Capítulo 10 del libro Los colectivizadores, titulado originalmente «Las lecciones del experimento». Publicado con autorización del autor para la edición digital de la Fundación Andreu Nin (marzo, 2002)
Es tradicional que después de un fracaso del movimiento obrero se diga que la experiencia adquirida con él servirá para futuros éxitos. No siempre ocurre así: el fracaso de 1917 no llevó a la unidad sindical ni el de 1934 a la consolidación de la Alianza Obrera. No ocurre lo mismo con las colectivizaciones. Fueron destruidas pero no fracasaron. Se trataba, sin embargo, de un experimento, de una prueba, y como tal han de analizarse y deducir de la realidad las lecciones pertinentes. Lo primero es conocer la realidad tal como fue, desbrozándola de apologías y denigraciones y librándose uno mismo, en este examen, de lo que bien podría llamarse machismo ideológico, de la negativa a reconocer errores y de la tendencia a cargar todas las responsabilidades en otros. Este examen objetivo es lo que se tratará de hacer aquí, en lo referente a los aspectos humanos, psicológicos, de las colectivizaciones.
El doble precio
Toda medida transformadora lleva implícito el riesgo de desorganización, improvisación, errores y, por lo tanto, sufrimientos. Las colectivizaciones pueden considerarse, en este aspecto, como poco costosas, pues gracias al arraigo de la vieja aspiración y a los caracteres del movimiento obrero español -que había preparado a sus militantes porque el Estado no ofrecía ninguna preparación a la masa desposeída-, las colectivizaciones funcionaron mejor que el conjunto de la economía en los primeros años de la Revolución Francesa o de la Revolución Rusa.
Pero hubo que pagar otro precio. Si las fuerzas que hubieran podido impedir las colectivizaciones quedaron deshechas de momento el 19 de julio, se desarrollaron otras que trataron de mediatizarlas y convertirlas en la negación de sí mismas. Estas fuerzas, señaladas en el capítulo 9 [Los adversarios], iniciaron, después de mayo de 1937, no sólo el desmantelamiento de las colectivizaciones, sino la persecución y calumnia de las fuerzas que las pudieran defender, y la difamación de las propias colectivizaciones. Centenares de obreros fueron asesinados y millares encarcelados por sostener una revolución cuya expresión más clara era la colectivización de los medios de producción. Terminada la Guerra Civil, las colectivizaciones, evidentemente, fueron barridas por el franquismo, que persiguió también a sus defensores y dirigentes. Como en el resto de la represión franquista, las «autoridades» no actuaron por su cuenta, sino por denuncias que recibían. Hubo patronos que al regresar a su empresa se contentaron con ignorar lo sucedido en ella y no ejercieron represalias; fueron la excepción. Otros despidieron a los que formaron parte del comité de empresa ya los que consideraban «rojos», pero no los denunciaron. Otros -la mayoría, sin duda-, denunciaron a los miembros del comité de la empresa que ya volvía a ser suya. Si alguno de los denunciados no se había marchado al exilio, la policía lo buscaba; si había partido al servicio militar republicano, la denuncia acababa llegando al campo donde estuviera prisionero y se le trasladaba a su ciudad de origen, para pasar por un consejo de guerra. Finalmente, hubo algunos casos -excepcionales- en que un miembro del comité de empresa había sido detenido por denuncia de otras actividades y en que su patrón, satisfecho por la buena actuación del comité, trataba de salvarlo, y hasta, si el patrón tenía bastante influencia, lograba sacarlo de la cárcel. El conde de Romanones hizo esto con los miembros del comité de la colectividad de sus tierras de Guadalajara, y hasta volvió a darles trabajo. “Rara avis”, cierto.
En sus memorias, Francesc Cambó indica que en 1942, “hablando con unos fabricantes llegué a perder el control de mis palabras”. Habían comentado el caso los industriales que, arruinados cuando vino la guerra, se encontraron ricos cuando terminó la contienda, «gracias a la acertada y lealísima gestión del comité obrero que gobernó el negocio. Habían pagado las deudas con la depreciada moneda roja y escondido una buena existencia de mercancías, que después de la guerra los patronos pudieron realizar con un gran margen de beneficios. ¿Cómo no dieron a los obreros una parte importante de la ganancia?». Y Cambó les reprocha que los denunciaran e hicieran encarcelar.
A quien se acusaba sólo de haber pertenecido a un comité de empresa, el fiscal militar le pedía, casi automáticamente, una pena de seis años y un día a doce años de prisión por “auxilio a la rebelión”. Pero muchos que formaron parte de comités de empresa eran, además, militantes y tuvieron otras actividades, lo cual aumentaba la pena. En todo caso, a quien fue acusado y detenido sólo por haber sido de un comité de empresa, le tocó permanecer en la cárcel de dos a cuatro años, según la rapidez con que se llevó a cabo su proceso. No poseo cifras sobre cuántos se hallaron en esta situación.
Decía Marx que cuanto más miedo pasa la burguesía, más feroz se muestra en la represión. En España, las colectivizaciones fueron una causa de pánico, porque funcionaron relativamente bien, no fracasaron, y dieron esperanza y combatividad a los trabajadores. La burguesía en las ciudades, los grandes propietarios en el campo, no se contentaron con recobrar «sus» bienes. Se desquitaron, ensañándose con los obreros «colectivizados», por el miedo pasado y también por la humillación de ver que sus obreros hicieron funcionar las cosas tan bien o mejor que ellos. Como muchos miembros de comités de empresa pudieron exiliarse a Francia, desde Cataluña, fueron los obreros los que pagaron. y como estos obreros eran necesarios para que las empresas recobradas por sus dueños anteriores funcionaran, el ensañamiento no tuvo lugar tanto en prisiones y campos de trabajo, como en las empresas mismas. Las condiciones de trabajo, los horarios y los salarios que se establecieron después de 1939 constituyeron un retroceso de decenios. El sistema «sindica1» del franquismo, mala imitación del corporativismo mussoliniano, hizo pagar a los trabajadores el «pecado» de haber querido ser los amos, hasta que creció una nueva generación de obreros y patronos que no habían vivido directamente esta experiencia. A este doble precio que el proletariado pagó por las colectivizaciones correspondió un doble chantaje.
El doble chantaje
Las colectivizaciones fueron mediatizadas, desvirtuadas y habrían sido destruidas, de durar más la Guerra Civil, gracias a un doble chantaje que paralizó a las fuerzas que, de otro modo, las hubieran defendido. Fue este doble chantaje lo que impidió que los trabajadores se negaran a aceptar la mediación estatal primero, la manipulación de las empresas luego, y finalmente la nacionalización virtual de algunas de ellas.
El primer chantaje, como ya se explicó, fue el de las armas soviéticas. Los republicanos no se hubieran atrevido a tratar de mediatizar las colectivizaciones de no haber contado con el apoyo comunista. Los comunistas no hubieran podido tomar la iniciativa de la campaña contra ellas ni captar a una parte de la clase media si no hubiesen contado con la «ayuda» soviética. Fue ésta lo que les dio fuerzas para emprender la campaña. Por sí mismos, los comunistas no eran una fuerza, no contaban con núcleos obreros importantes en sus filas, no gozaban de prestigio ni los sostenía una larga tradición de lucha. Aún dando por ciertas las cifras, exageradas, que los propios comunistas ofrecían sobre sus efectivos, éstos no llegaban ni al 2,5 por ciento de la clase obrera organizada; la mayoría de sus militantes no eran obreros industriales. Fue la ayuda soviética –hecha posible por la defección de las democracias capitalistas y por la entrega por Negrín de las reservas españolas a Moscú-lo que dio a los comunistas su fuerza. Como a la URSS no le interesaban las colectivizaciones (por razones diplomáticas y porque mostraban un camino que no era el modelo soviético), los comunistas quisieron destruirlas. Los republicanos, que no hubiesen sido capaces de hacerlo por sí mismos, se unieron a ellos y entre los dos aniquilaron la única experiencia de propiedad colectiva no estatal que había tenido lugar en el mundo.
El chantaje de las armas soviéticas fue posible porque España estaba en guerra civil -la misma guerra civil que hizo posible las colectivizaciones-. La Guerra Civil reforzó este chantaje porque impidió que los obreros lucharan para defender las colectivizaciones. Cuando quisieron hacerlo, pese a todo (en mayo de 1937) sus propios dirigentes les aconsejaron deponer las armas. Luego, desmoralizados por esta lucha perdida sin casi librarla, ya no pudieron recurrir a otros medios, presiones y protestas porque cualquiera de ellos habría perjudicado el esfuerzo de la guerra y, automáticamente, creado las condiciones para que las colectivizaciones -o lo que quedara de ellas- fueran barridas por el franquismo. Esto finalmente sucedió, pero no por la defensa obrera de las colectivizaciones, sino por razones propias de la diplomacia soviética (comienzo de las negociaciones secretas Stalin-Hitler) y en cierta medida también por la pérdida de la moral de combate causada por la mediatización de las colectivizaciones.
El doble error
La trabazón entre estos dos chantajes muestra que la posesión de los instrumentos económicos no basta para transformar la sociedad. La mediatización de las colectivizaciones y la campaña contra ellas se llevó a cabo mediante la prensa, la radio, la propaganda política, la acción diplomática, la actividad policíaca y hasta la intervención de las fuerzas armadas (en Aragón con las colectivizaciones agrarias). Si todos estos elementos hubiesen estado controlados por los partidarios por los partidarios de las colectivizaciones, no hubieran podido utilizarse contra ellas. Si el 20 o el 21 de julio, en lugar de contentarse con las colectivizaciones espontáneas y los comités de localidad, se hubiese ido a la toma del poder, los comunistas no hubieran tenido ninguna posibilidad de sabotear las colectivizaciones, porque no habría sido posible el chantaje de las armas soviéticas. Con una política extranjera orientada por los colectivizadores, la URSS se habría hallado ante el dilema de negarse a ayudar a la República o ayudarla sin condiciones. En todo caso, no se hubiera enviado a Moscú el oro español y, por tanto, Moscú no habría dispuesto de un «argumento» inescapable para imponer su política y aupar a su partido comunista español.
Las colectivizaciones fueron víctimas indirectas, así, de la confusión entre poder y política. El movimiento sindical había sido en España anticapitalista, lo cual no le había impedido actuar dentro del capitalismo, utilizando los medios de acción que arrancaba al capitalismo para combatir a éste (organización, huelgas, contratos, etcétera). Del mismo modo, aunque se esté en contra de la política (como lo estaba el anarcosindicalismo) y se considere la autoridad tan corruptora como la propiedad privada, no debía renunciarse a utilizar los medios que pudieran arrancarse a la política para combatirla. La mejor manera de disminuir el poder es tomándolo y desde el poder dispersarlo y, al mismo tiempo, utilizándolo para defender esta dispersión y para efectuar su devolución al pueblo.
Ligado con este error inicial hubo otro: el de no atraerse a la clase media. Sin ésta, los comunistas no habrían encontrado eco en sus campañas contra las colectivizaciones, no habrían podido persuadir a Negrín (pues no hubiera visto ventaja para él) que enviara el oro a Moscú y no hubiesen dispuesto de cuadros ni de medios para imponer la política soviética. En todo caso, sin la clase media, hubieran tenido que intentar establecer una dictadura abierta, declarada.
El movimiento obrero, aunque no atacó los intereses mesocráticos, no llevó a cabo una política de atracción de la clase media. Era perfectamente posible, sin perjudicar los intereses obreros y hasta beneficiándolos. Habría podido incorporar a buena parte de la clase media a sus organizaciones, establecer ligámenes permanentes entre las empresas privadas -pequeñas y medianas- y la economía colectivizada, utilizar más en ésta los servicios de los profesionales. En conjunto, no lo hizo, tal vez porque identificaba a la clase media con los peores aspectos de la política y porque había sido la clase media en el poder la que, por causas muy complejas, acosó al movimiento obrero durante la República.
Si el movimiento obrero -el conjunto de las organizaciones obreras y no sólo una- hubiesen tomado el poder en julio de 1936 (en realidad, lo hubiesen aceptado o recogido, puesto que estaba en medio de la calle) la clase media, con su tendencia a ir a remolque del más fuerte, habría seguido al movimiento obrero y los enemigos de las colectivizaciones no hubieran encontrado una base sobre la cual encaramarse y utilizarla como carne de propaganda y de rumores contra la propiedad colectiva.
Incluso la situación diplomática se hubiese aclarado. Mientras en la zona republicana persistió la ambigüedad y el poder no estuvo claramente en manos de unos u otros, los gobiernos extranjeros pudieron mostrarse también ambiguos. Las colectivizaciones, con un poder obrero democrático, que respetara a la clase media y contara con su apoyo, hubieran parecido menos peligrosas que la injerencia soviética. En todo caso, con el oro español en sus manos, el poder obrero hubiera podido conseguir, ilegalmente acaso, lícitamente tal vez, tantas armas (y a mejor precio) como las que Moscú proporcionó y probablemente más, las suficientes para ganar la guerra.
Hubiese sido necesario, sin duda, hacer concesiones. Pero transitorias y, en todo caso, menos destructoras de las colectivizaciones que aquéllas con las que hubo que apechugar a la fuerza por la imposición de los comunistas y Negrín.
Este doble chantaje y este doble error -relacionados estrechamente entre sí-, los pagamos todavía muchos años después. No sólo por la pérdida de la guerra y los cuarenta años de franquismo, no sólo por la destrucción de las colectivizaciones en 1937-38, sino también porque las consecuencias de los mismos permitieron durante años que quienes destruyeron las colectivizaciones pasasen la factura a quienes después de 1939 las barrieron. Los comunistas, en efecto, no hubieran podido llevar acabo la política que hicieron bajo el franquismo y en la transición, no hubieran podido apoderarse de las comisiones obreras fundadas por hermandades católicas, no habrían tenido fuerza para ser coautores de pactos sociales si no hubiesen podido capitalizar, ante las fuerzas más opuestas al cambio social, su papel durante la Guerra Civil. Porque en 1937-38 destruyeron las colectivizaciones, en 1976 se les vio como capaces de impedir nuevas presiones colectivizadoras (con otras formas y otro léxico). Tal vez esta función no la desempeñaron por ordenes de Moscú, sino por vocación. Sea por lo que fuere, su papel después de 1976 se derivó directamente de su papel en la Guerra Civil y ante las colectivizaciones.
Una experiencia «anómala»
Acabo de hablar de presiones colectivizadoras. Tenerlas en cuenta es fundamental para aprovechar la herencia. Las colectivizaciones no fueron decretadas -me refiero a las primeras, del 21-22 de julio de 1936-. No obedecieron a una decisión de arriba. Su carácter espontáneo fue la condición de su éxito. Cualquiera que viviera aquella experiencia sabe esto (aunque ya quedan pocos vivos para explicarla). Es un hecho que no se encuentra en papeles ni documentos, pero que era evidente. Es imposible predecir si surgirán, en el futuro, situaciones en que las colectivizaciones o algo equivalente vuelvan a suceder, o si habrá otras condiciones en que una organización, una institución o un movimiento tratarán de «hacer suceder» de nuevo algo que merezca el nombre de colectivización. Las condiciones favorables para ello no han de ser necesariamente una guerra civil. Pueden derivarse de situaciones imprevisibles. Creo que la experiencia española autoriza a afirmar que para que tengan éxito, las colectivizaciones, la autogestión o como quiera que se las llame en el futuro, han de ser espontáneas, han de responder a decisiones fragmentadas, dispersas pero coincidentes, de los obreros, y no a leyes o programas previos. Desde luego, puede decretarse la colectivización de los medios de producción pero si no responden al deseo de los obreros de ser los amos, si este deseo no existe o si no se siente satisfecho por las colectivizaciones, éstas no tendrán éxito. Las colectivizaciones de 1936 fueron un éxito. Dadas las circunstancias, demostraron lo principal: que los obreros pueden administrar las empresas con igual eficiencia o más que los patronos o gerentes, o los ejecutivos, como se les llama hoy.
Uno de los que, en nombre del POUM, había analizado las colectivizaciones en 1936, J. Oltra Picó, escribía en 1946, apenas diez años después de la experiencia: «Las primeras trabas a la colectivización las ponían, claro está, los burgueses, aunque después de publicado el decreto sobre las mismas aquellos quedaran reducidos a los de las empresas que ocupaban menos de cien trabajadores. Otro inconveniente ha sido el de las empresas extranjeras y, más aún, el de los sedicentes intereses extranjeros que existían o se simulaban. Ha habido infinidad de capitalistas catalanes y españoles que para salvar o encubrir los intereses propios, no han dudado en ponerlos bajo la salvaguardia de los consulados extranjeros, recurriendo a las combinaciones más extrañas y vergonzosas. Por este procedimiento, en los primeros tiempos se nos han sustraído primeras materias y se han exportado capitales. Luego han podido localizarse los trucos y las trampas que se escondían al amparo de los intereses extranjeros. Otro inconveniente lo constituyeron los intereses de españoles domiciliados fuera de Cataluña y los de los organismos relacionados con el gobierno central. Hubo de excluirse de la colectivización los talleres del Nuevo Vulcano, radicados en el muelle de Barcelona, porque una empresa naviera que dependía del gobierno central se opuso, amenazando a los obreros con privarles de la nómina que normalmente les proporcionaba. El Consejo de Economía tuvo que transigir ante la perspectiva de que dichos obreros quedasen sin salario y tuviera que satisfacerlo la Generalitat. Sin embargo, lo que pudiéramos llamar gran industria, como la textil, metalúrgica y química, fue colectivizada en su mayor parte y se establecieron algunas concentraciones, como el Sindicato Catalán del Plomo, que concentró la producción, transformación y comercio de dicho metal en toda Cataluña, o el Agrupamiento de Empresas Constructoras de Material Frigorífico, que concentró la fabricación, venta e instalación en Cataluña del material frigorífico y tuvo el monopolio de las importaciones, o el Sindicato Productor Metalúrgico, empresa que concentró la fabricación, distribución y venta de básculas, balanzas, muebles metálicos, etcétera. Funcionaron también otras concentraciones de menor importancia. Se gestó, pues, un gran movimiento de concentración, que hubiera podido dar resultados magníficos si se hubiese centralizado pronto su dirección y contado con medios económicos para desarrollarse».
No se puede deducir automáticamente de todo esto que los obreros de 2000 serían tan buenos administradores como los patronos, ni tampoco que deseen ser los amos de las empresas en las que trabajan. Dependería de su tradición de educación sindical, del espíritu militante que el movimiento obrero les hubiera dado. Claro que no basta con el deseo de ser los amos para que las colectivizaciones triunfen, ni tampoco conque los obreros tengan detrás una larga tradición de militancia sindical. La experiencia de 1936 demostró que ambas condiciones existían. Pero fue una experiencia anómala, en condiciones anómalas. Nadie puede saber si, ganada la Guerra Civil y pasadas las tensiones entusiastas que provocó, hubiese persistido el deseo de ser los amos ni si en una situación normal no hubieran surgido conflictos que la presión de la Guerra Civil evitó y que hubiesen podido amenazar las colectivizaciones. De todos modos, una cosa es incuestionable: los obreros pueden administrar las empresas con eficiencia… por lo menos, en el mundo económico de hace más de sesenta años, relativamente simple comparado con el complejo mundo actual, con su mundialización o globa1ización, sus conglomerados y fusiones y los nuevos medios técnicos de que dispone.
La experiencia de las colectivizaciones no es típica, desde luego, puesto que ocurrió al comienzo de una guerra civil y no es probable que las circunstancias se repitan. Lo que se hizo en España puede servir de antecedente, sí, pero no para que se imite, sino para evitar los errores que se cometieron y para aprender de los aciertos.
Evidentemente, cualquier hipotética experiencia similar debería llegar a unas etapas de su desarrollo que en España no pudieron alcanzarse por falta de tiempo. En este sentido, puede considerarse que la experiencia española es útil, sobre todo, para los comienzos.
Otra lección que cupo aprender es que los comunistas, donde mandaban o influían en quienes mandaban, se oponían a la idea misma de las colectivizaciones, porque daba participación en el poder a los obreros, y los comunistas preferían sacrificar esta participación a someterse a ella, sobre todo si este sacrificio era ventajoso para la diplomacia soviética. Esto fue cierto en 1937 y siguió siéndolo hasta el derrumbe de la URSS. Lo demostraron los comunistas disidentes, como Tito en Belgrado y luego Dubcek en Praga; el primero, al romper con Moscú, utilizó la experiencia española de algunos de sus compañeros que habían estado en las brigadas internacionales para tratar de organizar la industria sobre bases diferentes de las soviéticas, y el segundo, en la Primavera de Praga, en 1968, estaba empezando a aprovechar la lección española para democratizar las empresas estatales, antes de que la URSS interviniera militarmente. En ambos casos, los acontecimientos posteriores hicieron abortar el intento. La experiencia española de 1936 no fue, pues, estéril para el movimiento obrero internacional. ¿Lo fue para el movimiento obrero español?
¿Existen situaciones «normales»?
La Guerra Civil fue seguida por una dura represión, cuyas principales víctimas fueron los trabajadores. El Estado franquista se puso al servicio de los antiguos amos. Ya vimos lo que Cambó pensaba de esto. Durante casi cuarenta años, no se habló en España, abiertamente, de las colectivizaciones, salvo cuando lo hacía algún propagandista del régimen, que las presentaba como un «robo» o una “maniobra comunista”. Pero hacia los años setenta surgió el interés por las colectivizaciones entre quienes no las habían vivido. Primero entre algunos estudiantes que consiguieron que se les permitiera escribir tesis sobre ellas. El interés se fue extendiendo, en cierto modo en el vacío por falta de documentación. Luego, se las estudió abiertamente, durante y después de la transición se publicaron libros sobre ellas; así lo que cuando era vivo carecía de “respetabilidad” (los intelectuales catalanes y españoles republicanos, durante la guerra, no se ocuparon ellas), se volvió intelectual y políticamente respetable. Se publicaron estudios sobre temas inéditos, como el de las colectividades agrarias que mostraban que los campesinos deseaban la tierra, estaban preparados, por sus largas luchas y su organización, para explotarla con mayor eficiencia que los grandes terratenientes, además de administrar los municipios rurales mejor que los politicastros locales o los caciques.
En circunstancias normales no habría el dilema de sacrificarlo todo, incluso los experimentos sociales, a la victoria, porque no habría guerra. Deberían hacerse, indudablemente, sacrificios, pero no serían de vida o muerte, sino de comodidad, de mayores o menores ingresos, de más o menos trabajo, y aún estos sacrificios serían sólo transitorios, pues si un sistema de colectivizaciones no pudiera obtener iguales o mejores resultados que la propiedad privada, pero con menos trabajo y más bienestar, entonces no se justificaría.
No ha de creerse, sin embargo, que la autogestión (el nombre que, en los años setenta se dio al equivalente de las colectivizaciones) no encontraría adversarios más que entre los capitalistas. Se plantearía, en cualquier circunstancia, la cuestión del poder (si no con los comunistas, ya desahuciados, sí con los partidos políticos y las organizaciones empresariales). Es decir, se haría evidente lo que lo fue ya en 1936: no basta con controlar la economía o una parte importante de ella; hay que controlar además aquellos mecanismos que pueden oponerse al éxito del experimento: banca, diplomacia, burocracia. Destruyéndolo, substituyéndolo o conquistándolo, el poder es un factor ineludible de la autogestión, si ésta no se reduce a unas cuantas empresas en quiebra. Precisamente ha tenido cierto éxito en algunos casos aislados porque su pequeña escala no amenazaba a los controladores del poder económico o político.
En este sentido, puede afirmarse que no existen situaciones “normales”, que toda situación que puede ser favorable a una experiencia colectivizadora en gran escala es anómala, ya que no por una guerra, sino por otras circunstancias imprevisibles: crisis económica grave, crisis política grave, desbarajuste de los instrumentos de poder, o -cosa hoy por hoy más improbable- la reaparición de una conciencia obrera que tenga como imperativo el de que los trabajadores lleguen a ser los amos.
Unos casos excepcionales
Los obreros de hoy, y hasta los de ayer mismo, no son como los de anteayer, los de 1936. Estos, en España, no tenían nada por perder salvo sus cadenas, según la frase de Marx. En realidad, podían perder algo más: su formación sindical, su experiencia de militantes, un siglo de educación obrera acumulada generación tras generación. Las cadenas se han dorado y hoy los obreros tienen miedo de perder la vivienda, el refrigerador, el aparato de televisión, el auto o la moto, y hasta el teléfono móvil, casi todo comprado a plazos con avales bancarios. Si pierden el trabajo, lo pierden casi todo. En cambio, ya no pueden perder la educación obrera, la militancia sindical, la experiencia de generaciones, porque no tienen nada de esto. La sociedad entera, en los países industriales, se ha convertido en una informe miasma mesocrática.
Es precisamente el hecho de que puedan perder estas cosas tangibles y no cuenten con las intangibles lo que ha propiciado algunos casos de algo que podría calificarse de autogestión (o, si se usara la terminología de hace más de sesenta años, de colectivización). Citaré algunos casos que conozco, aunque debe haber más que ignoro.
En México DF, por ejemplo, una fábrica de vidrio quebró, en los años setenta, y para que sus obreros no se quedaran sin trabajo, un sindicato cristiano llegó a un acuerdo por el cual los debían de salarios quedándose con la propiedad colectiva (o cooperativa, en lenguaje oficial) de la fábrica. Parece que ha funcionado bien unos años, siempre bajo la dirección no de los obreros mismos, sino de directores nombrados por el sindicato, y con ayuda de comités y asambleas.
En Tower, en el País de Gales, una empresa minera del carbón cierra y el Gobierno conservador autoriza, en 1994, que los mineros compren la mina a la empresa quebrada, pagando con sus indemnizaciones de despido. Así, 249 mineros se convierten en dueños de la mina; en tres años, consiguen beneficios, con aumento de los salarios más bajos y supresión de la mitad de los puestos más o menos directivos, la ayuda de los consejos de una empresa de asesores financieros y las decisiones de la asamblea de los mineros. (De esta experiencia se hizo en 1999 un documental anglo-francés, “Charbons ardents”).
Más interesante, porque tiene por escenario el país prototipo del capitalismo ultraliberal, es la iniciativa de un profesor de ciencias políticas, John Logue, en Ohio, un estado industrial en decadencia. Fundó el Ohio Employee Ownership Center. En un cuarto de siglo, se ha llegado a que un 8 por ciento de los obreros del sector privado sean propietarios, en todo o en parte, de 11.000 empresas norteamericanas, entre ellas algunas tan poderosas como la United Airlines, o la Blue Ridge Paper Products, con 2.200 obreros en seis fábricas. Sus directivos afirman que lo que mejora los resultados de una empresa de este tipo no es simplemente que sea propiedad de sus trabajadores, sino los sistemas de participación de éstos y su adiestramiento. Sin embargo, no ha habido presión de estas empresas propiedad de sus trabajadores en el sentido de una actividad más acorde con la ecología, pongamos por caso. Y lo mismo puede decirse de las otras experiencias descritas o de las que existen sin que apenas se conozcan.
Ahí se plantean problemas no tanto técnicos, de administración o economía, como culturales y psicológicos, de formación, educación y visión social, es decir, precisamente donde más profunda es la diferencia entre el obrero de hoy y el obrero de hace sesenta años, entre el asalariado de hoy y el proletario de ayer.
Otro aspecto que no suele tenerse en cuenta es el de los fondos de pensiones norteamericanos, que forman una proporción importante del accionariado de las empresas cotizadas en Wall Street. Estos fondos ejercen una presión financiera y bursátil importante en todo el mundo, y las empresas con las que están relacionados figuran en primera línea de lo que se llama globalización, es decir, una nueva técnica de colonialismo financiero. Que los trabajadores norteamericanos dueños de estos fondos no hayan impuesto que los mismos no participen en el accionariado de empresas que por su actividad perjudican el equilibrio ecológico o el bienestar de los trabajadores de otros países es un indicio claro de la nueva mentalidad de clase media en el que solíamos llamar proletariado.
Todavía otro hecho muy reciente de este cambio de mentalidad es la tendencia de muchas empresas a dar “stock options” a sus trabajadores, después de haberlas dado desde hace ya mucho a sus ejecutivos. Convertidos así en accionistas de las empresas que los emplean, los trabajadores no tienen ningún interés en ser los amos de las mismas, puesto que, a través de sus acciones, ya se considera parte de ellos. Se trata, más que de medidas de conservación del capitalismo frente a un adversario ya casi inexistente, de tácticas digamos normales en el mundo de los negocios para aumentar la productividad y los beneficios y cuyas consecuencias psicológicas Son decisivamente negativas respecto a la posibilidad, en un futuro previsible, de presiones colectivizadoras.
Las cuestiones pendientes
Si las colectivizaciones de 1936 hubiesen durado y se hubiera llegado a una situación «normal» -es decir, si se hubiese ganado la Guerra Civil, lo cual habría entrañado el hundimiento de negrinistas y comunistas- se habrían planteado probablemente problemas que son característicos de cualquier experiencia de este tipo, en cualquier época y lugar. Dejaré de lado los problemas técnicos (financiación, crédito, comercio exterior, modernización del equipo, patentes, etcétera) porque todos tienen soluciones técnicas o jurídicas en cuanto se dispone del poder político o se influye decisivamente en él. Me limitaré a tratar problemas culturales o psicológicos, puesto que son, en realidad, los que caracterizaron y diferenciaron la experiencia de las colectivizaciones de 1936 (como se ha visto en los intentos reseñados de México, Gales y Estados Unidos).
No habría de transcurrir mucho tiempo sin que se plantease el problema del doble papel de los sindicatos, ya apuntado antes: coordinadores y administradores por un lado, defensores de os obreros por el otro. No hay duda de que o bien debería separarse de los sindicatos su función administradora, o bien crearse otros organismos (que acaso no se llamarían sindicatos, pero que lo serían) encargados de defender a los obreros y ejercer, si fuera necesario, el derecho de huelga, que las colectivizaciones no deberían nunca abolir con el pretexto de que los obreros son los dueños.
No menos importante sería la cuestión de la generalización de las colectivizaciones, que convendría lograr en dos terrenos. Por una parte, deberían englobar todas las empresas importantes (que no cupiera calificar de pequeñas o medianas), incluyendo las de propiedad extranjera. Por otra parte, todos los obreros, incluyendo los que emplearan las empresas colectivizadas, deberían encontrarse al mismo nivel. Debería evitarse a toda costa que las colectivizaciones significaran el comienzo de la formación de una aristocracia obrera, mejor remunerada y con un nivel de vida más alto. Esto podría requerir, en ocasiones, subsidios a las pequeñas y medianas empresas, por paradójico que pareciera, o bien ayuda de las empresas colectivizadas a los obreros de las empresas privadas, o limitación de los beneficios que las empresas colectivizadas pudieran reconocer a sus propios obreros. En todo caso, habría que mantener la homogeneidad del nivel de vida de los trabajadores.
Pequeñas y medianas empresas deberían aceptar y -a la larga esto sería en su beneficio- quedar englobadas en un sistema general de comercio exterior controlado. De igual modo, las grandes empresas colectivizadas, al mismo tiempo que crecieran con fusiones por razones técnicas y de eficiencia, deberían estar dispuestas a fomentar la pequeña y mediana empresa colectivizada en aquellos aspectos de la vida económica en los cuales lo pequeño puede ser más eficaz o más cómodo que lo grande, por ejemplo en el mantenimiento de instalaciones, la reparación, la producción artesanal, a menudo la distribución al público (por más que hoy, con las llamadas “grandes superficies” esto parezca ilusorio). Las colectivizaciones deberían saber evitar -y no sería fácil- las trampas que el capitalismo, con su tendencia a la expansión constante y al crecimiento infinito, se ha abierto a sí mismo.
Como se ve, todos estos problemas serían, pese a su apariencia, más psicológicos que técnicos o estrictamente económicos, puesto que la solución a los mismos dependería de la voluntad, preparación, cultura y tradición de lucha de los obreros y de lo que éstos decidieran en el seno de las empresas colectivizadas, unos, y de los sindicatos, otros.
En cualquier situación, la empresa colectivizada habría de tener bastante flexibilidad para que, aun siendo parte de un sistema amplio, conservara su personalidad. Y ésta debería venir no de lo que produce, sino de cómo lo produce. Habría de estar dispuesta, pues, a arriesgarse para experimentar constantemente con nuevos métodos de producción y trabajo, con el fin de encontrar no sólo una mayor eficiencia, sino también menos aburrimiento y rutina, menos fatiga, más interés humano, más diversidad en el proceso productivo. Si la empresa colectivizada significara simplemente que los trabajadores votan en asambleas sobre la administración y que se llevan a su casa una paga mayor, no cumpliría su función, que consiste, ante todo, en humanizar el trabajo, en que el trabajo contribuya a dar sentido a la vida de los trabajadores. No hay recetas para esto, es cuestión de experimentar, probar, equivocarse, volver a probar, y siempre por iniciativa de los trabajadores.
Esto, a su vez, significa que la empresa colectivizada debería intervenir -como empresa o a través de los sindicatos o de otros medios- en la estructuración de los sistemas educativos y en el fomento de la actividad cultural (pero sin intentar controlarla), para que las nuevas generaciones de obreros «colectivizados» llegaran al trabajo libres de los prejuicios y de la mentalidad que la sociedad capitalista habría dado a los de la generación anterior a la que estableciera la colectivización. Debería saber hacer esto con bastante espíritu libertario para que se pudiera, incluso, llegar al extremo de que la economía colectivizada ayudara a los que escriban o hablen criticándola. El capitalismo lo hace con quienes le critican; no puede concebirse que algo que, por principio, ha de ser mejor que el capitalismo, fuera menos liberal.
Esto quiere decir que las colectivizaciones deberían tener influencia en la sociedad y que esta influencia no habría de limitarse a la que ejercieran por su mera existencia -que no sería poca- sino que debería ser voluntaria, consciente. ¿Qué hacer, por ejemplo, con la edad de jubilación, con el deseo de los obreros de más de 65 años de continuar trabajando y con el deseo simultáneo de los obreros jóvenes de seguir ascendiendo? ¿Puede concebirse un sistema de colectivizaciones en el cual los hombres mayores de 40 años encontraran dificultad en que les dieran empleo, en el cual a las mujeres se les pagara menos, por el mismo trabajo, que a los hombres?
En suma, las colectivizaciones, para triunfar, deberían convertirse en el eje y el motor de un cambio profundo de mentalidad, para que se formara a los hombres con el fin de que fueran hombres y no productores y consumidores. Habría que desacralizar el trabajo a la vez que integrarlo a la vida entera, convertirlo en juego y desafío en lugar de rutina. Si las colectivizaciones no transformaran en una aventura la vida de los «colectivizados», si no hicieran posible que, al morir, cada uno de ellos pudiera tener una biografía propia, habrían fracasado, por mucho que hubiesen aumentado la productividad. Las colectivizaciones deberían demostrar no sólo que administran mejor que el capitalismo, sino que saben utilizar mejor los instrumentos que la sociedad capitalista supo crear pero no quiso emplear en beneficio general (o sólo de modo involuntario y de rebote).
En la dudosa hipótesis de que resurgiera el deseo de colectivizar, se plantearían una serie de problemas que si bien existían, en la España de 1936 no se tenía conciencia de ellos. Por ejemplo, los problemas relacionados con la ecología, los recursos naturales, la energía. En 1936 las cosas parecían mucho más sencillas que hoy, aunque entonces hubieran ya echado profundas raíces las contradicciones que decenios después salieron a la superficie.
No nos engañemos, si ahora hubiera colectivizadores, lo más probable es que tendieran a sacrificar el equilibrio ecológico a la productividad, expandir la producción en lugar de fomentar la austeridad, conseguir materias primas a buen precio y vender productos manufacturados a alto precio. Educados por el capitalismo versión siglo XXI, estos «colectivizados» verían como virtudes lo que son los vicios del capitalismo. Les faltaría tradición de lucha y educación obrera y les sobrarían hipotecas.
Es ahí donde la política, el poder y su consecuencia, la capacidad de planificación, tienen un papel fundamental. Las colectivizaciones deberían ser libertarias en el ámbito de trabajo, de empresa, y el espíritu libertario debería inspirar cuanto hicieran y propusieran. Pero la economía -capitalista o colectivista, tanto da en este caso- exigiría cada vez más medidas que sería ingenuo creer que se aplicarían voluntariamente, medidas de austeridad, de reducción del consumo de energía y de substitución de materias primas no renovables por las renovables, incluso si esto significara aumentar el costo y encoger el consumo y los beneficios. Pasar de una sociedad de productores que consumen para producir a una sociedad de seres humanos que producen y consumen para vivir como seres humanos, exigirá, cuando quiera que sea, austeridad. No es seguro, ni mucho menos, que la simple convicción -si existiese- de la necesidad de la austeridad bastara para que se aceptara y se adoptaran las medidas precisas para conseguirla. Si no bastase, ¿qué se haría? ¿Se continuaría con las contradicciones capitalistas, trasplantadas a una sociedad de colectivizaciones? ¿Se continuaría, para asegurar el éxito de las colectivizaciones, explotando al Tercer Mundo y poniendo en peligro el bienestar de las generaciones futuras? ¿Se seguiría con las obsesiones del auto, la moto, la segunda residencia, las vacaciones en masa y lo que llaman «sociedad de la comunicación», nombre engañoso, porque cada vez hay menos comunicación entre los componentes de esta sociedad?
Si las empresas colectivizadas hubieran de llevar el peso de la planificación, deberían estar dispuestas a mantener a toda costa la democracia en su seno y a utilizar su influencia para conseguir la austeridad sin la cual su experiencia fracasaría, no porque administraran peor, sino porque su administración sería miope y egocéntrica, como lo es la capitalista.
¿Capitalismo sin capitalistas?
Unas colectivizaciones que no abarcaran lo esencial de la economía industrial se verían forzosamente reducidas al papel de empresas capitalistas sin capitalistas, puesto que deberían existir en una sociedad capitalista, en la cual el capitalismo impondría sus sistemas de producción, de distribución, de capitalización.
De igual modo, unas colectivizaciones, incluso amplias, en un solo país rodeado de un mundo capitalista, a menos de aceptar cuanto entraña el capitalismo, se verían forzadas a ser, de puertas afuera, un capitalismo sin capitalistas. Podría haber democracia y autogestión de puertas adentro, en el interior de cada empresa y hasta en la planificación de la economía nacional (en la angosta medida en que todavía hay economías nacionales), pero no habría otro remedio que aceptar las reglas del juego capitalista a la hora de exportar, de adquirir materias primas, de buscar financiación internacional o de contratar patentes.
En cierto modo, estas realidades internacionales -cada vez más poderosas a medida que avanza lo que se llama globalización-, quedarían fuera del alcance de los colectivizadores. Colectivizar en un país podría cambiar a la larga la sociedad de este país, pero no cambiaría la sociedad del resto del mundo. Cierto que una experiencia con éxito acaso fomentaría intentos similares en otros países, mas esto sería aleatorio y a muy largo plazo.
Habría, sin embargo, otros aspectos de las colectivizaciones que dependerían de los colectivizadores y que no deben olvidarse, aunque no se presentaran en la España de 1936. Si se desea que en un futuro hipotético las colectivizaciones tengan éxito, deben tomarse en cuenta estos aspectos, buscar de antemano la manera de injertar en las colectivizaciones garantías y «vacunas» contra los peligros que entrañarían, pues estos aspectos constituirían, por decirlo así, contagios o infecciones procedentes del mundo capitalista, del sistema dentro del cual y frente al cual se formaron las empresas colectivizadas y los obreros colectivizadores. Unas cuantas preguntas bastarán para hacer comprender el alcance y la importancia de estos aspectos y de los peligros que entrañarían si no se encontraran las respuestas adecuadas.
Imaginemos una economía cuyas industrias clave estuvieran colectivizadas y la mayoría de cuyos obreros trabajaran en empresas que hubieran pasado a ser suyas. ¿Estarían dispuestos a sacrificar una parte de sus beneficios para evitar la contaminación del agua y del aire, para no alterar con sus productos o con sus métodos de producción el equilibrio ecológico? ¿Querrían prescindir de ciertas materias o artículos perjudiciales para la ecología o el hombre, como los aerosoles y muchos plásticos? ¿Renunciarían unos laboratorios colectivizados a producir un medicamento de mucha venta pero de dudoso valor curativo? Una empresa colectivizada de alcoholes, ¿procuraría aumentar su producción, y, por lo tanto, fomentar el alcoholismo, o una de cigarrillos haría publicidad del tabaco? ¿Renunciarían las colectivizaciones agrarias de ciertos países a cultivar, pongamos por caso, la amapola de la que se saca el opio? ¿Qué ocurriría con una cadena hotelera colectivizada: seguiría tratando de fomentar el turismo de masas, pese a que perjudica el entorno, el paisaje y hasta la economía? Las empresas colectivizadas que fabricaran artículos de consumo ¿continuarían haciendo publicidad de los mismos, contaminando la prensa, la radio y la televisión (y ahora el Internet) con sus anuncios? ¿Se resignarían los obreros de una empresa colectivizada de automóviles a disminuir la producción de turismos y reinvertir sus beneficios en la producción de otras cosas más necesarias y menos nocivas que los autos particulares? Una empresa transportista colectivizada ¿renunciaría a buscar más carga, para dejar que los ferrocarriles aumentaran la suya y, así, pudieran mejorar su servicio a los pasajeros? Una empresa constructora colectivizada ¿se resignaría a que no se construyeran más autopistas, perjudiciales para la economía e innecesarias en una sociedad con pocos automóviles particulares? Cualquier empresa colectivizada ¿establecería escuelas de aprendices, por ejemplo, para adiestrar a los obreros inmigrantes, con el fin de que ganaran tanto como los locales? ¿resistiría a la tentación de dar a estos obreros los trabajos más penosos, que los demás desdeñan? ¿Qué haría una empresa colectivizada que empleara materias primas producidas en otros países por obreros mal pagados o sometidos a trabajos forzados o servidumbre? ¿Se negarían a utilizar, aunque esto significara perjuicio económico, productos de un país bajo dictadura? ¿Aceptarían pagar más impuestos para ayudar al desarrollo del Tercer Mundo y a que se pusiera en condiciones de hacerles la competencia y hasta, con el tiempo, de tener sus propias empresas colectivizadas? ¿Persistiría una empresa colectivizada en fabricar botellas y envases de plástico, aún sabiendo que son perjudiciales para el entorno y cuya fabricación consume cantidades desproporcionadas de energía y de materias primas no renovables? ¿Qué papel se daría al consumidor en decidir lo que las empresas han de producir, la fijación de precios, etcétera? ¿Querrían los obreros colectivizados sacrificar una parte de sus beneficios para dar trabajo a obreros en paro, o para salvar empresas deficitarias aunque necesarias? ¿Estarían dispuestos a reducir la jornada de trabajo, incluso si con ello redujeran sus ingresos, para dar empleo a obreros en paro forzoso? ¿Aceptarían que una parte de sus beneficios se empleara en sostener laboratorios y en fomentar la investigación no tanto para aumentar la productividad como para mejorar la calidad y encontrar formas de producción menos onerosas para los recursos naturales? ¿Lograrían hacer desaparecer esos vicios capitalistas que son las horas extras, el trabajo a destajo y las primas a la producción? ¿Qué ocurriría con una empresa siderúrgica colectivizada si recibiera contratos de armamento para una dictadura, un gobierno racista o un país que utilizara esos armamentos para aplastar una revolución? ¿Una empresa naviera colectivizada, se negaría a llevar productos a un país con dictadura?
No se diga que nada de esto se plantearía porque la mentalidad de los obreros «colectivizados» sería distinta o que los sindicatos evitarían que estas cosas se plantearan o les darían adecuada solución. Los obreros «colectivizados» -hay que seguir repitiéndolo- tendrían una mentalidad condicionada por el capitalismo, por el descenso ya visible ahora del peso del movimiento obrero en la sociedad, verían el deseo de poseer más y de ganar más como los dos objetivos que las colectivizaciones deberían satisfacer y que les darían su razón de ser. Eludir estas cuestiones, ignorarlas o echarlas de lado con un «los sindicatos lo resolverían» o con un «hablar de esto es hacer el juego a los enemigos de las colectivizaciones» no serviría de nada. Las cuestiones seguirían ahí.
De hecho, son las mismas cuestiones que han llevado al capitalismo a la crisis disimulada con huidas hacia delante como la globalización, la «sociedad de la comunicación» y otras penosas zarandajas. Precisamente porque el capitalismo no puede encontrar solución a su crisis fundamental-la de razón de ser, hoy-las colectivizaciones pueden llegar a verse como necesarias, un día. Pero a condición de que aporten las soluciones que el capitalismo no sabe ya proponer y no que sean un capitalismo sin capitalistas y nada más.
No son cuestiones fantasiosas. Sólo reconociendo su realidad se pueden buscar a tiempo las soluciones propias de los obreros de la época y la sociedad en que se planteen. Estos pueden ser los amos de verdad sólo si saben resolver los problemas que los capitalistas no solucionan. Administrar mejor no basta. Precisa -cuando sea y en las circunstancias que sean- poner la economía al servicio del hombre. Esta habría de ser la misión de las colectivizaciones, aparte de la contingente de resolver problemas inmediatos -la paga del sábado siguiente en 1936, el paro en la actualidad-. Y esta misión sólo puede cumplirse viendo los problemas y dejando de tener miedo a las palabras.
La puerta abierta
Parece evidente que la oportunidad de colectivizar empresas no vendrá como consecuencia de una hecatombe social o de una “noche histórica”, sino a través de cambios parciales, de tensiones cada vez más fuertes en la sociedad y de la agravación de las condiciones económicas, hoy disimuladas bajo la fraseología rimbombante de la mal llamada «economía liberal». Conviene, pues, que los partidarios de mejorar las condiciones reales mediante un cambio en la estructura de la propiedad ejerzan ya desde ahora, cuando son muy minoritarios, presiones para que se abran puertas hacia el futuro.
En términos prácticos esto quiere decir que hay que procurar que las leyes no contengan nada que haga imposibles las oolectivizaciones, aunque no sea seguro, ni mucho menos, que éstas puedan alcanzarse de un modo estrictamente legal. Hay que esforzarse para que constituciones, leyes de trabajo, códigos y reglamentos no contengan obstáculos legales y, en cambio, contemplen la posibilidad de que las formas de propiedad de los grandes medios de producción pasen a manos de los obreros.
Que esta ahora hipotética posibilidad sea realidad algún día dependerá de la acción de lo que quede del movimiento obrero y en especial del sindical. Si los sindicatos no se limitan a la defensa de los intereses inmediatos de sus afiliados, sino que extienden su acción a presionar para que se abran esas puertas, para mantenerlas luego abiertas y aprovechar más adelante las oportunidades que se presenten, entonces las colectivizaciones, cuando lleguen, entrañarán menos sacrificios y menos lucha. Habría que conseguir un consenso de todas las centrales sindicales y de sus internacionales acerca de sus objetivos finales, colocando en primer plano la colectivización de los medios de producción importantes y descartando las nacionalizaciones, como falsa solución a los problemas de la economía. Habría que presionar para que se municipalizaran, lo más pronto posible, los servicios públicos, el suelo urbano y la vivienda, con el fin de evitar a las futuras colectivizaciones las cuestiones de competencia que se suscitaron en España en 1936. Habría que conseguir para los sindicatos y las organizaciones de consumidores un papel no meramente consultivo en el sistema de planificación económica que eventual e inevitablemente habrá que establecer, cuando se desvanezcan las ilusiones de la globalización y otros trucos de las cúpulas capitalistas. En las pocas empresas nacionalizadas o de propiedad estatal que todavía existen habría que conseguir una fuerte representación de sus obreros, además de darles más autonomía, y oponerse sistemáticamente a su privatización.
Habría que ligar más estrechamente el movimiento obrero, especialmente el sindical, con la clase media, mucho más numerosa cada día, haciendo que los sindicatos promovieran auténticas organizaciones de consumidores y de vecinos. Dado el crecimiento de las sociedades anónimas -muchas de ellas con acciones en poder de fondos de pensiones- no estaría de demás que se estudiase el modo de que estos fondos y los pequeños accionistas no salieran perdiendo con las colectivizaciones y que, por tanto, no tuvieran motivo para oponerse a ellas.
Habría que abrir puertas, cierto, pero, además, habría que preparar a los obreros para que, llegado el momento, tuvieran la ambición de trasponer el umbral de estas puertas y estuvieran educados para hacerlo con éxito. Es decir, el movimiento sindical debería aprender de sus viejas tradiciones, ampliarse con ateneos, bibliotecas, editoriales, escuelas, etcétera e ir creando sus propios técnicos, que fueran delineando todos los posibles modelos de situaciones en que las colectivizaciones pudieran encontrarse y las soluciones a las mismas. Los obreros decidirían espontáneamente, a la vista de las circunstancias, si deseaban colectivizar o no; si lo hicieran por la afirmativa, deberían disponer de planes de acción que les evitaran los riesgos de la improvisación y que capitalizaran la experiencia de 1936 y de las nacionalizaciones europeas de después de la II Guerra Mundial. Saber que disponían de estos planes incitaría a aspirar a la colectivización.
En este terreno, el optimismo sería un lujo que los obreros no podrían permitirse. Ni suponer que todo se resolvería gracias a la capacidad de improvisación de los trabajadores, ni creer que los hombres son buenos por definición y que, por tanto, los obreros «colectivizados» actuarían con desprendimiento, generosidad y acierto.
Si no lo fueran, no por ello debería desperdiciarse la oportunidad de colectivizar, caso de presentarse. La única manera de no despilfarrar esta ocasión consistiría en tenerlo todo preparado, partiendo de la suposición de que los obreros estarían corrompidos por el nuevo tipo de capitalismo -más corruptor que el actual o el del pasado-. Por tanto, habría que tener pensadas las garantías y protecciones contra las consecuencias de esta corrupción. Si los obreros resultaran, a la hora de la verdad, mejores de lo que el capitalismo trató de hacerlos, miel sobre hojuelas.
En todo hombre hay siempre, por decirlo en términos religiosos, una parte de ángel y otra de diablo. Es un hecho que los novelistas saben desde siempre, pero que las ideologías tienden a ignorar. Hay que saber descartar el maniqueísmo de las ideologías, aceptar que no todos los adversarios de las colectivizaciones son diablos ni todos sus partidarios son ángeles, y que en unos y otros hay parte de diablo y parte de ángel. El capitalismo saca a flote y marca la dirección a la parte diabólica de cada uno. Las colectivizaciones, y todo lo que entrañarían de cambio en la sociedad, deberían sacar a flote y marcar la dirección a la parte de ángel. Pero sin olvidar nunca que la parte de diablo seguirá siempre ahí, acechando.
Nada de esto es sencillo. Mucho va en contra de las convicciones ideológicas, de las ideas recibidas y de los prejuicios que llamamos «sagrados principios». Superar todo esto parece un precio pequeño comparado con el que pagaron los obreros «colectivizados» de 1936 para legarnos su lección, para darnos la que más necesita y necesitará el movimiento obrero, en este nuevo siglo: una esperanza que no se base en la fe, sino en la razón y en la confianza fundada de que todo estará preparado cuando llegue la hora de convertirla en realidad.