El problema militar de la revolución española (Juan Andrade, 1986)

Este texto fue publicado originalmente por Andrade con el seudónimo de Emilio Ruiz. Fue incluido en el libro Notas sobre la guerra civil (Ediciones Libertarias, 1986), publicado después de su fallecimiento. En dicha publicación se suprimieron todos los párrafos relativos al texto de Claudín que Andrade comenta. En esta edición digital reproducimos el texto original íntegro.

Con este título, la revista francesa Que faire? publicó (…) un extenso y notable artículo de Fernando Claudín (1), que es posible que no haya tenido muchos lectores españoles, por ser su publicación poco conocida en nuestros medios. Sin embargo, merece que se destaque porque es el primer estudio serio, a mi parecer, aparecido hasta ahora sobre tan importante cuestión. Lo es sobre todo porque no se trata exclusivamente de un análisis estrictamente dedicado a la estrategia, a las batallas libradas y al desarrollo de la situación de los frentes, sino sobre el problema político de la táctica empleada con respecto al Ejército en el período prerrevolucionario y a la forma de llevar la guerra durante la revolución.

Al proclamarse la República el 14 de abril de 1931, la casi totalidad del Ejército profesional y del aparato de represión decidió replegarse, permanecer neutro. El jefe más representativo de dichas fuerzas, el general Sanjurjo, director de la Guardia Civil, hizo sumisión a la República. De esta manera, toda la jerarquía militar más reaccionaria puso en práctica y logró su mayor deseo: conservar la unidad del Ejército y esperar su ocasión de operar. Incluso la Brigada Social de la Dirección de Seguridad mantuvo sus mandos, que después habrían de prestar tantos servicios a la conspiración. El gobierno republicano-socialista no quería tampoco quebrantar la homogeneidad de las fuerzas del orden, ante la politización y radicalización de masas obreras y campesinas. Desoía incluso las advertencias de algunos generales y oficiales, verdaderamente leales, sobre el peligro del mantenimiento de ese status quo en el Ejército.

Pocos meses después del 14 de abril surgió la sanjurjada, en Sevilla y la sublevación del cuartel de la Remonta de Madrid. La situación no estaba madura en aquel momento, los militares reaccionarios tenían todavía miedo y la clase obrera se movilizó con gran rapidez. A pesar de todo, el gobierno se vio obligado a tomar ciertas medidas represivas contra algunos militares. Pero era preciso, según él, mantener la intangibilidad del aparato militar. Como dice Claudín: «el ejército heredado de la monarquía permaneció intacto. Los gobiernos republicanos, con participación socialista, no adoptaron la menor medida para depurar a los oficiales reaccionarios. Las reformas ´modernas´ de Azaña sirvieron para reforzar a éstos últimos, por lo cual la amenaza militar quedó suspendida permanentemente, como una espada de Damocles».

Por otra parte, los partidos y sindicatos descuidaron el trabajo de zapa, de penetración en las filas del ejército y de organización de núcleos de subalternos y soldados. Concentraron principalmente su actividad en el exterior, los socialistas y el POUM en la organización de milicias y los anarcosindicalistas en la organización de comités de defensa. Aunque Claudín valoriza demasiado el trabajo hecho por el PCE ese camino, puede decirse que más que una labor real y efectiva, fue pura propaganda (lo que, por otra parte, no estaba mal), pero sin repercusión práctica porque los comunistas no tenían entonces peso para hacer semejante tarea.

Si bien, tanto las milicias socialistas y del POUM como los comités de defensa anarquistas, desempeñaron el papel fundamental en Madrid, Barcelona y Valencia en julio de 1936 para aplastar a los generales y oficiales felones y desmoralizar y dispersar a la tropa, fueron raros los casos en toda España de rebelión de los soldados contra sus propios jefes; por el contrario, en la marina, que estaba lejos por su situación de la influencia de los partidos y organizaciones obreras, la sublevación de los mandos fue aniquilada en el interior mismo de los buques por los subalternos y la marinería.

Una vez desencadenada la guerra civil, la política militar que se siguió fue el fruto de la propia confusión de la política general de unos y otros de los componentes del Frente Popular. «Los anarcosindicalistas trataron inmediatamente de instaurar la autogestión en las fábricas; de hecho se trataba mucho más de una gestión de los comités sindicales de la CNT que de una democracia directa de las masas, su posición sobre el Estado les impedía plantearse el problema de un poder revolucionario… Los socialistas de izquierda no tenían ninguna concepción de lo que debía ser un Estado revolucionario… El POUM había adoptado, desde antes de la sublevación militar, una posición muy clara sobre el carácter de la revolución española, que reconocía justamente como una revolución socialista, pero sus fuerzas estaban reducidas a Cataluña, e incluso allí era sumergido por la fuerza aplastante del anarcosindicalismo… El PC era el único de todas las organizaciones obreras españolas que podían contar con un apoyo exterior, no sólo por parte de la Internacional Comunista, sino sobre todo por parte del Estado Soviético…».

Esta aportación material soviética, en una situación en que el gobierno frentepopulista se encontraba totalmente desamparado, dio al PC la hegemonía sobre todos, y un poder absoluto para aplicar la política internacional estalinista. Incluso, no muy seguro Stalin de que los comunistas españoles por su propia cuenta supieran aplicar la «política justa», llegó al extremo de dotar al PC de una superdirección integrada por Togliatti, Geroe, Codovila y Stepanov, y de consejeros militares como Koslov, con lo cual la suerte de la revolución estaba entre las manos del propio Stalin.

Claudín agrega: «Hay que señalar que esta política fue aceptada en 1936 por todas las fuerzas de la resistencia española, pero en función de consideraciones diferentes. Para los republicanos burgueses y los socialistas reformistas era el comienzo de un proceso, que en caso de victoria debía conducir a la restauración de la República tradicional; para el PC esto debía conducir a realizar la etapa democrática de la revolución; para la izquierda socialista, el POUM y los anarcosindicalistas, se trataba de un mal menor que permitiría continuar la guerra, con la perspectiva de resistencia a esta política desde que se pudiera». Dejaré de lado esta explicación bastante simplista de la posición poumista, táctica que no tenía de común con la capitulación política de los socialistas de izquierda y de los anarcosindicalistas.

Nos apartamos mucho también de aceptar la argumentación de Claudín de que la derecha del gobierno quería prescindir de la influencia de los comunistas para llegar a un compromiso con Franco, que hubiera sido garantizado por las cinco grandes potencias. Es verdad que éste era el propósito de Azaña (que confirma tácitamente sus «Memorias») y el de Prieto; pero no es menos cierto que esta política coincidía también con la de Stalin, si no era la misma. Fueron los elementos más reaccionarios del gobierno del Frente Popular los que precisamente facilitaron la implantación de la política militar de los rusos, sin ponerles límites, con el pretexto de que los comunistas establecían «un orden» y aportaban una fuerza. Es cierto que Prieto trató finalmente de reaccionar, demasiado tarde, contra la infiltración total de los agentes estalinistas en el Ejército; pero lo hizo sólo como medio de ofrecer mayores garantías a las potencias capitalistas interesadas en lograr un pacto con los militares fascistas; sin embargo anteriormente había facilitado y suscrito todas las maniobras eliminatorias de los comunistas contra Largo Caballero, que llevaba a cabo un intento para la independencia de la revolución española.

Stalin no facilitó nunca una ayuda bastante sustancial para permitir la victoria, porque, precisamente, no quería el triunfo. Graduó su ayuda para que la revolución española no fuera aplastada demasiado pronto, pero también para impedirla vencer con un carácter socialista. De esto se derivó igualmente toda la política militar desarrollada por los rusos en España, que fue interpretada meramente desde un plano técnico, logístico, o sea como una guerra de tipo convencional, y es sabido que la sabiduría y la estrategia militar de los soviéticos durante la guerra española no se situó a gran altura; casi la única victoria decisiva, juntamente con la de Guadalajara, fue la defensa de Madrid, que fue posible por el mismo impulso y entusiasmo de la clase trabajadora y de las masas populares madrileñas que determinó la derrota de los militares el 18 de julio.

Esta táctica de una guerra de frentes, de maniobras de grandes unidades militares, se oponía, por razones políticas, a la guerra de partisanos, a los combates de guerrillas en la retaguardia enemiga que tan excelentes resultados dieron durante la rusa, cuya eficacia se demuestra cada día Vietnam y tan adecuada al temperamento español.

Son todos estos problemas, que merecen consideración, no sólo para hacer la historia, sino para establecer la táctica de la guerra revolucionaria. El artículo de Fernando Claudín es una valiosa contribución inicial, a base de la experiencia española, al estudio de estas cuestiones, por las enseñanzas que pueden deducirse para las luchas futuras en España y también en los demás países.

Notas

(1) Una explicación extensa de la interpretación de Claudín, que analiza Juan Andrade en este artículo, se encuentra en el apartado «La revolución inoportuna (España 1936-1939)»,de su obra La crisis del movimiento comunista. Páginas 168 a 197 de la edición de 1977 (Ibérica de Ediciones y Publicaciones S.A, Barcelona).  [Nota de la FAN]

Sobre el autor: Andrade, Juan

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