Nota: del autor Artículo escrito en 1993 para la revista Iniciativa Socialista y rescatado de sus fondos. Se han introducido algunas modificaciones, cambios en el lenguaje y un añadido final, pero, en lo fundamental, se mantiene su contenido. (junio 2024)
El primero de mes me inscribo en la vanguardia estudiantil fascista. No conozco el programa ni los estatutos del fascismo, ni me interesa en realidad conocerlos. Por otra parte, seguramente no los comprendería. [Bernardino “Diario de un escuadrista italiano”]
Sí, de nosotros podréis decir que somos señoritos (…). Y así somos, porque así lo fueron siempre los grandes de España. Así lograron alcanzar la jerarquía verdadera de señores. [J. A. Primo de Rivera y Sáenz de Heredia]
La guerra es inalienable al hombre. De ella no se evade ni evadirá. Existe desde que el mundo es mundo y así seguirá siendo. Es un elemento de progreso ¡Es absolutamente necesaria! Los hombres necesitan la guerra, ¿los pueblos sin guerra…? [J. A. Primo de Rivera y Sáenz de Heredia]
Desde el fin de la II Guerra Mundial, Europa no había prestado tanta atención al fenómeno del fascismo. No son pocos los que levantan la voz de alarma, incluso entre los que consideran irrepetibles aquellos procesos históricos, de alguna u otra forma, la combinación de crisis diversas junto a otros elementos de naturaleza política, podría estimular la aparición de opciones de inclinación autoritaria o totalitaria, independientemente de si van acompañadas de procesos de fascistización de masas.
Hay quienes afirman que el racismo, el machismo o el clasismo tienen causas estructurales, como si la conciencia humana siguiese los mismos pasos que el devenir económico. Si hay algo estructural es la miseria creciente de ingentes masas humanas, desprovistas de futuro y de presente.
Muchos ven en Europa una tenue esperanza. En la Europa en la que se han incubado las grandes transformaciones sociales, en la que el capitalismo se adorna con componentes más humanos y que cuenta con partidos obreros y sindicatos. En la que los derechos civiles y sociales ofrecen unas mínimas garantías jurídicas e, incluso, en la que la democracia parece configurada en la participación libre de numerosos agentes sociales. La elección para muchos no parece difícil, otra cosa será llegar.
Pero la vieja Europa tiene sus tradiciones en desuso. En realidad, la imagen cultural forjada se encuentra en profunda revisión. Poco le importa al ciudadano medio europeo que su relativo bienestar se asiente en el intercambio desigual con economías dependientes o que la razón última de los flujos migratorios se encuentre en los países desarrollados. Una ciudadanía –por otro lado- que parece incapaz de defender las conquistas sociales de décadas anteriores, que cree vivir en una fortaleza tan privilegiada como sitiada.
La izquierda puede afrontar el problema desde dos ópticas preferentes: desde el esfuerzo que supone la interpretación del fenómeno racista y respondiendo con la organización y la movilización social.
Una situación favorable
Para R. Kuhnl, “no son los flujos de refugiados e inmigrantes los que producen mentalidades racistas en la sociedad receptora”. En su lugar habría que resaltar la inseguridad e impotencia ante los cambios y las crisis que adopta la población europea. Cambios negativos, tanto en las condiciones de vida como en las libertades públicas. La incapacidad de la izquierda para defender estos derechos es lo que permite que el fascismo encuentre un camino favorable para su desarrollo. Sus éxitos electorales todavía no se han consolidado. A impresionantes ascensos le siguen sorprendentes caídas. Sin embargo, su discurso primario puede adquirir gran ductilidad.
Toda idea racista sigue considerando la superioridad biológica de unas etnias sobre otras. Tanto la supuestamente humanista que simula conmoverse por inmigrantes o refugiados pero que aboga por su expulsión o rechazo; o la que aparece con un presunto contenido clasista (son los estallidos en zonas o barrios periféricos, muy castigados en sus condiciones de vida y donde afluyen minorías étnicas y culturales a las que se termina culpabilizando del paro, de la falta de vivienda o simplemente de la devaluación de la fuerza de trabajo); como la que se apoya en la defensa de la diferenciación cultural para manifestar, respetuosamente, su repulsa del contagio y el mestizaje, son todas formas de manifestación del racismo hoy, que pasa por no reconocerse a sí mismo, pero que los cauces que adopta pueden terminar explicando los problemas sociales a través de la estructura genética de las personas.
De una u otra forma, con mayor o menor entusiasmo, las democracias parlamentarias aceptan parte del discurso racista. España representa para con sus ciudadanos una legislación social regresiva y no habría de ser menos para refugiados e inmigrantes que disfrutan, también con una legalidad restrictiva. Nada impide la persecución policial, las expulsiones masivas igualmente legales, la concentración en ghettos, las formas de explotación semi-feudales, las agresiones…Todo bajo la tolerancia de la legalidad democrática, lo que no deja de contribuir a la proliferación social del discurso fascista. De esto se alimenta…, de la desfiguración de la democracia.
El despertar de la afirmación nacionalista en todas sus variantes: si las formas de opresión nacional hubieran sido eliminadas o superadas, el nacionalismo podría ser una manifestación reaccionaria más, pero mientras esa opresión perdure, constituirá, para muchos, una legítima aspiración democrática. Es habitual el desprecio de estas aspiraciones incluso, desde la izquierda, se las considera un distorsionador, cuando no un obstáculo de la lucha social. Así se condenan los nacionalismos sin Estado, refirmando –tal vez de forma inconsciente- otro nacionalismo, pero esta vez más chovinista y estatalista. Lo que no deja de constituir un favor a los estados nacionales, aparecidos entre los siglos XV y XIX.
Si todo lo anterior es cierto, también lo es en numerosos casos que el nacionalismo haya podido convertirse en una referencia válida para millones de seres humanos, desprovistas de otras identidades de carácter social. Ante esta ausencia, son los vínculos de sangre y suelo los que aparecen en escena. Si esto resulta, ya de por sí, preocupante, con mayor razón lo sería el nacionalismo que se recubre de militarismo y que continúa proyectándose en reivindicaciones territoriales, negando otras formas de expresión nacional. Chovinismo, militarismo, imperialismo…, no son rasgos ajenos al fascismo.
La izquierda y el fascismo
Cuando se habla de fascismo es común incurrir en la generalización excesiva del término. Muchas dictaduras militares son calificadas de fascistas en función de su naturaleza de clase o de sus formas de actuación terrorista. Algunos teóricos del totalitarismo han caracterizado como fascista a la dictadura estalinista, ignorando su diferente naturaleza, aunque bien pudieran coincidir en sus métodos policiacos. Incluso por sus gestos, por su simbología. Perón ha merecido la misma acusación. Dictadura militar, estalinismo, movimientos sociales de masas con la burguesía nacional a la cabeza (Perón, APRA peruano, Bolivia 1952) son fenómenos diferentes entre sí y diferentes del fascismo.
Otro error sería la reducción del concepto a los casos alemán o italiano, negando esta identidad, por ejemplo, a la dictadura franquista. En numerosos casos, el fascismo ha sido precedido por dictaduras bonapartistas que rompían, en favor del fascismo, el equilibrio de clases sobre el que, a fin de cuentas se asentaban (Brüning, Papen y Schleicher en Alemania). En otros, la dictadura fascista termina enajenándose de su base social y solo logra mantenerse, ya como bonapartismo, en un nuevo desequilibrio de clases (el último franquismo).
Para Thalheimer el fascismo supone una quiebra de las formas tradicionales de dominación. Es el momento en que la dominación social y política se separan de la económica: “La gran burguesía cedió el poder político al fascismo, a cambio de mantener su dominación económica” (R.Kuhnl). La autonomía relativa del Estado, que señala Thalheimer, es notoria en el caso alemán, más reducida en el caso italiano y casi nula en el español.
Es natural que al considerar la autonomía como elemento central, puede extraerse la conclusión de que el fascismo implica el sometimiento de todas las clases sociales a su proyecto, aunque es obvio que no padecen su sometimiento con el mismo coste. Para que la autonomía estatal pudiera producirse, es necesario llegar a una forma de equilibrio estable de las dos fuerzas sociales antagónicas, en la que ni la burguesía pueda reproducir las formas tradicionales y parlamentarias de dominación, ni la clase obrera se sienta fuerte para imponer sus soluciones. Todo ello, con la pequeña burguesía movilizada y enloquecida, atacando a las otras dos clases en diferente forma (la democracia parlamentaria como expresión de la dominación del gran capital y, las organizaciones obreras y populares como manifestación de la democracia obrera). Para Thalheimer, el fascismo podría ser una variante moderna del bonapartismo.
Pero si la idea de la autonomía del movimiento fascista es cuestionable, la del equilibrio entre clases es insuficiente para explicar los distintos niveles de “sometimiento” que se producen. Gramsci también subraya la autonomía relativa del Estado, pero como característica común al Estado moderno. La tendencia a la autonomización puede acentuarse en la fase monopolista del capitalismo. No es, por tanto, una “aportación” del fascismo; más bien, éste la utiliza para desarrollar la base material del Estado, en concepto de garantía para la reproducción del conjunto social.
Pero no solo el aparato económico renueva su importancia, también el aparato de Estado y los aparatos de hegemonía se enfrentan a convulsos reajustes. Durante una fase, la hegemonía se subordina a la coerción (policía). Así, hasta que el conjunto de los aparatos de hegemonía pueda empezar a desempeñar sus nuevas funciones (partido fascista y, en su defecto: iglesia, escuela, medios de comunicación social). En cuanto a sus orígenes, Gramsci le cree consecuencia de una forma específica de crisis política, la de “equilibrio catastrófico”. Su inestabilidad solo puede tener conclusión con la destrucción de una de las partes. Si el fascismo vence, acomete la reorganización del bloque dominante y establece un nuevo marco de relación sociedad-Estado. Es, en esencia, una transformación regresiva de la superestructura.
Con Trotsky se destaca la crítica de las posiciones de la Internacional Comunista. Aborda ampliamente diversos aspectos, donde al mismo nivel que su capacidad teórica resaltan las preocupaciones políticas de un militante revolucionario:
- Sobre la naturaleza del fascismo y su carácter de clase. Su relación con todos y cada uno de los grupos sociales, su componente ideológico y su caracterización como movimiento reaccionario contra la revolución proletaria. Como forma de estado de excepción en el capitalismo monopolista.
- La interpretación del proceso que conduce al partido fascista hasta el poder político. Es decir, el proceso de fascistización que comienza cuando la clase obrera se muestra incapaz de transformar su fuerza en poder y culmina con la liquidación física del movimiento obrero y popular. Diferenciación con otras formas de estado de excepción: bonapartismo, dictadura militar.
- Expresa preocupación por la regeneración de la Internacional Comunista. Crítica de los continuos virajes de la Komintern y su contribución objetiva al éxito de Hitler, primero y, de Franco después.
La Komintern empezó considerando el fascismo como una especie de reacción efímera del gran capital y los agrarios, apoyada en la pequeña burguesía. Pensaban que la estabilización del sistema capitalista (1923-28) terminaría por hacerle innecesario. De ahí, al “tercer periodo” de crisis económica y ascenso de la revolución proletaria, pero con la teoría del “socialfascismo” como referencia. Posteriormente y ante la debacle alemana, nuevo giro, ahora hacia el “frente popular”, aunque con experimentos previos de “frente único por la base” (…“tan estúpidos como infructuosos”, según Trotsky). Es el recorrido que culminaría en el pacto Stalin-Hitler de 1939.
Sin embargo y a pesar de la precisión de sus análisis, están –según Poulantzas- marcados por el mismo economicismo que rige las posiciones de la Komintern. Un partido fascista victorioso demuestra que, contra la clase obrera, es posible la unidad de las demás clases sociales. La irrupción de la pequeña burguesía y la parálisis de las clases dominantes permiten al partido ejercer “de peón y de ingeniero”. Es una transformación radical de la superestructura, producto de un agudo conflicto social. Considerarlo como reacción contra la revolución socialista puede conducir a interpretaciones incorrectas sobre el proceso de fascistización: ¿reacción anti-socialista o necesidad de reajustar el Estado en la época de la revolución socialista? Este segundo aspecto requiere, previamente, del fracaso del movimiento obrero en su fase ofensiva. Las experiencias italiana y alemana así lo atestiguan, puesto que en 1922 y 1933 el momento de la izquierda ya había pasado, independientemente de las urgencias militaristas e imperialistas apremiantes en ambos países.
En cambio, en el caso español el fascismo surge de forma apresurada, bajo la protección y promoción del Ejército, como clara referencia alternativa a una incontenible radicalización revolucionaria. Cuando las clases burguesas asumieron la necesidad de la “cirugía” fascista, se encontró sin partido político fiable y depositó en el Ejército las tareas y funciones restauradoras de la “armonía social”. Bajo esta tutela pudo la Falange convertirse en una organización de masas –a pesar de su subordinación política-, algo que su evolución natural jamás hubiera permitido.
Es exagerado pensar en el binomio fascismo-socialismo en contraposición al de fascismo-democracia parlamentaria. Aunque fascismo y “democracia” fueran dos formas de dominación de una misma clase, su antagonismo es innegable y en determinadas condiciones, la “democracia”, por limitada que sea, puede imponerse al fascismo. Se supone que cuando la burguesía se hace fascista, la defensa del sistema democrático pierde todas sus posibilidades, produciéndose la paradoja de ser abandonada por sus antiguos beneficiarios y protegida por sus habituales perjudicados. ¿Puede la democracia parlamentaria mantenerse con el apoyo de la clase obrera y la oposición de una burguesía fascista? En este caso: ¿no daría lugar, tal vez, a una forma de bonapartismo más o menos duradero?
Podría reducirse a un problema de relación social de fuerzas, siendo el bonapartismo un régimen transitorio, bien hacia el fascismo, bien hacia la democracia parlamentaria. Las clases pequeño-burguesas habrían sido las primeras en fascistizarse y, solo después de este hecho, podrían seguir el mismo camino las clases dominantes. Es improbable una burguesía fascista que a su vez sea incapaz de imponer el fascismo. En este supuesto todo sería efímero –propio de una clase débil o de escasa experiencia de dominación- y pronto orientaría sus programas hacia el régimen parlamentario. No se puede negar la posibilidad de que una determinada clase trabajadora, en una situación específica, sea débil para avanzar en una dirección socialista, pero suficientemente fuerte como para impedir una dictadura fascista.
Ayer y hoy: identidades aproximadas
Todos los fenómenos políticos, en las más diversas realidades, están sujetos a procesos de adaptación, sin que por ello modifiquen su naturaleza. Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando al fascismo se le acota a un determinado momento histórico (fase del capitalismo monopolista, periodo de entreguerras), y/o se le reduce a una situación política concreta (urgencia de países imperialistas tardíos, fracaso previo del movimiento obrero). Esto significa que, al margen de dichos momentos y situaciones, el fascismo no tendría lugar.
Menos dudas ofrece la apreciación de R. Kuhnl para quien el fascismo es la reacción “preventiva y a posteriori” de todas las fuerzas sociales no obreras. “A posteriori”, porque es después de que se produzca la ofensiva del movimiento obrero y una vez que este ha fracasado. “Preventiva”, porque en la psicología de las clases dominantes permanece el temor hacia un nuevo proceso de radicalización social que cuestione sus posiciones de privilegio. Su carácter de prevención tardía podría llegar a tener proyección en el futuro:
- La readaptación del Estado a las necesidades expansionistas del capitalismo monopolista se genera en un marco de tensión específica, tanto por la agudización del conflicto social interclasista como por la aspiración del país afectado, es decir, cuando éste ha llegado tarde al reparto colonial, a un nuevo reparto. Estos dos factores siguen incidiendo en los actuales procesos de readaptación estatal, aunque los términos del segundo se hayan modificado sustancialmente: el móvil, ayer, lo constituía la aspiración a un nuevo reparto colonial, mientras que hoy es la competencia por el lugar a ocupar en los procesos de integración económica regional y en una nueva división internacional del trabajo. Desde el Estado liberal a las diversas formas de Estado intervencionista (el fascismo entre ellas), para desembocar en el Estado de Bienestar, que no está exento de verse afectado por novedosas readaptaciones. Conceptos como el de “Estado fuerte” no parecen apuntar hacia una nueva generación de derechos; muy al contrario, se orienta hacia la restricción de los derechos civiles y la revisión de los derechos sociales. ¿Hasta qué punto puede continuar la readaptación del Estado sin que cambie su naturaleza de Estado de Bienestar? A este nivel, el fascismo sigue constituyendo una potencialidad histórica. Qué gran paradoja que el concepto de “Estado débil” sinónimo de la idea de sociedad-selva no se diferencie, en lo fundamental, del anteriormente mencionado “Estado fuerte”.
- El éxito del fascismo necesita de una ininterrumpida serie de retrocesos de las fuerzas progresistas. Una vez que la ofensiva de dichas fuerzas ha sido contenida, bien por agotamiento, bien por orientación incorrecta de sus organizaciones (partidos, sindicatos, movimientos sociales), dando lugar a una situación de equilibrio inestable, fase aprovechada por la derecha para modificar, a su favor, la relación de fuerzas, manteniéndose la inestabilidad, pero no el equilibrio. Este cambio permite el ataque a los derechos civiles y sociales, hasta su culminación con la destrucción de las organizaciones obreras y progresistas. Pueden surgir determinadas contraofensivas, pero el proceso de fascistización depende, en suma medida, de que la izquierda sepa defender la democracia y el conjunto de derechos y libertades.
- El fascismo supone la hegemonía ideológica de la pequeña burguesía, pero que nunca se traduce en dominación política. Implica la subordinación al aparato de Estado de los aparatos de hegemonía, reducidos, en este momento, a la legitimación de la represión en todas sus formas. Dicha clase invade con sus ideas y comportamientos todo el cuerpo social: idealización del Estado, al que pretende rescatar del conflicto clasista, atribuyéndole una imaginaria neutralidad. Así, suple su incapacidad para construir un partido político específico de clase, lo que se observa en el carácter demagógico de sus propuestas e iniciativas. Su contenido anti-socialista es innegable, pero sus bravatas anticapitalistas se limitan al sistema político, dejando intacta la propiedad privada. En fin, para numerosos autores el fascismo alcanza los mayores niveles de ambigüedad ideológica. Nada más erróneo. No es una ideología ambigua, sino, más bien, la ambigüedad es su ideología (R. Kuhnl).
- La alianza de clases seguiría, tanto hoy como ayer y previsiblemente en el futuro, siendo específica. Es decir, con todas las peculiaridades que el fascismo aporta a las relaciones sociales, lo mismo en el terreno político, social y económico:
- Concentración potencial de las energías de la nación al servicio de los intereses expansionistas de la oligarquía (colonialismo, imperialismo, intercambio desigual, nueva división internacional del trabajo). La burguesía media y la nobleza residual resultan, igualmente, beneficiadas, fundamentalmente por los sistemas de coerción ejercidos sobre los trabajadores (privación de derechos y garantías, limitación de su capacidad negociadora, prohibición de sus organizaciones). Incluso la pequeña burguesía resulta subordinada. El fascismo no solo aporta la concentración de las energías sociales, también de la propiedad y de los recursos.
- Socialmente las clases pequeñoburguesas sirven, de soporte y respaldo, al poder político de las clases dominantes. Oligarquía, terratenientes, burguesía media…, se sitúan detrás de grupos sociales enloquecidos (pequeños propietarios industriales, profesiones liberales, campesinado propietario, burocracia estatal o privada, empresarios autónomos, lumpen…), todos ellos fanáticamente movilizados contra la clase obrera. Estas clases pequeñoburguesas se sienten protagonistas y creen haber superado los antagonismos de clase (en realidad, solo la lucha de clases).
- Pero el clamor irracional de las masas pequeñoburguesas no se deja sentir en los centros de poder político. Aquí, la peculiar alianza de clases es sustituida por un pacto de grupos: partido fascista, oligarquía, Ejército y aparato de Estado, para juntos acometer la construcción del “nuevo Estado”. En el seno de esta alianza, el partido fascista no necesariamente mantiene la hegemonía (en Italia el gran capital, en Alemania el partido nazi, en España el Ejército).
- Cuando se piensa que el fascismo es resultado de una prolongada crisis política, se está suponiendo que otras crisis (económica, ideológica), la han precedido, sin que necesariamente se hayan superado. La crisis económica trastoca las condiciones de trabajo y modos de vida, afectando, en forma diferente, a todos los grupos sociales. La crisis de ideas discurre entre la imposibilidad burguesa de legitimar su dominio y la incapacidad obrera para ser nueva referencia, lo cual abre inmensas posibilidades a la irrupción de la irracionalidad en el pensar y en el actuar. La crisis política sería la conclusión de las dos anteriores. No deja de ser absurdo el debate sobre las formas que dicha crisis podría adoptar, puesto que de lo que se trata, es de evitar cualquier crisis pre-fascista. Sin embargo, parece claro que no habría equilibrio catastrófico, ni tan siquiera inestable y, mucho menos, crisis revolucionaria o situación de doble poder. El fascismo buscaría otros derroteros, en impedirlo estaría la tarea de la izquierda.
Sus componentes ideológicos
El pensamiento fascista representa una formidable regresión de la conciencia política. Tanto de las relaciones sociales que establece como de la consideración del individuo como “actor político”. Aunque fenómeno político no exclusivo del siglo XX, desborda en amplitud y complejidad a todas las contrarrevoluciones de la historia. Por mucha inclinación a la barbarie o, por mucha brutalidad que hayan mostrado las fuerzas socialmente decadentes, ninguna como el fascismo presenta formas tan “perfectamente” acabadas. Se podría afirmar que ni la Contrarreforma ni la episódica reacción absolutista del s. XIX, pueden equipararse con lo que históricamente ha supuesto la reacción fascista.
Su pensamiento no es irracional y sin embargo, la irracionalidad constituye el principio, medio y fin de sus ideas. Resulta tan irracional como la simpatía que el antiguo esclavo pudiera sentir hacia el látigo del amo. Que un esclavo quiera seguir siéndolo no deja de ser una de las atrocidades con que la humanidad ha tropezado. Se han tolerado los regímenes más autoritarios, los más despóticos gobernantes y toda forma de tiranía en el ejercicio del poder político. Pero el rechazo, la oposición, el desprecio y la rebeldía han formado parte de la conciencia íntima de los oprimidos, de los grupos sociales subalternos. Esto se hace difícilmente tolerable para el totalitarismo fascista, que aspira a paralizar toda manifestación de iniciativa social y política. A pesar de todo, requiere de cierta racionalización en la articulación de sus componentes irracionales:
1º) Rechazo de toda aspiración social transformadora. En especial el marxismo y el socialismo en toda su extensión y con todo lo que significa y representa: auto-organización social, derechos humanos, igualdad, participación política de la mayoría social, lucha de clases, sindicatos, movilización anticapitalista… Para el fascismo, todo lo anterior son solo datos de la disgregación social, cultural y nacional a que conducen las ideologías que interpretan la sociedad a través del conflicto. Todo lo que sea negar a la sociedad, a los grupos y a las personas su derecho a la autonomía, sirve a los objetivos de su absoluto: Estado, patria, etnia, expansionismo, armonía social…
Si la contradicción capital-trabajo constituye el inicio de la práctica socialista. La negación de este hecho, fundamenta la acción fascista. Y en la negación de la negación encuentran la solución al problema: exacerbar el antagonismo hasta someter a una de las partes (el trabajo, claro está). Superan la lucha de clases pero sin suprimir las clases. Dicho de otra manera, niegan a una de las clases su derecho a defenderse, organizarse o, simplemente pensar. Saben de sobra que la patria y el Estado están más seguros al lado del capital.
Estas ideas se desarrollan siempre que determinadas fuerzas sociales (progresistas, transformadoras, emancipatorias, revolucionarias…) hayan sufrido, previamente, una derrota política en época de crisis. Pocas veces los paralelismos históricos son parecidos, pero ¿acaso puede afirmarse que la izquierda goce de buena salud? ¿en qué estado se encuentran los pueblos, clases y grupos a los que la izquierda pretende representar? ¿se ha producido ya esa mencionada derrota política? En todo caso no una sino muchas: La transición española bien podría incluirse, la configuración del nuevo orden internacional, las formas adoptadas por una globalización sin derechos, el triunfo del neoliberalismo, la restauración capitalista sobre los escombros del no socialismo antes llamado “socialismo real”, el amenazante presente que se cierne sobre la naturaleza, la irrupción de la extrema derecha, el resurgir de los vínculos de sangre y tierra… Demasiadas como para negar el ascenso de los tipos sociales más desclasados e ignorantes. ¡Ay de los grupos sociales que flirtean con el fascismo! Su misión ya no estaría en salvar un orden, un sistema o una clase social, más bien, sería el vehículo político para el retorno de la humanidad a formas de barbarie desconocida.
2º) El tratamiento del capitalismo es más delicado, si lo comparamos con el trato criminal que recibe el socialismo en todas sus formas. La crítica se centra en la deshumanización y despersonalización del sistema capitalista. Se utiliza para reivindicar un marco de relaciones sociales propio de estructuras sociales pre-capitalistas, donde las ideas de armonía y sometimiento son complementarias. La separación entre propiedad privada y capitalismo se justifica en la defensa de los pequeños propietarios (una parte de la base social del fascismo), pero no de la pequeña propiedad: “El fascismo no solo facilita la concentración de las energías sociales y nacionales, sino también de la propiedad y de los recursos” (anteriormente mencionado). De ahí que la pervivencia de la demagogia pueda retrasar la reorganización del bloque dominante, a la vez que restar credibilidad –al partido fascista-, ante sus poderosos aliados (oligarquía, aparato de Estado, ejército, instituciones de la hegemonía). Al fascista, poco le importa que el anticapitalismo del pasado, termine por devenir en brutalidad capitalista en el presente. Imagina en su subjetividad extrema, que la supresión de las instituciones de la democracia parlamentaria, supone un golpe definitivo al conjunto del sistema.
3º) El fascismo tiene un carácter hiperconservador en lo social. Su pretendido laicismo, siempre se subordina a las ideologías productoras de dotar de cohesión, a relaciones sociales de desigualdad (a veces el agrarismo, a veces el catolicismo), facilitando un “armonioso” modelo de relación social. También es capaz de condensar todas las excrecencias que anima el capitalismo en situaciones de crisis: desde el machismo patriarcal hasta el racismo, pasando por el desprecio a toda manifestación cultural libre. En cambio, la mística del honor y del sacrificio son las que deben dar sentido a la acción humana. Siempre al servicio de los objetivos del absoluto-Estado, ya para entonces, “liberado” de las distorsiones que alimenta la lucha de clases (ni sindicatos de clase, ni movimientos sociales, ni partidos de izquierda).
Conservador es el “Nuevo Estado”, a menos que se considere la neutralización de la sociedad civil como algo moderno o innovador. La liquidación del parlamentarismo pluralista se corresponde con la eliminación de los agentes sociales, negando cualquier forma de expresión a una sociedad diversa. A la vez, deja intactos todos los mecanismos generadores de desigualdad entre personas y entre grupos. ¡Diversidad No! ¡Desigualdad Sí!, algo imposible de mantener sin el ejercicio sistemático de la coerción. Solo así las “energías sociales” devendrán en “energías nacionales”, al servicio de un Estado que nada tiene de neutro. Una organización social jerárquica y a la vez integradora, porque “pone a cada grupo en su sitio”; una minoría, dirige, la mayoría, sirve. En definitiva, amplia la presencia del Estado hasta considerar a la sociedad civil como una parte del mismo. Puede reducir, incluso, su presencia económica directa y convertir las instituciones de hegemonía en un apéndice del aparato de Estado. Todos los barbarismos, pasados y presentes, por fin refundidos en el “Nuevo Estado”. Esta es su innovación.
4º) Los marcos sociales de referencia (familia, escuela, trabajo, municipio) deben servir a la nueva organización. Unos serán suprimidos (partidos, sindicatos, instituciones representativas) y otros reorientados en su funcionalidad (clases sociales). La reorganización de la economía tiene por objeto la identidad entre los intereses del Estado y los del gran capital oligárquico, de manera que los derechos civiles, sociales, laborales o sindicales serían contrarios a esa gran conjunción capital-Estado. El corporativismo sustituye al conflicto e impone la armonía entre lo que es distinto (clases), sin necesidad de modificar la estructura social. Previamente, las ilusiones de la pequeña-burguesía han sido instrumentalizadas sobre la conveniencia de liberar al Estado de los vaivenes de la lucha de clases. Nada debe escapar al control del Estado, ni nada quedar al margen de su autoridad. La jerarquía social y el orden, dosifican la movilidad social y permite que los proyectos expansionistas de los grupos oligárquicos se realicen, ahora como proyectos de la nación, sin incómodos gestos de oposición interna.
El Ejército refleja el modelo de organización social al que aspira el fascismo. Solo así, los principios de autoridad, jerarquía y orden anulan toda manifestación autónoma de los distintos grupos y grados que lo integran, sin dañar, en ningún caso, la desigual distribución de poder. Pero si el Ejército es el modelo de organización social, el soldado es el modelo de persona, preparado para obedecer sin atisbo de duda o crítica. En la misma línea, la guerra no solo sería un instrumento de la acción política sino, además, el modelo idealizado de relación entre pueblos.
Otras características de la mentalidad fascista
Alguna vez se ha dicho que el fascismo, exclusivamente, triunfa sobre sociedades sadomasoquistas. No se sabe qué tipo de sociedades son esas, pero nada más injusto que conceder verosimilitud a esta afirmación. Para que el fascismo logre imponerse, previamente, ha tenido que aparecer como movimiento político de una pequeña-burguesía desesperada. Hacer entender -posteriormente- a las clases dominantes, que la solución a su angustia, va asociada a la derrota del movimiento obrero y de los movimientos progresistas. Aunque el fascismo no intervenga directamente en esa derrota, se presenta como una garantía para la consolidación y estabilidad de la misma. No hay pueblos ni sociedades sadomasoquistas, otra cosa será que, la hegemonía del pensamiento retrogrado configure relaciones y comportamientos con ese contenido. Se podría decir –con ciertas reservas-, que es producto y productor de una generalizada “desviación” de la conducta social.
Su continuidad depende de la capacidad que demuestre para generar y reproducir una atomización social sin precedentes. En esta tarea policía y ejército adquieren una función protagonista, para terminar rompiendo todos los vínculos de clase, de solidaridad o de simple complicidad entre personas. Lo cual no deja de expresar una debilidad de sus aparatos de hegemonía, siempre necesitados de la represión disgregadora y del vocerío histérico de masas fascistizadas. Pero el fascismo no se conforma con “modernizar” los aparatos coercitivos del Estado, ni tampoco se considera impotente para ser socialmente aceptado. Sin embargo, se asienta en un peculiar desequilibrio entre clases (burguesas, pequeño-burguesas y trabajadoras), con un discurso igualmente peculiar (irracionalidad, exacerbación de todo lo asocial, demagogia, estadolatría) y en una no menos peculiar combinación del aparato de Estado con los poderes económicos y con los instrumentos de hegemonía. Es el aparato de Estado, en sentido estrictamente coercitivo, el que establece los ritmos y prioridades de uno u otro instrumento de hegemonía. Solo de esta manera la atomización social resulta posible.
No debe extrañar que sea en el momento en que la sociedad se muestra indolente o atomizada, cuando el individualismo gregario de ola mentalidad fascista se realiza plenamente. Exige la subordinación de la razón y de la voluntad al objetivo absoluto; en este sentido, la fraseología y la simbología son los mecanismos creadores de una identidad nueva, a la vez que sirven de sustituto a todo lo racional. De esta forma legitima su violencia, reviste de misticismo la identidad entre las clases (Trotsky), hasta convertirse, con gusto, en “perro guardián” de una minoría, que por cierto, no mira con aprecio a su propio perro. Pero el perro necesita de una o muchas víctimas propiciatorias (según R. Del Águila) y, nada mejor que buscarlas entre aquellas que se muestren distintas o que sean diferentes y de paso, culpabilizarlas de los males sociales (comunistas, sindicalistas, minorías étnicas, inmigrantes…). Así, el fascista satisface su deteriorada personalidad y experimenta su superioridad, única posibilidad de autosatisfacción del perro.
En fin, a pesar de sus características pedestres no es ajeno al culto de la eficacia. Con criterios similares al pensamiento neo-liberal defiende la neutralidad de las aplicaciones científicas a los procesos productivos. Con la diferencia de que el fascista mide el nivel de la eficacia bajo su absoluto subjetivismo.
El proceso de fascistización
Abarca desde el comienzo de la crisis en que surge la organización fascista hasta la conquista del Estado. Hay que decir que, tanto los casos alemán, italiano, como en el español tienen características específicas, pero son las coincidencias la que nos interesan para comprender las diferentes fases del proceso:
- La primera fase se extiende desde el comienzo de la crisis económica hasta el estallido de la crisis política en cualquiera de sus formas, pasando por una conmoción en las relaciones entre los grupos sociales. En esa situación las sectas fascistas son meros espectadores de lo que acontece.
Ante la crisis, la primera respuesta es la movilización social. Con ella, se inaugura una fase ofensiva del movimiento obrero, huelgas y manifestaciones, protestas que bien pueden ser sostenidas o intermitentes, pero en todo caso, siempre poderosas. La reacción de la pequeña-burguesía es ambivalente, oscilando entre la simpatía hacia la clase obrera y los sindicatos y el temor a verse afectada por un proceso de proletarización. Tanto si la movilización queda reducida a un simple ascenso, como si produce una situación pre-revolucionaria o una crisis revolucionaria, no culmina con ningún traspaso del poder político de los grupos socialmente dominantes hacia las clases trabajadoras. La no culminación de este proceso (la no conquista del poder político por el proletariado) es lo que nos conduce a una nueva fase.
- Es en la crisis política donde acontece la inflexión en la relación de fuerzas. La ofensiva obrera no ha culminado con la conquista del poder político y en el supuesto de que se hubiera producido una situación de “doble poder”, esta concluyese con el debilitamiento del movimiento obrero, popular, democrático, progresista… La crisis política queda resuelta de forma provisional, bien con reajustes gubernamentales o nuevas alianzas que pueden incluir, incluso, a organizaciones de izquierda con un alto nivel de credibilidad social. Pero también, esta situación no deja de ser expresión específica del equilibrio inestable entre todas las fuerzas sociales en lucha. La ofensiva obrera ha sido contenida mientras el gobierno recupera la iniciativa política. De forma imperceptible y gradual se va modificando la relación de fuerzas, con lo que el equilibrio primitivo se trastoca en desequilibrio, pero éste, cada vez más estable.
En paralelo, crece la identidad entre la pequeña-burguesía y el partido fascista. Ya ha dejado de ser una secta, aumenta su influencia social y emerge como la fuerza capaz de acabar con la amenaza obrera. No obstante, hay que rechazar cualquier pretendida inevitabilidad del proceso de fascistización, pues a pesar del fracaso de la mencionada ofensiva de la izquierda, todavía está en condiciones de remontar la situación y retroceder a la fase precedente. Todo depende de la “crisis de hegemonía”, es decir, de las ideas y comportamientos que resulten socialmente hegemónicos: o los valores de la reacción o los democráticos e igualitarios de las fuerzas transformadoras.
- Esta tercera fase se caracteriza por la ofensiva del Estado, de la oligarquía y del fascismo, ahora como partido de masas, contra la izquierda en general y contra el movimiento obrero en particular.
Simultáneamente, el régimen democrático-parlamentario adecua su legislación a las necesidades del bloque derechista, aceptando, parcialmente, el discurso y los métodos del fascismo. Se crean las condiciones para iniciar el ataque a las conquistas sociales, se limitan los derechos políticos, sindicales y laborales, se revisan la Seguridad Social y los servicios públicos, por no hablar de la negación de la nueva generación de derechos. Después, la represión legal de la izquierda, de sus organizaciones y de sus ideas. En este nuevo escenario político, se vislumbra la nueva alianza entre las viejas clases dominantes y las clases pequeño-burguesas, antesala de la conquista fascista del poder. A diferencia de la fase anterior, ya no hay posibilidades de retorno a un pasado equilibrio inestable. Digamos que, a las clases trabajadoras no les queda más tarea, que esquivar la represión y laborar por la paciente y solidaria reconstrucción de sus fuerzas.
El fascismo en el poder
Una vez en el gobierno, la nueva dictadura fascista es ya algo más que un proyecto, pero atraviesa por periodos claramente diferenciados:
- Al principio mantiene la ambigüedad ideológica, pero con dosis de demagogia menos plebeyas. Es así por la necesidad de mantener un doble equilibrio: De un lado el equilibrio social entre la pequeña-burguesía movilizada (su base social) y la oligarquía, cuyos objetivos e intereses, en el interior y en el exterior, coinciden con los del partido fascista. De otro, un equilibrio institucional entre el partido fascista, el aparato de Estado y el poder económico. En esta equilibrada alianza el partido se esfuerza en imponer su hegemonía a través de cauces probados: mantenimiento de la movilización de las clases pequeño-burguesas y de la demagogia anticapitalista y anti-parlamentaria. Funciones necesarias para otras más significadas, la liquidación física y política de la izquierda y la sustitución de la legalidad democrática. Se asiste a la gestación acelerada de un nuevo régimen.
- Una vez superado el peligro izquierdista, llega la hora de poner fin a sus componentes demagógicos y a los sectores que los fomentan (Rohm-Strasser en el partido nazi, Hedilla en la Falange), fundamentalmente por constituir un obstáculo para la estabilización del nuevo equilibrio social e institucional. Con la reorganización del bloque en el poder se realiza el “Nuevo Estado”. Los instrumentos coercitivos dejan de ser protagonistas –aunque vigile de cerca-, trasladando la prioridad a los de hegemonía. Así, el fascismo mide la capacidad de atomización y de integración que tienen dichos instrumentos (aparatos de coerción y aparatos de hegemonía).
- En un periodo posterior (¿último?) el partido fascista deja de ser un partido de masas, al menos, ya no movilizadas. La reconstrucción de la izquierda y del movimiento obrero, terminan por colapsar la credibilidad que el régimen del “Nuevo Estado” pudiera tener entre las clases pequeño-burguesas. El resultado sería un nuevo equilibrio entre todas las clases sociales, exigiendo una adecuada combinación de represión selectiva y paternalismo severo. En resumen: la dictadura fascista se transforma en dictadura bonapartista o en simple dictadura militar o, en una insípida mezcla de ambas, como fue el caso de la dictadura franquista.
Fascismo y Estado
El aparato de Estado en sentido estricto (Administraciones Públicas, Ejército, Policía, Tribunales de Justicia, Instituciones Penitenciarias, Diplomacia…) junto a los aparatos de hegemonía y el aparato económico componen lo que se entiende como aparato de Estado en sentido amplio. Ya se ha mencionado que una de las características del “Nuevo Estado”, es la peculiar situación de subordinación y limitación de los aparatos de hegemonía. Esto es debido a que la legitimación funciona a partir de la interiorización individual y colectiva del terror. Así se entiende la primacía de la policía sobre la familia, la educación o la comunicación social.
Su función reorganizadora del bloque dominante se efectúa para garantizar los intereses expansionistas de dicho bloque, lo que le convierte en un modo específico de Estado intervencionista. El mismo derecho deja de ser un delimitador entre la sociedad y el Estado, mientras la arbitrariedad ocupa el puesto de las garantías jurídicas. Fenómenos como la burocratización de lo público, el encuadramiento corporativo, el centralismo o el militarismo, adquieren con el fascismo nueva relevancia. En fin, la libre acción política, social, sindical o cultural, dejan de ser cauces de participación de la ciudadanía. Lo racional o lo humano resulta repudiado.
El Estado fascista mantiene una independencia relativa respecto de todas las clases sociales, hasta cierto punto inevitable, si quiere proceder como “cirujano social”. Lo que no implica la sumisión, por igual, de todas las clases. La clase obrera es desprovista de toda su tradición cultural y organizativa, a la vez que reducida a la condición de fuerza de trabajo de la nación y del Estado. La pequeña-burguesía se siente depositaria de los valores nacionales y estatales, cuando su función apenas supera el actuar como fuerza de choque anti-obrera. Si la sumisión de estas clases parece incuestionable, no podemos afirmar lo mismo respecto de los grupos oligárquicos, ya que el fascismo se muestra como un instrumento de sus intereses expansionistas. A cambio, tendrá que aceptar un alejamiento formal de los centros de poder político. Natural, teniendo en cuenta los recelos que provoca su adhesión tardía al proyecto fascista.
Para concluir, recordar que igualmente implica una redistribución del producto social. Redistribución que se hace en beneficio exclusivo de las clases ricas y aunque la violencia y el terror sigan presidiendo el proceso, ya no se podría definir como redistribución conflictiva. La capacidad de resistencia de los grupos sociales perjudicados hace tiempo que fue vencida. Esta ausencia de oposición es lo que se denominaría “restauración de la armonía social”.
El nuevo fascismo
Una de las preocupaciones del momento gira en torno a las interrogantes que suscita el nuevo fascismo. Es coherente preguntarnos si ¿el fascismo constituye hoy una amenaza real? Anteriormente hemos contemplado cuatro fenómenos como posibles favorecedores de su desarrollo: a) La incapacidad de la izquierda para combatir las políticas neo-liberales y sus efectos que toman forma en el crecimiento de la desigualdad y de la exclusión social. b) La adecuación de la legislación y del régimen de libertades a las necesidades y exigencias de las clases dominantes, empoderando las instituciones sociales, culturales y políticas contra la “mayoría social”. c) El resurgir de señas de identidad que fomenten los vínculos de sangre y tierra, véase el nacionalismo de Estado y sus rasgos chovinistas, colonialistas o militaristas. d) Los relativos éxitos electorales de partidos fascistas, que no solo le sirven de estímulo, sino lo que es peor, de referencia ante numerosas frustraciones sociales.
A pesar de esas condiciones favorables, habría que añadir alguna que otra consideración: ¿Qué tipo de cambios tendría que acometer el Estado para satisfacer las aspiraciones de los grupos oligárquicos? ¿Cómo favorecer la mundialización sin derechos y una nueva división internacional del trabajo? ¿Y acentuar la desigual distribución del producto social? ¿Necesitarán al fascismo para lograrlo? Parece obvio que todo ello requiere de la modificación, sustancial, de las ideas y comportamientos de la mayoría de la sociedad. Y el fascismo, a pesar de su estridencia, está muy lejos de lograrlo. Más que de ellos, depende de lo que nosotras y nosotros hagamos.
Desde la crisis de 2008, se ha producido una ingente transferencia de recursos en tres direcciones: de las rentas salariales a las rentas empresariales, de los servicios públicos hacia el sector privado, de los países periféricos hacia los países centrales o más favorecidos. Sus instrumentos fueron conocidos y combatidos con éxito desigual: reforma laboral, privatización de los servicios públicos y deuda externa. En ese conflicto reaparecieron viejas inquietudes que las clases dominantes no pueden tolerar y a menos que quieran vivir en continuo sobresalto, deben admitir la presencia preventiva y a posteriori de la organización fascista.
No obstante, aunque se adivine su influencia en las dinámicas sociales y políticas en curso, el fascismo está lejos de satisfacer las aspiraciones de las clases privilegiadas, así como las suyas propias. Pero el que así sea no impide la vigencia de su amenaza. Veamos algunas consideraciones al respecto:
- El fascismo no es amigo de la primacía de lo social sobre lo natural. Las leyes sociales, es decir, las normas y convenciones que regulan la vida social entre personas o grupos deben subordinarse a las leyes naturales, lo que quiere decir que se quedaron muy rezagados en la configuración de la especie humana. El salto de lo natural a lo social permite superar la fase animal, lo que no esta bien visto por quienes desean que la sociedad sea un reflejo de la selección natural de las especies.
La “ley natural” trasladada a las relaciones sociales produce seres adaptados e inadaptados, por lo que cualquier proyecto de autonomía y auto-organización social atentan contra el Estado y la “legítima” diferenciación social. Si esto rige para el interior, también deberá aplicarse a las relaciones internacionales, relaciones entre estados poderosos y estados subordinados. En fin, viejo colonialismo y moderno imperialismo restaurados. ¿En qué lugar quedan la democracia y los derechos humanos cuando es la fuerza o el poder el elemento regulador?
- No es lo más adecuado buscar analogías históricas sobre el devenir del fascismo: No debemos esperar marchas sobre Roma, leyes de emergencia nacional y social, golpes de Estado… La marcha sobre Roma fue posterior a una grave derrota de las ocupaciones de fábrica, en los llamados años rojos, antes de triunfar necesita que el movimiento revolucionario sea contenido. Las leyes de emergencia nacional y social del nazismo suprimían la vigencia del régimen de Weimar y sellaban la exclusión de derechos a grupos sociales culturales o étnicos; así, igualmente, el movimiento obrero ya había sido previamente derrotado. En el caso del golpe de Estado de Franco no ocurre lo mismo, la militarada aceleró el proceso revolucionario y el Estado republicano saltó por los aires.
No esperemos repeticiones de esos fenómenos, pero tampoco excluyamos la posibilidad de ciertas copias, aunque no tan directas. No descartemos movilizaciones fascistas de masas, involuciones jurídicas dotadas de legalidad o de cierta legitimidad inversa y golpes institucionales desde el Estado, un tanto palaciegos y con la hegemonía de algún que otro poder. Un poco de todo lo observamos en Putin, Netanyahu, Meloni y Milei (en común su psicopatía social), con diferentes intensidades de criminalidad y con distintos ritmos de fascistización.
- En todo caso siempre será diferente como ideología, movimiento social y régimen político. La ideología de lo irracional admite de todo; un ejercicio dialéctico sin tesis, antítesis o síntesis que valgan y en que todo se niega a sí mismo, no en vano niega el conflicto, pero no la dominación, la dominación restaura la armonía. Pero la teoría es una cárcel, que vincula o que limita, como bien pensaron y piensan acerados fascistas y es por ello que, el rechazo de la legitimidad democrática es un elemento a abatir.
- El movimiento fascista se esfuerza en conformar un bloque social reaccionario contra la amenaza que suponen los cambios sociales en la redistribución social del poder, eso que llaman dictadura progre. Pero ese movimiento siempre se subordina a la fusión del partido fascista, el aparato de Estado, los instrumentos de hegemonía mediático-cultural y la oligarquía. Aunque en este terreno hayan avanzado, están lejos de un éxito global. En cualquier caso, no estoy seguro de que sea necesario.
- El fascismo vendría de arriba (Ideología y movimiento son componentes secundarios). No es una desviación irracional de la civilización humana, más bien forma parte de la evolución natural de la sociedad de mercado; la crisis del capitalismo neo-liberal crea las condiciones e impulsa la tendencia hacia el fascismo desde arriba. Un fascismo que se impone a la sociedad desde lógicas institucionales (fuerzas coactivas, corona, justicia, parlamentarismo si fuera posible). Es la lógica capitalista llevada al paroxismo, liquidar en la práctica toda forma de auto-organización social, servicios públicos, derechos humanos o resquicios democráticos, todos los obstáculos que limitan su expansión. Lo común deja de existir.
- En todo lo mencionado se adivina que, en realidad, el fascismo está incubado por una doble naturaleza: Reacción contra toda forma de cambio social y político (contrarrevolución) e impulso del capitalismo para superar todos los límites y llegar a todos los rincones (barbarie). En realidad, las crisis del capitalismo no necesariamente implican crisis del neo-liberalismo.
- La ciencia política sitúa el fascismo como una forma específica de Estado de excepción, junto a dictaduras militares y bonapartistas. Es posible que su doble naturaleza (contrarrevolución y barbarie capitalista) modifique su carácter de excepcionalidad histórica para realizarse como la forma política del capitalismo neo-liberal. No es cierta la supuesta aprensión del fascismo hacia el Estado, su proyecto implica la fusión del fascismo con el Estado y con la economía capitalista.
Una última consideración sobre el antifascismo
En el debate sobre el antifascismo las circunstancias históricas y/o particulares fueron conformando el significado político del término. Contemplemos tres situaciones con significados unas veces complementarios y otras veces diferente. L. Trotsky en La lucha contra el fascismo. Proletariado y Revolución (Ed. Fontamara), relativo a Alemania en el periodo 1929-33, el veterano bolchevique pretende corregir la política de la internacional Comunista (Komintern) presa de la desastrosa teoría del social-fascismo y contraponer la idea de frente único de las organizaciones políticas, sindicales y sociales de la clase obrera. Frente único y antifascismo se presentan como términos sinónimos. No se propone un programa común entre el Partido Socialdemócrata (SPD, el más poderoso de la II Internacional) y el Partido Comunista (KPD, el más poderoso del mundo capitalista), ni se exige al potencial aliado que deje de ser lo que en realidad es. En la propuesta de Trotsky no hay atisbo de propuesta política general, ni tan siquiera coalición electoral o acuerdo parlamentario, no exige a los socialdemócratas que se hagan comunistas, ni rompe los sindicatos ni califica como traidores a sus dirigentes. Todo es más sencillo, práctico y comprensible. Es un ACUERDO para parar a Hitler y sus hordas de polvareda de desechos humanos, para salvaguardar la legalidad –y la supervivencia- de las organizaciones obreras: partidos, sindicatos, bibliotecas, casas del pueblo, comités de fábrica, imprentas, periódicos, ateneos, escuelas de formación, cooperativas…
Pero Thälmann, secretario general del KPD responde que, para vencer a Hitler primero hay que derrotar a la socialdemocracia. Es decir, Thälmann –sin lenguaje sutil- anticipa la capitulación comunista ante los nazis (esa polvareda). La propuesta de Trotsky de frente único antifascista se resume en la carta a un obrero socialdemócrata, algo así como “si los nazis asaltan vuestros locales, asesinan a vuestros militantes o atacan a vuestra prensa, los comunistas acudiremos en vuestra ayuda; si los agredidos somos los comunistas queremos contar con vuestra colaboración fraternal”. Un ACUERDO de protección mutua, defensivo pero que puede derivar en ofensiva misma contra el fascismo. El desenlace es sobradamente conocido: la política comunista de derrotar primero a la socialdemocracia condujo a la catástrofe no solo al proletariado alemán sino a la humanidad toda.
Otro ejemplo lo tenemos en la revolución de octubre de 1934: antifascismo y revolución socialista son ideas inseparables. En este caso las Alianzas Obreras (frente único) serán el órgano instituyente de un nuevo poder. El anticapitalismo solo puede ser antifascista siempre que el fascismo se interprete como una forma de estado de excepción o de emergencia capitalista. La revolución social impedía la liquidación de las formas y convenciones democráticas, aseguraba la presencia del movimiento obrero y de las clases subalternas (mayoría social) en la gobernación del país y permitía la transición hacia una sociedad socialista (anticapitalista). Revolución y democracia, democracia y socialismo. Todo muy alejado de lo que fue la degeneración stalinista. En última instancia el antifascismo puede considerarse como un componente táctico de la estrategia revolucionaria y ésta, a su vez, como la referencia estratégica del antifascismo.
Por último, el antifascismo derivado del VII Congreso de la Internacional Comunista, celebrado en 1935, de donde se infiere la política de Frentes Populares, primero en Francia y a partir de 1936 en España. El antifascismo deja de ser revolucionario, el viejo dilema dictadura fascista o democracia socialista -no solo cambia el régimen político, también el tipo de Estado- se sustituye por otro, en este caso limitado al cambio de régimen, pero dejando intacto el sistema social (tipo de Estado) y las relaciones sociales de subordinación de unas clases con respecto de otras. Ya no se trata de fascismo vs socialismo, el socialismo desaparece de la ecuación y el nuevo dilema plantea la elección entre capitalismo fascista o capitalismo democrático. Visto así, todos preferiríamos que el capitalismo reconozca la auto-organización obrera, una legislación social progresista y amplios derechos democráticos, algo obvio, naturalmente.
En cambio, ¿qué ocurre cuando la realidad nos muestra unas clases burguesas fascistizadas, sin apego alguno por las formas democráticas y la existencia de una revolución social en curso? Sencillamente que esta variante del antifascismo (el de los Frentes Populares) se convierte en un obstáculo para esa revolución social mencionada. Dado su carácter interclasista (coalición de fuerzas obreras y fuerzas burguesas) y su búsqueda de un capitalismo bueno (renuncia al anticapitalismo) parece que nada pueda fallar, que el fascismo será incapaz de imponerse. Pero este ardid teórico muestra su impotencia al contacto con una realidad compleja: Una coalición interclasista cuando una de las partes, la burguesía, está inmersa en un proceso de fascistización y, un capitalismo, bueno o malo, asediado por una revolución de claro contenido anticapitalista.
Al final, resulta que el pacto interclasista no se hace con la burguesía sino con el fantasma de esta (la burguesía no está con el antifascismo, más bien, se sitúa ya en el bando contrario), pero interesadamente sostiene la ficción, al objeto de paralizar toda acometida anticapitalista. Es por ello que el antifascismo de los Frentes Populares del periodo de entreguerras –no se excluye que pueda reeditarse en el futuro- contribuyó, de forma directa e indirecta, al fracaso de la revolución social.
No es objeto de este trabajo analizar las diferencias y similitudes entre el Frente Popular en España (1936-1939) y la Unidad Popular en Chile (1970-1973). Sus diferencias son notorias, en el proyecto chileno la idea de transición al socialismo está presente y la burguesía ausente del acuerdo, aunque, no obstante, el desenlace fuera similar: la derrota de las clases trabajadoras con costes inmensos y por un largo periodo.
De cara al futuro el libro sigue abierto, bien sea porque el potencial y la posibilidad de producir nuevos sistemas excepcionales de dominación capitalista no están agotados o porque viejas formas son susceptibles de reaparecer con novedosos disfraces. Para la izquierda, la experiencia de lo vivido más allá de ser un cruel aprendizaje, dispone de amplio abanico de políticas a implementar: desde el simple acuerdo antifascista hasta la más plural unidad de la izquierda pasando por el antifascismo socialista e incluso, el frente popular interclasista, en este caso desprovisto de intenciones de naturaleza contrarrevolucionaria.