George Orwell, precursor y profeta. Lo es y certero cuando afirma que una de las cosas que le causan más miedo, es la desaparición de la verdad objetiva, la manipulación de la verdad y de la realidad de la misma forma que un canto se vuelve redondo por el fregar incesante de las olas, o el rodar por el cauce de un río, igual existen escritores e historiadores que por maldad o por intereses van erosionando la verdad hasta el punto de tergiversarla. Esto es lo que más teme Orwell en su texto «Mi guerra civil española» escrito en el otoño del 1942.
Se pregunta ¿Cómo se escribirá la historia de la guerra civil española.?, ¿Qué clase de documentos dejará Franco?
Pues ya está. Tendrá casi cuarenta años para lograr que dos generaciones de jóvenes se instruyan en sus versiones interesadas y partidistas, destapando los horrores de la zona republicana, intentando perpetuarlos con celebraciones y erigiendo estatuas,
Enterrando a José Antonio, el líder que no quiso salvar, fundador de un partido cuyos postulados jamás permitió poner en pie, con un funeral tan pomposo como excéntrico, esculpiendo placas recordatorias en las paredes de los templos, modificando a su conveniencia hechos del pasado en los libros escolares, todo para ocultar el régimen de terror que les convirtió en vencedores de la guerra, entre los que lo tenían todo y lo podían perder y otros que no tenían nada y esperaban obtener algo. Desde su principio una guerra desigual entre militares y obreros, entre izquierdas y derechas.
Con la sublevación militar contra el gobierno, con el beneplácito del capital, los caciques agrarios y la Iglesia provocaron una revolución insospechada que a quién más preocupó, fue al propio gobierno que se vio superado por los partidos y sindicatos obreros que se habían apoderado de las armas.
El resultado final de la guerra, que fue victoriosa por la ayuda que prestaron a Franco los gobiernos fascistas, les ha permitido tener tiempo evitar el esclarecimiento de la verdad .
Y de este modo también se ocultará o se ignorará, por qué la mentira es un arma de guerra.
Se mintió en las dos zonas. Se exageró en los dos bandos, más para convencer a los forasteros que miraban atónitos nuestra pelea que para justificarse ante los suyos. El ejército republicano alcanzó la frontera sin haber perdido una batalla, ni un palmo de terreno.
Franco en su discurso de investidura como Caudillo afirmó que todas las mejoras obtenidas por los obreros durante los últimos años serían respetadas. Cuando terminó la guerra, hacinados en cárceles y campos de concentración se consumían medio millón de personas que no tenían las manos manchadas de sangre.
La represión fue durísima hasta 1945. Fusilamientos, juicios sumarísimos bajo el código militar, destierros, detenciones bajo un régimen policial copiado de los «nazis» alemanes. En los pueblos incluso con alcaldes adictos al régimen, excombatientes o falangistas, quién mandaba efectivamente era el cabo de la guardia civil. El tribunal de responsabilidades políticas ,las depuraciones de funcionarios del estado, maestros y empleados, sirvieron para hacer sentir a los vencidos, a los derrotados todo el peso de la victoria.
Orwell, en 1942,ya vaticina que los vencedores se quedaran con todos los documentos del gobierno vencido y destruirán los que les pueden comprometer algún día cuando alguien se empeñe en conocer la verdad.
Con estas medidas tan drásticas para el pueblo y con la protección que dieron las llamadas democracias, ese anticomunismo que de manera oportuna alardeó el Estado Español, la dictadura pudo resistir esos casi cuarenta años, sin conflictos sociales, sin asociación sindical verdadera, una CNS que era el cubil de mutilados o excombatientes falangistas, y unos empresarios tan sumisos y obedientes, supeditados por conveniencia al régimen, que sabían que los problemas con los obreros los solucionaba la guardia civil. Si pensamos que los últimos fusilamientos tuvieron lugar un mes antes de la muerte de Franco, nos dará una idea de lo que pasó aquellos años.
El ejército se comía el setenta por ciento del presupuesto nacional, la enseñanza y la sanidad, no tenían recursos y en varias regiones de España, los campesinos huían del hambre y de la explotación de los caciques marchando al extranjero o a los suburbios de las grandes ciudades, sin casas ni trabajo.
Cuando después de una larga agonía, que fue prolongada por los mezquinos intereses de los que se creían herederos del dictador, los restos mortales del que la historia considera ya como uno de los cinco más grandes verdugos de la historia de la humanidad, yace en el monumento que hizo construir con prisioneros de guerra para dejar un testimonio farisaico de una piedad que jamás demostró tener.
Como aquello de atado y bien atado, no era verdad, sus secuaces e incondicionales seguidores se dividieron entre los que estaban obcecados, desorientados y huérfanos, y otros avispados más realistas o previsores empezaron a buscar soluciones que sin cambiar nada lo admitieran todo.-Dicen democracia, pues bien, democracia, pero nuestra.
Dos años antes había muerto Carrero Blanco, que era el único que se podía llamar «delfín» del dictador. Un hombre duro de mollera, tenaz y tal vez inteligente pero un fracaso sentimental con su cónyuge que se solucionó gracias al Opus Dei y, agradecido, se echó en brazos de aquella institución. Su piadoso recogimiento sirvió a los muchos enemigos que se había creado para acercarlo al cielo. Digo muchos enemigos, porqué además de los izquierdistas, los independentistas y los opositores al régimen, con su afiliación al OPUS se habían sumado los falangistas nostálgicos que ya se las tenían de años antes cuando los tecnócratas barrieron en varios ministerios a los de la camisa azul y las flechas.
A falta de Carrero, se tuvo que echar mano a otro hombre duro de los adictos a Franco: Arias Navarro, el de cara de macaco que dio la noticia del fallecimiento del Jefe en la televisión, el hombre que por no tener que dar las gracias a los que le salvaron la vida en Málaga, los hizo fusilar cuando los nacionales entraron en la ciudad. Al final tuvieron que arrinconarle por inepto y torpe, y por consejos de los ayudantes de la Casa Real.
Entonces apareció el pastor gallego con su rebaño de gamos falangistas, juguetones y con ganas de cabriolas, contentos con sus vestidos democráticos, dispuestos a ser fieles a Fraga y de rebote a la monarquía esa genialidad que se sacó de la estrecha manga Franco para no llegar al cielo con las manos vacías.
Llegó la transición, que desde el primer pensamiento era la única manera de salirse de la dictadura. No sé lo que habría opinado Orwell de aquella transición, un pacto entre los herederos de los verdugos y los herederos de las víctimas. Los que todavía confraternizaban con los retrógradas y los que quitando la voz habían pagado las consecuencias, la voz de los que sufrieron prisión y persecución. Ávidos de escalar puestos en la nueva situación, jamás quisieron escuchar los consejos y advertencias de los ancianos que les avisaron de que el experimento de meter una zorra del Pardo dentro del gallinero de la democracia nunca daría resultado
Por convicción, por experiencia vital por conocimientos de la historia, desde muy joven me sentí antifascista, de forma tan intensa como anti-estalinista. Ahora con ochenta y tres años, me siento metido en esa «Granja» con el «Gran Hermano» Bush, el de las guerras preventivas, y las grandes mentiras, viendo como a pesar de los adelantos del conocimiento y de las ciencias, seguimos empeñados en gastar más en armas mortíferas que en medios de bienestar, me siento como Orwell. Anarquista.