera vista lógica y justa: «Todas las armas al frente». Creo así la idea de que los frentes carecían del armamento necesario porque éste lo acumulaban sus adversarios en la retaguardia. Pero al mismo tiempo era el primero en armar a sus huestes, en detrimento de los frentes, y en infiltrarse fuertemente entre los guardias de asalto, la guardia civil, los carabineros y los mozos de escuadra de la Generalidad, situándolos en los lugares estratégicos y creando un cinturón en torno a Barcelona y a las otras importantes poblaciones de Cataluña. Llegó, incluso, a falsificar la firma del responsable de un depósito de la capital catalana para apoderarse de doce tanques y ocultarlos en uno de sus cuarteles; descubierta la operación, produjo el consiguiente escándalo (3). Su política se nos aparecía por demás clara: el máximo de armas para los suyos -o para quienes se prestaban a servirles de dóciles instrumentos- y el desarme progresivo de todos los otros.
Doblez asimismo en la administración de la violencia y el terror. Todos los períodos revolucionarios, precedidos o seguidos de una guerra civil, ponen las pasiones al rojo vivo y desencadenan el terror y el contraterror. Sería absurdo negar que hubo excesos, sobre todo los primeros meses. Y no menos absurdo creer que fueron un producto exclusivo de los extremistas y los incontrolados. Tuve ocasión de recorrer durante aquellos meses, interviniendo en numerosos actos públicos, las regiones valenciana y catalana, y confieso que, aun explicándome el fundamento psicológico de tales excesos, me produjeron verdadero horror. Producto de esta reacción, sensitiva y a la vez política, fue un editorial en La Batalla, con un título a toda página, definiendo este terror como de efectos contrarrevolucionarios. ¿Pues no estaba llamado a provocar una viva reacción en la masa popular sana? ¿Y a servir de arma contra nuestra causa en el extranjero? En Cataluña, este artículo tenía que constituir el origen de la creación de los Tribunales Populares por Andrés Nin. Añadiré en honor suyo que, sin dejar de ser un revolucionario íntegro -o porque lo era-, trató de evitar siempre las injusticias de que tuvo conocimiento. Durante dicho período, los estalinistas practicaron este terror lo mismo que las otras organizaciones. Pero poco a poco, y so pretexto de atajar a los extremistas y a los incontrolados, diéronse a la metódica tarea de organizar, bajo la dirección de sus especialistas extranjeros, la peor forma de terror contra sus adversarios políticos, declarados o potenciales, y lo mismo en los frentes que en la retaguardia. De los casos aislados no tardaron en pasar, como tendremos ocasión de ver a lo largo de este relato, a la creación de sus propias checas, a la aplicación de la tortura y al asesinato, a la creación de su propia policía dentro y al margen de la policía oficial. En una palabra, a la trasplantación a España de los métodos puestos en práctica en la Rusia estaliniana.
Dos de los casos aislados me parecieron particularmente significativos a la vez que odiosos. A finales de 1936, durante uno de mis viajes a París, el secretario general del Partido Socialista Maximalista Italiano en el exilio me presentó a un ex capitán y diputado que me produjo una viva impresión: Guido Picelli. Cerca de la cincuentena, noble presencia, rostro abierto e inteligente. Había luchado valientemente contra el fascismo, creo recordar que en Parma, antes de la marcha sobre Roma. Acababa de llegar de Moscú, donde había sido, durante sus años de exilio, capitán instructor en el Ejército Rojo. «Yo no he sido nunca comunista -me dijo-. He logrado salir de Rusia y quiero poner mis conocimientos militares al servicio de la causa antifascista española e internacional. Pero con los comunistas no quiero ya nada. ¿Puedo serles útil a ustedes? Me ofrezco a organizar un batallón de choque». Me apresuré a facilitarle los medios para que se trasladara a Barcelona y le fijé cita allí para unos días más tarde. Lo encontré en nuestro Comité Ejecutivo el día señalado. Y decidimos mandarle al frente con el grado de capitán. Podía salir, dos horas después, con el ayudante de nuestro comandante José Rovira, que se encontraba casualmente allí. Se mostró en todo de acuerdo. Al poner el pie en el estribo del automóvil, no lejos del Hotel Colón, donde estaba instalado el Comité Central del PSUC, se acercó un extranjero a él y le invitó a seguirle por breves momentos. Guido Picelli lo siguió. No volvimos a verle. Como un mes y medio más tarde leí en los periódicos, con la consiguiente sorpresa, que el capitán italiano Guido Picelli había muerto luchando heroicamente en el frente de Madrid. ¿Qué había sucedido? Hice una serie de averiguaciones. Mi entrevista con Picelli en París se había celebrado en el local que ocupaba la Delegación del Gobierno de la Generalidad, a cuyo frente estaba un ex colaborador de Nin en la Consejería de Justicia: León Dalty. El estalinismo había logrado introducir allí a la recepcionista y a una secretaria: sus servicios de espionaje, lo mismo en España que en el extranjero, lo invadían todo. No cabía duda: la NKVD había tenido conocimiento de mi entrevista con el capitán italiano y le había seguido los pasos. No dudaba tampoco de que lo habían obligado, bajo las peores amenazas, a trasladarse a Albacete, donde permaneció como mes y medio sometido a la disciplina de las Brigadas Internacionales. Lo mandaron a combatir al frente de Madrid, donde cayó muerto el primer día de entrar en fuego. ¿Por qué no enterraron su cadáver en Madrid mismo, como habían hecho con el cadáver del ex diputado comunista alemán Hans Beimler, asesinado por la espalda? Lo trasladaron a Barcelona, donde le dispensaron un imponente funeral: desfiló la muchedumbre, encuadrada por fuerzas militares y de orden público con un extraordinario lujo de armas, por delante de nuestro local y seguidamente por el del Comité Central del PSUC. Era, sin lugar a dudas, una clara advertencia al POUM.
Un crimen más monstruoso aún, por su carácter a la vez gratuito y vengativo, fue el cometido con el joven periodista Marc Rein, hijo del jefe menchevique Rafael Abramovitch, exiliado en París. Con Teodoro Dan y Julio Martov, había sido una de las grandes figuras del Soviet de Petrogrado y, durante el período de Kerenski, había luchado por la democracia soviética y por la Asamblea Constituyente en contra del golpe del Estado de Lenin y Trotski. Gozaba de gran prestigio desde que se exilió, como representante de la social-democracia rusa en la Internacional Socialista, y era uno de los amigos de confianza de León Blum y de los ministros socialistas franceses. Constituía todo esto un crimen imperdonable para el estalinismo. Marc Rein cumplía su papel de corresponsal extranjero en Barcelona sin la menor intervención en el militantismo político. Desapareció de repente, en los primeros días de abril de 1937, del Hotel Continental donde ocupaba una habitación. Dos de mis buenos amigos y colaboradores, los militantes socialistas franceses Nicolás Sundelevitch y Marcel Ollivier, íntimos de Marc Rein, vinieron a comunicarme sus inquietudes sobre tan extraña desaparición. Abramovitch se trasladó a Barcelona y removió el cielo y la tierra en busca de su hijo. La Oficina de la Internacional Socialista había decidido tomar cartas en el asunto, y lo mismo Largo Caballero que Luis Companys se mostraban altamente inquietos. Marc Rein no apareció nunca; lo único que se encontró fue una tarjeta de su puño y letra, dirigida al gerente del Continental, diciendo simplemente que se veía obligado a ausentarse por unos días y rogándole que le reservara la habitación. Esta tarjeta estaba fechada el 13 de abril de 1937; pero, tanto los números como la letra de la fecha, y como pudo comprobar el propio Abramovitch, habían sido trazados por una mano extraña. Marc Rein había caído en una trampa. Por mi parte, no lo he dudado nunca: los agentes de Stalin lo habían hecho desaparecer, con el único fin de vengarse de su padre, de la misma manera que habían asesinado a los hijos de Trotski (4).
El conocimiento de estos y otros muchos hechos de sangre, no sólo en Cataluña sino en Valencia, sede del Gobierno de la República, y mucho más aún en un Madrid poco menos que sitiado y donde el estalinismo ejercía una verdadera dictadura terrorista; la evidencia de que se escamoteaba la revolución so pretexto de ganar la guerra, cuando es lo cierto que íbamos perdiendo la guerra y la revolución debido a la escasez de armamento moderno, provocaba una irritación cada vez mayor en la masa revolucionaria. Esta irritación se dejaba sentir, muy particularmente, en la base de la CNT: ¿y todo esto ocurría a cubierto de la colaboración de sus ministros en el Gobierno central y en el Consejo de la Generalidad? Estos y otros dirigentes responsables se justificaban: «Necesitamos mantener la unidad antifascista y transigir con los comunistas. Después les daremos el zarpazo y recobraremos el terreno perdido» (5). No parecían comprender que después sería demasiado tarde. Hubo un momento en que nuestros militantes estuvieron mucho más cerca de la base de la CNT que sus propios dirigentes. Asistía a nuestros mítines y parecía asimilar perfectamente nuestro lenguaje. El estalinismo se daba perfecta cuenta de ello: el divorcio que se iba creando entre la una y los otros, así como su progresivo acercamiento a nuestras posiciones, podía ser altamente peligroso para él. Se decidió, en consecuencia, a emplear los grandes medios: fue intensificando las provocaciones mientras preparaba la gran provocación. ¿Cuándo y cómo se pronunciaría ésta? El Comité Ejecutivo del POUM se dio cuenta del peligro y, en su manifiesto del Primero de Mayo, lanzó una clara advertencia: «¡No os lancéis a ningún movimiento esporádico e impremeditado! ¿No respondáis a ninguna provocación! ¡Cuidado!». No nos hacíamos, sin embargo, ninguna ilusión: sentíamos que el enfrentamiento era inevitable. Y por fin estalló.
El día 3 de mayo, como a las tres y media de la tarde, me dirigía a la redacción de La Batalla cuando fue interceptado mi automóvil a la entrada de la Plaza de Cataluña. Me pareció que todas las entradas estaban asimismo interceptadas por la fuerza pública. Llegué al periódico dando un rodeo y me enteré allí de que, una hora antes, tres camiones de guardias de asalto habían intentado apoderarse por sorpresa del edificio de la Telefónica. Desde el comienzo de la guerra civil, este edificio estaba bajo el control de los respectivos sindicatos de la CNT y de la UGT, con una representación oficial del Consejo de la Generalidad. ¿Cómo había podido producirse el ataque en estas condiciones? El pretexto que parecía invocarse era que los elementos de la CNT intervenían las comunicaciones oficiales; pero, si esto era así, ¿por qué no se había resuelto el asunto en el propio Consejo de la Generalidad, en el que todas las fuerzas catalanas, salvo el POUM, estaban representadas? Era evidente, por lo tanto, que este acto de fuerza estaba dirigido principalmente contra la organización anarco-sindicalista. Exhibiendo una orden firmada por Artemi Ayguadé, consejero de Gobernación, había dirigido el ataque Eusebio Rodríguez Salas, comisario de Orden Público. Conocía bien a este último: admirador de Joaquín Maurín, había pertenecido antaño al Bloque Obrero y Campesino y se había autonombrado guardián del orden en nuestros mítines. Manco del brazo izquierdo, ponía un rostro feroz y adoptaba actitudes de matamoros. Era por sobre todo un primario. Pasado al estalinismo, se había convertido en uno de los instrumentos del famoso Pedro. Sabíamos por experiencia -una experiencia que se estaba comprobando en España- que los agentes de Moscú, aplicando una selección a la inversa, echaban mano para estos menesteres de este tipo primario de hombre de acción, engreído, fanatizado y fácilmente manejable. Luego estaba por demás claro que la provocación venía del estalinismo.
En unas horas, y sin que mediara una consigna por arriba, cerraron sus puertas cafés y comercios, cesó la circulación de los transportes urbanos, se vaciaron las Ramblas y las calles del animado gentío que tanto carácter le han dado siempre a la gran urbe catalana, se paralizaron las empresas, salieron de sus escondites las armas de que era posible disponer y se concentraron en los lugares estratégicos, a una con los militantes obreros, los milicianos y los miembros de las patrullas de control. Y desde el comienzo de la noche aparecieron las primeras barricadas. Había bastado un simple tiroteo entre la fuerza pública y el personal de la Telefónica para desencadenar esta espontánea y sorprendente avalancha. Ni aun en las jornadas de julio de 1936 se había asistido en Barcelona -y como reacción en cadena en casi toda Cataluña- a una explosión de tal envergadura. No cabía la menor duda: las masas populares sentían, no sólo por instinto, sino con una clara conciencia, que estaban en juego sus conquistas y sus esperanzas, su ser y su destino, tanto respecto del enemigo de enfrente, inequívocamente definido, como del que, a las órdenes de un dictador extranjero, se había ido desarrollando en su propio seno. Sin cesar el combate contra el primero, había que pararle los pies al otro en defensa de nuestra independencia.
Aquella misma noche, y por iniciativa del Comité Ejecutivo del POUM, Andrés Nin, Pedro Bonet y yo celebramos una reunión con los Comités Regionales de la CNT, de la FAI y de las Juventudes Libertarias en pleno. Planteamos el problema con toda claridad: «Ni vosotros ni nosotros hemos lanzado a las masas trabajadoras a ese movimiento. Ha sido una reacción espontánea ante la provocación del estalinismo: una provocación, sin duda alguna bien meditada y secretamente preparada. Suponemos que sentís como nosotros mismos la gravedad del momento, tanto para el destino de la revolución como de la propia guerra. O nos colocamos a la cabeza del movimiento, con el fin de trazarle unos objetivos claros y responsables, así como de neutralizar al enemigo interior, o condenamos el movimiento al fracaso y este enemigo, envalentonado, dará buena cuenta de todos nosotros. Se impone una decisión sin perder momento». Se mostraron reticentes, indecisos; su reivindicación máxima era… la destitución del Consejero de Gobernación y del Comisario de Orden Público, responsables visibles de la provocación. ¡Como si detrás de ellos no existieran unas fuerzas, cada día más poderosas y audaces, contrarias a las aspiraciones y a los intereses de las masas populares! Era evidente su caída en el ministerialismo, que tanto habían combatido antaño, olvidando que sin la adhesión y el apoyo de estas masas se condenaban a sí mismos a la impotencia. En vista de esta actitud, hice yo una sugerencia: podíamos mandar inmediatamente una delegación a Valencia con el fin de explicarles a Largo Caballero y a sus ministros que el movimiento no iba dirigido contra el Gobierno central, sino contra los provocadores estalinistas. No logramos ningún resultado.
Diríase que nadie durmió aquella noche en Barcelona, o que la noche había servido para levantar las conciencias y aunar las voluntades. En efecto, en la madrugada del día 4 se reanudó la lucha con mayor intensidad que la tarde anterior. Las calles y las plazas de la ciudad aparecieron cubiertas de barricadas. Fuerzas combatientes sobre los tejados, protegiendo unas los edificios oficiales, prácticamente sitiados, y otras los ocupados por las organizaciones políticas y sindicales, así como los puntos estratégicos. Constantes descargas de fusilería. No ignorábamos que, para el mantenimiento del orden público contaban los organismos oficiales con unos once mil hombres: guardias de asalto, guardias civiles, mozos de escuadra… Algunas de estas fuerzas, bajo el control del estalinismo, cuyos agentes poseían la técnica de la infiltración y poderosos medios de corrupción. Disponían, por otra parte, de las mejores armas. Un signo inequívoco, sin embargo: algunas de estas fuerzas se habían dejado desarmar, sin oponer resistencia, por la masa revolucionaria, dueña por lo demás de las cuatro quintas partes de la capital y de sus industriales suburbios. Lo único que funcionaba, como por milagro, era el teléfono: la Central Telefónica, siempre en manos de la CNT, no había cortado las comunicaciones. A pesar de que se disparaba contra sus defensores desde los tejados del Hotel Victoria, en el ángulo de la Ronda de San Pedro, y del Hotel Colón, convertido en fortaleza del PSUC.
En las primeras horas de la tarde de esta segunda jornada, los redactores de La Batalla me telefonearon al Comité Ejecutivo diciendo que se encontraban secuestrados y bajo el fuego graneado de un cuartel de guardias de asalto cercano al edificio del periódico. Estaba situado este edificio en la calle de Baños Nuevos. Con mi compañero Saló, jefe de los talleres, traté de llegar a la puerta de entrada. Pero, ya cerca de ella, empezaron a disparar contra nosotros desde el tejado del cuartel. ¿Habíamos caído en una ratonera? Si seguíamos avanzando, nos mataban sin remedio, y era evidente que correríamos la misma suerte si permanecíamos inmóviles. Pegados a la pared, y ganando un portal tras otro bajo los disparos, logramos llegar indemnes a una de las barricadas defendidas por los milicianos del POUM. No cabía duda alguna de que se proponían impedir la publicación del periódico. No lejos del Comité Ejecutivo había una imprenta cuyo dueño, miembro del partido de Luis Companys y excelente amigo mío, la puso a nuestra disposición, si bien hubo que simular que le forzábamos la mano encerrándolo en una de las dependencias. En cambio, el persona1 de los talleres nos ofreció voluntariamente su concurso. El hecho es que La Batalla, aunque en formato reducido, apareció cada mañana.
El Gobierno de la Generalidad se había declarado en crisis. Companys, contando con el apoyo del Comité Regional de la CNT, condenó por radio la iniciativa de Rodríguez Salas y lanzó un patético llamamiento al desarme. A la caída de la tarde llegaron en avión, de Valencia, Carlos Hernández Zancajo, en representación de la UGT -ex líder de las Juventudes Socialistas, habíase opuesto a su absorción por los comunistas y seguía fiel a Largo Caballero-, y los ministros de la CNT Juan García Oliver y Federica Montseny, pidiendo no menos patéticamente «el fin inmediato de la lucha fratricida» y anunciando que «el Gobierno se disponía a tomar las medidas necesarias». La respuesta vino de los comités de barriada, movidos principalmente por las Juventudes Libertarias, los Amigos de Durruti, organizados en fracción intransigente en el seno de la CNT, el POUM y su propia Juventud, pidiendo la constitución de un Gobierno CNT-FAI-POUM. Dichos Comités constituían el poder de la calle, y es lo cierto que en la consigna por ellos lanzada no tuvo nada que ver nuestro Comité Ejecutivo.
El miércoles 5 de mayo nos enteramos de que una parte de la 26 División, perteneciente a la CNT, y otra de la 29 División, bajo el control del POUM, se habían concentrado en Barbastro y puesto en movimiento hacia Barcelona, decididas a sostener el movimiento revolucionario. Sin necesidad de ponernos de acuerdo, tanto el Comité de la CNT como el del POUM, despachamos emisarios a su encuentro con la orden de hacer marcha atrás y de asegurar los frentes. Esta orden fue obedecida con toda disciplina. Partido revolucionario responsable, el POUM quería evitar una guerra civil dentro de la guerra civil.
Esta jornada del 5 de mayo tenía que ser decisiva para el movimiento insurreccional -pues eso fue: la última resistencia insurreccional de las masas populares- y, por ende, para la salvaguardia de la autonomía de Cataluña. El comunismo, que había pretendido ser siempre el campeón del derecho de los pueblos a disponer de sí mismos, había preparado la provocación con ese fin: someter a Cataluña a su voluntad de dominio desde arriba. Y en esta operación de sometimiento centralista encontró el concurso decidido de todas las fuerzas que habían votado en las Cortes Constituyentes el principio autonómico, e incluso el anarco-sindicalista de signo federalista. En efecto, por orden de Indalecio Prieto, ministro de Marina, llegaron en el curso de la tarde tres buques de guerra. Por su parte, Largo Caballero, de acuerdo con Luis Companys, dejó a cargo del Gobierno central el orden público de Cataluña, despachó una columna motorizada de 5.000 hombres, procedente del frente del Jarama, y puso a la cabeza de la Comandancia militar al general Sebastián Pozas, ex director de la Guardia Civil y, como el general Miaja y no pocos oficiales de carrera, bajo la influencia del estalinismo. (A este respecto veníamos observando un fenómeno curioso: numerosos oficiales, de tradición y mentalidad reaccionarias, iban cayendo más fácilmente que los otros bajo la absorbente disciplina comunista).
Aun reivindicando plenamente -y con todas sus consecuencias- el movimiento popular, el POUM aconsejó el día 6 la retirada, si bien preconizó la activa vigilancia de la clase obrera, así como el mantenimiento de los comités de barriada y la salvaguardia de las armas. Teníamos el convencimiento de que, sin la reacción popular, los provocadores hubieran realizado su designio: la brutal eliminación de todos los militantes revolucionarios de Cataluña. (Exactamente como lo había anunciado Pravda). El día 7, saliendo de sus escondrijos al sentirse protegidos por la nueva situación creada por el cambio de la relación de las fuerzas en presencia, los estalinistas desencadenaron la represión que no habían podido aplicar antes: al millar de heridos y a los quinientos muertos registrados durante los cuatro días de combates, vinieron a sumarse numerosos asesinatos, entre ellos el de Alfredo Martínez, secretario de las Juventudes Libertarias -había asistido a la reunión conjunta, celebrada el 3 de mayo por la noche, y me pareció que compartía los puntos de vista de los delegados del POUM-, así como el del teórico del anarquismo Camillo Berneri, defensor consecuente de las tradiciones anarco-sindicalistas, y el de su colaborador Barbieri. (Estos últimos habían condenado públicamente los procesos de Moscú y habían mantenido una viva oposición al estalinismo en España e internacionalmente). Los tres aparecieron, como otros muchos, horriblemente mutilados y, sin lugar a dudas, torturados.
Los días del Gobierno de Largo Caballero estaban contados y los de la salida de los cuatro ministros de la CNT. Todos tenían que ser víctimas de su incomprensión durante las Jornadas de Mayo en Cataluña y de la tela de araña hábilmente tejida por los agentes de Stalin en España. Pero la víctima principal -el chivo expiatorio- iba a ser el POUM y, en primer lugar, Andrés Nin.
Un hombre, con su imaginación de pensador y de poeta, tenía que comprender quizá como nadie -y en todo caso el primero- este drama: George Orwell, llamado a convertirse en un novelista universalmente famoso. Habíase alistado como voluntario en la brigada británica del POUM, organizada por el Partido Laborista Independiente y dirigida políticamente por Bob Edwards, el futuro líder de la Federación de Industrias Químicas de las Trade Unions y futuro. diputado laborista. Combatieron durante ciento quince días en el frente de Huesca al lado de nuestras Milicias. Gozaba Orwell de un permiso en Barcelona cuando le sorprendió el levantamiento del 3 de mayo. Pasó la noche con la masa sublevada, levantando barricadas, y desde el día siguiente, y sin abandonar su puesto en un tejado, protegió el edificio de nuestro Comité Ejecutivo. Como a todos nuestros militantes, se le había comunicado una orden estricta: no debían disparar los primeros y sólo debían responder en caso de ataque a nuestros locales. Pudo comprobar, por otra parte, que, contrariamente a las calumnias lanzadas por los estalinistas sobre nuestra acumulación de armas en Barcelona, sólo disponíamos de veintiséis fusiles para nuestra defensa. Producto de esta experiencia, de la persecución contra el POUM y de la desaparición y el asesinato de Andrés Nin, tenía que ser su libro-documento Homenaje a Cataluña o La Cataluña Libre. (Con uno u otro título tenía que editarse este libro, tras un largo período de incomprensión y de sabotaje, en numerosos idiomas). De todos los escritores e intelectuales de izquierda, George Orwell tenía que ser, con Víctor Serge y el gran novelista italiano Ignacio Silone, el primero en comprender que el fascismo y el estalinismo eran el anverso y el reverso de la misma medalla totalitaria. y esta comprobación tenía que inspirarle sus extraordinarias novelas satíricas Rebelión en la granja (Animal Farm) y 1984. ¡Y cuántos y cuántos escritores de fama universal, defensores un día del estalinismo, tendrían que seguir la genial intuición del novelista inglés! (6).
Notas
(1) Después del aplastamiento de Budapest por el Ejército Rojo. en octubre de 1956, la prensa internacional no alcanzó a establecer el pasado de Erno Gerö conocido durante nuestra guerra civil por Pedro y Gueré. En El asesinato de Trotski trazo un retrato bastante completo de este viejo agente terrorista.
(2) En su libro Por qué perdimos la guerra, editado en Buenos Aires en 1940, Diego Abad de Santillán, uno de los militantes más cultos y responsables de la CNT -y una de sus mejores plumas-, explica así el comportamiento de su organización respecto del Comité Central de Milicias de Cataluña: «Se nos decía constantemente, en respuesta a nuestras gestiones cerca del Gobierno central (el de Giral lo mismo que el de Largo Caballero), que no se nos prestaría ayuda en tanto que el poder del Comité Central de Milicias fuera tan visible. Una presión semejante se ejercía sobre nosotros por parte de Ovseenko, cónsul ruso en Barcelona. Por consiguiente, tuvimos que optar por la disolución, es decir, por el abandono de una posición revolucionaria. Y todo esto con el fin de obtener armas o la ayuda financiera necesaria para la prosecución con éxito de la guerra».
(3) Cierto día se presentó un grupo de milicianos, pertenecientes al Cuartel Vorochilov, en el Depósito del Consejo de la Defensa, exhibiendo una orden firmada por Vallejo, comisario de la Industria de Guerra, reclamando la entrega de once tanques recién salidos de la fábrica y destinados al frente. Les fueron entregados. Pero inmediatamente después se descubrió que se trataba de una orden falsa. Las patrullas de control se apresuraron a cercar el Cuartel Vorochilov y obligaron a los responsables a devolver los tanques. La operación se nos aparecía por demás clara: el estalinismo concentraba el mayor armamento posible en Barcelona con el fin de darle el asalto a la ciudad en la primera ocasión.
(4) Víctor Serge supuso siempre, y así lo expresó públicamente, que Marc Rein había sido trasladado a Rusia como un arma de chantaje contra su padre. Terminada la guerra civil, tenía que unirme una excelente amistad con Rafael Abramovitch, hombre entero y bondadoso, primero en París y más tarde en Nueva York, donde hasta su muerte no cesó en su combate y en la obsesionante investigación sobre la desaparición de su hijo. En ambas ciudades, y más tarde en México, donde se habían refugiado algunos de los agentes secretos que habían actuado en España, le ayudé cuanto pude en esta investigación.
(5) Uno de los mejores testimonios sobre los errores y las concesiones del anarco-sindicalismo sigue siendo, a mi juicio, el de Diego Abad de Santillán anteriormente citado: Por qué perdimos la guerra.
(6) Un joven y honesto intelectual inglés, J. M. Russell, tras una larga y minuciosa investigación -y tras de recorrer en motocicleta, armado de un aparato fotográfico, las calles de Barcelona y el antiguo frente de Huesca-, tenía que presentar en la Sorbona, a mediados de 1972, una voluminosa y meritoria tesis de doctorado dedicada a las fuentes de inspiración y a la obra de George Orwell. Quizá lo mejor que se ha escrito hasta ahora sobre el gran novelista.