Berlín: 1921 (Joaquín Maurín, 1963)

España libre, junio 1963

Primeros de junio de 1921. Al salir de la estación de Postdam, situada en el centro de Berlín, Nin y yo tomamos un coche de punto -apenas había automóviles-taxis entonces – e indicamos, escrita, al cochero la dirección que deseábamos: Kopernikustrasse, número tantos.

El caballejo iba trotando sin prisa por calles y avenidas y ese paseo en coche descubierto nos permitía un primer contacto con la ciudad, ese delicioso atardecer de fines de primavera. La atmósfera estaba perfumada por los tilos, en plena floración entonces.

Llegando a Berlín, por vez primera, procedente de París, uno tenía la impresión de encontrarse en una ciudad provinciana. De momento, Berlín no despertaba admiración; pero a no tardar, el viajero descubría matices sutiles e inesperados y acababa por ser ganado totalmente por la ciudad. Berlín era una ciudad femenina con un atractivo irresistible.

Al cabo de una media hora de carrera, llegamos a Kopernikustrasse.

* * *
En la Alemania anterior al hitlerismo, existía una organización anarco-sindicalista no muy numerosa, pero de gran prestigio. Luchar contra la corriente, defender las ideas libertarias, en un país poderosamente dominado por el marxismo, constituía una empresa realmente heroica. Frente al centralismo, al espíritu autoritario y a la anulación práctica del valor «hombre» implícitos en el marxismo, el anarco-sindicalismo encarnaba principios fundamentales – federación, democracia, libertad, individuo – sin los cuales el socialismo se convierte en un monstruo.

Los dirigentes más destacados de ese grupo anarco-sindicalista eran Rudolf Rocker, Fritz Katter y Augustin Souchy. Editaban un semanario, «Der Syndicalist», y tenían una pequeña librería.

Subiendo las escaleras de una casa de aspecto burgués – nos llamo la atención que en Alemania no hubiese portera en las casas, como en España y Francia -, tocamos el timbre de la puerta del piso de Fritz Katter. Nos abrió una mujer y nos invitó a sentarnos en el recibidor. Mientras aguardábamos, oímos música en las habitaciones interiores del apartamiento.

Acostumbrados al «standard’ de vida de España, nos dábamos cuenta de la enorme diferencia que mediaba entre las condiciones de bienestar reinantes en nuestro país y las que observábamos en Alemania. Fritz Katter, antiguo albañil, administrador ahora de la organización sindicalista, vivía tal como correspondía a su posición social, modestamente; pero esa modestia alemana, a nosotros, españoles, nos parecía «opulencia». Posteriormente, esa constatación se generalizó y se hizo más intensa. La vivienda, con el correspondiente confort de espacio, baño y calefacción, del obrero alemán era sorprendente.

Más tarde, pensando en todo eso, y sobre todo comparándolo con lo que después vi en Rusia, he creído comprender por qué el movimiento obrero alemán, que había llevado a cabo una revolución democrática, se negó obstinadamente a hacer la revolución comunista a la que le invitaban con insistencia los bolcheviques rusos. El obrero alemán haciendo abstracción de las dificultades transitorias originadas por la derrota del kaiserismo en la primera guerra mundial vivía bien y no quería jugar a la ruleta rusa, siempre peligrosa, sino conservar lo que había ganado en medio siglo de esfuerzos, mejorándolo progresivamente, en la medida de lo posible.

Precisamente, en el Berlín de 1921 estaba aún caliente el rescoldo de la insurrección espartaquista de enero de 1919. Los espartaquistas (comunistas) eran una minoría heroica e idealista, pero minoría. La gran mayoría obrera alemana no pensaba y sentía como los espartaquistas de Rosa Luxemburg y Karl Liebnecht. Probablemente, Fritz Katter y con él, los demás anarco-sindicalistas alemanes compartían entonces los sentimientos de la mayoría.

***
Al cabo de un rato de espera, la música se apagó en las habitaciones interiores, y se presentó Fritz Katter, de aspecto muy alemán, con una pequeña barba rubia, frisando en los cincuenta años, poco más o menos.

Después de darnos cordialmente la bienvenida, se apresuró a decirnos que fuéramos muy cautos en nuestros movimientos, ya que la policía había detenido al primer delegado español que llegó a Berlín, Jesús Ibáñez.

El asturiano Jesús Ibáñez – murió en México en los años que siguieron a la guerra civil española – era un personaje sumamente pintoresco. Parecía escapado de las páginas de la novela picaresca clásica. Carpintero de oficio, empezó siendo socialista, después se hizo sindicalista, más tarde comunista, y, finalmente, como un hijo pródigo, regresó al redil socialista. Joven, de unos treinta años, le atraía la aventura y, lo que es más grave, le fastidiaba la garlopa.

Llegó a Berlín legalmente – era el único de los cinco delegados que viajaba con pasaporte y, en vez de buscar como los demás, contacto con el centro sindicalista, lo buscó, no sé por qué conductos, con un grupo anarquista extravagante titulado los Hijos de Zarathustra, famoso en el Berlín de los años veinte. Los Hijos de Zarathustra eran nudistas y partidarios del comunismo integral, incluso en sus relaciones amorosas. La colonia berlinesa de los Hijos de Zarathustra la integraban mitad hombres y mitad mujeres. Vivían en comunidad en una especie de falansterio y, de puertas adentro iban en pelotas.

A Ibáñez, la perspectiva de pasar unos días con los Hijos de Zarathustra debió hacerle cosquillas en lo más profundo de su temperamento aventurero. Se desnudó, con arreglo a las normas establecidas, y se encontró como pez en el agua. Como era naturalmente jovial y algo comediante y siendo, además, huésped y extranjero, fue en seguida el centro del interés general de los Hijos y, sobre todo, de las Hijas de Zarathustra. Ibáñez, muy mujeriego, después de examinar el panorama femenino, debió exteriorizar su preferencia.

Se daba la afortunada casualidad de que el Patriarca de la comunidad se encontraba en misión de propaganda fuera de Berlín. Por lo tanto, con la presencia de Ibáñez se restablecía la paridad: tantas mujeres como hombres. Llegada la hora de recogerse, cuando el sueño hubo cerrado los ojos a todos, inespera e intempestivamente, hizo su irrupción el mismísimo Patriarca, quien, al encontrarse «viudo”, armó un escándalo nada zarathustreano. Ibáñez, pasional y combativo, defendió con calor la integridad de sus derechos a la hospitalidad. . . La jarana debió trascender exteriormente y alguien, quizá algún vecino, avisó a la policía, que acudió a poner orden. Ibáñez, extranjero, suscitó sospechas y fue a parar a la cárcel. Pero como su detención no era debida al señuelo del millón de pesetas que el Gobierno de Madrid había prometido a los que pudieran descubrir el paradero de Casanellas, unos días después fue puesto en libertad y pudo continuar su viaje a Moscú.

Fritz Katter nos invitó a ir’ a un mitin que se celebraba esa noche, y eso le daría la posibilidad de resolver la cuestión de nuestro alojamiento. Nin y yo estábamos rendidos, y lo que deseábamos era acostarnos. Mas las circunstancias mandaban, y aceptamos la invitación.

El acto se celebraba en un local no muy amplio, pero con bastante concurrencia. Tanto en los oradores que se sucedían en la tribuna como en el público reinaba gran entusiasmo. Nosotros, no conociendo el alemán, sólo comprendíamos los adjetivos políticos, que se repetían con frecuencia: «Bakuninismus», «Marxismus «Bolchevismus». . . Los oradores debían hacer — suponíamos — discursos de tipo ideológico y crítica doctrinal, para  la mayor delicia del auditorio. El acto se eternizaba. Nin y yo teníamos que hacer esfuerzos para no quedar dormidos. Cuando yo, sin poder más, empezaba a cabecear, Nin me daba discretamente un codazo y viceversa. No  nos quedaba más remedio que aguantar el tipo. Si hubiésemos quedado’ dormidos, habríamos, desprestigiado, ante los compañeros alemanes a la Confederación Nacional del Trabajo, que representábamos. Y seguimos  escuchando como martillazos: «Marxismus», «Bakuninismus», «Bolchevismus»… Por fin, aquel mitin de crítica ideológica terminó. Y entonces sí que aplaudimos fervorosamente. .

Fuimos invitados a una cervecería, en donde se planteó la cuestión de nuestro alojamiento. No podíamos ir al hotel, pues carecíamos de papeles. Todos los presentes se disputaban el honor de ofrecernos hospitalidad. Fue, finalmente, decidido que nos albergaría un compañero impresor y estuvimos en su confortable casa como en familia.

***
A la mañana siguiente, fuimos a la redacción de «Der Syndicalist», y allí conocimos a Rudolf Rocker y a Theodor Plievier.

Rocker era la figura más sobresaliente del anarco-sindicalismo alemán de comienzos del siglo. Escritor y conferenciante, pertenecía al grupo de autodidactas que antes de la primera guerra mundial contribuyeron elaborar las teorías del socialismo. Rocker nos habló con gran lucidez del peligro que corría la revolución rusa de transformarse en una contrarevolución, conduciendo al proletariado mundial a la catástrofe. . .

Theodor Plievier, muy joven todavía, hablaba perfectamente el español con acento latinoamericano. Siendo marino, estuvo internado en Chile durante la guerra mundial. Alto, rubio, siempre sonriente, parecía un niño grande. Más tarde fue novelista famoso.  Durante los días que permanecimos en Berlin fue nuestro guía y compañero.

Edición digital de la Fundación Andreu Nin, 2005

Sobre el autor: Maurín, Joaquín

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