Publicado en Cuadernos, nº 12, París, mayo 1955
Con ocasión de una breve estancia de Silone en París, varios amigos suyos nos reunimos con él una noche en el hall de un hotel. De una manera totalmente imprevista, lo mismo que sucede a veces a los personajes de las novelas de Silone, iniciamos con mucha franqueza una conversación, que se prolongó bastante y que resultó más interesante que las charlas públicas. En el curso de esta velada, el escritor nos habló de su trabajo, de sus problemas, de sus dificultades, de su herencia cristiana y campesina, en términos que, en definitiva, nos parecieron muy significativos y, por lo tanto, dignos de ser referidos. Lo que antecede sorprenderá tal vez a los que han oído hablar del carácter huraño y taciturno del autor de Fontamara (Arthur Koestler, por ejemplo, en el segundo volumen de su autobiografía, relata como durante una velada que pasaron juntos en Roma, Silone no cesó de leer los periódicos); pero no sorprenderá a los que le conocen más íntimamente y saben, por el contrario, con que sinceridad Silone se abandona al placer natural de la narración.
Nuestra charla se encauzó pronto hacia la cuestión de saber a qué necesidad obedeció cuando, en 1930, dejó la política activa y empezó a escribir libros. ¿No sería acaso una forma distinta, determinada por las circunstancias, de continuar la lucha política? ¿Es posible .que una evolución diferente de la vida interna del comunismo hubiese mantenido a Silone en su actividad anterior? ¿O es que se trataba de un narrador extraviado en las luchas sociales?
-Creo -nos dice Silone -que nací con vocación de narrador. Sólo la instrucción que he recibido ha dado a esta vocación la forma literaria del libro; pero, en su esencia, se trata de la misma necesidad que, en mucha gente sencilla e inculta, se revela bajo la forma épica del relato oral o la forma lírica del lamento o del canto. Vosotros sabéis que este talento se halla todavía muy extendido entre la población rural de orillas del Mediterráneo. Conozco a viejos labradores ya mujeres que son infatigables en el relatar de sus recuerdos de las epidemias, de los terremotos y de las guerras. y cada vez añaden algún. detalle nuevo. ¿Cómo definir esta necesidad? Probablemente, es un modo de dar continuidad a la vida; de recoser, con ayuda de la memoria, el tejido de la existencia que se deshace continuamente; tal vez es la manera de dar al destino un rostro humano; o quizá es el deseo de comprender el enigma y de descifrarlo. Pero reconozco sin dificultad que también puede ser un expediente para darse importancia, para afirmarse como un testigo que ha presenciado ciertas cosas; o a lo mejor es un conjunto de todo ello.
De este modo la conversación fue derivando hacia la región natal de Silone: los Abruzos. Este autor es cosmopolita en el mejor sentido de la palabra, pero nunca ha cesado por ello de estar identificado con la comarca donde nació.
-Es una región áspera y pobre. Allí la tierra es rojiza en las colinas, gris en los valles, y en sus montañas, generalmente desnudas de árboles, se encuentran algunos raros matorrales de zarzas, de retama y de romero. Resulta impenetrable a causa de las montañas, y por esta razón ha permanecido siempre al margen de los grandes acontecimientos históricos. En el breve curso de mi adolescencia, esa región experimentó una profunda transformación- desde el punto de vista económico y social.
A principios de siglo, si no recuerdo mal, todavía conservaba aspectos casi patriarcales, La cría de ganado lanar era aún importante y, siguiendo la costumbre antigua, los rebaños eran trashumantes. Pasaban el verano en nuestras montañas y el invierno en las Pullas, recorriendo las cañadas que D’ Annunzio denominó “las rutas de la hierba”. Estas cañadas eran antiguas vías naturales, de un centenar de metros de ancho y de varios centenares de kilómetros de largo, reservadas al tránsito de los rebaños, y cuya hierba les ofrecía pasto en el curso de sus desplazamientos. Este sistema, que estuvo vigente durante millares de años, ha cesado casi de existir en los tres o cuatro últimos decenios. Poco a poco los labradores más ricos de las aldeas han ido apropiándose trozos de esas cañadas. Al mismo tiempo, debo añadir que si la ganadería se ha empobrecido ha sido por otras causas. Así como mi abuela materna tejía y teñía la lana, y mi madre continuó ejerciendo en parte esta actividad, durante .mi infancia yo frecuentaba el trato de los pastores. De este modo he podido seguir de cerca las vicisitudes que iban haciendo cada vez más difícil la cría de las ovejas y la industria artesanal de la lana. Pensad que los colores. empleados en nuestros tintes eran todavía los antiguos, de origen vegetal o animal: la corteza verde de las nueces y las hojas de castaño, por ejemplo, daban amarillos y verdes de una gran belleza. De las cochinillas se extraía la púrpura, como en el antiguo Egipto. En los telares de mano se tejían telas ordinarias para los vestidos, franela para las camisas que, sin exagerar, en la mayoría de los casos, duraban varias generaciones. El padre heredaba la capa del abuelo, y con esta capa se hacían finalmente pantalones para los nietos.
Hacia 1905, llegó a mi casa un viajante de comercio que nos ofreció colorantes químicos. Venía de Alemania, más exactamente, de Francfort del Meno. Este fue el primer acontecimiento revolucionario de aquel año fatal. Mi abuela, naturalmente, desconfió en seguida. -Son ciertamente porquerías que destruyen los tejidos -dijo. También es posible que echen a perder la salud de los que después se sirvan de ellos. El mismo año apareció en el pueblo la luz eléctrica. Al año siguiente, el agua que se utilizaba para lavarse y cocinar dejó de sacarse de los pozos o de recogerse en el arroyo que corría en el fondo del valle, como se venía haciendo desde tiempo inmemorial, y empezó a manar de fuentes alimentadas por una tubería metálica que acabó de construirse por entonces. Por último, apareció el primer automóvil, que los campesinos continuaron llamando, durante mucho tiempo, “coche sin caballos”. Esa fue nuestra “revolución de 1905”.
Cualquiera de nosotros ha podido observar que, cuando se recuerda la época situada entre 1900 y 1914, se suele hablar de ella como de la edad de oro, debido a la paz que por entonces reinaba entre los Estados y a la prosperidad de los negocios. Pero si pensamos en las condiciones de vida de las masas populares de ciertos países, veremos que el cuadro es algo distinto.
-Para la Italia meridional, aquella época fue la del gran éxodo hacia las Américas. La competencia que hacía la industria de la Italia septentrional acabó por destruir nuestra artesanía. Los tejidos y los muebles procedentes de fábricas eran más elegantes y más baratos que los productos de nuestras tiendas. La ruina de la artesanía trajo consigo el empobrecimiento de la agricultura y de la ganadería. Todo el que podía abandonaba pues su aldea natal y partía para Ultramar. Aún recuerdo la impresión desoladora que cada año me producía la partida en masa de los emigrantes en otoño. En la iglesia parroquial se celebraba una misa especial para ellos, llamada la misa de los americanos. La iglesia se llenaba de hombres de todas las edades, con sus fardos y sus sacos de viaje dispuestos ya para salir. Las mujeres y los niños, es decir los que se quedaban, asistían a la misa desde el fondo de la iglesia. Llegó un año en que también mi padre partió para el Brasil. En el mes de noviembre, al terminarse las labores agrícolas de cada año, se repetía aquella ceremonia. Era como el éxodo de las golondrinas. Muchos jóvenes campesinos abandonaban a la esposa, apenas transcurrida una semana desde la boda; en América solían recibir la noticia de que eran padres. Y, en aquella época, la emigración era todavía una aventura llena de riesgos. Los que perdían un brazo o una pierna trabajando en una obra o en una hacienda de Ultramar, se veían condenados a la mendicidad; éstos volvían a veces al país natal, pero sólo para tender el sombrero a la puerta de la iglesia.
La conversación recayó después sobre el acontecimiento de mayor importancia, con el que culminan, en cierto modo, los cambios de orden económico y social que ya habían alterado el carácter patriarcal de país natal de Silone: el terremoto del 13 de enero de 1915. Uno de nosotros refirió que un joven escritor americano, Richard Lewis, que residió mucho tiempo en aquella región, ha observado ya recientemente que las conversaciones con las gentes de aquellos lugares, aun cuando habían pasado ya por dos guerras y soportado el fascismo, acababan siempre invariablemente volviendo a evocar el terremoto.
-Si esto ocurre, no se debe ciertamente a los daños que el terremoto causara, sino a que con ello se aviva nuestra sensación de ser hombres y de estar vivos. El terremoto se produjo al amanecer y apenas duró 30 segundos. Yo me hallaba en el colegio. Cuando el edificio empezó a temblar, se formó de pronto una densa niebla de polvo. Las bóvedas y el pavimento, al abrirse, dejaban caer nubes de yeso y de cal. Ante aquel súbito oscurecimiento, los muchachos que estábamos ya sentados en torno a las mesas de la sala de estudio (pues nos levantábamos a las 5 de la mañana), nos precipitamos a las ventanas. No bien se disipó la nube de polvo, el paisaje se nos apareció bajo un nuevo aspecto. Muchas casas se habían derrumbado, las calles principales desaparecían bajo montañas de escombros. Todos creyeron que había llegado el fin del mundo. En efecto, entre los supervivientes se desarrollaron entonces escenas propias del Juicio final. Uno de los pocos carabineros que no habían perecido, creyó de su deber salir corriendo hacia los pueblos inmediatos para pedir socorro. Partió a caballo. Al cabo de algunas horas, volvió diciendo: “En todas partes ha sucedido lo mismo. También los pueblos próximos están arrasados”. Eso era una noticia oficial. Aquello era tal vez, en efecto, el fin del mundo. Algunas mujeres empezaron a confesar sus pecados en alta voz y a pedir perdón a todos los que encontraban… Sí; realmente una vida entera no bastaría para relatar todo lo que vieron nuestros ojos aquella mañana, ni para comprender su sentido. No debéis asombraros de que la gente de mi país, a pesar de los grandiosos acontecimientos sobrevenidos después, siga obsesionada por aquel hecho, que duró apenas 30 segundos.
Silone se calla. Después de tantos años, es evidente que también le sucede, como a los viejos campesinos de su tierra, recordar a menudo aquel trágico amanecer, aquellas escenas terribles y enigmáticas.
-Junto a los escombros de mi casa, encontré a un señor viejo, conocido de todos por su avaricia. Era el usurero de los campesinos pobres: prestaba dinero al interés de 30 por ciento mensual. Aquella mañana, se hallaba sentado sobre una piedra, envuelto en una sábana, como si fuera un sudario. El terremoto le había sorprendido mientras dormía. Temblaba de frío y pedía algo de comer. Se había quedado solo; sus criados habían muerto. Nadie le auxiliaba. Algunos le contestaban: “¡Cómete los pagarés!”. Hacia el anochecer se murió, y sólo entonces alguien se apiadó de él y puso su cadáver fuera del alcance de los perros vagabundos. De una familia numerosa, que habitaba un poco más lejos, sólo había sobrevivido un hijo idiota… ¡Pero no acabarla nunca de contar!
Uno de nosotros preguntó entonces a Silone si algunos de los episodios que él narra en sus novelas se referían a hechos realmente determinados. Después de dudar un instante, comenzó a hacemos confidencias inesperadas.
-Hasta ahora, por motivos bien comprensibles, no he revelado. nunca que algunos de los hechos más penosos que he referido en mis libros, son episodios realmente vividos. No sé si recordáis que hacia el fin de La simiente bajo la nieve, Pietro Spina encuentra a su tío Bastiano. Este hecho reproduce justamente un recuerdo de aquellos días terribles, muy triste para mí. En pocas palabras, podría resumirse del modo siguiente: Hacía casi una semana que yo estaba buscando inútilmente el cadáver de mi madre entre los escombros de lo que había sido nuestra casa. Yo tenía quince años y, por lo tanto, mi fuerza no era enorme. Por si esto era poco, nevaba, hacía mucho frío y las manos se entumecían fácilmente. Durante la noche, dormía en un refugio improvisado, junto con la familia de un tío mío y algunos conocidos, apretados unos contra otros para defendemos del frío. El olor de los cadáveres atraía a los lobos de las montañas próximas y, para alejarlos, era preciso tener encendidos fuegos durante toda la noche. En una de aquellas noches, volvía yo muy cansado al refugio. Como de costumbre, mi tío me preguntó: “¿A dónde has llegado?” Le respondí: “Me falta poco”. Y tuve la ligereza de explicarle que había encontrado el armario en que mi madre guardaba el dinero de casa; pero que no me había atrevido a tocar ese dinero, sin antes haber enterrado el cuerpo de mi madre, del cual ya había descubierto un brazo. Apenas pronunciadas estas palabras, comprendí, viendo sus miradas, que había cometido un error. En efecto, una hora más tarde, cuando el tío creyó que me hallaba dormido, se levantó y salió del refugio. Era ya noche cerrada y fuera se había desencadenado una furiosa tempestad de nieve. Con el corazón agitado, me ]levanté también y le seguí a poca distancia. Tenía miedo por él, por lo que iba a hacer. Y, en efecto, le vi dirigirse hacia donde yo temía, y buscar el armario de que yo le había hablado. Entonces, eché a correr para llegar al refugio antes que el. Cuando regresó, fingí estar dormido. Como es natural, en los días que siguieron no descubrí a nadie este secreto. Y si ahora hablo de él es porque ya hace varios años que mi tío ha muerto. Por desgracia, nunca tuve el valor de hablar con él de aquel hecho vergonzoso, francamente, de hombre a hombre. Debo decir que, en tiempos normales, mi tío era un hombre honrado, un buen padre de familia, y que conmigo, incluso después, siguió siendo muy afectuoso. Su gesto fue para mí una revelación del supremo egoísmo del hombre en ciertas circunstancias. El Juicio final se había aplazado, el aparato estatal se hallaba paralizado, la impunidad era casi segura y el hombre volvía a ser vitalidad pura, sin frenos. Creo que aquella noche concebí por primera vez un profundo horror por el dinero. Es probable que mis opiniones socialistas de más tarde germinaran en aquella hora.
Silone nos ofrece bebidas. Nosotros aceptamos en silencio, para no interrumpir la vena del discurso. En efecto, vuelve a hablar y nos cuenta otro episodio trágico, presenciado también en los primeros días que siguieron al terremoto, y cuyo relato se encuentra, con algunas trasposiciones de lugar y de personas, en la misma novela La simiente bajo la nieve.
-¿Recordáis –nos dice- el diálogo entre Faustina y Simón, en el que la muchacha acaba relatando el origen de sus desgracias personales y su ruptura con el mundo de las buenas familias? Faustina cuenta en aquella escena una cosa de la que fui testigo. En nuestra vecindad vivía un matrimonio, con el cual nuestra familia se hallaba muy unida. Pero, como aún viven algunos de sus descendientes, a quienes no tengo el menor propósito de ofender, me veo ahora en el caso de no especificar ciertos detalles. Así pues, aun cuando no existiera entre nosotros un verdadero vínculo de parentesco, los jóvenes estábamos acostumbrados a considerar a esas personas como de nuestra misma sangre. Del terremoto, sólo se salvó uno de los cónyuges, la esposa. Pero un día, pasando cerca de las ruinas de su casa, oí unos lamentos que salían de los escombros. Corrí a decírselo a la mujer. El marido, que había quedado sepultado, vivía aún. La mujer ya se había resignado a su viudez y, por esta razón, me dijo: “No es verdad. Eso lo has imaginado tú”. Yo volví al lugar de donde salían los gemidos, y como entretanto ya habían llegado socorros al pueblo, avisé a los soldados: -Hay un hombre vivo enterrado aquí debajo -les dije. Con poco esfuerzo lograron abrir un boquete, a través del cual pudieron hacer bajar algunos alimentos para el enterrado. Tampoco esta noticia pareció persuadir a la esposa de aquel desgraciado. “¿Por qué no te ocupas de tus cosas?” -me dijo, y se fue hacia el lugar indicado. Hube de alejarme y, cuando volví, más tarde, la abertura ya no se veía. La habían rellenado de piedras, y el hombre había dejado de existir.
De nuevo una larga pausa de silencio nos parece el único comentario adecuado al episodio que acaba de narrar.
-Tened en cuenta que no era una mujer mala -, nos asegura Silone. Era buena, caritativa y piadosa. Es seguro que, en tiempo normal, hubiera asistido con amor al marido enfermo. Le habría velado durante la noche, hubiera llorado y se hubiera desesperado ante la idea de perderle. En suma, era evidente que la bondad habitual de las “personas de bien” correspondía al mundo de relaciones de la tierra estable. En cuanto temblaba ésta, reaparecían instintos aterradores… Y luego, y luego… ¡Habría tantas cosas que contar! Veis, yo tampoco he “liquidado” todavía mis recuerdos del terremoto. No ignoráis que, desde entonces, he viajado a lo largo y a lo ancho del mundo, he escrito libros, he tratado de comprender y de explicar a los demás muchos hechos, pero aún no he comprendido bien aquellos hechos anteriores acaecidos después del terremoto. ¿De qué sirve acumular nuevas experiencias, ir en busca de otras nuevas, si antes no se han comprendido hechos tan primordiales?
-¿ Es cierto -pregunta uno de nosotros- que vas a México dentro de poco?
-Me gustaría mucho -dice Silone. Pero, ¿cómo podré comprender a México, si aún no he comprendido a mi aldea?
-Ahora estoy persuadido -dice uno- de que, para ti, con este modo de pensar, el comunismo podía ser difícilmente una válvula de escape. Te falta la mentalidad del político profesional.
-¿En qué momento -pregunta otro- el sentimiento innato de la necesidad se convirtió en voluntad de expresión? ¿En qué momento y en qué circunstancias decidiste aceptar tu vocación de artista y responder a ella?
-En una situación -responde Silone- en que lo absurdo estaba a punto de preponderar también dentro de mí. El comunismo clandestino de los obreros y de los campesinos italianos era una lucha heroica, una resistencia desesperada, una esperanza; el comunismo ruso, entrevisto en Moscú, durante mis viajes, era la suma de todos los aspectos negativos del mundo moderno; un mundo monstruoso, absurdo, vacío de espontáneo sentido humano, indiferente a los deseos y a las esperanzas de los oprimidos; un mundo indescifrable, que defraudaba todas nuestras ilusiones. Resignarse equivalía a morir espiritualmente. La tentación de sacrificar los motivos que inspiraban una lucha por la justicia social y por la libertad, al éxito material de los personajes políticos que de aquella lucha habían hecho su profesión, me parecía mortal; mortal era propter vitam, vivendi perdere causam, olvidar el fin en los medios, aceptar la nueva servidumbre disfrazada de Ley histórica. La válvula de seguridad me había conducido, pues, a un campo de concentración. Me evadí y volví ab ovo, es decir, a Fontamara. Me pareció que era la única forma de vida que me quedaba.
-¿Crees -le preguntó uno de nosotros- que una mirada atenta podría distinguir en Fontamara el germen o la prefiguración de los libros sucesivos?
-Lo que, a veintidós años de distancia, une Fontamara a Un puñado de moras me parece evidente -dice Silone. Creo que no es tan sólo la coherencia entre la crítica social y la fidelidad al mundo dé los pobres, sino también una cierta concesión del hombre a la época moderna. Por haber triunfado del absurdo en 1930 no lo he padecido, como los existencialistas en 1945. Ya estaba inmunizado. El arte, cualquiera que sea el modo de manifestarse -libro, cuadro, estatua, música- es siempre la expresión de un alma que ha alcanzado una forma propia y se revela. Por lo tanto, la unidad interna de todas las obras de un escritor es la consecuencia de su fidelidad a sí mismo. Las evaluaciones de los críticos pierden toda importancia ante este criterio, con el que cada artista debe saber juzgar sus propias obras: ¿Es ésta realmente mi voz? ¿O es que he recitado una lección, que he fingido? En una palabra, si he de escoger, prefiero la monotonía al trompe-l´oeil divertido. Nada hay más funesto para el artista que la rebusca afanosa de asuntos nuevos. En la Edad Media, había artistas que durante toda su vida pintaban y volvían a pintar el rostro de Jesús. Cualquier aspecto de la realidad, meditado y profundizado, se convierte en un cosmos.
-Nosotros sabemos -dice uno- cuál es tu Santa Faz.
-Sí, eso es fácil de reconocer -admite Silone. Se trata siempre de un hombre o de un grupo de hombres del Mediodía. He vivido catorce años en Suiza, un par de años en Francia, conozco Alemania, Rusia, pero sería incapaz de escribir una novela con personajes de estos países. Se trata, pues, siempre de hombres del Mediodía, y de hombres en crisis, en una sociedad en crisis. La crisis moderna adquiere aspectos trágicos, puesto que rebasa la esfera de la psicología individual: el destino del hombre se halla, en parte, fuera de su propia conciencia.. En todo caso, siempre hay alguno que no se rinde; siempre hay alguno que se debate con el problema de la utilización consciente de su propia existencia. Pero el que considera como un problema esta utilización de la propia existencia’. se sitúa fuera de la tradición y arriesga acabar derrotado. Si no cae en el existencialismo nauseabundo, ni en el escepticismo nihilista es porque, a pesar de todo, su alma de hombre no ha hecho tabla rasa de todas las creencias. Hasta cuando el alma se ha liberado de sus ilusiones convencionales, conserva todavía algunos restos de certidumbres irreductibles. ¿Volverán estas ilusiones a conducirle a la tradición? Me parece improbable; puesto que la distancia que separa aquellas certidumbres rudimentarias, pero auténticas, de la compleja estructura histórica, barroca y polvorienta de las iglesias y de los Estados, es demasiado grande. En una palabra, lo que le ha alejado de los partidos es la repugnancia por el gusto servil del mando.
-¿ Por qué no se habla de tus libros -le preguntamos- cuando se hace la historia del neo-realismo italiano?
-Yo mismo no considero mis trabajos como obras neo-realistas -contesta Silone. La boga actual del neo-realismo en Italia era inevitable; pero ello es otra prueba del carácter retardatario de nuestra vida literaria. Al igual que el hermetismo poético, definitivamente agotado, el realismo también se ha afirmado en nuestro país con cincuenta años de retraso. La documentación social es hoy de la competencia de la sociología y del periodismo. La realidad del hombre de hoy es trágica, es decir, problemática. Actualmente el verdadero artista tiene el deber de compartir las penas del hombre de su misma época y de dar pruebas de valor y desinterés suficientes al representarlas. Estas penas son la verdadera sustancia de la historia y contienen en sí las indicaciones más seguras sobre la naturaleza del hombre y sobre su dignidad. Por esta razón, el artista sincero puede elevarse a la suprema nobleza que, en otro tiempo, tenían los sacerdotes y los profetas. Es una responsabilidad tremenda, que debería imponer a cada artista la obligación de permanecer siempre rigurosamente libre, tanto de los humillados como de los opresores, sin dejarse contaminar por los poderes constituidos, ni por su propaganda…
Al releer estas palabras, les encontramos un acento enfático que no tenían las últimas que dijo Silone, apenas murmuradas.