Revista Trasversales, 44, junio 2018. Con leves modificaciones y el añadido final de unas sucintas referencias bibliográficas, este es el texto, traducido del catalán, con el que su autor participó en la jornada de homenaje a Albert Camus, celebrada el día 19 de abril del presente año en la Biblioteca Gòtic-Andreu Nin de Barcelona.
Como es sabido, se dispone de una copiosa bibliografía sobre A. Camus y sobre su obra, así como sobre su trayectoria personal de resistente durante la ocupación nazi de Francia, o también como intelectual antifascista comprometido sin fisuras en la defensa de los derrotados republicanos españoles1, o como figura destacada de las corrientes existencialistas de la post-guerra o, en fin, como persona de sentimientos dramáticamente desgarrados ante el conflicto franco-argelino.
No obstante, hay un aspecto del recorrido del escritor que, pese a no ser ignorado, tan sólo desde hace relativamente pocos años viene siendo objeto de atención específica -digo específica-, aunque ciertamente no siempre de modo afortunado2.
Me refiero a la estrecha relación que mantuvo Camus con el movimiento libertario. Creo que en el acto de homenaje que nos ha reunido hoy aquí no estaría fuera de lugar esbozar, ni que sea de manera superficial, algunos, tan sólo algunos, de los elementos que justifican hablar de semejante relación en términos nada ficticios o forzados, dado que, lejos de tratarse de un episodio efímero en su trayectoria, fue una relación profunda destinada a perdurar hasta el final de su vida.
Mucho antes de afirmar literalmente que “Bakunin está vivo dentro de mí” (en carta a Gaston Leval), o que la tradición del sindicalismo revolucionario había sido una de las fuentes inspiradoras de El hombre rebelde, la aproximación de Camus al pensamiento libertario había estado precedida por un conjunto de experiencias personales interpretadas políticamente sin conexión directa con ese pensamiento.
En tal sentido, pueden mencionarse algunos hechos significativos: la revuelta de los mineros asturianos de 1934, la expulsión del joven Camus de la sección argelina del Partido Comunista Francés (en la que militó durante dos años: 1935-1937) motivada por su desacuerdo con la política descarnadamente colonialista del gobierno del Frente Popular, la frecuentación en Orán de los medios de exiliados españoles o el descubrimiento de la explotación de que era víctima la población bereber de la región de la Kabilia, explotación que describió en términos muy severos en una serie de artículos publicados en el diario Alger Républicaine (1939), en los que no dejó de señalar que los kabileños “han vivido bajo las leyes de una democracia más total que la nuestra” en la medida que a nivel local se ha inspirado en principios federativos dignos de toda atención.
Abro un breve paréntesis. Puede conjeturarse que fue en esta primera etapa de vivencias donde, junto a sus orígenes familiares, se encuentra la génesis de la doble fidelidad mantenida por Camus a lo largo de toda su vida. En sus propias palabras: “Existe la belleza y existen los humillados. Sean cuales fueren las dificultades que la empresa pueda representar, nunca habría de ser infiel ni a los segundos ni a la primera.” Cierro el paréntesis.
Me detengo ahora a comentar un aspecto que acaso en el intento de minimizar o -peor- negligir la identificación de Camus con la ideología libertaria, ha sido objeto de sorprendente descuido por parte de alguno de sus biógrafos más solventes y documentados (H. Lottman y O. Todd). Así, por ejemplo, han sido necesarias las recientes aportaciones de Lou Marin3 para llegar a calibrar en todo su alcance la importancia decisiva que desempeñaron dos figuras femeninas en el camino del escritor hacia el conocimiento del pensamiento y de la acción anarquistas: Rirette Maîtrejean y Simone Weil. Anotemos incidentalmente que el hecho no deja de resultar significativo dado que desmiente la malévola opinión de Simone de Beauvoir relativa a un Camus incapaz de valorar en las mujeres cualidades que no estuvieran asociadas a la condición de objeto sexual a depredar.
R. Maîtrejean era una anarquista francesa, antigua compañera de Victor Serge. En la época que trabó amistad con Camus, tenía 53 años (el escritor, 27) y ejercía de correctora en el periódico Paris-Soir, del que el propio Camus era secretario de redacción. Cuando se produjo la ocupación alemana, el grueso del equipo del diario emprendió el éxodo de la capital, primero hacia Clermont-Ferrand y después hacia Lyon. Camus y Maîtrejean anudaron a partir de esa experiencia compartida una relación duradera.
Fue R. Maîtrejean quien en la década de los cincuenta pondrá a Camus en contacto con algunos de los nombres más activos del sindicalismo revolucionario, así como del marxismo herético asumido por los impulsores de Révolution Prolétarienne. Anoto desordenadamente algunos de tales nombres: Alfred Rosmer, Pierre Monatte, André Proudhommeaux, Lois Lecoin, Daniel Martinet y Maurice Joyeux.
Cabe precisar que, contrariamente a J-P Sartre, quien jamás escribirá una sola línea en publicaciones libertarias, la colaboración de Camus en revistas y periódicos de tal tendencia fue constante, como lo fue su participación en mítines y conferencias organizados por los anarquistas españoles. De hecho, seis días antes del fatal accidente que le costó la vida, Camus había sido entrevistado, en lo que puede considerarse su último acto político, por la bonaerense revista anarquista Reconstruir.
En cuanto a S. Weil, puede afirmarse que Camus llegó a comprender la importancia y el valor del pensamiento de Proudhon gracias a ella. Weil fue una escritora y filósofa de trayectoria y obra muy singulares. Participó en la Guerra Civil española (Columna Durruti, frente de Aragón) y falleció en Londres en 1943, a los treinta y cuatro años, integrada en la “Francia Libre”, una organización resistente creada en el exilio por el general De Gaulle.
La influencia ejercida sobre Camus por el pensamiento político y social de Weil, que se definía a sí misma como una “herética en relación a todas las ortodoxias”, fue considerable. R. Quillot, responsable de la edición de las obras completas de Camus en la colección “La Pléiade” de Gallimard, ha señalado que “la simpatía que (S.Weil) despertaba en Camus contribuyó a acercarlo a los medios sindicalistas-revolucionarios en los cuales ella venía moviéndose desde hacía mucho tiempo y donde él reencontró una idéntica llama intransigente”.
En S. Weil, Camus admiraba, por encima de todo, la capacidad para anudar teoría y praxis, sacrificando la propia vida personal en aras -vía anarco-sindicalista- del proyecto emancipatorio. Por otra parte, el escritor compartía la perspectiva desde la que Weil abordaba cuestiones como la del pacifismo (tanto para ella como para Camus, Gandhi era una figura merecedora de alto respeto), la de las aporías ocasionadas por la permanente tensión entre libertad, igualdad y justicia o, muy en particular, la de la violencia revolucionaria, una cuestión muy trabajada en el seno de los ambientes libertarios y sobre la que Camus no dejó nunca de reflexionar desde el presupuesto, central en su ensayo El hombre rebelde, de que la violencia es inevitable, pero a condición de someterla a una auto-limitación sin la cual queda deslegitimada.
Subrayar este último aspecto es el motivo que, justamente, condujo a S. Weil a escribir una carta a G. Bernanos tras la publicación, en 1938, de Los grandes cementerios bajo la luna, una vehemente denuncia de la represión a la que procedieron los franquistas en Mallorca, donde el escritor residía en el momento de producirse el levantamiento militar. Vale decir que se trata de un testimonio ciertamente insólito viniendo de un autor monárquico y católico cuyo hijo era falangista. Weil se dirige a Bernanos para señalar que, sin llegar a alcanzar el horror de las masacres franquistas, en el campo republicano se estaban cometiendo igualmente crímenes que no podían más que ensombrecer la causa de la justicia y la igualdad por la cual luchaba la República. Fue A. Camus quien, en 1954, entregó a la revista Témoins la carta de Weil, cuyo contenido no dejó de suscitar indignación en los medios de ex-combatientes republicanos.
Un breve inciso. Por descontado, ni a Weil ni a Camus nunca se les hubiera ocurrido pronunciarse en relación a la violencia revolucionaria en los términos en que lo hizo Sartre en 1973: “A un régimen revolucionario le es necesario deshacerse de un cierto número de individuos que lo amenazan; no veo otro procedimiento que el de la muerte. Siempre es posible salir de la cárcel. Es probable que los revolucionarios de 1793 no mataran lo suficiente.”
Una prueba suplementaria de la admiración que despertaba en el escritor la figura y la obra de S. Weil la tenemos en el hecho de que, siendo director de la colección “Espoir” (Gallimard), hizo salir en la misma nada menos que siete libros de la escritora, entre ellos La condición obrera. Por otra parte, había estado preparando desde 1946 la edición de los escritos históricos y políticos de Weil (aparecerán en 1960, tras el fallecimiento de Camus). Acaso valga la pena señalar de modo accesorio que, de manera un tanto extraña, en el excelente prólogo que Paco Fernández Buey puso a la versión española de este importante conjunto de textos (Trotta, 2007), no se dice ni una palabra sobre el papel desempeñado por Camus en la preparación del volumen, ni tampoco, más ampliamente, sobre su pionera actividad en la difusión de las obras de Weil en Francia.
Emprendo la recta final de la presente intervención con un par de apuntes de intención más general; deseo creer que no serán por completo periféricos en relación a la cuestión que trato de abordar en ella.
V. Serge, en carta a P. Istrati, afirmaba que es necesario defender encarnizadamente la revolución, es decir, la causa de los hombres y del futuro, pero defenderla también contra sus propias enfermedades y contra aquellos que las mantienen. Una parte sustancial de las reservas políticas que con respecto a Camus todavía son advertibles en determinados ambientes de izquierda pueden atribuirse, con razonable seguridad, a la obstinación con la que denunció el papel mistificador de no pocos intelectuales de su tiempo, demasiado complacidos en mantener las enfermedades del proyecto emancipatorio mediante la distorsión de los hechos y la manipulación de la verdad, una verdad que, más que una virtud, él entendía como una pasión (de aquí, precisaba, que la verdad sea a menudo tan poco caritativa).
Camus siempre mostró un radical rechazo a la concepción instrumental de la verdad sostenida por Sartre, para quien la idea verdadera se encuentra en la acción eficaz. También en este extremo cercano a los postulados libertarios, el escritor poseía una aguda conciencia del daño inmenso que una concepción semejante ha podido llegar a hacer al proyecto emancipatorio, y ello en la medida que ha favorecido abrir las puertas al pragmatismo vulgar (según Antonio Machado, la religión natural de casi todos los canallas) con el que, frecuentemente, se ha pretendido -y se sigue pretendiendo- legitimar algunos de los episodios menos edificantes de la contemporaneidad.
Camus se aproximó al movimiento libertario y a algunas de las figuras del marxismo anti-autoritario convencido de poder encontrar claves interpretativas de la realidad pasada y presente menos apegadas al carácter fantasmagórico de unas deshumanizadas leyes de la Historia que, en la práctica, niegan la admirable capacidad creativa de un colectivo anónimo dispuesto a liberarse de la explotación económica y de la dominación política.
Puede conjeturarse que en esa aproximación también hubo el deseo de dar con personas provistas de una mayor dignidad humana y política de la que observaba en el grueso de los sofisticados ambientes de la frívola intelectualidad parisina filo-comunista (y en la época, eso quería decir filo-estalinista).
Más allá de su universal reconocimiento como brillante escritor, Camus pagó un alto precio (aislamiento, menosprecio, incomprensión…) por su reiterada negativa a convertirse en un compañero de viaje -uno más- del PCF, o por manifestar sin desmayo que es mala cosa aceptar que, por motivos de oportunidad, conviene a veces expulsar del debate político exigencias morales insorteables, una actitud que le ha valido ser etiquetado de forma recurrente de moralista burgués o de “anarquista sentimental” (T. Judd), al igual que sus posicionamientos relativos al conflicto franco-argelino le han valido ser considerado, en muestra de ignorancia y necedad difícilmente superables, una “figura tardía del imperialismo” (E. Said). No hay duda de que el “¡Ah sí, Camus, escribía bien, pero pensaba mal!” está destinado a tener todavía un dilatado recorrido.
Da igual. Para muchos lectores y lectoras, proseguirá siendo un autor que tiene derecho a ser leído prescindiendo de los comentaristas que nunca le perdonarán el hecho de que en relación a muchas de las realidades ignominiosas de su tiempo tuviera razón antes de hora al atreverse a señalar, sin equívoco alguno, que uno de los componentes esenciales de la resignación y de la servidumbre (según él, la auténtica pasión del siglo XX) ha sido la creencia de que el mal es el bien que no podemos comprender, una abstracción detestada por Camus con la misma intensidad con que lo han hecho no pocos sindicalistas revolucionarios y marxistas anti-autoritarios.
Notas
1.- Véanse al respecto los dos valiosos volúmenes editados por La Linterna Sorda (Madrid, 2013 y 2014).
2.- El delirante ensayo de M. Onfray, L´ordre libertaire. La vie philosophique d´Albert Camus (Flammarion, Paris, 2012) constituye una muestra representativa de ello.
3.- Por un ejemplo entre otras destacables, Lou Marin, Introducción a Albert Camus. Escritos libertarios, (Tusquets, Barcelona, 2014).