Utopía y pensamiento distópico (Juan Manuel Vera)

Este texto forma parte del libro Contra las oligarquías (Juan Manuel Vera, 2022)

Los lugares comunes suelen ser puntos de encuentro peligrosos y reveladores, capaces de expresar un contenido que va más allá de la intención. El renovado prestigio adquirido desde finales del siglo XX por el concepto de utopía, manifestado en la vinculación de la regeneración de la izquierda con la resurrección de un aliento utópico, constituye uno de esos tópicos que oculta más de lo que revela.

Mientras se mantuvo la bipolarización, el mundo parecía poder entenderse en base a unas categorías simplificadoras heredadas. El curso histórico desencadenado a partir de 1989 ha socavado profundamente el conjunto de creencias de las izquierdas estatalistas. Una de las falsas respuestas a esa crisis consiste en buscar en la utopía un nuevo referente. Sin embargo, las lecciones del pasado no nos deberían conducir hacia el reverdecimiento de un indefinido utopismo inspirado en la nostalgia de disponer de sueños sociales como los de antes. Ese es un camino tan equivocado como el de quienes, por realismo político, admiten las tesis individualistas y desreguladoras del neoliberalismo.

Parece necesario contraponer a dichas tentaciones la necesidad de un poderoso pensamiento complejo capaz de leer las consecuencias distópicas que encierra nuestro pasado-presente para actuar sobre las posibilidades creativas del futuro.

El sueño utópico

Los usos del término utopía son sumamente heterogéneos. En este texto nos remitimos exclusivamente a una de sus aplicaciones y acepciones: a aquella visión que aspira a una sociedad perfecta, la cual produzca una totalidad superadora de las contradicciones humanas.

No se aborda el concepto de utopía en sus sentidos triviales de proyecto nuevo o de intención de cambiar las cosas, ni en acepciones ambiguas y equívocas como el de utopía relativa de Karl Mannheim[1]. Mejor abordar la sustancia del sueño utópico, preguntándonos por su vinculación a una concepción absolutizante del mundo, y por los elementos que lo conectan, aunque sea indirectamente, con las visiones y realidades totalitarias del pasado siglo.

Las aportaciones utópicas clásicas, desde Platón a los renacentistas católicos Moro y Campanella, y las de los socialistas utópico, desde Owen a Fourier, a Saint-Simon, y Cabet, reflejan mediante sus imágenes del mejor mundo deseable una forma primitiva de pensamiento social crítico respecto al orden social existente. Pero, también, muestran una visión abstracta del mundo ausente de asideros en las luchas y contradicciones de los seres humanos reales[2].  Ello se hace también patente en las numerosas obras utópicas publicadas en las décadas anteriores a la Primera Guerra Mundial, como las de Morris, Bellamy, Butler y Wells.

A partir de esos antecedentes clásicos, las concepciones utópicas van a impregnar muchas construcciones intelectuales. Por ejemplo, la idea de una armonía funcional perfecta va a persistir en los marxismos como una herencia romántica enraizada en la fe en el progreso y en la convicción de la existencia de un sujeto predeterminado de la historia. El estadio superador de la dialéctica de la sociedad de clases adquiere los rasgos de un regreso a esa totalidad sin conflictos propia, para Marx, del origen de la historia. El mito final del comunismo resume conjuntamente el sueño futuro de la reconciliación de la humanidad y el advenimiento del reino de la abundancia.

En este sentido fuerte, la utopía propone como deseable una sociedad inmaculada, un mundo perfecto, sin conflictos, que genera la esperanza en un futuro humano esplendoroso y fomenta el sueño, o el delirio, de dar un sentido al ser y a la Historia. El utopista está convencido de la posibilidad de una verdad universal, para él “la verdad es una, pero el error es múltiple[3].

Los utopistas más radicales como Fourier, en su Teoría de los cuatro movimientos, creen que el acontecimiento más afortunado que puede producirse en «este globo y en todos los globos» es «el paso súbito del caos social a la armonía universal«. No en vano utopía significa ningún lugar.

Albert Camus comprendió ese sentido religioso que subyace en la utopía y su promesa de un porvenir radiante como medida de todas las cosas. «La utopía sustituye a Dios por el porvenir. Entonces identifica el porvenir con la moral; el único valor es el que sirve a ese porvenir«[4].

El éxito de la utopía se debe a su capacidad para expresar una protesta de la subjetividad, un deseo inalcanzable e ilimitado de otra cosa y su papel de metáfora metafísica. Es exaltación de la fe en el destino, en el progreso, en la historia, en un salvador externo derivado del curso de las cosas. Es la sublimación de un tiempo final. Insistiendo: es una protesta de la subjetividad que considera que es posible dar un sentido a la existencia humana y dotar de una justificación trascendente a esa subjetividad que se piensa a sí misma[5].

Bloch, cuando habla del «excedente utópico de la historia» o del marxismo como «praxis de la utopía concreta«, pretende expresar una «conciencia anticipadora» ejercida a través de la esperanza política que haría presente «lo aún no conocido» y «que no ha llegado a ser«[6].

La utopía histórico-filosófica es una escatología secularizada que encarna «la creencia bíblica en una totalidad«[7]. De tal forma, lo utópico expresaría la esperanza de una superación de la muerte o una humanización de la divinidad. Esa vertiente religiosa de la utopía se afianza en la idea de salvación, implícita en la fe en la llegada a una edad de oro de la abundancia y la inocencia, enraizada con mitos arcaicos y evocadores. El mito del reino milenario ha sido tanto una presencia utópica anclada en el pasado como una esperanza encarnada en el futuro, una época última, feliz y justa para todos, producto de un destino histórico. Bienkowski señala acertadamente que «casi todas las utopías, por científica que sea su base, son, en su descripción del futuro, sueños inconscientes de un retorno al paraíso… Todas ellas aspiran, de una u otra forma, a poner fin a la historia, a sumir sus procesos de nuevo en una fusión orgánica del individuo y la sociedad«[8].

Toda utopía oculta la necesidad de alternativas prácticas y factibles a la realidad existente, genera ilusiones, falsas conciencias del mundo, forma parte de formas absolutistas de pensar la realidad y nuestro ser, alimenta el delirio y la irracionalidad. Aquí encontramos una conexión entre utopía y totalitarismo. Detrás del pensamiento utópico aparece frecuentemente el sueño reaccionario del cierre completo de lo social y la creencia del advenimiento de una sociedad ideal. El totalitarismo moderno, tanto el nazismo como el estalinismo, ha prendido en esas vagas emociones humanas milenarias, identificando al jefe como la emanación del Salvador que anuncia la llegada futura del Gran Reino, un mundo puro y definitivo, además de perfecto. La utopía conecta profundamente con el pensamiento totalitario en su defensa de lo homogéneo, lo puro, la estabilidad final; en la creencia en un orden definitivo, en el intento de fijar el futuro.

Antiutopías de un siglo terrible

La historia del siglo XX resume la experiencia terrible de una humanidad cuyo poder destructivo se ha desarrollado más rápidamente que la toma de conciencia de las posibilidades de desarrollar un imaginario social constructivo. Lo peculiar y específico del siglo fue su locura destructiva: las dos grandes guerras, los totalitarismos, el genocidio armenio, los campos de exterminio nazis, el Gulag, Hiroshima y Nagasaki, los crímenes del maoísmo, el genocidio camboyano, cientos de guerras y de feroces dictaduras, las grandes hambrunas…

Es cierto que el siglo XX tiene otras dimensiones que le son propias, ¿pero es legítimo olvidar su rasgo distintivo de barbarie totalitaria, de militarismo salvaje, de genocidio desatado periódicamente? En el siglo XX hemos conocido la posibilidad de un estadio exterminista, como señalaba E. P Thompson[9], que se manifestó de una forma especial en la tensión de los grandes bloques mundiales hacia el terror nuclear. En cualquier caso, la frontera política del siglo XX está representada por las experiencias totalitarias, cuyo propio límite son los campos de concentración y exterminio.

La tensión bárbara y exterminista del pasado siglo conduce al pesimismo sobre el futuro. Son las realidades tanto como las potencialidades desencadenadas las que provocan el temor de que el desarrollo tecnocientífico desemboque en nuevas y terribles formas de dominación cada vez más incontrolables para el hombre común. Este siglo terrible encierra una lección moral y política ineludible sobre el destino del ser humano.

Así como la novela utópica fue el anticipo de un pensamiento social crítico, las grandes novelas antiutópicas del siglo XX pueden interpretarse como el precedente de un pensamiento distópico alimentado en la crítica de las ilusiones utópicas y en la consciencia de los grandes crímenes contra la humanidad que forman parte del sustrato de nuestra civilización.

El pesimismo ante las tendencias de nuestro tiempo ha sido un tema recurrente que ha generado una literatura específica, peculiar del siglo XX[10]. La ficción especulativa ha cambiado radicalmente el sentido y el signo del horizonte imaginativo propio de la literatura utópica. La experiencia histórica ha promovido una mirada literaria de la desilusión y el desencantamiento. No va a ofrecer proyectos de armonía universal sino su espectro: aflorará la cara oculta de la fe en la tecnología y el progreso. En lugar de propagar la esperanza en el porvenir, desespera del presente al contemplar sus raíces enajenantes. Es una literatura demolida, el fruto de la imaginación defraudada de la humanidad del siglo veinte. Así, puede afirmarse que el nexo entre utopía y literatura de ficción especulativa pasa por su conversión en contrautopía, en utopía negativa[11].

Un concepto literario de antiutopía nos lo proporciona Miguel Espinosa: «la utopía describe cómo debe ser la comunidad a través de figuras positivas. Ahora bien: si abstraemos de una determinada sociedad cuanto es contrario al bien y, convenientemente aislado y delimitado, lo exponemos en un libro, habremos creado una utopía negativa o expresión de lo que no debe ser«[12].

Las grandes obras de ficción especulativa pueden entenderse como una revuelta del género utópico contra sí mismo, una puesta en guardia contra el sueño utópico, realizado desde los márgenes de un pensamiento social en gran medida preso aún de los encantamientos utópicos y totalitarios del siglo. Una vez más, la literatura está por delante de otras formas de pensamiento.

La denuncia del horror de la dominación política ocupará un lugar preferente en obras especulativas desde las primeras décadas del siglo. Si nos remontamos a un clásico de Jack London, El talón de hierro, escrito en 1907, constituye ya una virulenta antiutopía, que describe el aplastamiento brutal por la oligarquía capitalista de la Comuna de Chicago y de las organizaciones obreras, en una obra novedosa de anticipación social que puede entenderse como un presagio literario de los horrores del fascismo.

Pero es, en 1920, con la precursora intuición de Nosotros (Yevgeni Ivánovich Zamiatin) donde surge un fértil reguero que conduce a obras como 1984 (George Orwell, 1949) y la irónica Limbo (Bernard Wolfe, 1952). Desesperada y trágica, la obra de Orwell presenta un balance tenebroso de la primera mitad del siglo y deviene en premonitorio aviso de las peores posibilidades del futuro. En cambio, la antiutopía de Wolfe es sarcástica y paradójica: describe una paz duradera basada en la mutilación física y se burla de la búsqueda de respuestas al presente en la exégesis de textos del pasado.

Son antiutopías en las que aparecen conjuntamente el testimonio aterrado de los totalitarismos modernos y la aprensión respecto al desarrollo y aplicación de las nuevas tecnologías cibernéticas, informáticas, etc. Ambas son cumbres de la literatura antiutópica, que traducen el temor ya expresado en 1932 por Huxley en Un mundo feliz, aunque amplían su reflexión hacia el campo de lo social y lo político.

Tras ellas, docenas de obras interesantes han presentado utopías negativas, distopías, destinadas a estremecer la conciencia del siglo. Con mero ánimo ejemplificador se pueden mencionar novelas como Mercaderes del espacio, 1953, de F. Pohl y C. M. Kornbluth; La naranja mecánica, 1962, de A. Burgess; Doctor Bloodmoney, 1965, de P. K. Dick; ¡Hagan sitio, hagan sitio!, 1966, de H. Harrison; Todos sobre Zanzíbar, 1968, de J. Brunner; Campo de concentración, 1968, de T. M. Disch, Incordie a Jack Barron, 1969, de Norman Spinrad; El mundo interior, 1971, de R. Silveberg; Congreso de futurología, 1971, de S. Lem; etc.

Este conjunto de ficciones antiutópicas son elaboraciones de tinte pesimista sobre el destino y el futuro de la sociedad, en las cuales se alerta virulentamente sobre el peligro de la depauperación de la condición humana en la era del progreso tecnocientífico. No cabe extraer de ellas una impugnación reaccionaria de la modernidad sino un intento angustiado de mostrar el vértigo al que conduce la metamorfosis del capital en totalitarismo y dominación tecnocrática. En esas obras especulativas se ha desarrollado una cultura crítica del exterminismo, temerosa de los peligros de aniquilamiento nuclear, sobrepoblación, destrucción de culturas y consumismo destructivo que acechan al ser humano.

Uno de los avisos más terribles y realistas describe nuestro próximo futuro como Tierra S.A.[13], es decir, un mercado planetario subyugado por megacorporaciones capaces de dominar las instituciones mundializadas, mientras el desastre ecológico y la disgregación de los lazos sociales producen una sociedad molecular.

En muchas más novelas de literatura especulativa de la segunda mitad del siglo veinte aparece un telón de fondo lúgubre y premonitorio, aunque no todos los escenarios han de ser tan oscuros. Por ejemplo, Ursula K. Le Guin, proporciona, en su bello relato El nombre del mundo es bosque, una reflexión de tono más cálido sobre la necesidad de adoptar una cultura humana no exterminista.

Otra modalidad de la literatura antiutópica, las novelas ucrónicas, miran hacia el pasado como el producto de la frustración de otras posibilidades históricas. La imaginación ucrónica se ha desencadenado en múltiples direcciones buscando Historias alternativas. La posible victoria del Eje en la Segunda Guerra Mundial es una de las líneas más exploradas (expresada agudamente por Philip K. Dick en El hombre en el castillo). El interés que ofrece la ucronía consiste en ayudar a pensar al ser humano como sometido a una necesidad ética de respuesta frente a las posibilidades históricas. Ese juego literario obliga al espíritu a detenerse en el pensamiento de las cosas posibles que no se han realizado y en los desconocidos sucesos suspendidos sobre el mundo, sacudiendo los prejuicios encarnados en todas las formas de fatalismo declarado o desfigurado[14].

Lo distópico se diferencia de lo apocalíptico, la utopía de la destrucción, en un aspecto esencial. Mientras toda utopía, incluso la apocalíptica, define un mundo estático, final, lo distópico concibe siempre un mañana conflictual, abierto, sometido a las decisiones humanas. Todo futuro implica incertidumbre. El futuro está formado por múltiples e inimaginables posibilidades.

En lo distópico planea permanentemente la idea de ruptura con el destino, mirando la historia como un cementerio de posibilidades que podían haber llevado a presentes mejores o mucho peores. Negando que exista un curso prefijado de las cosas, se asume con más claridad la soledad de los seres humanos frente a sí mismos. Desde esa concepción distópica, la sociedad presente no es el mejor de los mundos, pero tampoco necesariamente mejor o peor que los futuros posibles. La sociedad procede de bifurcaciones históricas, se encuentra sometida a las encrucijadas del presente y se encamina hacia nuevos e indeterminados cruces de caminos. La acción humana es la que acaba conformando una dirección.

La literatura especulativa y antiutópica del siglo XX presenta el fermento crítico riguroso de las contradicciones humanas, constituyendo así una fuente preciosa para un pensamiento distópico que, a pesar de concebir el «ser para la muerte«, establezca un fundamento ético-racional para la acción, la lucha, el desigual combate del ser.

La condición humana

 El pensamiento utópico asume una antropología voluntarista que considera que la naturaleza humana puede ser conducida al destino de una sociedad ideal. En las visiones o intenciones utópicas se concibe un hombre bueno por naturaleza, pero corrompido por las instituciones, especialmente por la propiedad privada.

En toda visión utópica subyace la afirmación de que basta el establecimiento del principio justo para que resulten innecesarias auténticas instituciones democráticas reguladoras del conflicto social. Pero nos engañaríamos tras esa apariencia optimista. La contrapartida de la creencia en que el ser humano puede cambiar radicalmente en un sentido positivo es considerar que su sustancia es moldeable, manipulable, dirigible. La utopía, en su ideal de un bien absoluto, olvida que en los seres humanos y en las acciones humanas lo bueno y lo malo son aspectos inseparables, que solo pueden apreciarse en función de valores éticos predeterminados que son imposible de fundamentar.

En la intencionalidad utópica se descubre, pues, un polo opuesto pero complementario a la antropología estática y pesimista del pensamiento conservador burgués, que niega la capacidad humana de avanzar en el sentido de la cooperación y que se refleja en la concepción de Hobbes de la maldad innata de la naturaleza humana, solo contenida por la civilización.

La condición humana ha sido interpretada en el pensamiento político de los últimos siglos como condición pura del bien o del mal, modificado por la cultura, pero siempre a partir de una perfección hobbesiana o roussoniana. Las señales de nuestra imperfección, que identifican a la especie, no han sido nunca reconocidas como lo que sencillamente son, esto es, los resultados de procesos inciertos, Por el contrario, todas las religiones y filosofías han establecido que la imperfección humana era el producto de un choque demiúrgico entre perfecciones antagónicas, entre un bien o un mal primigenios, oscilando entre un jardín de las delicias y un pecado original.

Tan solo las personas reales pueden llegar a reducir el mal anidado en los sistemas y organizaciones sociales y en ellos mismos. Por ello, un principio de humanidad razonable es resistir y actuar contra algo que está en nosotros mismos, contra ciertos secretos instintos o pasiones, como la pulsión por el poder, en nombre de una libertad autoafirmativa que también es indisociable del ser humano. Por ello la ética y el riesgo de un monstruo interior conviven siempre simultáneamente en todos y en cada uno de los seres humanos, algo que nunca debiera olvidar quien haga propuestas políticas, institucionales o sociales.

El ser humano no escindido, no mutilado, solo puede desarrollarse en el contexto de instituciones reguladoras del conflicto, contradictorias, plurales, limitadoras de sus pulsiones. Para entendernos, más allá de La República de Platón, existe La Política de Aristóteles. Frente a la visión de Moro, disponemos de la mirada de Maquiavelo. La concepción del mundo de Jean-Jacques Rousseau no es la de John Stuart Mill.

Las lecciones distópicas conducen a que cualquier pensamiento social maduro respecto a la naturaleza humana haya de asentarse en la necesidad de instituciones dotadas de un doble significado permanente: sistemas de participación para la autodeterminación colectiva y mecanismos de control mutuo y de limitación del poder. Al mismo tiempo, la lucha humana por la dignidad y la continuación del proceso histórico de humanización carece de cualquier referente deísta o trascendente. Solo es posible como un «evangelio de la perdición«, consciente de que la destrucción es coherente con la flecha temporal de los procesos del Universo[15]. La vida y la creación solo son breves reflejos en esa pendiente, expresiones de la lucha del ser humano contra la muerte. 

El vértigo del sistema mundial

En el siglo veinte se produjo una aceleración vertiginosa e imparable de la historia mundial, que se nos aparece como cada vez más unida y global. Al mismo tiempo, nuestra civilización ha adquirido los rasgos de una tecnarquía[16] cada vez más planetaria. Para esa tecnarquía, la humanidad se ha convertido en un medio, en una materia prima que ha iniciado un trayecto desconocido e irreconocible, sin punto de llegada. El cambio tecnocientífico contribuye a destruir toda noción de estabilidad social o política, el mundo se transforma a una velocidad acelerada, se deshace, convierte en obsoletas sus propias novedades cuando apenas empezamos a adaptarnos a algunas de sus innovaciones. El miedo a la aniquilación atómica hizo, durante la segunda mitad del siglo veinte, perder de vista otras posibilidades embrionarias del desarrollo tecnológico y social que en las primeras décadas del siglo XXI se han acentuado velozmente.

La civilización planetaria ha sido presa del vértigo, se ha acelerado exponencialmente, mientras que el Prometeo desencadenado que es el ser humano de estos tiempos sigue siendo incapaz de dotarse de una conciencia planetaria.

Como señala Stanislaw Lem en una de sus novelas más interesantes: «la política considera al globo exactamente como lo hizo en los siglos precedentes (aunque ahora se incluye el espacio translunar): como un tablero de ajedrez para librar contiendas. Pero durante todo el tiempo ese tablero viene cambiando subrepticiamente; ya no es un terreno estacionario, un cimiento, sino una balsa a flote y deshaciéndose bajo los golpes de corrientes invisibles que la llevan en una dirección en la que nadie había estado mirando«[17] .

La era de los Estados nacionales está llegando a su término porque se han convertido en insuficientes y excesivos al mismo tiempo. «… Si el Estado-nación ha obtenido fuerza bastante como para destruir masivamente hombres y sociedades, se ha hecho demasiado pequeño para ocuparse de los grandes problemas que se han convertido en planetarios, mientras que se ha hecho demasiado grande para ocuparse de los problemas singulares, concretos de sus ciudadanos«[18]. Los grandes problemas se han vuelto mundiales: la crisis ecológica, el crecimiento demográfico, el control de las armas nucleares, la depauperación de grandes masas de seres humanos, el gobierno de la cooperación económica.

Sin embargo, la única conducción de ese proceso impetuoso de mundialización procede de las tecno-burocracias gobernantes. Las oligarquías son un gran peligro para el imaginario democrático de la sociedad occidental. En la Unión Europea vivimos de una manera evidente tal amenaza: las instituciones carentes de control democrático, la autonomía de los Bancos Centrales frente al control democrático y, también, por encima de los gobiernos nacionales. La tecno-burocracia neoliberal solo concibe una supra-nacionalización antidemocrática arrastrada por la aceleración planetaria y gobernada por el vértigo.

Los procesos de mundialización y de internacionalización social, económica, cultural y política van acompañados, sin embargo, de persistentes tendencias a la desintegración, a la disgregación, a la balcanización.  Seguimos lejos de profundizar en lo que Fernando Savater denominó «universalidad de las raíces«. «Nuestra humanidad común es necesaria para caracterizar lo verdaderamente único e irrepetible de nuestra condición, mientras que nuestra diversidad cultural es accidental[19].

Una conciencia planetaria solo puede emerger de una nueva forma de mirarnos a nosotros mismos y a la sociedad en que vivimos. Podríamos afirmar con Kostas Axelos que «los técnicos no hacen sino transformar al mundo de diferentes maneras en la indiferencia universalizada; se trata ahora de pensarlo y de interpretar las transformaciones en profundidad, captando y experimentando la diferencia que une el ser con la nada«[20].

La iluminadora obra de Edgar Morin nos recuerda constantemente que deberíamos acostumbrarnos a pensar el actual sistema mundial como una realidad que no puede continuar mucho tiempo en su forma actual sin llevarnos a una catástrofe humana, social y ecológica planetaria.

Propuesta de un pensamiento distópico

El reto de un pensamiento complejo, distópico y renovador es una exigencia actual. La impotencia humana para abordar los nuevos problemas procede de la carencia de un pensamiento democrático complejo capaz de repensar propuestas liberadoras en un contexto contradictorio y simultáneo de orden y desorden, de organización y de crisis.

La crisis de identidad de la izquierda forma parte del escenario. La izquierda ha sido tan incapaz como los conservadores y neoliberales de ver en qué y hacia dónde se transformaba el mundo. ¿Puede el socialismo seguir siendo, como lo fue en el pasado, referencia para el movimiento real que quiere transformar el mundo?

Es preciso reconocer que el socialismo se ha alimentado simultáneamente de dos tradiciones muy diferentes, entre las cuales existe una línea divisoria mucho más profunda que la que ha separado, por ejemplo, a reformistas y revolucionarios.

En una orilla se encuentra la tradición mayoritaria. Se trata de un socialismo que tiene naturaleza utópica y sustancia estatalista; profetiza una sociedad nueva capaz de eliminar todas las contradicciones; se identifica con el Estado, ya sea con el existente o con un nuevo Estado. El sueño de un orden total desde arriba, la esperanza de un hombre nuevo y la fe en un Estado justo son elementos notorios del estatalismo socialista y de su utopismo.

Enfrente encontramos, también, una tradición minoritaria en el socialismo, que renuncia al sueño utópico, se fundamenta en una crítica radical de la sociedad existente, desenmascara la injusticia del orden burgués en nombre de valores ético-políticos como libertad, igualdad y solidaridad y forma parte de movimientos sociales transformadores «desde abajo«. Representa, al mismo tiempo, la tradición antitotalitaria de la izquierda. Para esa izquierda, como decía Albert Camus, todos los verdugos son de la misma familia. Ese socialismo libertario y rebelde, en cuanto crítico de la sociedad, no aspira a construir una sociedad mejor que los hombres y las mujeres que la componen, sino a transformar la sociedad existente a partir de los seres humanos tal y como son.

Desde las ruinas de un pensamiento socialista de vertientes utópicas y estatalistas se puede percibir claramente la necesidad de volver a retomar las preguntas originarias para reconstituir una nueva síntesis distópica, que de alguna manera es heredera lúcida de la búsqueda de ese «movimiento real que destruye el estado de cosas existente«.

La idea socialista solo puede recuperar vida si se transforma radicalmente. Más allá de cualquier denominación cosificadora, lo importante de la herencia del socialismo, así entendido, es que ayude a dar forma a una propuesta democratizadora y antioligárquica, que no se limita a las instituciones políticas, sino que se extiende a las organizaciones económicas y sociales en su conjunto.

Una propuesta instituyente solo puede surgir de un nuevo movimiento social Las instituciones democráticas son consustancialmente frágiles porque solo adquieren vitalidad como resultado de un impulso de la propia sociedad. La democracia es una forma política dinámica, su imaginario solo es activo mientras se extiende. Por ello, la única alternativa a una quiebra indeseable de las limitadas democracias electorales es su desarrollo y radicalización democrática en un sentido antioligárquico.

Frente a la linealidad de la racionalidad moderna y frente al sueño utópico se encuentra una ética pública y una nueva política. Nos apoyaremos en pensadores como Castoriadis, que han mostrado que la historia debe ser entendida como un proceso permanente de construcción humana. Estaremos de acuerdo con Negri, al menos en eso, en que el poder constituyente es la forma política de la distopía, afirmando que esa complejidad filosófico-política y ética emergente también admite el nombre de democracia, en su sentido constituyente frente a lo constituido[21].

El pensamiento distópico emergente aparece como consciencia organizante de la complejidad que ha renunciado a ofrecer proyectos terminados de ordenamiento social. Una distopía constitutiva, distopía en acción, forma de una nueva alianza entre la historia de los hombres, la historia de las sociedades y la aventura del conocimiento[22].

La historia humana debería hacernos aprehender una verdad profunda: la forma de las cosas por venir está determinada por circunstancias de las que hoy no tenemos conocimiento, por lo que es imprevisible. No existe un futuro, sino futuros posibles, algunos probables, otros deseables, algunos terribles. «Sin que exista por ello certidumbre, ni siquiera probabilidad, hay posibilidad de un porvenir mejor«[23].

No se trata de recrear una nueva utopía, ni mucho menos de intentar sostener viejas ilusiones, sino de afrontar los retos del destino histórico con los instrumentos de un pensamiento emancipador y de un proyecto ético al mismo tiempo consciente de sus raíces históricas y abierto radicalmente a la emergencia de lo nuevo.

NOTAS

[1] La utopía relativa es la que corresponde para Mannheim a una determinada fase histórica y es considerada como irrealizable desde el punto de vista del orden social ya existente y establecido. Puede definirse como lo que aún no es, pero se realizará en la siguiente fase de la historia. Mannheim contraponía utopía a ideología, siendo esta última la propia de la visión dominante en una época. Significativamente, para Mannheim la elaboración utópica era una misión de los intelectuales.  Ver Mannheim, Karl.; Ideología y utopía (1929), Madrid, Aguilar, 1973.

[2] Es cierto, como decía Emil Cioran, que la lectura de los textos utópicos muestra a la sociedad como una idea navegando en medio de un océano sin referencias (Cioran, E. M.; Historia y utopía, Barcelona, Tusquets. 1988).

[3] Skklar, Judith N.; Sobre la utopía, Página indómita, 2021, p. 56.

[4] Camus, A.; El hombre rebelde, en Obras, volumen 3, Madrid, Alianza, 1996, p.246.

[5] Sáenz, Luis M.; «Morin, Negri y la liberación de la utopía» en Iniciativa Socialista, nº 26, 1993.

[6] Bloch, E.; El principio esperanza, Madrid, Aguilar, 1997, 1980.

[7] Neussüss, A.; Utopía, Barcelona, Barral editores, 1971.

[8] Citado por Nove, A.; La economía del socialismo factible, Madrid, Siglo XXI, 1987.

[9] Thompson, E. M.; «Notes on exterminism, the last stage of civilization», New Left Review, nº 121, 1980.

[10] El más ilustre antecedente de la literatura antiutópica tal vez pueda encontrarse en la misantropía de la mirada de Jonathan Swift, en su obra maestra Los viajes de Gulliver.

[11] Núñez Ladevéze, L.; Utopía y realidad, Madrid, Ediciones del Centro, 1976.

[12] Espinosa, M.; Escuela de mandarines, Los libros de la Frontera, 1974, p. 394.

[13] Warren Wagar, W.; Breve historia del futuro, Madrid, Cátedra, 1991.

[14] Renouvier, Charles; Ucronía. La utopía en la historia, Buenos Aires, Losada, 1945.

[15] Morin, E. y Kern, A. B. (1993), Tierra-Patria, Barcelona, Kairós, 1993, p. 205 y ss.

[16] Tomo el término de Capanna, P.; La tecnarquía, Barral, Barcelona, 1973.

[17] Lem, S.; La voz de su amo, Madrid, Edhasa, 1989, p. 173.

[18] Morin y Kern, op. cit., p.142.

[19] Savater, F.; El valor de educar, Madrid, Ariel, 1997, p.161.

[20] Axelos, K.; El pensamiento planetario, Caracas, Monte Ávila, 1969, p. 161.

[21] Negri, A.; El poder constituyente, Madrid, Ediciones Libertarias, 1994.

[22] Prigogine, I. y Stengers, I.; La nueva alianza, Madrid, Alianza, 1990.

[23] Morin y Kern, op. cit,, p. 229.

 

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