¿Por dónde pasa hoy la fidelidad al legado político de Castoriadis? (Amador Fernández-Savater)

Texto elaborado a partir de las notas leídas el último día del “Encuentro Castoriadis” que tuvo lugar en mayo de 2005 en Buenos Aires. Este artículo ha sido publicado bajo una licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 2.0. Eres libre de copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal y sin fines comerciales.

Empujados hacia Castoriadis

Quería empezar por recordar una de las aportaciones teóricas más fecundas y radicales de Castoriadis, que se ha discutido mucho en este encuentro por su importancia: su reflexión sobre la historia, sobre la naturaleza misma del proceso histórico.

La historia, según Castoriadis, no es la reproducción de lo mismo (en cualquiera de sus variantes), sino el surgimiento de formas nuevas que no están inscritas ni son deducibles de las condiciones presentes. Novedades radicales. Por ejemplo, Castoriadis volvió una y otra vez sobre un acontecimiento histórico muy preciso que tuvo indudable impacto en su vida y su pensamiento: la revuelta del movimiento obrero húngaro, confundido con la población (H. Arendt), contra la burocracia soviética en 1956. Unas veces meditaba sobre la insurrección húngara para sacar a la luz el potencial revolucionario de su “programa”, materializado en los hechos (Consejos Obreros, crítica del trabajo alienado, etc.). Y en otras ocasiones, volvía a 1956 para elucidar desde allí en qué consiste exactamente la creación histórica. Siempre se preguntaba: ¿por qué se dio esa revuelta y esa innovación política (colectiva, existencial) tan poderosa en Hungría y no en otros países del Este, donde las condiciones de dominio y explotación eran muy similares, donde la experiencia de vida era parecida, donde el despotismo soviético se ejercía con igual brutalidad?

Castoriadis concluía que la creación histórica no se puede deducir de ningún sitio (mismas causas que conllevan inevitablemente mismos efectos). No hay una serie de variables fijas en la historia que nos permitan anticipar y determinar de ninguna manera lo que va a ocurrir en un futuro, su significado, expresión y desarrollo. La historia es creación. Esa revuelta, y las formas y contenidos que produjo, fue una creación propia de la población húngara. No una novedad ex nihilo, sino la elaboración creativa (y, por tanto, impredecible) de una experiencia de vida. Por tanto, las revoluciones no son, como se ha dicho a menudo, los momentos privilegiados en los que la historia -concebida a menudo como un corsé de monotonía y progreso- estalla y se abre a lo desconocido. El modo de ser de la historia es precisamente la explosión y la apertura a lo desconocido. Más o menos visible, más o menos imperceptible. Las revoluciones representan condensaciones ejemplares de la misma naturaleza del hecho histórico, porque muestran a quien tenga ojos para verlo -o, si uno es afortunado, cuerpo para sentirlo- la creatividad instituyente en marcha, la disolución de lo instituido, el surgimiento de lo nuevo. A partir de ahí, de estas pinceladas sobre Castoriadis y la historia, yo empezaría esta intervención por preguntarme cómo nos relacionamos entonces con el pasado y, en concreto, cómo nos relacionamos con el legado del propio Castoriadis.

Es difícil, creo yo, que se consiga hallar algo significativo en el pensamiento de un gran filósofo mediante un simple trabajo de comentario, de interpretación, de repetición. A mi juicio, algo significativo sería una lectura del filósofo en cuestión que no sólo comentase o contextualizase la obra, sino que la vivificase, le otorgara un nuevo sentido, la hiciera vibrar en el roce con lo que pasa, con la historia. Me apostaría cualquier cosa a que Castoriadis estaría de acuerdo con esto. Y como afirmaba Nietszche, es precisamente la creación en el presente lo que te permite ver algo significativo en el pasado. Es decir, una sacudida en el presente ofrece la posibilidad de un mirada nueva vuelta hacia el pasado y, por tanto, de un pasado nuevo.

Por ejemplo, yo mismo, durante muchísimo tiempo, prácticamente los años 90 al completo, leí profusamente a Castoriadis, sin interrupción. Ahora sería largo recapitular todo lo que me enseñó y hasta qué punto configuró mi mirada, mi discurso, mi práctica política. El valor fundamental de la autonomía, la idea de creación contra todo fatalismo histórico, la primacía de la experiencia contra la ideología y sus expertos, la convicción de que lo determinante en la vida social está en su base, de que no hay lugar privilegiado de lo político. Etc. Pero llegó un momento en el que ya no veía nada más en los libros de Castoriadis, como cuando alguien repasa varias veces el mismo texto para corregirlo. Nada que no fuera confirmación de lo ya sabido. Y sin embargo, la aparición de un tiempo a esta parte de lo que se ha venido (mal)llamando “movimiento antiglobalización”, que no quisiera yo que se identificase aquí sólo con la gente que va de contracumbre en contracumbre sino más bien como un movimiento telúrico o sísmico (Wu Ming) de nueva politización, nos permite volver a Castoriadis y encontrarlo fecundo.

Algo nuevo que surge en y por la historia nos permite hallar riqueza en muchas cosas de las que decía Castoriadis (pero también límites, como desarrollaremos más adelante). Es decir, no es un trabajo esforzado de lectura atenta y minuciosa, sino más bien un chispazo existencial en el presente (nuevos problemas, nuevos desafíos, nuevas búsquedas) lo que abre de nuevo el pasado a una exploración productiva. Sólo la creación en el presente nos permite vincularnos de manera viva con el pasado histórico, que también es creación. Hallamos autonomía en las calles y recodos de la materia social (asambleas barriales, piqueteros, clubes de trueque, etc.), buscamos herramientas conceptuales (imagen que hay que despojar de la carga instrumental que porta) y de pronto nos topamos con la obra de un tipo calvo y malhumorado que gira precisamente en torno a la posibilidad y la capacidad humana para la autonomía, esto es, la capacidad de pensar por uno mismo y actuar concertadamente con otros (tan presente, inadvertidamente, en la misma vida cotidiana) y la posibilidad de vivir juntos sin necesidad de una geometría jerárquica que nos organice -algo que Castoriadis llamó “proyecto de autonomía”.

Por tanto, no sólo creo que es buenísima la idea de sondear el trabajo de Castoriadis a partir de la experiencia argentina de creación política de los últimos tiempos, como se ha propuesto en este encuentro, sino que pienso que quizá este encuentro y el interés por releer colectivamente a Castoriadis es también un fruto rendido por la experiencia argentina tras 2001 y no habría sido posible sin ella.

Al pie de la calle y al pie de la letra

Me vais a perdonar (espero) que a partir de aquí meta un poco el dedo en el ojo. Creo que durante estos días se han contrastado (nunca suficientemente, pero sí bastante) las reflexiones de Castoriadis y las experiencias sociales y callejeras de autonomía en Argentina, la invención de nuevas formas de democracia, de deliberación pública de masas, de horizontalidad. Hemos visto hasta qué punto los conceptos e imágenes de Castoriadis (“magma”, “instituyente e instituido”, “autonomía”, “autoorganización”, etc.) sirven, han servido o pueden servir para enriquecer la reflexión sobre lo que hacemos, sobre lo que pasa. Yo querría, desde esa tensión creativa entre el trabajo filosófico de Castoriadis y la emergencia social de nuevos focos de autonomía y sentido, señalar algunos problemas que veo, algunos interrogantes que me suscita ahora su obra. Me vais a perdonar que aplique una mirada mayormente crítica sobre los límites de una grandísima meditación como es la de “Corneille”. Pero creo que es importante abrir aquí un hueco para una reflexión con ese perfil.

¿Qué peligro corremos continuamente los que hallamos muchísimo placer en albergar en nuestra cabeza pájaros filosóficos de esos que siempre preocupan a la gente seria, realista y pragmática, “con los pies en la tierra”? Hallamos autonomía en las calles, buscamos imágenes teóricas que sirvan para darle profundidad a lo vivido… y de pronto ya sólo interpretamos lo vivido según lo que leemos en los libros. Como advertía Ignacio Lewkowicz, ya no usamos los libros para descifrar los problemas y las potencias de una experiencia al pie de la calle, sino que leemos e interpretamos las experiencias vividas al pie de la letra.

Castoriadis advertía frecuentemente sobre esta tentación, que tenía según él un vínculo muy profundo (y no se equivocaba) con las significaciones centrales del capitalismo y con la esencia del “pensamiento heredado”. Primacía de lo teórico, advertía. Es decir, en la fábrica unos “diseñan” (crean la imagen-modelo) y otros ejecutan (la “materializan”). En el ámbito teórico, se juzga que “pensar” es una contemplación desinteresada del mundo y “hacer” es una tarea técnica o instrumental. En el marxismo “ortodoxo”, los dirigentes anticipan el devenir revolucionario de lo social y las masas mudas y obedientes entregan su vida a colmar la brecha entre el “deber ser” (la imagen-modelo) y el “ser” (lo que hay). Etc.

Por otro lado, las dos corrientes principales del “pensamiento heredado” (materialista e idealista, o platónica y hegeliana) comparten estrechamente su profundo disgusto ante las ideas de creación, de indeterminación, de espontaneidad, de imaginación, de experiencia. Es decir, precisamente las categorías que Castoriadis trabajó. El pensamiento heredado ha tratado siempre de domesticar el hecho histórico, incapaz de aferrar lo que surge en inmanencia, reduciendo cualquier novedad histórica a la dialéctica de una historia determinada o a la combinación de variables y elementos de una estructura “eterna”. En todo caso, aplicando sobre lo real esquemas que pre-comprenden lo que pasa y nos dan seguridad.

Esta primacía de lo teórico es muy fácil denunciarla en lo teórico, pero a veces parece más complicado evitarla en la práctica, es decir, verdaderamente aplicar una mirada que no se limite a aplicar nuestros esquemas conceptuales sobre el desenvolvimiento de lo real. Es la misma distancia que hay entre repetir la cita de Castoriadis sobre que nuestra libertad depende de que sepamos mirar el abismo de nuestra existencia de frente y el hecho de encarar verdaderamente nuestra mortalidad y finitud. Abismal.

Por ejemplo, durante los años 80 Castoriadis criticó mucho a los movimientos ecologistas y pacifistas por su carácter parcial, por no asumir el problema de la institución global de la sociedad. Le parecía absurdo un ecologista preocupado por las reservas naturales sin comprender la cadena que une inextricalmente las reservas naturales con nuestro modo de consumir, con el imaginario del crecimiento, del progreso, del desarrollo. Era muy crítico de esa parcialidad, aunque disculpaba a los ecologistas que asumían el problema con su cabeza (“eran conscientes”) aunque no pudieran desarrollar ninguna respuesta práctica (porque la dimensión del problema se les escapase). Por supuesto, podemos estar de acuerdo “teóricamente” con Castoriadis en esa apreciación concreta del movimiento ecologista. La crítica parece razonable.

Pero si queremos evitar los deber-ser que funcionan como requerimientos exteriores que tensionan estérilmente desde fuera una experiencia sin aferrarla ni conocerla, habría que plantearse una serie de preguntas: ¿por qué ocurría tal cosa? ¿se trataba sólo de una comprensión deficitaria de lo social? ¿una cuestión de conciencia? ¿cómo vivían ese problema los protagonistas de las luchas ecologistas? ¿no produjeron también los movimientos ecologistas o pacifistas coordinaciones a nivel internacional? ¿por qué resultaba -y resulta- tan difícil anudar distintas luchas sociales? ¿cómo se dan hoy las artículaciones políticas sobre el terreno de la dispersión, de la disolución de un horizonte único o hegemónico de lucha (la lucha en la fábrica del movimiento obrero, por ejemplo)? ¿criticar a fondo una dimensión esencial como la relación de una sociedad con el medio ambiente no altera la totalidad de su estructura?

¿Castoriadis argentino?

Y ¿qué podría haber dicho Castoriadis del proceso de creación histórica inaugurado de alguna manera por la insurrección de 2001? Está feo poner palabras en boca de alguien que no puede defenderse, pero me parece que el ejercicio especulativo podría ser útil para iluminar el problema que trato de exponer.

Seguramente, en el rostro de Castoriadis se hubiera dibujado una sonrisa enorme si hubiera vivido aquí durante el proceso de autoorganización social que se abre en diciembre de 2001. Confirma una de sus principales ideas-fuerza: la creación histórica como emergencia de algo que no estaba presente como tal en la sociedad. En este caso, me refiero a la cultura social de la autogestión, que anima la experimentación desde abajo de nuevas formas de consumo, producción, comunicación, organización, etc. A mí, como a cualquiera en Europa, nos cuesta horrores entender algo de lo que pudiera ser el peronismo. Un amigo me decía estos días: “es una mezcla de anarquismo y franquismo” (¡!). Pero mucha gente me repite lo mismo: lo único que no se puede decir que sea el peronismo es una cultura de la horizontalidad, de la autogestión, de la autoorganización. Esa cultura social y política es una novedad, una creación. Por supuesto, esto no quiere decir que no hubiera trazas de esa cultura de la autoorganización en Argentina. Raúl Zibechi ha publicado Argentina: genealogía de la revuelta, un libro muy interesante que precisamente asume la tarea de rastrearlas. La creación política en Argentina ha elaborado esas huellas, pero los resultados no se hallaban inscritos en ellas: los efectos exceden a las causas.

Castoriadis se hubiera alegrado enormemente también de la reactualización de la significación de autonomía. Era el corazón de su trabajo teórico, de su apuesta política, de su mismo estar-en-el-mundo. Pero hoy, con un gobierno que vuelve a asumir la iniciativa en todos los ámbitos de lo social, mientras muchísima gente habla de “impasse”, “reflujo” o “derrota”, quizá Castoriadis hubiera concluido que la fiesta estuvo bien mientras duró, pero se acabó tan pronto porque no asumió el problema de la institución global de la sociedad, se buscó refugió en los “islotes de horizontalidad” y no se elaboró un nuevo “proyecto de sociedad (autónoma)”. Es lo que he escuchado a alguna gente en este encuentro, muy marcada por las ideas de Castoriadis. Y podemos encontrar muchísimas consideraciones así en la obra del último Castoriadis.

Fidelidad es traición

Daniel Blanchard, antiguo compañero de Castoriadis en SouB, alguien que hizo de puente durante un tiempo entre la Internacional Situacionista y el grupo de Castoriadis, contaba en una entrevista a mitad de los 90 algo que me dejó helado. Medio de broma, le sugirió a Castoriadis que, tal y como estaban las cosas entonces, deberían rehacer SouB y Castoriadis respondió (sin seguir la broma): “yo creo que todos los análisis que hicimos en Socialismo o Barbarie son todavía absolutamente pertinentes”. En algún momento de El ascenso de la insignificancia afirma lo mismo: los análisis que se hicieron a finales de los años 50 sirven perfectamente para aferrar la situación social a mediados de los años 90. ¡Como si no se hubiera producido entre medias un hecho decisivo como la derrota catastrófica de los movimientos sociales de los años 60!

A Blanchard esta anécdota le servía para reflexionar, abriendo vías muy fecundas que exploramos y prolongamos por nuestra cuenta aquí, sobre una curiosa paradoja constituyente de la vida y la obra de Castoriadis: un énfasis muy fuerte en la apertura (base de su reflexión sobre la creación histórica) mezclado con momentos muy fuertes de cierre. Apertura, cuando en 1965, mostrando un coraje y una audacia que hoy nos cuesta imaginar, rompe con las vulgatas marxistas y las lenguas de palo ortodoxas que constituían el horizonte mental y afectivo de tanta gente y emprende en solitario la tarea de reconstrucción de las categorías filosóficas que nos sirven para pensar la sociedad y la historia. Cierre ante el pensamiento de “otros significativos” (citemos los nombres de Deleuze, Guattari, Foucault), cierre ante los procesos y los movimientos portadores de cambios esenciales a partir de los años 80. Etc. Un cierre rígido y arrogante de las categorías frente a lo desconocido. Una dificultad para reinventarse a sí mismo como intelectual revolucionario (motivada sobre todo, según Blanchard, por el deseo de entregarse a la filosofía).

Seguramente, eso de “reinventarse a sí mismo” suena hoy muy posmoderno: muchos lo traducen como un “cambio de chaqueta” oportunista. Sin embargo, la fidelidad no significa repetición. De hecho, la repetición traiciona lo más profundo de un pensamiento que se nutre de prácticas creativas, que no asigna la primacía a lo teórico-especulativo. Socialismo o Barbarie nos lega sobre todo una cierta forma de mirar, que se traiciona cuando se repite y se mantiene viva cuando se actualiza. Los análisis de Socialismo o Barbarie son de una riqueza extrema para pensar cierta experiencia de vida y de luchas: la experiencia de dominación y contestación del proletariado industrial. Pero aplicarlo sobre el presente supone dejar escapar su singularidad, potencia y novedad. Esto es, traicionarlo. La fidelidad a la experiencia de SouB no pasa por repetir sus análisis treinta años más tarde, sino por mantener su espíritu intrépido e independiente de pensamiento, por continuar la voluntad de desarrollar teorías conectadas a las prácticas políticas radicales.

El paisaje contemporáneo

¿Cómo van a ser válidos hoy en día los análisis de SouB? En ellos no se menciona la palabra precariedad, que marca hoy con un zarpazo la vida social entera, ni se considera la realidad masiva del desempleo, no como un intervalo entre dos trabajos, sino como una condición permanente de la vida del sujeto. La noción de red, otro ejemplo, está completamente ausente: el análisis gira en torno a las pirámides jerárquicas. El rasgo principal de la sociedad criticada por SouB era la burocracia, la división entre dirigentes y ejecutantes. No sólo en el lugar de trabajo (aunque quizá originada allí), sino también en el Estado, la escuela, en la familia, en la investigación, etc. La burocracia era la “práctica dominante” de la sociedad fordista, es decir, el modelo general de todas las formas de dominación social.

En ese sentido, SouB produce una descripción muy potente de su época y de sus contradicciones fundamentales: racionalización del trabajo que acaba generando mayor irracionalidad al no contar con los sujetos que trabajan, etc. Podemos respirar también el aire de la época leyendo a Althusser hablar sobre “aparatos ideológicos del Estado”, a Foucault analizar las “instituciones disciplinarias” o a Guy Debord radiografiar “la sociedad del espectáculo”. El modelo de todas esas formas de dominación es la imposición alienante de sentido total. Pero Estado, escuela, fábrica, hospital, psiquiátrico, familia… ¿son hoy moldes sólidos que formatean nuestra subjetividad? La burocracia, ¿cómo se reconfigura en la época de la acumulación flexible, la globalización, la sociedad-red? El espectáculo que describía Guy Debord como un poder que no admite réplica, simbolizado en la relación de un espectador con su televisión, ¿funciona hoy de la misma manera, cuando el espectador que consume pasivamente imágenes alienantes se ha convertido un navegante de la red de redes? Y el Estado, ¿sigue siendo soberano en la globalización? ¿es capaz hoy en día de producir principios, valores, realidad y no sólo cárceles y represión?

Las cosas se han complicado terriblemente. “Autonomía” es una palabra frecuente en los manuales contemporáneos de management, la lógica del beneficio ha fagocitado en buena medida los discursos críticos del 68 (Boltanski/Chiapello), ha puesto a trabajar los valores de creatividad, autonomía, realización, flexibilidad. La dominación no es clara y distinta (unos mandan y otros obedecen), sino que se organiza como manchas en la piel de un leopardo (Virno). Es decir, en el mundo actual podemos encontrar un mosaico de modalidades esclavistas de trabajo (los inmigrantes sin papeles, por ejemplo) junto a formas sofisticadísimas de automovilización (en el sector de la “nueva economía, sin ir más lejos). Un mosaico articulado en red gracias a las nuevas tecnologías de la comunicación y la información. No hay oposición tajante entre dominación y autonomía, entre el poder y la liberación de la creatividad. No hay un modelo de dominio, sino el mestizaje de todos los modelos históricos de opresión y explotación que ha conocido la historia. Incluida la burocracia, claro.

La fragmentación no es sólo un obstáculo o una incapacidad de los movimientos sociales para elaborar hipótesis globales de articulación. Los mismos movimientos sociales deliran cuando se piensan a sí mismos en términos de centros jerárquicos de sentido (toma del palacio de invierno, representación del proletariado, etc.). La fragmentación es un dato básico, de partida, que nos constituye. Es el suelo mismo que pisamos o, mejor aún, que se escapa incesantemente bajo nuestros pies. La sociedad no es “o bien autónoma o bien heterónoma” (como quizá podía juzgarse cuando la categoría de “totalidad” tenía un sentido efectivo e inmediato), sino un magma donde podemos hallar ambas cosas mezcladas, fragmentos de libertad, recodos de autonomía, situaciones de horizontalidad, etc. Esa mutación radical del paisaje que habitamos obliga a repensar también radicalmente las categorías que usamos para aprehenderlo. Romper muchas inercias. Inventarnos lentes nuevas.

La acción contemporánea

Creo que el pensamiento de Castoriadis sobre la naturaleza de la acción política quedó absolutamente marcado por la lucha del proletariado industrial contra la dominación burocrática (idéntica en muchos aspectos en el Este y en el Oeste). De alguna manera, el movimiento obrero sí cargaba “sobre sus espaldas” el problema de la institución general de la sociedad. ¿Por qué? Es una larga discusión: su centralidad en la estructura social y la forma misma de esa estructura, el alcance de su práctica política y de las instituciones que creaba, el carácter “integrado” de la sociedad que habitaba, etc. Lo cierto es que portaba una alternativa global de sociedad. Ya no, ha perdido la partida (Robert Castel). Pero si evaluamos las experiencias de lucha por contraste con la imagen-modelo del movimiento obrero nos perderemos su especificidad, su potencia, sus problemas reales. No rescataremos más que sus aspectos deficitarios con respecto a un deber-ser. Ésa es la impresión que me deja en mayor medida la lectura de los textos sobre luchas contemporáneas que escribió Castoriadis durante los años 80 y 90 (mucho más pobres que lo que podemos leer en Deleuze, Guattari o Foucault, que trataban de pensar esas luchas en inmanencia, sin modelo). El afecto que acompaña inevitablemente a esa mirada es la tristeza, aunque en el caso de Castoriadis despojada de huellas nostálgicas o de resentimiento (como en el caso de muchos post-situacionistas y otros).

Castoriadis elaboró sus nociones sobre la acción política transformadora o antagonista en condiciones de dominio burocrático generalizado que se trataba de desarreglar, romper, subvertir, agujerear e interrumpir para crear otras formas de existencia colectivas más allá. La crítica del 68 es anti-estatal, anti-jerárquica, anti-burocrática. Apuesta por la participación, el juego, la experimentación, la liberación de la creatividad, la realización, la comunicación. Se inscribe en una lógica de enfrentamiento muy fuerte: happening, teatro-guerrilla, disturbios callejeros, interrupción del orden, del sentido dominante. Los líderes más conocidos del 68 eran (entre otras cosas) maestros en el arte de la provocación: Dany Cohn-Bendit, Tom Hayden, Abbie Hoffmann, Jerry Rubin, Mark Rudd, René Riesel… Libertad era equivalente a liberación. Todo ese potencial de conflicto quizá resuena hoy en nuestros oídos con el sonido de los cacerolazos. Pero, ¿en qué sentido resuena? ¿cómo pensar debemos las similaridades y las discontinuidades?

En nuestras condiciones de vida, el consumo, la flexibilidad, la precariedad, la inseguridad o la saturación informativa no imponen un sentido (“rigideces”), sino que impiden cualquier construcción de sentido (y, por tanto, de carácter, que como decía Nietzsche alude a una “experiencia que se repite”). Funcionan a modo paródico de “desarreglo de todos los sentidos” rimbaldiano: desarreglan, rompen, subvierten, agujerean e interrumpen toda secuencia lineal, toda actividad a largo plazo, toda posibilidad de acumulación. Algo de eso percibió Castoriadis cuando empezó a analizar “el ascenso de la insignificancia” o “el mundo fragmentado”. Pero de manera muy superficial y unilateral, a mi juicio. Generalidades sin carne y hueso, sin el trabajo empírico que había caracterizado a SouB. No se analiza una “gran transformación”, sino sólo una “gran descomposición”: des-orientación social, des-interés por lo público, des-integración de los mecanismos de dirección, des-aparición del conflicto político, etc. La disolución de un mundo. La caída del Imperio Romano por implosión. El porvenir de barbarie predicho hacía tiempo por Castoriadis y sus compañeros si los hombres y las mujeres no luchaban por instituir el socialismo, la autonomía.

¿Y si finalmente el legado político más importante de Castoriadis es su legado filosófico, es decir, las categorías que aporta para pensar (entre otras muchas cosas) la historia como creación, el sujeto como autoorganización y el ser como multiplicidad? Nos toca a los demás verificar la potencia de esas categorías en el roce mismo con lo real histórico -y, por tanto, con las prácticas de transformación social.

Autonomía en 2005

El primer día de este encuentro se pasó el vídeo de una conferencia de Castoriadis aquí en Buenos Aires, en 1996. El vídeo transmitía una fuerza enorme. Aunque las conclusiones de Castoriadis sobre el presente eran pesimistas. No sin razón, estábamos en 1996, en plena época de “conformismo generalizado”, como llamó Castoriadis al proceso de neutralización de lo político tras el 68, el reflujo de despolitización, privatización y “contrarrevolución” que solemos identificar con los gobiernos Thatcher-Reagan.

¿Podemos anunciar que esa época se ha acabado? ¿que ha sido pulverizada por la irrupción del movimiento global, es decir, de la proliferación de luchas que cuestionan la hegemonía del neoliberalismo y construyen “otros mundos posibles”? En absoluto. Seattle, Génova, Argentina, Bolivia… no representan un nuevo 68. El hilo rojo que enlaza a través del planeta distintas experiencias no asume la forma de un movimiento articulado. No es un acontecimiento que cierre una fase (el “desierto que crece”) y abre una secuencia completamente nueva y progresiva de acumulación de fuerzas. No es posible pensarlo así. Más bien habría que pensar en términos de resonancias (como dicen los zapatistas), extraños ecos, parentescos insólitos, reactualizaciones constantes, “rastros de carmín” (Greil Marcus). En ese común difuso que comparten las distintas experiencias más radicales (en el sentido de “ir a la raíz”) encontramos desde luego las significaciones de autonomía y horizontalidad, como valores, como principios, como horizonte, como nombre otorgado por las propias experiencias a una serie de comportamientos colectivos, políticos. Pero se reactualiza la noción de autonomía en un contexto completamente cambiado. Por tanto, su significado efectivo cambia. Nos perderemos eso si simplemente vemos la historia de la modernidad como una lucha entre Capitalismo y Autonomía (como significados dados) en épocas sucesivas.

No hay cambio epocal, porque podemos rastrear elementos fortísimos de continuidad: privatización, despolitización, neutralización del conflicto político. Sin embargo, se abren nuevas “brechas” (por utilizar el término que Castoriadis empleó para hablar de mayo del 68 en Francia) en el muro del conformismo generalizado. ¿Se han “cocinado” esas fisuras durante los años más oscuros de las últimas décadas? A partir de ahí, podría hacerse una relectura del pasado que cuestionase el poder omnímodo de la privatización y el conformismo durante cierta época. Quizá durante los años 70, 80 y 90 se dieran transformaciones subjetivas en la percepción de la ciudad, la comunidad, la lucha política, el trabajo, el consumo y la educación que funcionaran como gérmenes (por usar otra palabra del gusto de Castoriadis) de lo que ahora se elabora colectivamente e irrumpe en la superficie social. Creo que no podemos entender las significaciones de las luchas contemporáneas sin atender a esa mutación antropológica de las últimas décadas.

En este vacío contemporáneo de significaciones, la experiencia argentina es altamente inspiradora y estimulante, porque precisamente se da ahí una lógica de construcción de nuevos vínculos, nuevas formas de pensar, hacer y decir. La libertad no es sólo liberación, sino asociación, recreación de lazo social, despliegue de una lógica de cuidados. No se agota en el “No”, sino que afirma una construcción de redes alternativas, de nueva subjetividad, de otras modalidades de autoayuda colectivas. No pivota en torno al “anti”, inventa una “nueva geometría de la hostilidad” (Virno) en la que el Estado puede ser un recurso o un interlocutor, no sólo un enemigo que nos define a la contra. En Europa (hablo muy en general) la acción política sigue más pegada a la lógica del enfrentamiento, la visibilización, la denuncia, la reinvindicación. Expresa un “No” que aún no sabe bosquejar un “Sí” encarnado en experiencias alternativas, contrapoderes, etc.

Ahora bien, ese “No” (“no a la guerra”, por ejemplo) también nos ha permitido ver a su trasluz una afirmación previa, redes de sociabilidad difusas (afinitarias, éticas, estéticas, existenciales) que se politizan de pronto. No partimos de la nada, sino de un “nosotros dislocado” (Precarias a la deriva). Es decir, ya no pertenecemos de entrada a estructuras sólidas de sentido (movimiento obrero, nación, Partido, etc.). No hay un “nosotros” previo que “liberar”. Estamos “conectados” a distintas redes, frágiles, efímeras, muy ambivalentes. El “nosotros” es un proyecto o una apuesta, no una herencia. No deberíamos pensar el proceso de reconstrucción de lo “común” como el “remake” con nuevo decorado y protagonistas (la multitud, el precariado, los excluidos) de la experiencia de autocreación del movimiento obrero (que se dio igualmente en condiciones de dispersión muy fuertes). Ese imaginario funciona como bloqueo, nos obliga a pensar el presente como reedición del pasado. Nos vuelve a someter a la primacía de lo teórico-especulativo. Y como decía Lenin, la historia no reconstruye los platos rotos.

En ese sentido, conviene asumir hasta el fondo la -sana pero problemática- disolución de todo centro jerárquico de sentido y, por tanto, de cualquier respuesta fácil sobre el problema de la institución global de la sociedad. El problema de la articulación política (entre distintas experiencias alternativas, en relación con las instituciones) está abierto. Es un problema crucial (como se ve en Venezuela, en Bolivia, etc.). Entre la tentación centralista y la tendencia “natural” a la dispersión, ¿qué formas de vínculo, intercambio y cooperación pueden darse? Una vez abandonado el imaginario del universal-modelo, ¿puede refundarse un nuevo universalismo emancipador, concreto y situado, que no funcione mediante el formateo de las diferencias, sino mediante el contagio trasversal del ejemplo?

Y, ¿por dónde vendrán las nuevas formas de politicidad? ¿serán reinvindicación de derechos negados, conciencia de la nueva explotación, encarnación de la potencia del trabajo inmaterial hegemónico, expresión del malestar difuso que recorre lo social? A veces pensamos por comodidad que las viejas formas de politización surgían en la “toma de conciencia” de la explotación, del lugar que ocupaba uno en la estructura social asimétrica. La obra de Castoriadis demuestra abundamente hasta qué punto este planteamiento es pobre. La autocreación del movimiento obrero es una obra portentosa de elaboración colectiva de la experiencia (Thompson), transformación social y creación cultural (Castoriadis). La “toma de conciencia” explica muy poco, a pesar de lo que creyera el marxismo más reduccionista. Hay que mirar más bien la producción de formas de vida, de deseos colectivos, de valores, de historias e imaginario alternativo. De otra manera no entenderemos nada. Nos quedaremos en lo ideológico. Juzgaremos a los movimientos sociales por su conciencia y no por su práctica efectiva. Creo que sigue siendo perfectamente pertinente esa aseveración que hizo Castoriadis durante los años 70: «la transformación de la sociedad, la instauración de una sociedad autónoma, implica un proceso de mutación antropológica que, evidentemente, no podía y no puede completarse ni única ni centralmente en el proceso de producción. O bien la idea de una transformación de la sociedad es una ficción sin interés, o la contestación del orden establecido, la lucha por la autonomía, la creación de nuevas formas de vida individual y colectiva invaden e invadirán en lo futuro (conflictiva y contradictoriamente) todas las esferas de la vida social».

Ayer mismo estuve en una discusión entre experiencias alternativas de educación, de comunicación, de producción y de pensamiento. Me sorprendió mucho. Alguien que viene de Europa podría pensarse que la ola del 19/20 está en absoluto reflujo. Por tanto, espera encontrarse tristeza por doquier, un sentimiento de impotencia y carencia (“lo que fuimos y ya no somos”). Sin embargo, me sorprendió la capacidad de toda esta gente de estar pensando qué arma y que desarma hoy las experiencias de autonomía, en la nueva situación que nombramos “Kirchner”. Una situación (por lo que entiendo) de relativa hegemonía cultural del gobierno, trabajada mediante una política de gestos simbólicos con escaso alcance material (como en España con Zapatero). En esa situación, ¿cómo oponerse a la tristeza y la marginación y seguir pensando, seguir conectando núcleos activos aunque minoritarios de resistencia?

Castoriadis describía la democracia como un régimen político “trágico”. Trágico, porque histórico. La historia no es el relato de la victoria progresiva de algún Sujeto (clase obrera o multitudes) que camina sin verdaderos extravíos hasta la reconciliación final, la victoria. Volvemos al principio: si la historia es creación, también es destrucción. Crisis, calamidades, derrotas, pérdidas. Durante años, se han manejado distintas ilusiones deterministas sobre la historia entre los movimientos políticos. “Bien está lo que bien acaba”, venían a decir. ¿Puede darse una esperanza que no pase por mantener ilusiones sobre el futuro? El historiador Christopher Lasch rastreó entre los movimientos “populistas” norteamericanos (movimientos de artesanos fundamentalmente, que defendían su autonomía frente al poder financiero y estatal) la presencia de una esperanza “trágica”, que encuentra apoyo más en el pasado que en el futuro. Una esperanza que funciona como motor en el presente, que incita a perseverar. Debemos conservar esa esperanza, esa confianza en los poderes de la imaginación humana, sin necesidad de creer que vamos a favor de la corriente, sin ilusiones. Porque, como se ha dicho, quien vive en la ilusión al final acaba muriendo en la decepción.

Edición digital de la Fundación Andreu Nin, agosto 2006

Sobre el autor: Fernández-Savater, Amador

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