El Manifiesto Comunista -1848-1998-. Una disutopía radical (Luis M. Sáenz, 1997)

Artículo publicado en la revista Iniciativa Socialista, número 47, diciembre 1997

La primera edición del Manifiesto Comunista, escrito por encargo del Segundo Congreso de la Liga Comunista (29 noviembre-8 diciembre 1847), apareció en febrero de 1848, coincidiendo prácticamente con el inicio de las revoluciones que conmovieron Europa durante ese año. Ciento cincuenta años más tarde, diversos coloquios y publicaciones celebran este aniversario. Quizá el acto de mayor relieve sea el Encuentro Internacional «El Manifiesto comunista, 150 años después: ¿Qué alternativa al capitalismo? ¿Qué emancipación humana?», que se celebrará los días 13, 14, 15 y 16 de mayo de 1998 en París.
Sin ser el texto fundamental en la obra de Marx, no por ello carece de interés actual para el pensamiento y la acción socialista, especialmente cuando se fija la atención en algunas de las ideas que han pasado demasiadas veces inadvertidas.
El Manifiesto es un texto político, no teórico. Se ha repetido en muchas ocasiones que el M.C. es el primer intento de interpretación marxista de la historia o una síntesis de la teoría marxista. En ese caso, sería una obra menor, conjunto de frases lapidarias, ingeniosas como era frecuente en Marx, pero carentes de interés a finales del siglo XX. Pretender sintetizar la obra teórica de Marx en el M.C. sería como creer que la teoría de la relatividad de Einstein se resume diciendo que «todo es relativo».
Un texto político. ¿Pero de qué tipo? No es análisis concreto de una realidad concreta, como «El 18 Brumario…» o «La lucha de clases en Francia». No es un «conjunto de propuestas», pues éstas son ocasionales y juegan un papel secundario. No es un texto de combate con el que se pretenda influir de forma inmediata sobre la realidad social, como lo fueron sus artículos en la Neue Rheinische Zeitung.
Sin embargo, es un texto político importante, en el que se definía la identidad política propia de los revolucionarios que hacían suya una estrategia centrada en la acción práctica de la clase trabajadora y en su proceso de organización en cuanto tal. Contra sectas y benefactores, el Manifiesto Comunista contiene el embrión de una disutopía radical.

La clase

Tanto Marx como Engels explican la adopción del término comunistas por las características que, a mitad del siglo XIX, tenía lo que entonces se englobaba bajo el término genérico de socialistas, cobijo de multitud de utópicos, filántropos y sectas.
Marx respeta a los grandes utópicos. Pero advierte de que su papel histórico-crítico se extingue con el desarrollo de la acción obrera. Hace una observación, aplicable también a diversas experiencias de la izquierda de nuestro siglo, indicando que si bien puede considerarse a los autores de esos sistemas utópicos como revolucionarios en muchos aspectos, sus discípulos forman sectas siempre reaccionarias, ya que «se obstinan en sostener las viejas concepciones de sus maestros frente a la evolución histórica del proletariado».
Con Marx, se produce una novedad radical. En el centro de la transformación social, pone la lucha de los desposeídos para conseguir (el) poder político, esto es, la democracia. Y en el centro de la política ya no encuentran artificiosos planes de reorganización económica ni de ingeniosa ingeniería social, sino la actividad práctica-transformadora de una clase asalariada que ya no es vista solamente como grupo «que sufre», sino también, y ante todo, como clase que lucha y que, luchando, se constituye en clase política.
El M.C. en su conjunto es una declaración de ruptura con utópicos y sectarios, quizá motivada, en gran medida, por la voluntad de extirpar los resabios conspirativos de gran parte de sus ocasionales compañeros de la Liga Comunista, proyecto que, como podría verse pronto, no era ciertamente el proyecto de Marx y Engels.
La denuncia del utopismo es tajante: «Sustituyen la actividad social por su propia ingeniosidad; las condiciones históricas para la emancipación, por condiciones fantasiosas; la organización gradual y espontánea del proletariado en clase, por una organización de la sociedad fabricado pieza a pieza por ellos. Para ellos el porvenir del mundo depende de la propaganda y de la aplicación de sus planes sociales».
La lucha contra las sectas es otra constante en toda la actividad política de Marx y de Engels. Si éste último había ya escrito en los Principios del comunismo que «las revoluciones no pueden hacerse premeditada y arbitrariamente», algunos años después (1850) Marx escribía en la Neue Rheinische Zeitung que «Los conspiradores profesionales no se satisfacen con organizar el proletariado revolucionario. Su misión consiste en adelantarse al proceso revolucionario, empujarlo artificialmente a la crisis, hacer la revolución de improviso, sin que existan las condiciones necesarias. La única condición de la revolución, a su juicio, es una buena organización y un complot».
El pensamiento político de Marx está impregnado hasta los huesos de la prioridad de la actividad práctica espontánea de la clase trabajadora, donde «espontánea» no quiere decir «desorganizada», ya que el proceso histórico de organización de los trabajadores asalariados es precisamente la principal expresión de esa espontaneidad. Marx nunca crea «organizaciones obreras»: en todo caso, se une a ellas.
En lo fundamental, la visión marxista del papel de la clase trabajadora era correcta y ha sido confirmada históricamente. Durante los últimos 150 años, el movimiento obrero ha sido la fuerza decisiva en la lucha emancipadora y por la extensión de la democracia y de los derechos sociales. Las democracias más avanzadas -insuficientemente democráticas- y con un más amplio conjunto de garantías sociales se encuentran, en términos generales, allá donde la clase asalariada es más influyente y cuenta con más poderosas organizaciones. En los países en los que se están desarrollando nuevos proletariados masivos, puede observarse también la tendencia a que éstos jueguen un papel decisivo en el ámbito de la política y de la conquista de la democracia (Brasil, Corea del Sur, Sudáfrica).
La conquista del poder por organizaciones «marxistas» en países con proletariados muy minoritarios y poco organizados no pone en cuestión la concepción marxista sobre el lugar del proletariado, sino que la confirma, ya que los totalitarismos «marxistas» fueron y son máquinas de explotación y de dominación sobre la clase obrera mucho más terroríficas que las existentes en los países capitalistas en los que ésta mantiene su organización independiente. Así, para poner un reciente ejemplo, la entrega de Hong Kong a China no ha sido ningún avance «anti-imperialista» ni ha favorecido en nada a las clases subalternas hongkonianas, sino que ahora se verán sometidas a una explotación más feroz mientras que, de forma sistemática, se les van arrebatando los derechos políticos y sindicales en torno a los que antes podían organizar su defensa contra el capitalismo.
Si Marx han sido refutado en diverso aspectos, lo ha sido, en cierta forma, por sí mismo, o, para ser más preciso, por el movimiento práctico de clase que él puso en el centro de su política.
Nadie podrá negar la fuerza agitativa del párrafo que, en el MC, precede al llamamiento final a la unidad internacional del proletariado. Pero, a decir verdad, nunca ha sido cierto que el proletariado no tenga nada que perder más que sus cadenas, y toda revolución implica riesgos que casi nadie quiere correr salvo en circunstancias sociales o políticas extremas que los justifiquen. En realidad, los que nada tienen que perder no son nunca autores de las grandes transformaciones sociales. La gran historia del movimiento obrero está basada sobre el esfuerzo de hombres y mujeres que impulsaban el proceso de organización clasista arriesgándose, una y otra vez, a perder sus medios básicos de sustento. Las grandes luchas obreras se han dado cuando, de no hacerlo, se podía perder algo importante. Pues la perfidia del capitalismo reside en que la pérdida de las cadenas que atan al trabajo asalariado puede significar, simplemente, el verse precipitado hacia el infierno de la marginación, del submundo de la desesperación en el que una acción propiamente humana para cambiar las cosas se torna casi imposible.
Más absurdo aún resultaría pretender hoy que la clase obrera «no tiene nada que perder» en los países capitalistas avanzados. Tiene tanto más que perder, en la medida precisa en que ha ganado bastantes cosas a lo largo de décadas de lucha sindical y acción política. Si hoy, en estos países, la condición asalariada se muestra como menos clasista que antaño, no es porque el trabajo pierda importancia social ni porque las clases tiendan a desaparecer, sino porque el movimiento obrero ha logrado ciudadanía, lo que implica un espacio vital con muchas más dimensiones y una pluralidad de identidades coexistentes en cada individuo, así como un grado mayor de difusión de diversas opciones políticas entre diversos grupos sociales. La añoranza por una clase obrera inmersa en sí misma, compartiendo ocio -esencialmente masculino- en las Casas del Pueblo es añoranza por una sociedad en la que el proletariado tenía que crear su propia microsociedad por estar expulsado de la sociedad.
Dentro de la multidimensionalidad del conflicto social, la lucha de clases sigue teniendo un papel destacado y esencial. La feroz ofensiva liberista contra el Estado social es una amenaza sobre la propia democracia allá donde existe y refuerza las tendencias autoritarias. En estas condiciones, el movimiento sindical y la capacidad de acción de la clase asalariada refuerzan su papel decisivo -y pluridimensional- en el más inmediato futuro. Un futuro en el que nada está decidido.

El partido

Las reflexiones de Marx sobre el «partido» son radicalmente opuestas a lo que se ha venido entendiendo, en sus diversas variantes, como «teoría marxista de la organización». Pueden hacerse algunas excepciones (Hal Draper, Pannekoek; en algunos aspectos Rosa Luxemburgo y el Trotsky joven), pero, en líneas generales, el «marxismo» ha dado al «partido» un lugar antagónico con el que ocupaba en el pensamiento de Marx.
En el Manifiesto Comunista se distinguen, al menos, dos formas de entender el término partido.
Una, la que ocupa un lugar central y permanente en la obra de Marx, se identifica con el proceso de formación de coaliciones obreras que superan la fase de los enfrentamiento individuales entre trabajador y patrón, y con la posterior constitución de la clase obrera en clase política, con independencia de las formas organizativas que este proceso adopte. Desde este punto de vista, el partido obrero estaría en España mucho más reflejado por CC.OO. y UGT que por el PSOE, el PDNI o Izquierda Unida.
La segunda acepción del término partido es la utilizada cuando se habla de «la posición de los comunistas hacia los diferentes partidos de la oposición», o cuando se dice que «los comunistas no forman un partido distinto opuesto a los otros partidos obreros», «el objetivo inmediato de los comunistas es el mismo que el de todos los partidos obreros…», «los comunistas trabajan por la unión y el entendimiento entre los partidos democráticos de todos los países». Aquí ya no se trata de la clase como tal, sino de diversas componentes políticas que la cruzan. De hecho, Marx ni siquiera define a los comunistas en cuyo nombre habla como un partido propiamente dicho, sino como «la fracción más decidida de los partidos obreros de todos los países, la fracción que arrastra a todas las demás», distinguiéndose sólo en que hacen prevalecer los valores comunes a todo el proletariado, independientes de la nacionalidad, y en que adoptan siempre el punto de vista del movimiento en su conjunto, sin tratar de establecer «principios particulares sobre los que moldear al movimiento obrero».
El partido en tanto que corriente política con un determinado grado de influencia social es, pues, un elemento mucho más ocasional que el proceso de constitución de la clase obrera en partido, en el sentido fuerte del término. Pero no sólo es más ocasional, sino que también está subordinado respecto a la estrategia central. Todo esto contiene sugerencias de gran actualidad, aunque debe ser reformulado según las características propias de cada sociedad (por ejemplo, la denominación de partido obrero sólo es apropiada para un número muy escaso de organizaciones políticas, como el PT brasileño, quizá aún y en cierta medida el Partido Laborista británico o alguna socialdemocracia nórdica, y algunos otros más a lo largo del mundo, pudiendo estar uno en ciernes en Corea del Sur).
Un repaso de la actividad política de Marx confirma el certero análisis de Hal Draper: «Para Marx, cualquier organización era una secta si convertía en frontera organizativa cualquier conjunto de opiniones particular (incluyendo las opiniones de Marx), si hacía de este conjunto de opiniones particular el elemento determinante de su forma organizativa. Ni Marx ni Engels formaron o intentaron formar un grupo marxista de cualquier tipo, esto es, un grupo asociativo basado sobre un programa exclusivamente marxista. Toda su actividad organizativa marchaba por un camino totalmente distinto».
Efectivamente, nunca Marx creo su organización. Se asociaba con organizaciones realmente existentes, tratando de influir en ellas y, ante todo, de influir, a través de ellas, sobre el movimiento social. La prioridad que daba a su actividad en estas organizaciones no derivaba de la afinidad ideológica con ellas, sino de la importancia que pudieran tener de cara a la transformación social. En cuanto estalla la revolución de 1848, el papel de la Liga Comunista -desaparecida en 1850-, que nunca fue para Marx demasiado importante, se hace para él insignificante, articulando su actividad en otras instancias organizativas: «En Colonia, durante la revolución, ellos [Marx y Engels] actuaban (organizativamente hablando) en tres niveles distintos, ninguno de ellos similar a una secta marxista: (1) En el movimiento democrático de izquierda (Unión Democrática)…; (2) En la Asociación Obrera de la ciudad, una amplia organización de clase; (3) En su propio centro político. ¿Y qué crearon como su centro político? En ningún caso una organización, sino más bien un periódico y su equipo editorial, esto es, una voz» (Hal Draper).
Resulta evidente que la posesión de una opinión distinta (por correcta que se crea), no justifica la formación de un partido, que sólo tiene razón de ser en la medida de que exprese y represente a una fracción significativa de la sociedad y pueda ser para ella una herramienta para cambiar las cosas. Sin representación social efectiva, todo lo más que puede formarse son centros políticos, con muy diversas formas organizativas (corrientes, publicaciones, asociaciones, clubes, etc.); los centros políticos que adoptan la forma de partido suelen degenerar en sectas.
Además, la relación de Marx con cualquier organización incluía siempre la toma de cierta distancia respecto a ella, actitud que deberíamos compartir todos los miembros de partidos. Así, Marx y Engels, en el artículo El Partido Democrático publicado en Neue Rheinische Zeitung (2 junio 1848), comienzan diciendo: «Generalmente, cuando aparece un nuevo órgano público de opinión, se espera que muestre entusiasmo por el partido a cuyos principios apoya, una confianza incondicional en la fuerza de este partido y una constante disposición tanto para usar el poder real para postergar los principios como para utilizar el hechizo de los principios para encubrir una real debilidad. Nosotros no vamos a cumplir esas expectativas. Nosotros no vamos a adornar derrotas con engañosas ilusiones».
No hay tampoco otra forma de ser leal a un partido en tanto que parte política real de la sociedad. La lealtad a los partidos en tanto que aparatos deriva siempre en deslealtad respecto al propio pensamiento y respecto al sector social que se pretende representar, pues los intereses de los aparatos coinciden punto por punto con los intereses individuales de quienes los dominan. Íntimamente ligada a esa forma de entender la actidad organizada, se encuentra la democracia. La principal condición que Marx y Engels pusieron para integrarse en la Liga Comunista fue, precisamente, la retirada de los estatutos de todo «culto supersticioso a la autoridad». Nada permite hacer de Marx un precursor del «centralismo democrático», ni siquiera en sus mejores versiones, que permiten el debate interno pero coartan la libre actividad política pública.

El género humano es...

A mi entender, la especifidad positiva del pensamiento político de Marx reside:
– El papel que renoce al movimiento obrero y a la dimensión política del mismo, enfrentándose muy particularmente a los «socialistas» que oponen las reivindicaciones sociales al movimiento político de la clase trabajadora para conquistar la democracia y el poder político.
– La crítica del capitalismo y de la naturaleza esencial de la sociedad moderna, desarrollada en El Capital; crítica radical de lo existente que no cede a la tentación utópica de de proponer diseños preconcebidos de la sociedad futura.
– La concepción internacionalista que le llevó a sumarse con entusiasmo a la AIT y a sus trabajos.
Del contenido y del tono del Manifiesto Comunista se desprende que Marx olfateaba la proximidad de la revolución y de la dimensión internacional de ésta, lo que fue confirmado por las revoluciones que conmovieron Europa durante 1848. En lo que Marx se equivocaba -hoy resultaba obvio- era en la presenciación de un capitalismo al borde de su agotamiento como sistema-mundo histórico. El movimiento obrero iba a dar grandes batallas, como preveía Marx, que contribuirían a cambiar el mundo significativamente, pero no eran la «lucha final», sino los primeros pasos de un largo camino de combate, a lo largo del cual se modifican las condiciones sociales y perspectivas de ese lucha.
Ese error tiene, sin duda, fundamentos coyunturales, pues antes de cada batalla todos los contendientes se animan con promesas de grandes victorias. Pero quizá haya una razón más sólida para que el firme materialismo y el escaso triunfalismo de Marx se dejase llevar hacia la precipitada afirmación de que el régimen burgués se parecía ya a un mago incapaz de controlar «las potencias infernales» que había evocado.
Marx hizo una descripción muy precisa de una de las características más propias del sistema capitalista. «(…) la burguesía invade todo el planeta. Necesita implantarse en todos los lugares, y en todos ellos explotar y establecer sus relaciones»… «(…) la burguesía da un carácter cosmopolista a la producción y al consumo de todos los países. Causando la desesperación de los reaccionarios, suprime la base nacional de la industria»… «(…) se desarrolla un comercio generalizado, una interdependencia generalizada de las naciones(…)», etc.
Podríamos estar leyendo trozos de algunas de las habituales descripciones de la «mundialización». Podríamos decir también que el capitalismo real se ha ido adecuando al concepto que de él había en Marx, pues éste había captado con gran precisión la naturaleza íntima del régimen burgués. Pero el capitalismo real del siglo XIX estaba aún muy lejos de haber desarrollado plenamente esa tendencia; más aún, todavía hoy queda lejana la perspectiva de una plena mundialización y la desaparición de «Las demarcaciones nacionales y los antagonismos entre los pueblos».
Una de las mayores intuiciones políticas de Marx era que «La acción común, al menos en los países civilizados, es una de las primeras condiciones de la emancipación», lo que explica las enormes dificultades que tiene la izquierda -cuando lo intenta- para llevar adelante políticas socialistas en un sólo país. Pero esa acción común entre la clase trabajadora de los países más avanzados es obstaculizada constantemente, no sólo por la competencia entre esos mismos trabajadores, sino también por el margen de maniobra que para el régimen burgués era y es la existencia de una periferia en la que el movimiento obrero no ha alcanzado un protagonismo social comparable.
La Primera Guerra Mundial, obreros matando obreros, fue una de las mayores catástrofes del socialismo. Precedida por un período que vio la creación y desarrollo de las grandes organizaciones obreras de masas, tras ella no se abrió, contra lo que tantas veces se ha dicho, «la era de la revolución socialista», sino el más nefasto período del siglo XX, la noche del siglo marcada por el fascismo y el estalinismo. Hasta después de la Segunda Guerra Mundial no se volvería abrir un nuevo período de avance político y social en los países más desarrollados, en el que se alcanzan grandes logros democráticos (sufragio universal) e importantes garantías sociales, acelerándose también la descolonización.
Ese período también ha llegado a su fin. La nueva fase de la mundialización capitalista tiene un marcado tono liberista, en unas condiciones en las que parece difícil restablecer el «consenso» del avance conjunto, equilibrio que, no sin tensiones ni sin luchas, compatilizaba en los países avanzados la consecución de los objetivos capitalistas con la conquista de mejoras para la mayoría social de esos países. El retorno a un camino de progreso social y democrático debe venir de la mano de una hegemonía política de una izquierda renovada y de una revitalización de la acción y organización de las clases subalternas.
La izquierda no debe combatir la mundialización, sino al capitalismo. La izquierda debe oponerse a la economización del mundo, pero no a la mundialización de la economía. La izquierda debe ser capaz de hacer encajar la dimensión nacional, que durante mucho tiempo tendrán aún gran parte de las luchas políticas, con la imperiosa necesidad de la «acción común» -y del gobierno común de muchas cosas, debería añadirse ahora- como condición de la emancipación.
Hay que abrir los caminos para el encuentro flexible de todas las fuerzas emancipadoras del mundo, recogiendo el llamamiento final del Manifiesto Comunista. Habrá que inventar nuevas formas de hacerlo, al comienzo transitorias y jalonadas de encuentros parciales en ámbitos regionales o de afinidades políticas, pero, en todo caso, siempre abiertas a la inmensa pluralidad de la izquierda y con más puntos de contacto con lo que fue la plural Asociación Internacional de Trabajadores que con la trágica experiencia de la que se denominó «Internacional Comunista». Una perspectiva de encuentro de la izquierda por encima de fronteras e, incluso, por encima de programas, ya que «un paso práctico vale más que cien programas».

Bibliografía
– Marx, Karl, El Manifiesto Comunista
– Claudín, Fernando, Marx, Engels y la revolución de 1848, Siglo XXI, 1975
– Draper, Hal, Toward a New Beginning, On Another Road
– Riazanov, David, Karl Marx and Frederick Engels, An Introduction to Their Lives and Work

Edición digital de la Fundación Andreu Nin, marzo 2002

Margarete Buber-Neumann. La comunista alemana que Stalin entregó a Hitler (Pepe Gutiérrez-Álvarez)

Después de recuperar El vértigo el impresionante relato de Eugenia Ginzburg sobre los campos de concentración estalinistas (1), la colección que dirige Antonio Muñoz Molina para Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores efectúa una nueva entrega con otro testimonio de los supervivientes que con el título de Prisionera de Stalin y Hitler escribió Margarete Buber-Neumann. Se trata de una edición igualmente prologada por el propio escritor empeñado según sus propias palabras en “ofrecer los testimonios de los que estuvieron allí, para que se deje de especular y se analice, de verdad, qué es lo que pasó en este periodo de la historia. Algo que en Europa se hace desde hace tiempo, pero que en España cuesta, porque aquí nunca se revisa nada» (una reflexión cuyo hilo retomaré más abajo). Aunque el autor de Beltenebros ha querido precisar que cuando ha subrayado el desconocimiento existente sobre dichos testimonios se refería antes que nada al suyo propio, lo cierto es que estas ediciones -magníficas por lo cuidadas- suelen ser presentadas como “descubrimientos”, como piezas ocultadas por la imnipresencia de una izquierda cómplice.
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El viaje a Rusia de Panait Istrati (Pere Foix, 1949)

Pere Carles Josep Foix Cases, militante anarquista durante más de una década y escritor, (Ruibregós, Lleida 1893-Barcelona, 1978) representaba a una amplia franja militante que oscilaba (o combinaba) el anarquismo federalista y el republicanismo catalanista. Muy joven emigró a Argentina, pero en 1913 se encuentra en Barcelona. Según parece desertó de la marina y se autoexilió a París, dónde en 1919 comienza a colaborar con la prensa anarquista. De vuelta a Barcelona fue detenido y trasladado a Cartagena, pero logra abandonar el barco que iba destinado a Dakar. De nuevo en París, regresa clandestinamente a España para tomar parte en la lucha conspirativa contra la Dictadura, sufriendo no menos de siete detenciones. A finales de la década formó parte del CN de la CNT con Peiró, y en 1930 colabora estrechamente con este en Solidaridad Obrera, la colaboración se hace extensiva al Manifiesto de Inteligencia Republicana. Pere Foix se dejará llevar por el entusiasmo republicano y catalanista y emerge en el período siguiente como militante de la Ezquerra, encontrándose en 1933 al frente de la oficina de prensa de la Generalitat, aunque al parecer nunca rompió enteramente con su raíz anarquista y en sus trabajos literarios sobre diversas figuras del anarquismo trata de acentuar las inclinaciones catalanista y gubernamentalistas de estos.
Como periodista y escritor, Foix utilizó diversos seudónimos, tales como León X. Xifot, Albert de La ville o Delaville. Firmas que aparecen en periódicos como Le Libertaire, L´lnternationale (ambos parisinos), ¡Despertad!, de Vigo, Solidaridad Obrera, L’ Opinió, La Humanitat, La Rambles, los tres últimos de inspiración nacionalista. Exiliado en México llevará a cabo una extensa labor como escritor. Pere Foix fue autor de Los archivos del terrorismo blanco (1931), Barcelona, 6 de Octubre (1935), Catalunya, simbol de Llibertat, España desgarrada, Vidas agitadas (1942), pero su obra más destacada será Apostols i mercaders, Premio de los Juegos Florales de lengua Catalana de Montevideo, en 1949 (Nova Terra, Barcelona, 1976), que es también la que más plenamente refleja su intensa militancia anarquista. También escribió extensas biografías de grandes personajes mexicanos como Lázaro Cárdenas, Pancho Villa y Benito Juárez, así como una extensa biografía: Panait Istrati, Novela de su vida (Mexicanos Unidos, México, 1956), autor al que había contribuido a dar a conocer en traducciones firmadas como Belleville, y a la que pertenecen estas páginas.

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Surrealismo y comunismo (Michel Lequenne)

Artículo aparecido en Critique communiste nº 8, 1982. Traducido por Gema Sanz Botey para la edición de Por un arte revolucionario e independiente (El Viejo Topo, I) una recopilación de documentos en relación al encuentro entre Breton, Trotsky y Diego Rivera.

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La tradición católica y el peligro político de la certeza religiosa (Juan Manuel Vera, 2008)

Texto incluido en el libro La Iglesia furiosa (SEPHA, 2008), disponible en el Catálogo de Publicaciones de la Fundación Andreu Nin. Publicado con autorización del autor.

La cuestión de la sociedad autónoma es también la siguiente: ¿hasta cuándo la humanidad tendrá necesidad de ocultarse el abismo del mundo y de ella misma detrás de simulacros instituidos? La respuesta sólo podrá darse si se da simultáneamente en el plano colectivo y en el plano individual”. (Cornelius Castoriadis)

Los tres monoteísmos, a los que anima la misma pulsión de muerte genealógica, comparten idénticos desprecios: odio a la razón y a la inteligencia; odio a la libertad; odio a todos los libros en nombre de uno solo; odio a la vida,; odio a la sexualidad, a las mujeres y al placer; odio a lo femenino, odio al cuerpo, a los deseos y pulsiones. En su lugar, el judaísmo, el cristianismo y el islam defienden la fe y la creencia, la obediencia y la sumisión, el gusto por la muerte y la pasión por el más allá, el ángel asexuado y la castidad, la virginidad y la fidelidad monogámica, la esposa y la madre, el alma y el espíritu. Eso es tanto como decir: crucifiquemos la vida y celebremos la nada” (Michel Onfray)

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Autogestión y jerarquía (Cornelius Castoriadis y Daniel Mothé, 1974)

Publicado, por primera vez, en el nº 8 de CFDT Aujourd’hui, julio-agosto de 1974.

Vivimos en una sociedad cuya organización es jerárquica, y esto en el trabajo, la producción, la empresa; o en la administración, la política, el Estado; o incluso en la educación y la investigación científica. La jerarquía no es una invención de la sociedad moderna. Sus orígenes se remontan muy atrás, por más que no haya existido siempre y que haya habido sociedades no jerárquicas que han funcionado muy bien. Pero en la sociedad moderna, el sistema jerárquico (o, lo que viene a ser más o menos lo mismo, burocrático) se ha convertido en prácticamente universal. Dondequiera que se dé una actividad cualquiera, ésta se organiza conforme al principio jerárquico, y la jerarquía del mando y del poder coincide cada vez más con la jerarquía de los salarios y las rentas. De tal suerte que la gente casi no consigue ya imaginar que podría ser de otra manera y que ellos mismos podrían ser otra cosa distinta de lo que establece su posición en la pirámide jerárquica.

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Breve semblanza de Eusebio Cortezón, militante del POUM (Olga Balaguer)

Eusebio Cortezón fue un destacado militante del POUM, concejal en la localidad de Astillero, en Cantabria. En esta misma página puede leerse su texto Ayudad a la revolución española. La autora de esta semblanza, Olga Balaguer, es nieta de Eusebio Cortezón.

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Andreu Nin: la resurreccion de una muerte (Edgar Morin, 1992)

Ayer por la mañana, durante el coloquio, me pasaron un papel comunicándome que el señor Solano vendrá a verme en la sesión de las 19,30h. Pregunto: «¿quién es?», pero no saben darme respuesta. Me olvido de ello.
Al comer con mis amigos del Instituto catalán de estudios mediterráneos están con nosotros el delegado para asuntos exteriores de la Generalitat de Cataluña y el vicedirector de La Vanguardia. Evocan un documental de la TV catalana, emitido hace algunos días, sobre Andrés Nin, basado en documentos comprados a la KGB y procedentes del general Orlov, organizador y actor del asesinato, así como autor de las falsas pruebas de la traición de Nin, el hitlero-trotsko-franquista. Me prometen enviarme la cinta de video. Una intensa tristeza y una no menos intensa alegría me invaden.
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A vueltas con Stalin (Jordi Torrent)

“Es el lado malo el que impulsa el movimiento de la Historia”. El conocido aserto marxiano es reproducido por Domenico Losurdo (DL para sucesivas alusiones) en Stalin. Historia y crítica de una leyenda negra (p.309) (1) , libro del que es autor. A mi ver, la frase se erige en una de las divisas mayores de sus páginas; no obstante, finalizada su lectura, uno casi se siente inclinado a pensar que llevan por igual audibles resonancias teodiceas de otra divisa no exactamente equivalente y que, para ir rápido, me permito resumir en términos más aristotélicos que leibnizianos: el mal es el bien que no alcanzamos a comprender. De ser así, bien pudiera conjeturarse que entre las razones que han impulsado a DL a concebir y a escribir este ensayo también ha figurado la de tratar de desvelar el “bien” en el “mal” entrañado en uno de los segmentos sociales y políticos más oscuros y trágicos de la contemporaneidad. Las presentes notas tienen por objeto focalizar la atención crítica en algunos -tan sólo algunos- de los procedimientos metodológicos y dispositivos explicativos utilizados a tal fin por el autor, procedimientos y dispositivos derivados de una intencionalidad ideológica cuya omnipresencia en las páginas del ensayo debilita considerablemente la probidad historiográfica del mismo.

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