La experiencia alemana: la victoria del nazismo El mayor desastre de la Internacional Comunista (IC) (Fernando Claudín, 1970)

 Apartado La experiencia alemana del Capítulo 4 de La crisis del movimiento comunista. Primera edición 1970 en Ruedo Ibérico, París. 

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Totes les nits són negres (Víctor Alba, 2002)

Avui, 28-11-2002
Aquest estiu TV3 ha emès una sèrie de reportatges de dones que estigueren preses sota el franquisme, a moltes de les quals els arrabassaren els fills. Quelcom de semblant feren, anys més tard, els militars argentins i xilens sota els Francos locals. Molts homes podrien donar imatges semblants sobre les presons franquistes.

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Misticismo y mixtificación (Ignacio Iglesias, 1948)

El fascismo, en tanto movimiento social, se desarrolló, abusando de dos elementos psicológicos que se evidenciaron de una importancia fundamental: el misticismo y la mixtificación. Ambos tendían al deliberado propósito de convertir a la gran masa –el fascismo logró ser un gran movimiento de masas- en cuerpo propicio a toda clase de experiencias totalitarias. Merced al misticismo se otorga al jefe supremo –Duce, Führer, Jefe o Caudillo-  una confianza ilimitada, mejor dicho, una fe total y absoluta; por la vía de la mixtificación se logra una adhesión más completa que permite una acción de mayor desahogo y facilidad. Para los que se empeñaban o se empeñan en abrir los ojos existen los campos de concentración, que presentan a sus organizadores la doble ventaja de ser reserva de trabajo gratuito y a la par escuela que obliga a aprender las ideas en curso.

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El fascismo italiano (Andreu Nin, 1930)

Este ensayo reproduce los apartado III a VII del capítulo tercero del libro Las Dictaduras de nuestro tiempo, réplica marxista al libro de Francisco Cambó, líder de la Lliga Regionalista, titulado Las Dictaduras, publicado originalmente en catalán en 1929 (Llibreria Catalònia). Nin escribió su estudio en Moscú, en marzo de 1930 y se publicó en Barcelona en catalán en octubre del mismo año (también en Llibreria Catalònia). La traducción castellana apareció en noviembre de 1930 (Ediciones Hoy, Madrid). Esta reproducción parcial que ahora publicamos del capítulo tercero circuló en Latinoamérica en los años treinta pues se incluyo en el libro Crítica del fascismo, Centro Ariel Río Negro 1180, Montevideo, Uruguay, 1935), en edición preparada por Eusebio A. Laureiro junto a artículos de Henri de Man, Olga Olberg y Karl Radek.

¿Qué es el fascismo?

Al tratar del fascismo, lo primero que se impone es precisar la significación del vocablo. Con frecuencia, es erróneamente considerado como fascista todo gobierno burgués que prescinde, como tal, de las instituciones democráticas y se distingue por su política represiva. Si esta apreciación fuese justa, habría que considerar como fascistas, por ejemplo, al zarismo ruso, la dictadura de Porfirio Díaz en Méjico antes de la guerra, la dictadura de reina en Yugoslavia o la de primo de Rivera, que acaba de hundirse tan poco gloriosamente en España. Es evidente que la aplicación de métodos dictatoriales y represivos no constituye el único rasgo característico del fascismo.

Intentaremos resumir, en una forma concisa, las causas y las peculiaridades de este movimiento.

A nuestro juicio, sus causas fundamentales son las siguientes:

1. el desencanto producido por los resultados de la guerra;
2. la inconsistencia de las relaciones capitalistas y la necesidad de consolidarlas por medios dictatoriales;
3. la amenaza o el fracaso de la revolución proletaria;
4. la existencia de un gran numero de elementos sociales déclassés;
5. el descontento y la desilusión de la pequeña burguesía

¿Cuáles son los rasgos característicos del movimiento?

1. el propósito decidido de consolidar el predominio del gran capital;
2. el abandono y menosprecio de las instituciones democráticas y su sustitución por métodos netamente dictatoriales;
3. la represión encarnizada contra el proletariado (destrucción de las organizaciones obreras por recursos plebeyos, según la acertada expresión de Trotsky, medidas de extrema violencia, sin detenerse ante la destrucción física, contra los militantes obreros, supresión de las mejoras conquistadas para la clase trabajadora, establecimiento de un régimen de esclavitud en las fabricas, etc.);
4. la utilización, como base del movimiento, de la pequeña burguesía urbana y rural y de los elementos déclassés(especialmente de los ex oficiales del Ejército regresados del frente);
5. una política exterior de expansión imperialista

Este análisis esquemático no se basa en consideraciones apriorísticas, como los juicios del Sr. Cambó, sino en el estudio dela experiencia del movimiento fascista no solo en Italia, sino también en Alemania, Polonia, Austria, Checoslovaquia, etc. El examen más detallado del fascismo italiano nos demostrará la justeza de nuestro análisis.

Orígenes del fascismo italiano

Según hemos observado anteriormente, el señor Cambó no considera la guerra como una de las causas determinantes de las dictaduras. No nos es posible combatir este criterio oponiendo, nuestros argumentos a los de nuestro preopinante, por la sencilla razón de que no aporta ninguno, limitándose, con su ligereza habitual, a formular una desnuda afirmación sin apoyarla en hechos concretos. Ahora bien: el análisis de estos hechos nos conduce a la conclusión de que el movimiento fascista, culminante en la toma del poder en 1922, y la instauración de un régimen típico de dictadura burguesa descarada, es un producto directo de la guerra.

Una ojeada a la situación económica italiana de anteguerra ha de demostrárnoslo.

El capitalismo italiano es joven. Como hace notar el profesor E. Varga (1) , la economía italiana ofrecía, en las postrimerías del siglo XIX, un carácter agrario-feudal que conservan todavía las regiones meridionales. Italia carece de materias primas (carbón, petróleo, algodón, metales, etc.), circunstancia que acarreaba su dependencia de otros países. El exceso de mano de obra, determinado por la extraordinaria densidad de población (130 habitantes por kilómetro cuadrado), compensa en cierto modo esta circunstancia negativa, facilitando el desarrollo de la industria a base de salarios bajos.

La industria predominante era  la ligera o de transformación, especialmente la textil y la del automóvil.

La industria pesada estaba poco desarrollada, trabajaba como la ligera, a excepción del sector textil de la seda, con materias primas importadas, y se sostenía gracias a los subsidios y demandas del Estado.

En los países donde el papel de la industria pesada es predominante, ésta lleva a remolque y sojuzga, en alianza con los grandes bancos, las demás industrias; adquiere una influencia decisiva sobre el Estado y le obliga a realizar una política en armonía con sus intereses: pedidos de una cantidad creciente de armas y navíos de guerra, sumisión de colonias para la construcción de ferrocarriles, etc., etc. A consecuencia de la endeblez de la industria pesada, el capitalismo tenía en Italia poca base económica para una política agresiva de expansión.

La contradicción entre la industria ligera y la pesada, y entre la industria en general y la agricultura, presentaba más acusado relieve que en ninguna otra nación.

Como todo el mundo sabe, Italia, al estallar la guerra, formaba la Triple Alianza con Alemania y Austria Hungría. Pero esta alianza, pactada en 1881 cuando Francia se había apoderado de Argel y de Túnez, privando a Italia de las colonias hacia las cuales podía canalizar su exceso de población, carecía en 1914 de bases económicas. La lucha por los mercados, la porfiada competencia en los Balcanes y el Próximo Oriente acercaban el capitalismo italiano a Francia.

Esta fue una de las principales razones de la neutralidad adoptada por Italia durante los primeros tiempos de la guerra. Los adversarios de la intervención eran el proletariado, la industria textil, los grandes terratenientes. El partido socialista italiano, que ejercía una inmensa influencia sobre la clase obrera, había adoptado, contrariamente a los demás partidos de la II Internacional, una actitud de oposición a la guerra. Aunque esta actitud no fuera bastante consecuente desde el punto de vista del marxismo revolucionario, puesto que no llegaba a la conclusión lógica de la transformación de la guerra imperialista en guerra civil, constituía un serio obstáculo para los designios de los intervencionistas.

La industria ligera, especialmente la textil, esperaba más ventajas de la neutralidad que de la intervención; esto aparte, temía que con la guerra la industria pesada adquiriese una influencia predominante. Por esto, esta fracción de la burguesía representada políticamente por Giolitti, era decididamente anti-intervencionista.

Los grandes terratenientes eran adversarios de la intervención en la guerra, porque no esperaban de ella ningún provecho y porque veían con malos ojos los progresos dela industria pesada.

La tendencia neutralista se veía favorecida, además, por una parte, por el desencanto producido por el fracaso de las aventuras guerreras coloniales anteriores y el ejemplo de los sacrificios que la guerra costaba a los países beligerantes, y, por otra parte, por la presión de los capitales americano y alemán. América, que encontró en la guerra mucho más tarde que Italia, sostenía la política no intervencionista. Alemania, que había fijado su atención en la joven industria italiana, ejercía una gran influencia en la economía del país por medio dela Banca Comerciale, en la cual tenía intereses considerables junto con la industria textil italiana. Francesco Nitti, que era y es uno de los representantes políticos más destacados de esta ultima y de la tendencia germanófila, en su obra L´Europa senza pace, después de constatar las dificultades que había tenido que vencer la industria italiana en su evolución, como consecuencia de las causas que hemos indicado, decía: «Durante el período en que Italia ha pertenecido a la Triple Alianza ha creado casi toda su industria, ha reforzado su unidad nacional, ha consolidado su situación económica».

La tendencia neutralista contaba, pues, con una base muy sólida.

La tendencia intervencionista era sostenida de una parte por la industria pesada del norte, alimentada por el capital francés y representada por la Banca di Sconto, que confiaba obtener grandes provechos de los pedidos de guerra, y de otra parte por la Entente.

Los intervencionistas pusieron en juego todos los resortes para inclinar al país a la intervención en la guerra. Entre neutralistas e intervencionistas se entabló una lucha violenta que no era, en realidad, más que una lucha entre dos tendencias del capital financiero internacional: Alemania y la Entente. Esta desplegó una actividad extraordinaria, compro periódicos, subvencionó a hombres políticos, manifestó una súbita ternura por los pobres pueblos opresos y arrebatados por Austria a la Italia irredenta, señaló los beneficios que el país italiano obtendría de su intervención en la guerra.

Era relativamente fácil vencer la resistencia de los agentes alemanes y americanos y la de los grandes terratenientes. Lo era mucho menos vencer la del proletariado. Era necesario buscar un agente entre los medios obreros. El imperialismo aliado lo halló en la persona de Benito Mussolini, uno de los caudillos influyentes del partido socialista, en que se había destacado por su furiosa demagogia y que , en aquellos días, era director del Avanti. Mussolini se pronunció decididamente por la intervención y consiguió atraerse un cierto números de militantes socialistas y sindicalistas. El partido le expulsó de sus filas. Con dinero facilitado por el gobierno francés, Mussolini fundó Il Popolo d´Italia, que en sus inicios llevaba todavía el subtítulo de diario socialista, emprendió una campaña de gran energía contra la neutralidad y empezó a crear partidarios de la intervención y que fueron la base del movimiento fascista.

Con ayuda de sus agentes, de los sectores de la burguesía italiana interesados en la guerra y de los lugartenientes del capitalismo en el movimiento obrero, la Entente obtuvo la victoria. El Gobierno presidido por Giolitti, que se hallaba en manos de la industria ligera y de los grandes terratenientes, se vio obligado a dimitir, y el 23 de mayo de 1915 Italia declaraba la guerra a Austria-Hungría.

Evolución del fascismo italiano

El fascismo no podía presentarse de golpe, claro está, formalmente, como un movimiento antiploletario. Para disimular su verdadero carácter, atraerse a la clase obrera y a los elementos de la pequeña burguesía sojuzgados por el gran capital, durante los primeros años de su existencia, practica una agitación y una propaganda impúdicamente demagógicas, lo que viene a demostrar hasta que extremo es injusta y parcial la opinión del Sr. Cambó, según la cual, la demagogia es un rasgo característico exclusivo del movimiento revolucionario del proletariado. El fascismo de la primera época se declara anticapitalista y adversario del  marxismo y del bolchevismo, únicamente por el espíritu internacionalista de estas doctrinas. Es más: durante los años 1919 y 1920, que señalan el apogeo del movimiento revolucionario, los fascistas no dejan pasar ninguna acción obrera, huelgas, boicots o desórdenes motivados por la carestía de las subsistencias o la ocupación delas fábricas y de las tierras, sin manifestar su aprobación. Incluso en algunos momentos se esfuerzan en demostrar a los obreros que son más decididos y están dispuestos a ir más lejos que los socialistas. Mussolini y Rossoni declaran repetidamente que es preciso que sean satisfechas las reivindicaciones de la clase obrera «para lograr el renacimiento del espíritu italiano en sus manifestaciones más espléndidas» (2) . Las multitudes de las ciudades y de los campos se lanzaron como un alud sobre los centros del capitalismo. «El fascismo se hará rural -decía uno de los caudillos-, transformará en legiones vindicativas y salvadoras las generaciones campesinas;  será la marcha sobre las ciudades contaminadas» (3) .

Pero a pesar de la agitación demagógica, los progresos del fascismo entre la clase obrera son tan insignificantes que, a principios de 1920, Cessare Rossi se ve obligado a confesar en Il Popolo d´Italia el prestigio del partido socialista en las masas obreras y la inutilidad de continuar los esfuerzos para conquistarlas. «Las masas, dice, no quieren beber más agua que la de la cisterna del marxismo».

Puede decirse que durante la guerra, la influencia del fascismo es nula, no solo entre los obreros, sino también entre otros elementos dela sociedad italiana que veían que la guerra costaba sacrificios enormes y no llegaban las prometidas victorias.

Al terminar las hostilidades, Italia se sintió decepcionada y defraudada por los misérrimos resultados conseguidos a causa dela intervención, y las circunstancias no fueron para el fascismo más favorables. Por otra parte, era muy critica la situación económica del país. La primera causa de la crisis estribaba en la dificultad de adaptar la industria de guerra, cuyo desarrollo se había iniciado después de 1915, a las necesidades de la paz. Otra circunstancia gravó la crisis: los industriales textiles, que habían colocado una parte de sus capitales en la industria mencionada, se apresuraron a retirarlos, previendo lo que había de acontecer. La quiebra de grandes organizaciones industriales, tales como la Ansaldo y la Banca di Sconto , provocó la de muchos establecimientos importantes. La agricultura se vio también empujada a la crisis. Aumentaron paralelamente el paro forzoso y el encarecimiento de los artículos de primera necesidad, como consecuencia de una especulación desenfrenada y de la inflación monetaria.

El movimiento revolucionario se extendía por toda Italia, y la pujanza de las organizaciones sindicales y del partido socialista, que en las elecciones legislativas de 1919 obtuvo el tercio de todos los sufragios, se hizo formidable. Los partidos que se habían pronunciado a favor dela guerra perdieron todo crédito. La burguesía , arrastrada por el pánico, esperaba angustiosa su ultima hora. Estas circunstancias eran las menos propicias para fomentar los progresos del fascismo. Mussolini contaba con núcleos poco importantes, constituidos principalmente por elementos declassés y ex oficiales del ejército. Al emprender en 1919 la reorganización de los fascios, elaboró un programa destinado a conquistar las masas de la pequeña burguesía, que más tarde constituirán la base del movimiento y le darán el triunfo. El programa aludido, de un acendrado carácter demagógico, ofrece un vivo interés. He aquí sus puntos principales: extensión del sufragio universal a las mujeres, sistema proporcional, supresión del Senado, convocatoria de una asamblea constituyente llamada a resolver la cuestión de la forma de gobierno (4) , supresión del ejército permanente y creación de una milicia popular, salario mínimo para los obreros, seguro obligatorio para los casos de paro forzoso y de enfermedad, participación de los obreros en los beneficios, admisión dela huelga en la medida que «no resulte nociva para la producción nacional», supresión de las funciones económicas del Estado, confiscación de los beneficios de guerra y de las propiedades de la Iglesia, cesión dela tierra «al que la trabaja», nacionalización de las fábricas de armas, etc., etc.

Este programa ostentaba el sello inconfundible de las aspiraciones de la sicología de los elementos sociales de que quería se expresión. Estos elementos que habían ido a la guerra con entusiasmo y habían hecho grandes sacrificios, no podían comprender que, después de la victoria, existiese un estado de espíritu propio de la derrota, y eran adversarios de capitalismo que lo sometía a su yugo, y de los socialistas cuya posición internacionalista y antibélica no podían compartir. El programa había sido elaborado con extraordinario sentido político. La finalidad era dar una respuesta a las aspiraciones de las grandes masas de la pequeña burguesía, que vacilaban entre la gran burguesía y el proletariado, y presentarse como el intérprete de los intereses y anhelos de todo el pueblo. La política del Partido Socialista, orientada exclusivamente hacia los intereses del proletariado industrial y profundamente errónea en el campo, donde no tenía en cuenta la particular sicología de los elementos agrícolas, constituía el mejor auxilio de los fascistas.

Sin embargo, mientras el movimiento revolucionario seguí avanzando impetuosamente, los progresos del fascismo eran poco considerables. La ola revolucionaria alcanza su mayor altura el mes de septiembre de 1920, con la ocupación de las fábricas. En aquel momento concurrían todas las condiciones objetivas para la toma del poder por el proletariado; pero los dirigentes del Partido Socialista y de la Confederación General del Trabajo, por motivos que no podemos examinar aquí, en lugar de derivar el movimiento hacia su lógica consecuencia, que era el ataque decisivo contra el Estado burgués, efectuaron una retirada ignominiosa. El reformismo demostró, una vez más, que es el mejor auxiliar de la burguesía. Los obreros, decepcionados, se metieron en casa. La revolución fue estrangulada y el fascismo halló, por fin, el terreno abonado para su expansión.

La magnifica ocasión que se había presentado al proletariado italiano para conquistar el poder no fue aprovechada. La clase obrera fue vencida sin entablar el combate decisivo. Desde aquel momento quedaba trazado su destino: la contraofensiva burguesa y la subsiguiente victoria del fascismo eran inevitables. Al discutirse en julio de 1923 la nueva ley electoral, Mussolini podía decir, con razón, dirigiéndose a los caudillos reformistas: «No supisteis aprovecharos de una situación revolucionaria de esas que nos se repiten en la historia; soportad ahora las consecuencias».

La contraofensiva burguesa se desarrolló en dos sentidos: en el del ataque a las mejoras conseguidas por los obreros y en un franco y declarado apoyo al fascismo. Los patronos redujeron los salarios, despidieron a los obreros más conscientes, o que se habían distinguido por su actitud revolucionaria, subvencionaron muníficamente las organizaciones fascistas, les suministraron armas y les procuraron las adhesiones de millares de oficiales del ejército, hijos de burgueses o de grandes terratenientes. Con la ayuda material de la burguesía, la complicidad del Gobierno, que hacía la vista gorda ente el armamento de los fascistas, y las condiciones objetivas creadas por la derrota proletaria y los errores tácticos de los socialistas, el fascismo tuvo la posibilidad de fortalecer sus organizaciones y de emprender una ofensiva rápida y furiosa contra el movimiento revolucionario.

No nos detendremos en describir las etapas de la acción fascista, señaladas por actos, sistemáticamente organizados, de una crueldad y una violencia inauditas, hasta el golpe de Estado de 1922. Consignemos únicamente, para demostrar los progresos fulminantes del movimiento, que el fascismo, en el momento en que celebraba su primer Congreso en Bolonia, el mes de octubre de 1919, combate con 56 organizaciones y 17.000 asociados, el mes de diciembre de 1920 tenía, respectivamente, 800, y más 100.000, y a mediados de 1922 el número de sus adheridos pasaba de 300.000.

Sería grave error suponer que el éxito del fascismo se debió de modo exclusivo a la violencia sistemática y organizada, sostenida directamente por la burguesía e indirectamente por el Gobierno. Este error fue compartido por los socialistas italianos, que consideraron a los fascistas simplemente como bandidos lo que trajo como consecuencia una táctica profundamente errónea. Tal como preconizaban los comunistas, era preciso luchar contra los fascistas, organizando la resistencia armada; pero era preciso al mismo tiempo y usando una táctica hábil, evitar que conquistasen ideológicamente considerables sectores de la población, que hasta entonces habían simpatizado con el socialismo o habían mantenido frente a el una actitud neutral. La violencia no es eficaz más que cuando se apoya en un movimiento de multitudes y responde a condiciones históricas favorables. Que el fascismo era un movimiento de multitudes, hoy casi ha dejado de serlo en gran parte, es un hecho que se olvida con frecuencia y que induce a fundamentales errores de apreciación. Este es el rasgo característico que lo distingue de dictaduras de otro tipo, que erróneamente suelen calificarse de fascistas.

Si no fuese así, no existiría razón ninguna para que el fascismo, en lugar de triunfar en 1922, no hubiese triunfado antes de la ocupación de las fábricas.

De estas causas, la más importante fue, ¿es preciso decirlo?, la retirada del proletariado en el momento más favorable par adueñarse del poder. La clase obrera no fue a engrosar las filas del fascismo, pero había perdido la confianza en si misma y, con ella, la capacidad de resistencia y el espíritu combativo. La huelga general del 30 de julio de 1922, mal organizada, conscientemente saboteada por los dirigentes reformistas de la Confederación General del Trabajo, fue la ultima chispa del fuego que abrasó al proletariado de Italia durante aquellos años.

En estas circunstancias no le fue difícil al fascismo ganar para su causa las grandes masas de la pequeña burguesía rural y ciudadana. Como ya sabemos, la pequeña burguesía vacila siempre entre el capitalismo y el proletariado. La crisis económica dela posguerra le creó una situación más desesperada todavía, a consecuencia de su mala organización, que la de los obreros, ya que éstos tenían una capacidad de resistencia mucho más considerable.

Los pequeños burgueses, que hasta entonces habían hallado una posición más o menos confortable en el régimen capitalista, perdieron la confianza en la burguesía y la depositaron en el socialismo, con la esperanza de que obtendrían de este ultimo lo que antes confiaron obtener de la guerra o de los partidos burgueses. El partido socialista podía justificar estas esperanzas y satisfacer las aspiraciones de la pequeña burguesía emprendiendo sin vacilar la lucha contra el Estado capitalista y derribándolo.

Pero, en lugar de llevar al proletariado y con él a todas las clases que sufrían las consecuencias del yugo capitalista hasta la victoria, el Partido Socialista las condujo a la derrota. La pequeña burguesía, inconsciente, como de costumbre, vaciló, y el fascismo supo aprovecharse, presentándose ante aquellas masas como el representante de los intereses de toda la nación, de todo el pueblo; les prometió un nuevo Estado, una Gran Italia; les sedujo con las perspectivas de un reparto de cargos lucrativos que el Partido Socialista ya no les podía proporcionar; les deslumbró con un hombre nuevo, salvador del país, y logró convertirlas en instrumento de la contrarrevolución, en carne de cañón al servicio de la burguesía. Ya hemos visto en otro lugar de este libro la habilidad desplegada por Mussolini para crearse esta base firme del triunfo.
Estas fueron las circunstancias más señaladas que favorecieron el desarrollo del fascismo y su conquista del poder el mes de octubre de 1922.

El Fascismo en el poder

Conquistado el poder, no tardó el fascismo en manifestar su verdadero carácter. No había venido ciertamente a luchar contra el gran capitalismo como imaginaban, ingenuas, las masas de la pequeña burguesía-, sino a defenderlo por encima de todo. Nada quedaba en pie de la propaganda demagógica de la primera época. No fue suprimido el ejercito permanente, y el mecanismo de represión del Estado fue reforzado con la creación de la milicia fascista y el aumento monstruoso de las fuerzas de policía; en lugar de la confiscación de los beneficios de guerra, se concedieron fabulosas subvenciones a empresas tales como la Ansaldo,que había quebrado como ya sabemos; las cargas fiscales, en forma de impuestos directos e indirectos, cayeron sobre los obreros y los campesinos pobres; se redujeron los salarios, las pensiones a los funcionarios y a los inválidos de la guerra; fue abolida la ley de alquileres, que ponía freno a la codicia delos propietarios, aumentó el paro forzoso, etc., etc.

A partir de 1922 el fascismo ha ido acentuando su política descaradamente favorable a los intereses del gran capital, encubierto por frases pomposas y una mezquina teoría cuyos principios básicos son la primacía de la idea de patria y la colaboración de todos los elementos del interés de la nación (es decir, de la gran burguesía).

El carácter de este estudio, que nos impone ciertas limitaciones, nos impide detenernos en el análisis detallado de la política del fascismo durante los siete años y medio que lleva de gobierno. Por este motivo nos limitaremos a comentar brevemente, para no desviarnos demasiado de la finalidad esencialmente polémica de este libro, los principales juicios expuestos acerca de este punto por el señor Cambó.

Como ya hemos visto, el autor de Las Dictaduras presenta el fascismo como un atrevido intento de buscar nuevas formulas (pág. 52). Si por nuevas formulas sobreentiende nuestro autor nuevos términos convencionales para exornar con frases brillantes el contenido verdadero de la política fascista: la defensa de los intereses de la gran burguesía por todos los medios legales o extralegales -, estamos de acuerdo. Y si es así, no se puede hablar, como habla con reiteración nuestro preopinante, de la revolución fascista, porque las revoluciones no buscan nuevas formulas, sino que destruyen las bases económicas y sociales del régimen existente para crear otras nuevas. La formula no es anterior, sino posterior a la revolución.

El rasgo característico fundamental del fascismo es el desprecio absoluto dela democracia (5) , y en ese sentido, nada ha inventado. Mussolini ha tenido predecesores que, en este terreno, nada tienen que envidiarle. La única innovación introducida por el duce ha consistido en barnizar su brutalidad antidemocrática con una pseudo-ideología en la cual se hallan formulas tales como la de que «la libertad no es sólo un derecho, sino  un deber», y que ofrecen sorprendente analogía con las divagaciones del señor Cambó acerca de la democracia-derecho y la democracia-deber. En esencia, la ideología mussoliniana no contiene nada nuevo.

¿Qué ha dicho de nuevo Mussolini ,-pregunta un escritor ruso (6) – que no se haya oído ya de los labios del inglés Besconfield o del oscurantista ruso Pobedonótsev? Todos ellos rechazaban indignados el materialismo, la lucha de clases, el ateísmo; todos ellos eran idealistas puros, patriotas y creyentes profundos. Si los fascistas italianos, en comparación, pueden vanagloriarse de méritos particulares en lo que atañe a la lucha contra el movimiento obrero, y si en esta esfera han dicho algo nuevo, ha sido únicamente en el terreno del terror blanco organizado desde el Estado.

Ninguno de los gobernantes reaccionarios de Europa: Besconfield, Bismarck, Poincaré, Crispi (7) , ha aspirado a gobernar sin oposición. Hasta 1925 el duce se esforzó también en obtener la colaboración de los demás partidos, y no solo en el Parlamento, sino también en el mismo poder. Dotado de bastante inteligencia política para no ignorar que, en realidad, la lucha estaba entablada entre dos fracciones de la burguesía: una decidida y otra vacilante, y que, en el fondo, entre el fascismo y los partidos democráticos existía una identificación completa en lo referente a la intangibilidad del régimen capitalista, se mostraba dispuesto a hacerles a estos últimos ciertas concesiones. Si los partidos de oposición burguesa fracasaron ruidosamente en un intento de resistencia que, como hace notar con acierto el señor Cambó, llegó a su apogeo después del vilísimo asesinato de Mateotti, fue porque las grandes masas populares, que pretendían representar, no los sostuvieron. Harto sabía Mussolini que la oposición no se apoyaba en aquellas masas, y por esto, con notable habilidad, cuando se convenció de que podía prescindir de la colaboración oposicionista sin peligro para el régimen fascista, después de mantener una actitud conciliadora en los momentos en que era mayor la conmoción, asestó el golpe de gracia a sus enemigos políticos.

Por estas causas, y no por las razones puramente subjetivas que aduce el autor de Las Dictaduras (págs. 112 y 113), vióse el duce impelido a instituir el monopolio del partido fascista. «A partir de aquel momento -dice Cambó-, aplicando la formula de Lenin, todo el poder pasó a todo el fascismo» (pág. 114). Reservándonos para más adelante exponer las diferencias esenciales existentes entre la concepción fascista y la concepción comunista, no podemos dejar de consignar aquí lo absurdo de semejante comparación. La formula de Lenin no era todo el poder al comunismo, sino todo el poder a los soviets; es decir, no a las organizaciones del partido, sino a las de todas las masas de trabajadores del campo y de la ciudad, organizaciones forjadas por estas mismas masas en el fuego de la revolución.

Una vez examinada la evolución del fascismo en el poder, desde la formula de colaboración con los demás partidos hasta el monopolio absoluto, nos resta dar una ojeada a los dos aspectos fundamentales de la actuación del Gobierno de Mussolini: la política económica y la política social.

¿Cuál ha sido, según el señor Cambó, la política fascista en el primero de estos dos aspectos? Vale la pena reproducir íntegramente el párrafo que, en su libro, dedica a esta cuestión:

«En el régimen de vida económica, el fascismo ha seguido, tanto antes como después de 1928, una dirección absolutamente opuesta a la de Rusia y a la de otras dictaduras, especialmente la de España. No solamente ha respetado  el campo de acción de la iniciativa privada, sino que lo ha ensanchado, y la acción constante del Gobierno -de un Gobierno omnipotente- no la ha contrariado nunca; antes bien, todas sus intenciones han sido encaminadas a estimularla: ni un monopolio, ni una ayuda del Estado a una empresa en competencia con otras, ni una restricción al desenvolvimiento de las industrias, ni una limitación a la libre concurrencia interior, ni un obstáculo a la entrada de capitales exteriores. Para la Italia fascista no sería justa la frase de un delegado oficial bolchevique: «¿El bolchevismo? Nada extraordinario para ustedes: el día que se implantara aquí verían como, en el orden económico, no le quedaría nada por hacer» (págs. 116 y 117)

Es sorprendente que el señor Cambó que, con una justicia que ahora no queremos aquilatar, goza de fama de economista y financiero, al examinar la política del Gobierno fascista en su aspecto fundamental salga del paso con unas cuantas afirmaciones escuetas, sin apoyo en un análisis objetivo. El tema es interesante y es de lamentar que las limitaciones que nos hemos impuesto nos priven de dedicarle toda la atención que merece.

En este terreno, tampoco el fascismo italiano ha inventado nada; se ha limitado a mantenerse fiel a su esencia burguesa, practicando la política clásica liberal -a despecho de los anatemas fulminados contra el liberalismo-, consistente en «respetar el campo de la iniciativa privada» o, para decirlo en otros términos, en no oponer obstáculo al libre desenvolvimiento del capitalismo industrial. Ya en un discurso pronunciado el 18 de marzo de 1923, en el Segundo Congreso de la Cámara de Comercio Internacional, celebrado en Roma, Mussolini proclamaba la resolución de su Gobierno de obrar de acuerdo con esta política de no intervención y de «renuncia por el Estado a las funciones económicas, para las cuales no es competente»(8) .

Pero política de no intervención no quiere decir política de inhibición.  El Gobierno fascista no se limita a «dejar a la iniciativa privada su libre juego» (9) , sino que la fomenta valiéndose de una política de intervención directa. Borrar de una plumada 300 millones de liras de impuestos que habían de pagar los capitalistas italianos o hacer un regalo de 400 millones a la Ansaldo -dos de los primeros actos realizados en el terreno económico por Mussolini- no creemos que pueda ser juzgado como una prueba de inhibición.

El Gobierno fascista, con ayuda de un sistema fiscal inspirado en el propósito concreto y definido de favorecer los intereses del gran capital, ha protegido eficazmente el proceso de concentración de la industria, de la agricultura, del comercio y de los bancos, que durante estos últimos años ha dado un gran paso de avance, y ha expropiado a millares de industriales medios y modestos y campesinos. Interesado, como la plutocracia a quien representa, en el desarrollo industrial del país, no tiene nada de sorprendente  -si se considera la insuficiencia de recursos en el interior para acelerar la industrialización- que no haya opuesto, como hace notar el autor de Las Dictaduras, «ni una restricción al desenvolvimiento de las industrias, ni una limitación a la libre concurrencia interior, ni un obstáculo a la entrada de capitales exteriores»(pág. 117).

Desde la iniciación de su gestión acuerda el Gobierno de Mussolini una serie de medidas encaminadas a desarrollar el capitalismo indígena y favorecer la penetración de capitales extranjeros mediante la abolición de los crecidos impuestos que anteriormente gravitaban sobre ellos. Por otra parte, la política de inflación provocó durante los años 1924 y 1925 un relativo progreso industrial. Pero la reforma más significativa realizada en este terreno es la instituida por el Decreto del 29 de marzo de 1923. En Italia existe un consorcio privado cuya finalidad es sostener en el alza debida, el curso de los valores industriales. Este consorcio gozaba, antes del golpe de Estado fascista, de un crédito limitado. A virtud del aludido Decreto, Mussolini ordenó la supresión de todas las limitaciones a que hasta entonces se veía sujeto el crédito del Estado a ese consorcio. Si se tienen en cuenta la desvalorización de la lira en aquella época y las extraordinarias proporciones adquiridas por la inflación, se habrá de coincidir forzosamente con la opinión expresada por un economista italiano, según el cual esta reforma que «ponía a disposición de la plutocracia italiana -a cuenta de la clase media y la pequeña burguesía. casi todos los excedentes del Tesoro, pone al descubierto, en completa desnudez el carácter de clase del programa político financiero del fascismo italiano» (10)  .

La política económica del Gobierno de Mussolini puede, pues, resumirse así: no intervención cuando ésta puede constituir un obstáculo a los intereses del gran capital, e intervención enérgica con tal de estimular el desarrollo independiente del gran capital.

La experiencia italiana ha venido a demostrar una vez más que el Estado es siempre un instrumento puesto al servicio de una clase determinada, que el Estado neutro, situado al margen de las clases, no existe ni ha existido nunca.

El señor Cambó que, gracias al carácter esquemático de su exposición, nos priva del placer de admirar su habilidad en demostrarnos el carácter neutro del Estado italiano, compara la política económica del fascismo con la de la Rusa soviética y la de la España de la Dictadura. Es de lamentar que también en este caso, haya nuestro autor considerado posible salir del paso con una simple afirmación. Examinémosla brevemente.

Que «en el régimen de la vida económica, el fascismo ha seguido… una dirección absolutamente opuesta a la de Rusia» (pág. 116), es una verdad axiomática. Pero, la oposición no consiste fundamentalmente en que en Italia se practique una política de no intervención y en Rusia una política intervencionista, sino en que la del Estado fascista tiene como finalidad consolidar el sistema capitalista, y la de la Republica Soviética arrancarlo de cuajo, lo cual constituye «dos grandes diferencias», como se dice humorísticamente en Rusia. El carácter antagónico de las dos finalidades perseguidas por estos dos regímenes habría de excluirlos de toda comparación en el sentido que la establece el autor de Las Dictaduras. Pero, como si con esto no bastase, nuestro preopinante cierra su juicio sumario sobre la política económica del fascismo con una frase atribuida a un «delegado oficial bolchevique», tan absurda, que ponemos en duda su autenticidad, a menos que el aludido «delegado oficial» se hubiese burlado de su interlocutor.

¿Qué al bolchevismo no le quedaría nada que hacer, en el orden económico, el día en que se implantase en España? (porque es indudable que la alusión se refiere a nuestro país). La afirmación es tan absurda que tener que rebatirla constituye, en cierto modo, una ofensa al lector. El principio esencial de la política económica del bolchevismo es la expropiación de la burguesía y de los grandes propietarios agrarios. Si en este aspecto no le quedase al bolchevismo nada por hacer equivaldría a tanto como decir que el Gobierno de Primo de Rivera había ya efectuado esta expropiación. Y recelamos que no fue, precisamente, esta finalidad la del golpe de Estado realizado por el general.

¿Cuál fue, en realidad, la política económica dela Dictadura española? Una política inconstante, incierta, dubitativa, como era -y sigue siendo- nuestra economía; como era -y sigue siendo- nuestra situación política.

Nacida en un país que se halla en estado de permanente crisis económica  -resultado del escaso desarrollo de la industria, de su retraso técnico, de la falta de mercados exteriores, del pauperismo que restringe el mercado interior, así como de la forma antediluviana de exportación de agricultura -, es un país en el cual la burguesía industrial es todavía débil, y se halla en contradicción con un sistema de propiedad agraria en que ocupa importante lugar el latifundio, en un país en donde predomina la economía pequeño-burguesa y no existe ningún partido político de clase organizado solidamente, la política económica de la Dictadura, bien que puesta naturalmente al servicio de las clases privilegiadas no podía dejar de ser abundante en contradicciones. Por ello, a una política estrictamente proteccionista, sucedían medidas favorables a la importación de productos extranjeros o a la intromisión de ciertos grupos del capital financiero internacional. La Dictadura, sin apoyo en ninguna base más o menos firme, la buscaba ora en unos elementos ora en otros, aunque fuese a cuenta de fomentar el proceso de descomposición de la economía española. Este juego no podía durar, y esta fue una de las causas fundamentales de la caída de la Dictadura.

Pero volvamos a la obra del fascismo italiano desde el poder para examinar brevemente su política social, a la que el señor Cambó dedica mucha más atención que a la económica.

La política social del gobierno fascista está naturalmente, condicionada por la política económica y, por consiguiente, subordinada a la finalidad esencial del régimen: servir los intereses del gran capital. En este sentido, que es el que ofrece verdadera importancia, la política social del fascismo, contrariamente a lo que pretende el señor Cambó, no ha hecho «tanteos y evoluciones», sino que ha seguido una línea recta. Como de costumbre, se ha intentado velar su verdadero carácter bajo la hojarasca retórica y la demagogia mas impúdica. El fascismo ha impuesto a la clase obrera los más grandes sacrificios, no en nombre, ni que decir tiene, de los intereses de la burguesía, sino en los de la nación y la producción. ¿Gobierno antiobrero? No, firmaban y siguen afirmando los fascistas; Gobierno italiano, Gobierno al margen de las clases, que subordina los intereses particulares a los superiores del Estado. «Ningún privilegio a la burguesía .- declaraba Mussolini en su primer discurso en el Parlamento, después del golpe de Estado-; ningún privilegio a las clases trabajadoras; tutela de todos los intereses que armonicen con los de la producción y los nacionales». «En el sistema fascista -decía el 22 de junio de 1926. los obreros ya no son explotados, son unos colaboradores de la producción».

Sin embargo, no puede a veces Mussolini contener ciertas expresiones de sinceridad y así, el 9 de junio de 1923, declaraba abiertamente al Senado que el fascismo era un movimiento «antisocialista y, por tanto, antiobrero».

No les era precisa a los obreros para su convencimiento esta declaración del duce. Las violencias contra el movimiento obrero, la destrucción de organizaciones creadas como fruto de décadas de esfuerzos y combates, el régimen de terror establecido en las fabricas, los atentados permanentes y sistemáticos a la situación material y jurídica de la clase trabajadora han sido para ésta más elocuentes que toda la inflama fraseología de los fascistas.

Los sindicalistas, gracias al sistema corporativo, se han convertido en un engranaje más de la máquina estatal burguesa. Los contratos colectivos de trabajo, estipulados inmediatamente después de la proclamación de la famosa «Carta del Trabajo», que provocó la justificada admiración de la burguesía y de los socialistas reformistas de todos los países, establecieron la reducción de un 20 por ciento de los salarios de dos millones de obreros, reducción particularmente sensible por el hecho de que en Italia, incluso en los momentos de mayor pujanza del movimiento obrero, los jornales han sido siempre muy inferiores al mínimo vital necesario. Además, uno de los primeros resultados de la llamada reforma corporativa fue el licenciamiento de 51.000 ferroviarios y 32.000 obreros de otras categorías. Adicionemos a esto que la jornada de trabajo de nueve horas es un fenómeno normal, y la de diez un fenómeno muy corriente. La única disposición aparentemente favorable a los trabajadores ha sido la introducción del Seguro social obligatorio. No hay que decir que la prensa fascista movió gran alboroto en torno a esta reforma, efectuada, en realidad, a expensas de los obreros, puesto que el fondo del Seguro está constituido en un 50 por ciento por las cotizaciones de estos últimos.

Creemos suficientes estos datos para dar idea del verdadero sentido de la política social del fascismo italiano.

Lo único que de esta política merece la atención del señor Cambó es lo realizado en el pacto de las funciones, estructura y derechos de los Sindicatos fascistas, concediendo, como de costumbre, una importancia exclusiva a las disposiciones de orden puramente formal. No concede más que una importancia secundaria a las reducciones de salarios, que considera «indispensables para un ajuste de precios». Ni siquiera alude a la jornada de trabajo. Estas cuestiones deben parecerle mínimas a un hombre que siente un interés tan espiritual por las finanzas. En su exposición, por otra parte extremadamente confusa, no hallaréis ni una sola indicación destinada a esclarecer la orientación fundamental del fascismo en la esfera política. Si buscáis un juicio concreto acerca de esta ultima no seréis afortunados, aunque una rica experiencia añeja suministre todos los elementos necesarios para formar opinión. No quiere esto decir, naturalmente, que el señor Cambó no se la haya formulado, pero fiel a su procedimiento, tiende siempre a velarla. «Hoy, de hecho  -dice-, están suprimidos en Italia los conflictos sociales, como lo están en Rusia, y las ventajas que a la economía italiana ha reportado la desaparición de huelgas y lock-outs  son innegables».

Lo que para el leader regionalista tiene aquí importancia es destacar el hecho de que, en Italia, bajo el régimen fascista, hayan desaparecido, según él, las huelgas, lo cual constituye uno de los argumentos siempre a punto de ser utilizados a favor de la Dictadura. Las reservas acerca de la duración de estas ventajas, y sobre los resultados que puedan tener en «una mengua en el esfuerzo individual, así de patronos como de obreros», tienen un valor puramente secundario y están destinadas a atenuar el carácter demasiado categórico de la afirmación, porque conviene no olvidar que el autor se presenta exteriormente como adversario de la Dictadura.

¿Es preciso, por otra parte, hacer notar, una vez más, el absurdo de comparar Italia a Rusia? En Rusia están, de hecho, suprimidos los conflictos sociales o, para hablar con más propiedad, los conflictos entre patronos y obreros, por la razón sencilla de que la clase patronal existe en proporciones tan mínimas, tiene un peso especifico tan insignificante en la economía del país que no vale ni la pena de mencionarla. Y así y todo, no puede afirmarse que los conflictos hayan desaparecido definitivamente. En las contadísimas empresas privadas existentes, se ha producido, durante estos últimos años, más de una huelga, con la particularidad de que en Italia, en caso de huelga, todo el aparto del Estado y de las Corporaciones -término que, dicho sea de paso para destruir una de las habituales confusiones del señor Cambó, es sinónimo de Sindicato– son incondicionalmente puestos al servicio de los patronos; en Rusia el Estado y los Sindicatos son los instrumentos más eficaces de que se vale la clase obrera para luchar contra el patronato. Haremos constar finalmente que si, a consecuencia del terror fascista y del fracaso del movimiento revolucionario, el numero de huelgas es menos considerable en Italia que antes del golpe de Estado de las camisas negras, no es exacto que no se produzca ningún conflicto social. «El deseo de los fascistas de suprimir las huelgas -dice un escritor alemán fascista (11) – no ha significado su supresión».

En efecto, la explotación durísima de que son víctimas los obreros italianos a consecuencia de la «bienhechora» (para los patronos), «política nacional» del Gobierno fascista provoca con frecuencia agitaciones y huelgas. Así, por ejemplo, a mediados de 1927 entraron en movimiento contra la anunciada disminución de los salarios en un 20 por ciento, no menos de 400 mil obreros. (12)

El Gobierno sofocó el movimiento adoptando severísimas medidas de represión, pero el secretario general del partido fascista, Augusto Turati, vióse obligado a enviar, el mes de octubre, una circular a los prefectos en la que aconsejaba a los industriales suspender la segunda reducción de salarios en un 10 por ciento ya anunciada. Durante los años 1928 y 1929 las proporciones del movimiento han sido menos considerables, como consecuencia de la represión que debilita al proletariado y de la política más prudente de la C.G.T.(13) , que ha preferido, en el período actual, consagrar principalmente sus fuerzas a un trabajo de organización para preparar nuevos ataques con mayores garantías de éxito.

Uno de los hechos más característicos de este movimiento fue el de su repercusión en las propias filas de los sindicatos fascistas. El hecho tiene una explicación sencillísima, pero que vale la pena examinar.

Los sindicatos fascistas no han sido nunca populares entre el proletariado que, a pesar de las decepciones sufridas y de las terribles represiones de que ha sido victima durante estos últimos años, no ha perdido su sentimiento de clase y espera ansiosamente la hora dela revancha. El fascismo ha empleado, para conquistarlo, todos los medios. Pero todos inútilmente. La clase obrera no considera ni considerará nunca a las Corporaciones como organizaciones propias.

Krúpskaia cuenta en sus Memorias que Lenin, durante los siete años de la negra represión que sucedieron a la revolución de 1905, cuando todas las organizaciones revolucionarias habían sido destruidas y el partido estaba desmembrado, gustaba de repetir una canción patriótica alsaciana, que decía así:

Vous avez pris Alsace et Lorraine
Mais malgé vous nous resterons francais;
Vous avez pu germaniser nos plaines,
Mais notre Coeur ne Láurez jamais! (14)

Habéis destruido nuestras organizaciones -podrán decir hoy los obreros italianos- pero permaneceremos fieles a nuestra clase; habéis podido inscribirnos en los Sindicatos fascistas; pero jamás poseeréis nuestro corazón.

La fuerza numérica de los Sindicatos fascistas es completamente ficticia. No es cierto, como afirma el señor Cambó, que los obreros «trataron de ingresar en ellos, comprometiéndose a obedecer lo acordado». A excepción de algunas categorías, poco numerosas, de obreros no calificados (peones, panaderos, etc.), los trabajadores no han ingresado nunca en unos pseudo-sindicatos, que no son más que uno de los engranajes de la máquina estatal burguesa, si no han sido a ello obligados por el manganello, o como resultado de su adhesión mecánica mediante el descuento del importe de las cuotas efectuado por los patronos al pagar los salarios. En aquellos lugares donde no se han puesto en práctica los procedimientos coercitivos, ha sido insignificante el numero de obreros ingresados en los Sindicatos. Ahora bien, a pesar de las leyes de excepción y del terror, no han podido evitar los fascistas la fermentación de las masas regimentadas por la fuerza de sus Corporaciones y hasta en cierto número de casos la pujanza del movimiento ha obligado a los directores de las organizaciones aludidas a ponerse de su parte para no perder su contacto con las masas.

La inquietud producida por este hecho obligó al partido a dirigir una circular especial a los directores de los Sindicatos fascistas diciéndoles que «ante todo han de ser fascistas y después obreros o capitalistas». A su vez, el Gobierno restringía las atribuciones, ya harto limitadas, de los Sindicatos creando el llamado Estado corporativo.

La causa, inmediata de esta reforma fue, pues, la presión de las masas obreras, determinada por las contradicciones de clase que las medidas de represión son incapaces de borrar y no, como pretende el autor de Las Dictaduras (pág. 120) una lucha abierta entre el Gobierno y la Confederación Nacional de Corporaciones Fascistas. Rossoni y sus lugartenientes no habían renunciado en lo más mínimo a su propósito de subordinar la acción de las Corporaciones a los intereses de la burguesía; pero, desde la base, desde las organizaciones locales, se veían desbordados por la clase obrera. Aconteció con ciertos Sindicatos fascistas algo semejante a lo que sucedió en Rusia con las organizaciones sindicales policíacas de Zubátov y Gapón, que creadas para contener y desviar, los avances del movimiento obrero viéronse obligadas, bajo la presión de la masa obrera, a declarar huelgas, si no querían perder sus adheridos.

Resumiendo: bajo el pabellón de la «defensa de los intereses de la producción y del Estado», el Gobierno fascista practica una política social exclusivamente favorable a los patronos, y que se manifiesta por leyes de excepción contra las organizaciones de la clase obrera, por la reducción delos salarios, la prolongación dela jornada de trabajo, la supresión de todas las mejoras conquistadas por el proletariado. Los sindicatos fascistas no son más que organismos del Estado puestos al servicio de la burguesía y contra los cuales la clase obrera mantiene una irreductible actitud e hostilidad. A pesar de sus esfuerzos y del terror, el fascismo no ha conseguido evitar que las contradicciones de clase se manifiesten; el descontento del proletariado, fruto de una explotación y de un régimen de represión durísimos, provoca a menudo movimientos de protesta que los directores delas Corporaciones fascistas son impotentes para contener y que en muchos casos se ven obligados a seguir.

El porvenir del fascismo italiano

Unas breves conclusiones, para dar fin a este capítulo, acerca de las perspectivas del fascismo italiano, a propósito de las cuales ha preferido el señor Cambó guardar un prudente silencio.

La economía italiana atraviesa una profunda crisis. El déficit de la balanza comercial fue de 7.500.000.000 de liras el año 1928, y de 5.000.000.000 los siete primeros meses de 1929. el numero de quiebras aumenta constantemente: el año pasado alcanzó un término medio de mil por mes. En enero del mismo año fueron 69.271 las letras protestadas, y 72.551 en el mes de junio.

En este estado de crisis general que, con un intervalo de relativa prosperidad de la industria en 1924-1925, a causa dela inflación, dura ya desde hace muchos años, un pequeño grupo de capitalistas, situados en el vértice del aparto económico y que utilizan el del Estado, son los únicos que se aprovechan dela situación, obteniendo elevados beneficios en detrimento de todas las demás categorías sociales.

Las causas permanentes o, por decirlo así, orgánicas de la crisis son la falta de materias primas, a que ya hemos aludido, la contradicción de intereses existentes entre la agricultura y la industria en general, de una parte, y de otra, entre la industria ligera y la pesada.

Como la de los demás países, la burguesía italiana ha intentado salir de la crisis valiéndose de la racionalización, de la rebaja de los salarios, de la prolongación de la jornada de trabajo y dela supresión de todas las mejoras económicas y jurídicas conquistadas por la clase obrera. Pero esta política -como ya hemos dicho en el capitulo primero- con  referencia a todos los países, si bien ha aumentado considerablemente la capacidad productora dela industria, ha reducido las posibilidades adquisitivas de la clase obrera, ha aumentado enormemente el ejercito de los sin trabajo, y por consiguiente ha creado un desequilibrio entre el desarrollo del aparto industrial y las exigencias del mercado.

La única salida podría hallarse en una política de expansión, pero el capitalismo italiano tropieza en este camino con serios obstáculos. La encarnizada lucha de las potencias imperialistas por la conquista de los mercados hace extremadamente difícil no solo la obtención de otros nuevos, sino la conservación de los que ya posee la burguesía italiana. Por otra parte, la revalorización de la lira -una de las «grandes reformas» de Mussolini- disminuye las posibilidades de competencia de la industria italiana en los mercados exteriores.

Queda otro camino: el de la política de expansión agresiva mediante la acción militar. Durante algún tiempo el gobierno fascista se ha orientado en este sentido. Todo el mundo recuerda los inflamados discursos del duce a favor de la reconstitución del Imperio romano, de la creación de la Gran Italia. La protección decidida del Estado a las industrias de guerra y a los bancos directamente ligados a ellas indican que, hasta un periodo muy reciente, el gobierno fascista se propuso no apartarse de este camino. Pero esa tendencia pierde cada día más terreno. El militarismo cuesta muy caro; los dispendios en concepto de sostenimiento del ejercito y de la policía representan más de una tercera parte del presupuesto (siete mil millones de liras). Por otra parte, las aventuras coloniales de Italia han dado más bien resultados negativos, que no han compensado, ni mucho menos, los sacrificios realizados, circunstancia que no es la más indicada para favorecerla popularidad de la guerra.

Por todos estos motivos, durante estos últimos tiempos se observa una acentuada tendencia a buscar la solución de la crisis en intensificar la expropiación de las clases medias y la explotación del proletariado.

La crisis económica repercute, claro está, en la vida política y especialmente en las filas del partido fascista. Es comprensible. La política del gobierno, favorable al gran capital, empeorará no solo la situación de la clase obrera, sino también la de la pequeña burguesía, que empieza a manifestar ostensiblemente su descontento.

Las contradicciones entre la pequeña y la gran burguesía, entre los industriales y los agrarios, se exteriorizan hasta tal punto en el seno del partido, que con frecuencia ofrecen los caracteres de una lucha abierta: críticas de la dirección, revueltas contra ella, insumisión a las ordenes superiores. El gobierno intenta evitar que la crisis aparezca en la superficie valiéndose de medios represivos (relevo constante de cargos, expulsiones del partido, etc.) y renovando sus esfuerzos para la constitución de un bloque de todas las clases privilegiadas. Pero no pueden contenerse eternamente las contradicciones económicas entre el capitalismo y el proletariado y aún en el seno mismo de la burguesía.

Lo que ya desde ahora puede afirmarse de modo categórico es que si los progresos en el terreno de la estabilización capitalista no van acompañados del mejoramiento de la situación de la pequeña burguesía, el fascismo contará con la hostilidad de ésta; hecho de capital importancia, puesto que, como sabemos, la base del fascismo ha sido hasta ahora la pequeña burguesía urbana y rural.

En estos últimos tiempos, el descontento ha revestido en el campo formas amenazadoras. En Sulmone, en la región Emilia, se han registrado verdaderas insurrecciones de campesinos. En Faenza se libró un combate que duró más de cuatro horas. Por lo que atañe a los obreros, que han mantenido invariable su actitud decididamente adversa al fascismo, el descontento va adquiriendo también un carácter inquietante para el gobierno: las manifestaciones turbulentas de los sin trabajo en Génova y en diversas localidades del Véneto, los ruidosos incidentes en varias fábricas, especialmente en la Fiat de Torino, han constituido síntomas no menos amenazantes. Señalemos, finalmente, dos hechos sobremanera significativos y no menos llenos de peligros para el fascismo: durante estos últimos meses se han dado reiterados casos de negativa de los miembros de la milicia a intervenir contra los movimientos de protesta, y la juventud fascista de las fabricas se ha solidarizado más de una vez con los obreros en lucha contra el patrono.

Seria un error considerar todas estas circunstancias como síntomas de una caída inminente del régimen fascista. El capitalismo dispone aun de vastas posibilidades de maniobra para ir sorteando las dificultades económicas, y el régimen fascista se apoya en una sólida organización de partido en un potente mecanismo de represión.

Pero, en definitiva, la crisis económica no podrá ser resuelta por el gobierno fascista ni por ningún gobierno burgués, porque no hay fuerza humana capaz de borrar las contradicciones existentes y porque no es más que una manifestación de la crisis general del capitalismo. Todo permite afirmar que la crisis no solo no será superada, sino que, con posibles intervalos de reacción temporal, se irá agravando.

Para atenuar sus consecuencias, el fascismo, aunque tenga su base en la pequeña burguesía, no podrá orientarse más que en el sentido de acentuar su política favorable a los intereses del gran capital, porque la pequeña burguesía no ha realizado, ni podrá realizar nunca, una política económica propia. Ello empeorará la situación de esta clase, tendrá una repercusión profunda en las filas del partido fascista, tambaleando su base, y estimulará el desarrollo del movimiento revolucionario.

Es imposible fijar actualmente al fascismo un término de duración y determinar de un modo concreto cuál será el desenlace inmediato de la crisis. Dependerá estrictamente de la correlación de fuerzas existentes en el momento critico y del grado de organización e iniciativa de las fuerzas susceptibles de desempeñar un papel decisivo. Lo único que podemos hacer, basándonos en los datos precisos que hoy conocemos, es subrayar la tendencia general de los acontecimientos.

La burguesía italiana seguirá soportando el experimento fascista en la medida en que éste la garantice contra el peligro de una revolución proletaria. El día en que dude de la posibilidad de esta garantía, estará decidida la suerte del fascismo. En tal momento crítico, el retorno de Italia a un régimen constitucional y parlamentario no está descontado. Muy al contrario, la burguesía buscará en él el medio de conservar su predominio, de salvar el sistema capitalista, deslumbrando con el espejuelo de la democracia a las masas pequeño-burguesas, cuyo peso especifico tiene en Italia tan enorme importancia. Lo que no estamos ahora en condiciones de poder afirmar es si conseguirá sus propósitos. Si en aquel momento el proletariado revolucionario ha logrado organizarse solidamente, si cuenta con un partido bien disciplinado y coherente, si ha extendido su influencia a la mayoría de la población explotada y muestra la iniciativa necesaria para entrar en acción en el momento preciso, fracasará el experimento de democracia burguesa y la crisis italiana hallará el camino de su verdadera solución: el derrumbamiento de la burguesía y la instauración dela dictadura del proletariado. Si, por el contrario, la clase obrera se halla debilitada o su vanguardia no se comporta a la altura de su misión, el experimento democrático burgués puede triunfar transitoriamente y mantenerse hasta el momento inevitable en que dirán la ultima palabra los únicos que históricamente están llamados a decirla: las masas explotadas de las ciudades y los campos.

Notas

(1) El camino del capitalismo italiano, en Stato Operaio, Octubre 1927
(2) Citado por el difunto Mateotti en su folleto: Il fascismo della prima época.
(3) Piero Bolzo: Il dado gittato, Florencia, 1921, pág.. 124.
(4) El fascismo tuvo un carácter republicano casi hasta el momento del golpe de Estado de 1922. ¡»La guerra o la república»!, clamaba Mussolini durante su campaña intervencionista.
(5) Al presentarse por primera vez ante el Parlamento, el 16 de noviembre de 1922, Mussolini empezaba su discurso en los siguientes términos: «el acto que cumplo hoy en esta Cámara es un acto de deferencia ante vosotros y por el cual no os pido manifestación alguna de gratitud». Y el 27 del mismo mes, al contestar los discursos pronunciados con motivo de la declaración ministerial, añadía: «¿Quién me impedía cerrar el parlamento? ¿Quién me impedía proclamar una dictadura de dos, tres o más personas? ¿Quién podía resistirme, quién podía resistir un movimiento que no es de 300.000 boletines electorales, sino de 300.000 fusiles? Nadie.»
(6) H. Sandomirski: Teoría y práctica del fascismo europeo, Moscú 1929, pág. 81.
(7) El anarcosindicalista italiano Armando Borfhi, en su libro L´Italia fra due Crispi (Paris, 1925), califica a Mussolini de «caricatura de Francesco Crispi».
(8) Benito Mussolini: La nuova política dell´Italia. Discorsi e dictriarazzioni, Milán, 1923. pág. 91.
(9) Mussolini: obra citada.
(10) Citado por Sandormiski. Obra citada, Pág. 88.
(11) Manardt: Der Faschismur, Munchen, 1925.
(12) Sobre la lucha económica de la clase obrera italiana durante estos últimos años contiene datos muy interesantes el folleto Lázione dei sindicate di classe sotto il terrore fascista publicado a principios de este año por la C.G.T.
(13) Conviene recordar que la C.G.T. abandonada ignominiosamente por sus dirigentes reformistas, se halla actualmente en manos de los elementos revolucionarios.
(14) «Habéis  tomado Alsacia y Lorena. Pero, a pesar vuestro, seguiremos siendo franceses, habéis podido germanizar nuestras llanuras- pero jamás obtendréis nuestro corazón».

1930. El fascismo italiano (Andreu Nin)

Este texto reproduce los apartado III a VII del capítulo tercero del libro Las Dictaduras de nuestro tiempo, réplica marxista al libro de Francisco Cambó, líder de la Lliga Regionalista, titulado Las Dictaduras, publicado originalmente en catalán en 1929 (Llibreria Catalònia). Nin escribió su estudio en Moscú en 1930 y se publicó en Barcelona en catalán en octubre del mismo año (también en Llibreria Catalònia). La traducción castellana apareció en noviembre de 1930 (Ediciones Hoy, Madrid). Esta reproducción parcial que ahora publicamos del capítulo tercero circuló en Latinoamérica en los años treinta pues se incluyo en el libro Crítica del fascismo (Centro Ariel Río Negro 1180, Montevideo, Uruguay, 1935), en edición preparada por Eusebio A. Laureiro junto a artículos de Henri de Man, Olga Olberg y Karl Radek.

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1933. Las posibilidades de un fascismo español (Andreu Nin)

¿Es posible un fascismo español? ¿Tiene éste probabilidades de surgir, desenvolverse y triunfar? Antes de contestar estas preguntas que tantos se habrán formulado en estos últimos tiempos, particularmente después de la victoria de los nazis en Alemania, es indispensable precisar la noción de fascismo, definir claramente el contenido de este término. Continuar leyendo «1933. Las posibilidades de un fascismo español (Andreu Nin)»