Artículo publicado en Iniciativa Socialista número 39, abril 1996. Forma parte del libro La izquierda a la intemperie.
Bien se conoce por el movimiento
que puede más la huida que la busca
Claudio Rodríguez
I
El aspecto existencial del debate sobre el comunismo (¿deben mantenerse o autodisolverse los partidos comunistas?) no tiene para mí ningún interés: asunto suyo es. En cuanto a la posibilidad de un pensamiento coherente y relevante que atribuya al término comunismo un significado teórico radical muy diferente a lo que políticamente significa en el mundo actual, me parece evidente, y trabajos como los de Toni Negri dan prueba de ello. Pero lo aquí se interroga es qué sentido podría tener una reivindicación política nominal o histórica del comunismo para un proyecto de izquierda, qué función podría jugar una identidad política comunista en una estrategia social emancipadora, qué papel efectivo tiene o puede tener la tradición política comunista en la acción práctica del movimiento obrero y de otros colectivos sociales en los que pueda arraigar un proyecto socialista.
Para la mayoría de la gente, decir comunismo significa algo que se identifica con ciertos partidos, con ciertas prácticas, con ciertas doctrinas, con ciertos regímenes políticos. Pues bien, ese algo, en tanto que identidad y proyecto políticos, no tiene prácticamente nada que aportar al esfuerzo emancipador. Por otra parte, carece de sentido político y de posibilidades prácticas de éxito el dedicar un precioso esfuerzo tratando de demostrar a millones de personas que el comunismo real conocido, un régimen totalitario y tiránico allá donde ha logrado gobernar, no es el verdadero comunismo.
Sin negar u olvidar las aportaciones positivas, muchas veces heroicas, hechas por militantes o partidos comunistas a la organización del movmiento obrero o a la lucha contra el fascismo en diversos países capitalistas, un balance serio del movimiento comunista pasa ineludiblemente por la comprensión de lo ocurrido allá donde alcanzó el poder.
Todos los regírnenes «comunistas», ya fueran originados a partir de verdaderas revoluciones populares o impuestos desde fuera, han tenido como rasgos comunes la represión de toda oposición -cuando no el terror masivo-, la reducción de la población a sujeto pasivo desarticulado, la identificación Partido-Estado, la supresión de cualquier espacio social autónomo respecto al Estado, el monopolio del poder, el ferreo control del «pensamiento» y el establecimiento de grandes privilegios en favor de los detentadores del mando. El comunismo oficial, al que podemos llamar genéricamente estalinismo, ha sido una enorme máquina de opresión, explotación, engaño y violencia. A condición de no olvidar la especifidad histórica y genética del fenómeno estalinista, podemos considerar esencialmente correcta la descripción hecha por Dario Renzi: «El estalinismo es una forma del totalitarismo típico de la política burguesa, una manifestación, contradictoria pero orgánica, del sistema imperialista. Lo es por su estatalismo feroz, por su manera instrumental y engañosa de actuar, por su disimulado verticismo, por su burocratismo gris y prepotente. Pero el estalinismo es algo más: un estilo de vida que, tras la cortina de humo (o de hierro) del populismo y del obrerismo, oculta un desprecio infinito y una incomprensión absoluta por los pueblos y los trabajadores, por las mujeres y la juventud». La izquierda del siglo XXI no puede construirse -y no merece la pena que se construya- si no rechaza radicalmente esa tradición, una tradición de opresión y explotación, de oscurantismo y de autoritarismo.
II
A partir de 1989, el bloque del Este se derrumba por la agravación de sus propias contradicciones íntemas y por la exarcebacíón del malestar y de la protesta de la población. Allá donde el comunismo aún gobierna (China, Cuba, Vietnam), trata de evolucionar hacia una nueva combinación de capitalismo con totalitarismo.
Los resultados electorales del último período en los países del Este de Europa han suscitado el tópico de que «vuelve el comunismo». Pero la crisis de 1989 no fue algo ocasional, tras lo que pueda producirse el retorno de lo mismo, aunque sí, en algunos casos, el retorno o permanencia de los mismos.
A consecuencia del estancamiento y fracaso parcial de las revoluciones democráticas, con la consiguiente crisis y decepción social, crece la presencia en la escena política de los «ex-comunistas». Pero ese regreso no da muestra de la vitalidad política y de la continuidad del comunismo, sino del pragmatismo y camaleonismo de los viejos grupos dirigentes, dispuestos a cualquier cosa con tal de seguir mandando. Con ese objetivo, lejos de seguir una evolución común, los «ex-comunistas» toman caminos muy diversos, a veces antagónicos.
Si en Rusia casi la totalidad de la «clase política» procede del PCUS, abarcando todos los matices del espectro político, menos el de una izquierda democrática prácticamente inexistente, el proceso de cambio de identidad afecta a casi todos los grupos derivados de los viejos aparatos comunistas del Este.
Así, los ex-comunistas de Polonia y Hungría han ganado elecciones y gobiernan desde una identidad socialdemócrata (dentro de las tradiciones más conservadoras de la II Internacional). EL PDS alemán habría tenido una evolución idéntica si el espacio socialdemócrata no estuviera ya ocupado por el SDP, lo que le mantiene por ahora en una zona ambigua en la que se combinan rasgos socialdemócratas, estalinistas y elementos de cierto tipo de nueva izquierda. Estos y algunos otros ejemplos (la Izquierda Democrática en Eslovaquia, por ejemplo) constituyen el rostro más progresista, civilizado, de la evolución de los poscomunistas en el Este, pero, desde luego, no puede decirse que estén contribuyendo a la formación de una nueva izquierda para el siglo XXI en mayor medida que lo haga una socialdemocracia tradicional que, para su reconstrucción en el Este, ha preferido apoyarse sobre aparatos postocmunistas más o menos experimentados en el ejercicio del poder y poco apegados a principios políticos, antes que hacerlo sobre los pocos y abnegados exponentes de la vieja oposición socialista.
Otros líderes políticos de procedencia comunista han buscado hacerse un lugar en la comunidad internacional bajo una identidad pro-occidental de signo conservador, pero evolucionan por un camino de afirmacíón de tendencias ultranacionalistas, expansionistas y autoritarias. Ese es el caso de Boris Yeltsin en Rusia y de Tudjman en Croacia, respectivos responsables de la intervención brutal en Chechenia y de operaciones de limpieza étnica. Más a la derecha aún, se encuentran los que han evolucionado hacia la extrema-derecha y un nacionalismo aún más agresivo y expansionista. Algunos han adoptado directamente y sin tapujos esas identidades, y otros las hacen convivir con máscaras socialistas. Este sería el caso del Partido Socialista Serbio (Milosevic) y del Partido Comunista de la Federación Rusa (Zyuganov). Considerar a estos partidos como de izquierda sería tan insensato como creer que el nazismo, por definirse como nacional-socialista, tenía algo que ver con el socialismo, aunque el pragmatismo al que hice referencia anteriormente puede provocar en estas formaciones profundas oscilaciones que les aproximen o acerquen de sus amigos abiertamente fascistas.
El caso del Partido Socialista Serbío es sobradamente conocido -aunque no siempre reconocido- por su responsabilidad principal en el genocidio bosnio y el régimen de excepción contra la mayoría albanesa de Kosovo. En cuanto al PCFR es un híbrido que mezcla doctrinas estalinistas, nostalgias por el imperio ruso, demagogia «obrerista», proximidades con la iglesia ortodoxa, elogios de la filosofía política de los pensadores monárquicos, anexionismo, antisemitismo, militarismo, alianzas con fuerzas de extrema derecha y ultraconservadoras…
Por tanto, allá donde dominaba, el comunismo ha estallado en múltiples pedazos, en ningún caso más progresistas que la socialdemocracia y en muchos de ellos abiertamente ultrareaccionarios. Ese proceso no expresa «una traición» al comunismo, sino que es la consecuencia última del carácter propio del fenómeno estalinista.
III
El comunismo oficial ha jugado en los países capitalistas un papel algo diferente al que tuvo y tiene donde alcanzó el poder. Alejados del mando, apoyándose muchas veces en valiosos y decididos activistas del movimiento obrero, los partidos comunistas han jugado en determinadas situaciones defensivas papeles positivos, aunque en otras muchas ocasiones han cometido traiciones escandalosas y aventuras liquidadoras. En todo caso, su dependencia de la tradición y del proyecto estratégico estalinista ha marcado profundamente el funcionamiento interno de los partidos comunistas, su ideología y sus relaciones con el resto de la izquierda y con el movimiento obrero, y les ha incapacitado esencialmente para ser un instrumento estable de los grupos sociales subalternos y vehículo de un proyecto político emancipador.
Los acontecimientos de 1989 podrían haber sido ocasión para una reflexión y una evolución en el seno de los partidos comunistas, que les llevase a una ruptura tajante, definitiva, con la tradición estalinista. Sin embargo, ese tipo de reflexión, que irnpondría un cambio de identidad, no fue realizada, salvo en casos como el italiano, donde existía un espacio socialdemócrata ocupable, o, más cercano, en el caso del grupo dirigente de Iniciativa per Catalunya procedente del comunista PSUC, que evolucionan hacia alguna forma de izquierda de rasgos aún no definidos.
Hoy, los partidos comunistas occidentales deben ser considerados como parte de la izquierda -a diferencia de lo que ocurría y ocurre con sus homólogos dominantes en los «estados socialistas»- pero también como incapaces de constituir la columna vertebral de la izquierda, de aportar una estrategia de lucha socialista real, de transformarse en bloque en una izquierda de nuevo tipo o de disputar a la socialdemocracia la hegemonía en la izquierda social. Esa incapacidad alternativa se expresa en su tenaz apego al faro de La Habana o de los «camaradas chinos», en un repliegue nacionalista, en su anclaje como «fuerzas del 10%» sin expectativas de despegue electoral significativo y en el desgaste de su capacidad de movilización social y de su influencia en el movimiento obrero organizado, que, a nivel internacional, se agrupa ya en un porcentaje altísimo en la CIOSL, fracasada la aventura burocrática de aquella Federación Mundial que giraba en torno a «sindicatos» de Estado verticales.
Algunos de los partidos comunistas occidentales mantienen una política de colaboración de la izquierda (Francia, Portugal, incluso Italia) y conservan lazos con la realidad social, lo que les permite seguir jugando un papel político significativo, aunque subordinado, pero otros reaccionan a su crisis con teorías y prácticas calcadas del llamado «tercer período» estalinista (la catarsis griega, las dos orillas en España), lo que sólo lleva hacia la marginación y el aislamiento.
IV
No sería justo ignorar al otro comunismo, al de la oposición antiestalinista o al que propone un retorno a Lenin o a Marx sin asumir la tradición del comunismo oficial o estalinismo.
El patrimonio teórico o moral de las tradiciones antiestalinistas (trotskysmo, «tercera vía», socialismo libertario, comunismo de izquierda, luxemburguismo, etc.) no es despreciable, y algunos de los que nos hemos formado políticamente en ellas nos sentimos profundamente ligados a esa historia, intelectual y emotivamente.
Sin embargo, el comunismo antiestalinista, como proyecto político y organizativo, también ha fracasado. Negarlo sólo lleva a prolongar una larga agonía y agotarse en aventuras sectarias, cuando no a paradójicas formas de capitulación ante los restos de un estalinismo que en algunos lugares atrae a ciertos sectores de la izquierda antes antiestalinista, por medio de un «canto de sirena» extremista, aunque no efectivamente radical sino sectario y estéril.
Lo único que, a estas alturas de siglo, podría haber legítímado la identidad política comunista antiestalinista como proyecto viable y capaz de crear una estrategia emancipadora efectiva habría sido el dirigir la lucha contra el estalinismo y haber jugado, al menos, un papel determinante en las revoluciones de 1989. No fue así ni podía serlo. En primer lugar, porque la oposición de izquierda comunista había sido ya derrotada, físicamente eliminada, durante los años treinta. En segundo lugar, porque los continuadores de esa oposición mantuvieron una relación dogmática con el pasado, lo que implicó frecuentes posiciones políticas desastrosas en torno a la consideración de los «estados socialistas» y de los movimientos oposicionales en su seno, a la cuestión de la democracia y de los derechos humanos universales, a la relación entre partidos políticos y clases sociales, o al llamado ·centralismo democrático» y la relación entre individuo y partido.
Más inconsistente aún resultaría la pretensión de dar un salto de ochenta o de cien años para asentar un proyecto político comunista de masas en Lenin o en Marx. Ese tipo de operaciones son políticamente imposibles, ajenas al comportarniento real de la sociedad, pero tampoco serían deseables. En el caso de la referencia «leninista», porque, siendo a mi entender reivindicable el octubre de 1917 como culminación formidable de una evolución revolucionaria de obreros, campesinos y soldados, no lo es ya la actuación política global de los gobiernos bolcheviques bajo la dirección de Lenin, cuyo curso antidemocrático y, en muchos casos, terrorista y elitista, no es ajeno al posterior triunfo del estalinismo sobre el bolchevismo (sobre esto, debe repasarse la contundente -y en nada antibolchevique- obra de Samuel Farber, Before Stalinism. The Ríse and Fall of Soviet Democracy, Polity Press, 1990).
En cuanto a Marx, El Capital sigue siendo sustento imprescindible de toda reflexión crítica sobre la sociedad moderna, no cómo «método» sino precisamente en tanto que obra sustantiva de plena actualidad. Pero pretender que esa referencia a Marx puede ser la seña de identidad constituyente de un movimiento político comunista es una ingenuidad, un repliegue del mundo de la acción política al mundo de la ilusión teoricista. No hubo ningún movimiento específícamente comunista de masas que derivase directamente del esfuerzo teórico y político de Marx, más allá de referencias ocasionales y del título de un Manifiesto, dirigido, ante todo, contra los «socialismos» utópicos y elitistas. El esfuerzo de Marx y Engels, junto al de otros muchos pioneros del socialismo y del sindicalismo de clase, puso los cimientos de los primeros grandes partidos obreros obreros socialdemócratas y su Internacional. La escisión política del movimiento obrero en socialismo y comunismo es posterior, y sólo puede ser pensada en su realidad concreta. Rebuscar entre los escritos de Marx alguna cita que prefigure la posterior escisión o defina una identidad comunista distinta de la identidad general socialista no es una forma seria de plantearse los problemas de la izquierda, y menos aún lo sería ponerse hablar de «fases» sobre las que nadie puede decir nada que signifique algo.
Desde el punto de vista de la política de masas la tradición comunista comienza en 1917/1918, y desde hace ya mucho tiempo la única tradición comunista efectiva -esto es, con influencia política- es la estalinista. Podría haber sido de otra manera, y nuestro Partido Obrero de Unificación Marxista fue una de las mejores oportunidades. Pero, muy posiblemente, el estrangulamiento de la Revolución Española y el exterminio de la Oposición Rusa en los campos de Vorkuta o Magadan significaron el final del ciclo histórico en el que un comunismo antiestalinista, como corriente política, podía jugar un papel histórico emancipador. Otra cosa es el papel inspirador y aleccionador que la obra teórica y práctica de Lenin, Trotsky, Rosa, Serge, Gramsci o Pannekoek, junto a la de Kautsky, Martov o «el renegado» Bernstein, puede seguir teniendo, parcialmente, para la gente de izquierda. Todos ellos, con sus aciertos y errores, pertenecen al patrimonio del socialismo, conforman su gran historia, a diferencia depersonajes siniestros como Stalin o Noske, de los que nada hay que aprender salvo la perfidia.
V
¿Qué espacios reales quedan, en términos generales, para la izquierda? Creo que la realidad es demasiado rica para ser calculada, y siempre está llena de sorpresas y novedades, dando lugar a fenómenos nuevos como el zapatismo en México. Por ello, sobre perspectivas debe hablarse más bien a corto plazo y de forma aproximada, tratando más de encontrar herramientas de acción sobre el presente que de pronosticar con exactitud el futuro.
Hay, al menos en Europa Occidental, un espacio principal y mayoritario ocupado por la socialdemocracia, y eso no parece que vaya a cambiar sustancialmente a corto plazo.
La socialdemocracia ha fracasado en tanto que fuerza crítica de la dominación social capitalista, a la que se ha adaptado orgánicamente. La socialdemocracia ha derivado hacia organizaciones elitistas, burocráticas, en la que la clase trabajadora y otros grupos sociales subalternos o discriminados pueden llegar a ver un instrumento parcial de defensa frente a la derecha, pero que ya no son la organización de los abajo creada por los de abajo. La socialdemocracia ha sido y es con frecuencia una herramienta de consolidación de las formas de dominación de los menos sobre los más, y su historial no está limpio de confrontaciones con el movimiento obrero ni de crímenes. Pero, a diferencia del estalinismo, es obvio que sigue siendo un fenómeno político de masas y la principal referencia para la mayoría de la izquierda social, que no la identifica con regímenes totalitarios sino con ciertos niveles de protección social y de libertad política.
Sin embargo, existe otro espacio político en la izquierda occidental. Un espacio con una influencia menor que la de la socialdemocracia, pero que puede jugar un papel político importante, al menos en los países de la Comunidad Europea. Un espacio que puede ocuparse desde fuera de la socialdemocracia en unos casos (quizá España sea uno de ellos, pero eso está aún por demostrar tras el fracaso de Izquierda Unida) o en su interior en otros, como «ala izquierda» con actividad política pública y autónoma (por ejemplo, no parece que puedan ni deban prosperar las aventuras que tratan de escindir el Partido Laborista, como la del neoestalinista SLP de Scargill). Me refiero a una nueva izquierda colocada, valga la redundancia, más a la izquierda que la socialdemocracia, sin los lazos orgánicos que unen a ésta con el poder capitalista. Debería ser una izquierda plural, ella misma surcada por diversas corrientes, antiburocrática, con cierto espíritu libertario, ajena a todo neocomunismo disfrazado, basada en la libre acción de cada individuo y no en normas disciplinarias de ningún tipo, con el aparato necesario para cumplir adecuadamente las tareas de representación institucional que la sociedad le otorgue pero sustentada en lo demás sobre la actividad voluntaria no profesional. Una izquierda sensible a las tradiciones del movimiento obrero y del socialismo, a la enorme transformación social protagonizada por los esfuerzos emancipatorios de las mujeres, a la primacía estratégica de la democracia y de los derechos humanos, al internacionalismo y a la solidaridad, a la conciencia de las amenazas que pesan sobre el ecosistema, a la afirmación de la irrepetible individualidad de cada persona.
Este tipo de izquierda deberá escapar de toda tentación de «monopolio», y combinar inteligentemente la crítica frente a la socialdemocracia -lo que en muchos casos puede y debe incluir acciones prácticas de lucha, junto a sindicatos y otras asociaciones, cuando aquella aplique o apoye políticas no progresistas de signo liberista, antisindical, racista. autoritario, etc.- con los acuerdos y la colaboración del conjunto de la izquierda frente a la derecha conservadora, incluyendo la posibilidad de convergencias electorales o post-electorales bajo diversas fórmulas. Una izquierda que no trace planos sociales para dentro de cien años sino que, efectivamente, se comprometa con la transformación de lo existente, ahora. Una izquierda que, de verdad, decida, en la medida de sus fuerzas, sin duda, pero sin desperdiciar éstas en espectáculos de circo. Una izquierda radical, anticapitalista, democrática, sí, pero no extremista o vociferante, pues esos «jacobinos de día, cortesanos de noche» que tanto proliferan últimamente son globos condenados a reventar.