Hombres e Historia I (Joaquín Maurín)

El porvenir -que espera desesperadamente la emigración política española- no viene fatalmente, como el día después de la noche. En la vida política de los pueblos puede darse un salto atrás de decenios o de siglos. El caso actual de España es el ejemplo más contundente. España ha retrogradado al siglo XVI.

El porvenir hay que forjarlo con la inteligencia y la lucha estrechamente unidas. Separadas, son infructuosas, estériles. Mejor se conocen los peldaños, más segura es la ascensión. Un paso equivocado o en falso, puede determinar la caída, quedando sin alcanzar el objetivo, es decir, el porvenir. Para saber a dónde se va, precisa saber previamente de dónde se viene. Lenin, por ejemplo, antes de lanzarse a preparar la revolución, escribió la «Historia del capitalismo en Rusia».

La historia no es un pasado muerto. Vive y se ofrece generosamente como guía capaz para ir, por los vericuetos del presente, a la conquista del porvenir.

Yo creo que si nuestra generación hubiese conocido a fondo la Historia de España durante el siglo XIX, con las dos experiencias liberales fracasadas, 1820-23, 1868-74, no hubiese cometido en 1931-36  los errores, grandes y pequeños, que sumadas condujeron a la caída de la República democrática y la instauración del régimen fascista, que oprime y deshonra a España.

Un capítulo importante de la historia general de España es la historia del movimiento obrero español, que aún no está escrita, pero que se escribirá exhaustivamente un día.

Como contribución a esa historia, me propongo exponer en estas columnas, en una serie de artículos, aquellos acontecimientos de cierta importancia en los que las circunstancias me colocaron en un plano de intervención activa.

 

Hombres e Historia (1)

Mi primer contacto con el movimiento obrero organizado tuvo lugar durante el invierno de 1917-18. Me encontraba en Lérida, enseñando en un colegio laico, Liceo Escolar, cuyo director, Federico Godás, merece ser recordado, con Francisco Giner de los Ríos y Francisco Ferrer, como uno de los apóstoles de la enseñanza libre. Políticamente, formaba parte, como la mayoría de los profesores del Liceo Escolar, de Juventud Republicana, la agrupación democrática más importante y responsable de la ciudad. Juventud Republicana tenía imprenta propia y editaba un diario,  “El Ideal”, en el que yo escribía regularmente. Conservo aún la tarjeta que, desde su Salamanca, me envió Miguel de Unamuno, comentando un artículo mío publicado en “El Ideal”. Por “El Ideal” pasó, un día, Pío Baroja, a quien acompañé en su excursión pre-electoral, infructuosa, por el distrito de Fraga. En el invierno de 1917-18, se planteó en el ámbito nacional la cuestión de la amnistía. Se trataba de sacar de los presidios a centenares de socialistas y sindicalistas encarcelados a raíz de la huelga general revolucionaria de agosto de 1917.

Fui el redactor del diario encargado de llevar a cabo la campaña pro-amnistía. Titulaba mis artículos «España con honra». A una distancia de medio siglo, todavía no se habían apagado en la bella ciudad del Segre los ecos de la consigna revolucionaria de 1868. Un día, recibí una carta firmada por Julián Besteiro, Francisco Largo Caballeo, Andrés Saborit y Daniel Anguiano, que en el presidio de Cartagena cumplían la pena de treinta años de reclusión que les había impuesto un consejo de guerra, por haber sido los dirigentes socialistas de la huelga general de agosto de 1917. Esa carta me alentó en mi tarea.

Por vez primera en su vida política, Francisco Maciá -que residía en Lérida- salió de su retraimiento de simple diputado catalanista  y vino algunas veces a “El Ideal”. Desde entonces nos unió una excelente amistad, que se intensificó cuando los dos estábamos en el destierro, en la época de la dictadura de Primo de Rivera.

La campaña pro-amnistía culminó en una gran manifestación que, partiendo del Centro Obrero, se dirigió al Gobierno Civil para hacer entrega de las conclusiones -¡Amnistía!- al gobernador. Fue una magnífica movilización de la burguesía liberal y la clase trabajadora. Esa manifestación, celebrada a fines del invierno de 1917-18, tuvo una cierta significación histórica, pues figuraba en la presidencia, al lado de los representantes obreros y republicanos,  Francisco Macià. Fue su primer contacto con el movimiento izquierdista, iniciando un giro importante en su carrera política. Desde ese instante, que vale la pena recordar, Macià se sintió atraído por los ideales e inquietudes de las masas populares, amplió sus perspectivas y se convirtió en un adalid de la causa democrática. Fue Francisco Maciá más que nadie quien hizo inclinar el platillo de la balanza política, en abril de 1931, en favor de la República.

Mi intervención en la campaña pro-amnistía debió ser del agrado de la organización obrera local, pues meses más tarde fui invitado por el Centro Obrero a dar una conferencia conmemorando el primer aniversario de la Revolución Rusa. Personalmente, simpatizaba con la Revolución rusa, como en general les hombres liberales y el movimiento obrero, entonces.

Un par de meses más tarde, Julián Besteiro – la amnistía fue concedida en la primavera de ese año- vino a Lérida y organizamos un gran mitin, en el que hablamos, además de los representantes obreros y republicanos locales, Besteiro y yo. Con su aureola de ex-presidiario y de intelectual prestigioso al servicio de la causa obrera, Besteiro produjo una gran impresión. Francisco Maciá figuraba en la presidencia del mitin, en el escenario del teatro, aunque no habló. Años más tarde, en 1936, una tarde, en los pasillos del Congreso, Besteiro me recordaba con emoción el acto celebrado en Lérida. «¡Ah, aquel mitin con Maciá!» -exclamó con evidente nostalgia.

España atravesaba entonces – 1918-19- una fase de intensa crisis política. Muchas cosas viejas se tambaleaban. La guerra mundial, recién terminada, y la Revolución Rusa, recién empezada, ejercieron un poderoso impacto en todos los dominios de la vida nacional. España salía de un prolongado letargo. Terminaba la etapa histórica que se inició en 1874 con la restauración, caracterizada por el usufructo del poder por los terratenientes. De un salto, casi, el movimiento obrero pasaba de un tercer plano al segundo en la vida del país. Hasta entonces, los estratos político-sociales habían estado dispuestos de este modo: en el primer plano, la burguesía conservadora que, sostenida por la Iglesia y el Ejército, monopolizaba el poder; en el segundo, llevando a cabo una oposición casi oficial, la burguesía liberal y la clase media; en el tercero, a una considerable distancia, el movimiento obrero cuya división le restaba fuerzas. En el curso de un par de años, 1917-19, el movimiento obrero pasó a ocupar el segundo plano, originándose una gran perturbación arriba y abajo: en el primer estrato, y en el segundo, que quedó prácticamente desplazado.

En enero de 1919, Salvador Seguí, secretario del Comité de la Confederación Regional del Trabajo de Cataluña, organizada en junio-julio de 1918- vino a Lérida a tomar parte en un acto de propaganda en favor de un movimiento huelguístico, que unas semanas más tarde pasó a ser la huelga más importante que registra la historia de las luchas sociales en España: la de «La Canadiense».

Era la primera vez que veía a Seguí. Físicamente, era un hermoso ejemplar de la especie humana:  alto, atlético, de facciones enérgicas que se suavizaban con un aura de nobleza y bondad cuando sonreía. Tenía entonces 32 años. Era el gran agitador, el gran organizador, el gran líder del movimiento  sindicalista. Como orador popular no tenía rival. Viéndole en la tribuna y escuchándole, uno no podía por menos que pensar en Dantón. Fue el dirigente con mayores condiciones personales que ha producido el movimiento obrero español en lo que va de siglo.

En febrero, fui llamado a filas y me correspondió prestar servicio en el Cuartel de la Montaña, Madrid.

Los meses que siguieron, con tiempo para reflexionar, fueron para mí de examen y orientación. Me sentía decididamente atraído por la causa, obrera. Ahora bien, en España había dos movimientos obreros, distanciados, y a veces, divergentes. Del socialismo me atraían la historia, la continuidad y el sentido de responsabilidad. Del sindicalismo, su  espíritu revolucionario y combativo. Doctrinalmente, me encontraba cerca de los socialistas. Pero, prácticamente, los sindicalistas me parecían más realistas, más audaces, más jóvenes. En mi orientación, me ayudó grandemente la lectura de Sorel. El sindicalismo soreliano, asentado sobre lo que hay de sólido en el marxismo, pragmático y creador, contestó favorablemente a mis preguntas.

En diciembre de 1919, se celebró en Madrid el II Congreso de la Confederación Nacional del Trabajo, al que asistí , como soldado-espectador.

Pero eso es otra historia.

Sobre el autor: Maurín, Joaquín

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