Los Hechos de Mayo (Juan Andrade, 1986)

Texto incluido en el libro de Juan Andrade Notas sobre la guerra civil (Actuación del POUM), Madrid, Ediciones Libertarias, 1986.
 

Las llamadas «Jornadas de Mayo» de 1937 en Barcelona y la posición adoptada por el POUM fue el ejemplo de una posición nuestra que podía calificarse a simple vista de »equívoca». En dicha fecha las telecomunicaciones en Barcelona estaban aún «sindicalizadas», es decir, no pertenecían al Estado ni a la colectividad obrera en su conjunto sino al Sindicato de Teléfonos de la CNT, que se había reservado todos los derechos de propiedad, que determinaba el curso a dar a los mensajes e incluso ejercía la censura de una manera caprichosa. Semejante estado de cosas era intolerable porque era arbitrario y unilateral. Era necesario regularizar «la sindicalización de las comunicaciones» pero la contrarrevolución estalinista vio en esta situación un motivo para comenzar la represión contra el poder de los sindicatos de la CNT en Cataluña. Con varios camiones de guardias pertenecientes al PC, sin órdenes ni autorización expresa del gobierno de la Generalidad, el comisario estalinista de orden público se presentó en la central telefónica para incautarse del edificio.

Los cenetistas del sindicato de telecomunicaciones hicieron frente a tiro limpio y se entabló una batalla violenta. La noticia se difundió rápidamente por la ciudad: se declaró la huelga general en solidaridad y se levantaron barricadas por todos sitios. Las fuerzas obreras no comunistas fueron dueñas de Barcelona y de casi toda Cataluña durante cinco días, con un resultado de más de quinientos muertos y millares de heridos. Habiendo demostrado su fuerza superior la clase obrera no comunista, que hubiera podido cambiar el curso de los acontecimientos, las «jornadas de mayo» se convirtieron al final en una victoria para la contrarrevolución estalinista a consecuencia de la deserción de los jefes máximos de la CNT-FAl, y el POUM fue quien pagó en resumidas cuentas las consecuencias de la politiquería de los dirigentes anarcosindicalistas’. A pesar de que no aceptábamos y criticábamos los errores de la »economía confederal» estábamos obligados a solidarizarnos con ellos ante la agresión estalinista. Esta fue una de las varias contradicciones de conducta con que nos encontramos enfrentados frecuentemente.

El ataque contra la Telefónica fue, evidentemente, un golpe deliberado de la contrarrevolución estalinista para intentar acabar con la hegemonía anarcosindicalista en Cataluña. Y la reacción violenta de los trabajadores de la Central de Telecomunicaciones estuvo principalmente inspirada en la concepción anarquista de la defensa de propiedad sindical; era por lo tanto una reacción defensiva. El servicio de telecomunicaciones estaba considerado por ellos como únicamente perteneciente al sindicato, el cual se reservaba también exclusivamente el privilegio de ejercer la censura de los mensajes, aplicando así su política de sindicalización de todos los bienes de la nación.

La respuesta de los obreros telefónicos estuvo limitada pues a la defensa de la propiedad sindical, por lo cual durante todos los días que duraron los sucesos no se formuló por parte de la CNT-FAI ningún programa, ninguna aspiración o reivindicación más que la conservación de este derecho sindical. Fue únicamente nuestro partido el que, en sus octavillas, en los números de «La Batalla» que logró tirar, en su radio, proclamaba el carácter contrarrevolucionario del asalto a la Telefónica y su significación política. Inmediatamente que surgió la respuesta de los obreros telefónicos al ataque de los guardias de asalto, el POUM invitó a todos los militantes y a los trabajadores en general a levantar barricadas y a emprender el combate «contra las fuerzas contrarrevolucionarias». Todo el partido en pleno respondió valerosamente a su deber, incluso camaradas de las comarcas acudieron a Barcelona y fueron milicianos nuestros, que se encontraban en el frente, los únicos que creyeron su deber partir para Barcelona para prestar su ayuda a los que luchaban en las barricadas, sin que hubiera orden o acuerdo en tal sentido de nuestro Comité Ejecutivo.

Es obligado decir, reconocer, que durante aquellas jornadas había una especie de caos general, se pegaban tiros en abundancia, sonaban las ametralladoras por todas partes y hasta cañonazos; hubo muchos muertos y heridos pero en realidad la inmensa mayoría de los anarcosindicalistas, que eran los que dominaban, no sabían muy bien por qué luchaban y a lo que aspiraban. Nuestros militantes, sin orgullo ni patriotismo de partido puede declararse, sí eran conscientes de lo que se jugaba en aquellos combates: el triunfo de la revolución o de la contrarrevolución. Para ellos era muy comprensible la situación, porque ya desde hacía varias semanas, desde nuestros órganos de prensa, en nuestros mítines y reuniones, veníamos explicando el desarrollo de los acontecimientos y señalando los peligros que acechaban a la revolución a consecuencia de las acciones y de la propaganda estalinista. Era tal el desconcierto, la confusión y también la irresponsabilidad anarquista, que recuerdo muy bien que cuando yo tenía oportunidad de salir a la calle (nuestro CE estuvo reunido en sesión permanente mientras duraron los sucesos), se acercaban a mí y me abordaban numerosos camaradas extranjeros, incluso los trotskystas (pues en Barcelona misma los hechos no se veían igual que en París o Méjico), para decirme aproximadamente: «Pero esto no tiene ni pies ni cabeza. Hay que acabar con esta situación, buscar una salida»,  y esa era la realidad. Desde el principio nosotros habíamos comprendido la situación y la necesidad de elevar aquella sublevación desarticulada a un plano que correspondiera a lograr la hegemonía de la clase trabajadora, el desarrollo de la revolución. Sabíamos, por otra parte, que nosotros sufriríamos todas las consecuencias de la derrota, como efectivamente sucedió. Nuestra consigna fue la de «Frente Obrero Revolucionario CNT-POUM», que era la que ya el partido venía propagando desde hacía varias semanas ante el avance de la contrarrevolución.

Mantuvimos contactos con el Comité Nacional de la CNT, establecimos relación con  «Los amigos de Durruti», grupo del que hay que decir que no representaba nada efectivo, era un núcleo de peso mínimo que no pretendía hacer más que una oposición en el seno de la FAl, y que en manera alguna estaba dispuesto a una acción concertada con »marxistas autoritarios» como nosotros. Hago esta aclaración porque después se ha pretendido presentar a «Los amigos de Durruti», como una organización poderosamente representativa, expresión de la conciencia revolucionaria de la CNT-FAl. En realidad no eran nada en el plano orgánico y eran un monumento de confusión en el terreno ideológico; no tenían una idea muy precisa de lo que deseaban y lo que querían eran palabras ultrarrevolucionarias sin ningún efecto político y siempre que no supusieran ningún compromiso en la acción y no rebasasen la disciplina de la FAl. Nosotros hicimos todos los esfuerzos posibles, a pesar de todo, para concertar un acuerdo ante la situación; creo que únicamente llegamos a suscribir juntos uno o dos manifiestos invitando a la resistencia, porque ellos no admitían más. Después el grupo desapareció totalmente y no tuvo ninguna expresión pública.

Siendo nosotros minoritarios, no poseíamos una fuerza determinante en la situación y no teníamos más posibilidades que tratar de influenciarla y orientarla, al mismo tiempo que invitábamos también a la resistencia y hacia el avance sobre las posiciones de los adversarios.

Fui encargado por nuestro CE, durante los sucesos de mayo, de entablar relaciones con el Comité Regional de la FAl, que tenía su local en el seminario de Barcelona. Llegar hasta allí desde la Plaza del Teatro, donde se encontraba el nuestro, no era fácil. Había que atravesar una barricada tras otra, casi arrastrándose por el suelo, porque se tiraba de todas partes, sin mucha discriminación. Menos mal que el santo y seña «CNT-POUM», que nosotros habíamos logrado imponer, se respetaba de una manera casi general. Mis primeras gestiones allí estuvieron orientadas a lograr la constitución de un Frente Revolucionario que dirigiera la lucha y que formulara y orientara la finalidad de la misma. Me encontré con un comité faísta ampliamente superado por los acontecimientos; no se trataba ya de disparar tiros contra un patrono, sino de adoptar determinaciones políticas; ante la situación concreta no sabían qué hacer; pero eso sí, conservaban la altivez y suficiencia peculiar de los anarquistas en todas las circunstancias, y sobre todo ante los políticos marxistas. Para ellos no era preciso establecer ningún frente unido y su fuerza bastaba, aunque no se deducía realmente para qué, puesto que los propios combatientes suyos no recibían más órdenes que las de mantenerse en sus posiciones, pero sin consignas definidas. No hubo posibilidad de establecer ningún acuerdo, aunque sí algunas disposiciones prácticas precisas. Para esto, hice dos visitas más al CR de la FAl que no hicieron más que convencerme del desconcierto que reinaba en la dirección confederal, que únicamente deseaba «acabar con aquello», y porque además Companys les apremiaba a ello, «amistosamente», desde el domicilio de la Generalidad.

La última visita que hice fue para formular una proposición concreta nuestra, de índole militar. A través de los informes que nos habían dado nuestros comités de barriada, con los que teníamos enlace directo, habíamos llegado a establecer un mapa de la situación real de Barcelona. Casi toda la ciudad, a excepción de un centro en torno a la Generalidad, estaba en poder de las fuerzas combatientes de la CNT y el POUM. Se trataba pues de organizar un avance metódico, dirigido por especialistas militares, de las fuerzas combatientes cenetistas y poumistas hacia el centro de la Generalidad para tomar ésta. La operación no habría sido costosa, dado sobre todo que los elementos que defendían ese casco de la ciudad no poseían muy elevada moral frente a la combatividad de los trabajadores revolucionarios. Proposición inaceptable para los faístas, porque se mostraban ya abiertamente partidarios de acabar con la situación fuera como fuera, sobre todo, lo que era verdad, «porque el frente de guerra se encontraba a menos de cien kilómetros, había buques de guerra de las potencias enemigas en el puerto y los fascistas se preparaban para aprovechar las circunstancias». Por otra parte, alegaban que Companys les había prometido que no habría ninguna clase de represalias. Yo argumenté que, aún así, tomar la Generalidad suponía la posibilidad de establecer un pacto, de estipular garantías y conseguir posiciones que no fueran las de una simple capitulación. Juzgaron esto imposible sin ofrecer ninguna otra solución. Abandoné el local faísta convencido una vez más de que el confusionismo anarquista culmina siempre en las mayores catástrofes políticas.

Apenas había llegado yo a nuestro CE cuando la radio transmitió los célebres y trágicos discursos de Federica Montseny y García Oliver que constituyen la página más vergonzosa del anarquismo español durante la guerra civil. No faltaba ninguna nota sentimental: el enemigo fascista al acecho, la lucha entre hermanos antifascistas, la necesidad de concentrar todo el esfuerzo en la guerra, había que acabar con la lucha, etc. y terminaba con un llamamiento a la rendición. Es lástima que no haya quedado ninguna grabación, por lo menos que yo conozca, de estos discursos.

La reacción primera de muchos anarquistas fue de una indignación sana, muy expresiva. Pero inmediatamente también los comités de barriada comenzaron a desmontar las barricadas y a licenciar a los militantes que las habían defendido. Las nuestras se mantuvieron las últimas por instrucciones de nuestro CE. Dada la situación de desmantelamiento de la ciudad, dimos también la orden de retirarlas finalmente pues ya comenzaba a manifestarse la hostilidad anarquista contra nuestra «actitud intransigente». A las pocas horas hacían su aparición en Cataluña los «jaramas», es decir, las fuerzas de carabineros formadas por ex combatientes del frente del Jarama, que constituían el aparato de represión más eficaz que había creado ya el gobierno del Frente Popular.

Los españoles no estábamos muy bien dotados, en general, para establecer las estadísticas, y mucho menos para explotarlas. Las cifras que se dieron entonces sobre las víctimas de las »jornadas de mayo» fueron de 5.000 (500 muertos y 4.500 heridos). Nuestro partido tuvo varias docenas de víctimas.

Cuando se simplifican o esquematizan situaciones políticas muy complejas, para idealizarlas y deducir conclusiones falsas favorables a una tesis, se defiende, se hace demagogia fácil, pero no se sirve a la verdad y se elude toda responsabilidad efectiva. Reducir el problema, la situación tan fluida de aquel momento en que la clase trabajadora de Barcelona se había lanzado a combatir en la calle para ultimar la revolución, y decir que el POUM, como dijeron Trotsky y los trotskistas, haciendo el juego a los dirigentes anarquistas, dio la orden de abandonar la lucha, arregla bien los argumentos de los que, por encima de todo, tratan de desacreditar a nuestro partido y de presentar cada una de sus actividades únicamente como una pura traición, pero no responde a la más mínima verdad.

Sobre el autor: Andrade, Juan

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