Ponencia presentada en el Curso: MEMORIA DEMOCRÁTICA E IMPUNIDAD. Universidad Carlos III. Instituto Universitario de Estudios de Género. Madrid
“Articular históricamente el pasado no significa conocerlo como realmente ha sido”. (W. Benjamin)
La memoria en el escenario en que actúa
«El tiempo es el cuerpo y el lugar de la Historia, la memoria es la forma humana del tiempo». (B. Amengual)
La memoria no es una ciencia y no pretende serlo; en todo caso, será objeto de estudio de diferentes ciencias sociales. Pero es obligado reconocer sus contornos difusos, sus fronteras imprecisas, en conexión con la filosofía política, con la historia y en definitiva con la política. Difícil negar su conexión con la historia cuando su propia denominación –memoria histórica- así lo acredita. Decía Vázquez Montalbán que las y los historiadores pueden conocer los fenómenos históricos, interpretar los acontecimientos pero, difícilmente, pueden captar el aroma de la memoria. Estaría bien que los aromas de la memoria fuesen elementos activos del presente, aquello que nos permitiera entender de dónde venimos para comprender lo que somos, la conexión necesaria para actuar y cambiar el presente. La memoria necesaria ha de estar viva, repleta de aromas, porque es el aroma de la misma la que le otorga un componente subversivo. La necesitamos con todo su potencial transformador, capaz de recuperar el pasado, con capacidad para no regalar el presente y con fuerza para escribir el futuro.
La memoria democrática siempre será histórica porque no existe al margen de su contextualización y en este sentido, también será política. Cuando aparece no se desarrolla, habitualmente, bajo condiciones óptimas, más bien desde su irrupción tropieza con poderosos obstáculos de diversa naturaleza, culturales, sociales, políticos… Es posible que al ser, en cierta medida, una especie de representación a posteriori del conflicto social, pocas veces dispone de hegemonía en el pensamiento, aunque sí explica las ideas y comportamientos de los grupos sociales dominantes. En general, la memoria dominante siempre se subordina a los fines, intereses y objetivos de esos mismos grupos, pero con la memoria democrática no ocurre lo mismo: no reconoce fines, intereses u objetivos superiores a la razón y a la pasión democrática de la sociedad.
Razón y pasión fundamentadas en ideas de democracia, derechos humanos, valores republicanos de un lado; del otro diferentes formas de desigualdad, privilegios, dominación (barbarie incluida)… Pero la memoria democrática no tiene necesidad de convertirse en memoria oficial –un contrasentido-, ni quedar condenada a memoria de Estado. Afirmación similar puede establecerse respecto de la memoria antifascista: la memoria democrática siempre será antifascista, pero no todo antifascismo puede interpretarse como democrático.
En cualquier caso, ha de suponer una impugnación del presente y una interpelación a la historia. Precisamente es por ello que la memoria democrática acompaña todo impulso progresivo en favor de la democracia y de los derechos humanos y podría decirse que no puede encerrarse en la esfera académica y sí tomar tierra en el escenario de lo social, molestando al presente donde el conflicto decide la conservación o eliminación de privilegios u otras ventajas. Cuando interpela a la historia no la reescribe, reflexiona para entender por qué las cosas son o fueron de una manera y no de otra, teniendo en cuenta que, en todo momento, el presente no deja de ser un almacén desordenado del pasado.
Ordenar ese almacén es la tarea de la memoria democrática. Pero ese almacén está repleto de acontecimientos, de experiencias individuales y colectivas, de reflexiones interesadas, de visiones deformadas de una realidad compleja y, por supuesto de prejuicios que por encima de todo, protegen intereses inconfesables. No se domina el presente para adulterar el pasado, más bien se domina el pasado para ganar el presente. La memoria democrática supone, al menos, una tímida forma de compensación o desquite.
Hacia una definición de la memoria democrática
“El mal sufrido debe inscribirse en la memoria colectiva para dar una nueva oportunidad al porvenir”. (T. Todorov)
Como ocurre con las ciencias sociales el conocimiento de la misma –memoria democrática (MD)- no puede ser el punto de partida, sino el de llegada. Teniendo en cuenta su actuación dinámica sobre el cuerpo social o sus límites imprecisos, nos obliga a contemplarla desde ópticas diferentes, complementarias y no excluyentes. Esto es, en función del actor político (individuo, poderes públicos y grupos sociales).
Por lo que respecta al individuo, se puede definir como el conjunto de experiencias individuales y colectivas que conforman una cultura política de compromiso con una concepción de la democracia que excede de su vertiente institucional y normativa en el mejor de los casos y, en su defecto, con un sistema político formalmente democrático aunque deficitario de sus mejores cualidades.
Desde una óptica más institucional puede considerarse que la memoria democrática expresa el conjunto de iniciativas y acciones de los poderes públicos al objeto de recuperar derechos no reconocidos a víctimas producidas por grupos o Estados autoritarios/totalitarios. No olvidemos que en Estados formalmente democráticos no escasean, precisamente, la vulneración de derechos humanos (especialmente por parte de instituciones u organismos coercitivos, judiciales, penitenciarios…).
De otra parte, podemos entenderla como el proceso de construcción de una interpretación política (relato) no oficial y que adquiere su derecho a la existencia cuando es asumida por una parte del cuerpo social con la aspiración de modificar la distribución social de poder o constituirse en hegemónica. No deja de ser un error extendido limitar la memoria democrática a su construcción como relato, pero el relato solo vive cuando va asociado a una fuerza social determinada (para que el relato no se quede en el relato); en caso contrario carecería de trascendencia, no más que algo ajeno al devenir social.
Siguiendo a W. Benjamin cualquier relato (también el nuestro) solo adquiere plena significación cuando es capaz de encontrar en el pasado, la esperanza del presente y el anticipo del futuro. Algo así como para que la pugna por la historia no quede reducida al relato. Sus valiosas y críticas reflexiones sobre la historia positivista, la memoria como instrumento necesario de cambio social o, el carácter deformador del recuerdo representan, todavía, un inexplorado territorio que el movimiento memorialista está obligado a transitar.
En gran medida es posible distinguir dos orientaciones diferenciadas en el tratamiento de la memoria democrática: De un lado, con finalidad de conmemoración y recuerdo de acontecimientos más o menos históricos o personales y familiares que se completan con un cierto conocimiento y explicación fragmentada del pasado. La trascendencia social de esta orientación es relativa pues no alcanza naturaleza política derivando, en el mejor de los casos, hacia lo personal o lo local. Por otra parte, la MD puede intentar superar la fase individual (no histórica) y tomar forma colectiva (histórica) aspirando a la consecución de un patrimonio social-cultural común. En este sentido, como construcción ideológica específica, entrando en conflicto con otras construcciones, notoriamente hegemónicas, pero carentes de naturaleza democrática.
Apuntes para una estrategia necesaria
«Sin memoria no hay estrategia». (J. Semprún)
Sería bueno tomar en consideración tres ideas previas relativas al objeto del movimiento memorialista: a) Que la MD forme parte de la Agenda Política de este país. A pesar de las numerosas debilidades de este movimiento, su impacto social y político supera sus expectativas. b) Que la MD se instale en el cuerpo social y conforme la conciencia colectiva a fin de ofrecer nuevas posibilidades al porvenir. c) Que la MD solo puede avanzar o desarrollarse bajo el protagonismo de la sociedad civil, en forma de mayoría social.
La verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición son elementos constitutivos de la reivindicación de una memoria negada, lo que implica entrar en conflicto con la memoria dominante y socialmente aceptada. Una memoria dominante compuesta de identidades adaptadas al espíritu de la Transición (equidistancia, reconciliación, heridas cerradas, mirada al futuro…). Y este relato tiene su público, además de ocultar e incluso, legitimar la impunidad. La otra memoria, la que no admite coexistencia.
Pero el problema no es la memoria, pues ésta debería contribuir a un cierto reequilibrio de las diferentes interpretaciones político-históricas y sin embargo la propia dinámica del conflicto social transforma la defensa de la memoria en una subversiva lucha contra la impunidad. Con otras palabras: la impunidad no tolera la memoria.
Al igual que todo lo existente las cosas necesitan construirse y reproducirse en el tiempo. Nada que deba mantenerse puede escapar a esta tendencia. Así, la impunidad es algo más que un conjunto normativo-jurídico, una estructura para la redistribución social del poder o el escenario en el que transcurren las complejas relaciones humanas, colectivas e individuales. Es una construcción deliberada y se reproduce en paralelo a la desigualdad expresando relaciones de dominación que un discurso, socialmente aceptado, tiende a legitimar. La impunidad no tiene, por tanto, una solución estrictamente judicial. Se podría afirmar que la impunidad y la justicia no son asuntos de jueces.
De igual forma que es posible la construcción de la impunidad, también se construye la MD. Pero si la impunidad es un componente indispensable de la memoria dominante, la memoria democrática no es la memoria de las víctimas. El proceso de construcción de la víctima supone una dislocación de la lucha de la memoria misma. El respeto hacia el sufrimiento humano no obliga a separar a la víctima de su escenario natural o social y sin embargo, la víctima separada deja de ser actor social y deviene en testigo o consecuencia pasiva de acontecimientos sociales pasados. Esta escisión entre la víctima y el conflicto social oculta la naturaleza y legitimidad de las luchas sociales. Por encima de toda consideración, la memoria democrática es la memoria de las luchas sociales, obviamente, del conflicto social en todas sus formas.
Nada garantiza el éxito de la MD. Es muy exigente y no todo vale. Ni siquiera las políticas públicas por más que reparen y que siempre serán bienvenidas pero siempre serán insuficientes (Ley de Memoria Democrática). Recogiendo la experiencia acumulada por el movimiento memorialista, con cierto rigor se puede preguntar si las aspiraciones de la memoria democrática ¿son compatibles bajo el paraguas del actual régimen jurídico-político? La respuesta no es sencilla y nada resuelve tener la certeza de la incompatibilidad de la memoria democrática con el régimen de la Reforma. En cualquier caso habría que realizar la experiencia sobre los límites del sistema. La respuesta a la pregunta está, como siempre, en lo que la sociedad sea capaz de construir en lo humano.
Las iniciativas actuales –Plataforma para una Comisión de la Verdad y Coordinadora Estatal de Apoyo a la Querella Argentina– no son incompatibles, son complementarias. El desconocimiento sobre lo que fue la dictadura franquista y la Transición española hace necesaria la Comisión de la Verdad y asociada a su existencia, la derogación de la Ley de Secretos Oficiales, la apertura de todos los archivos sin materias reservadas de tipo alguno. El acceso a la justicia bloqueado, entre otras razones, por la Ley de Amnistía requiere de la subordinación de la misma al derecho internacional para que los delitos de lesa humanidad sean imprescriptibles y no amnistiables. Sean bienvenidos todos los marcos unitarios de encuentro incluso el más plural de todos, una especie de Parlamento de la Memoria Democrática, capaz de aglutinar a todo el movimiento memorialista y al resto de movimientos sociales democráticos.
La MD une su suerte al desarrollo democrático social e institucional del país. No tendría sentido una supuesta autonomía pues la MD no es neutral ni indiferente ante cualquier conflicto social o demanda democrática (reforma laboral, derechos sociales, patriarcado, cambio climático…). Tiene sentido la contribución de la MD a la conformación de una alianza social por la democracia, que exprese el protagonismo de la sociedad civil y de quienes trabajan por una sociedad mejor.
Más democracia significa rescatar la democracia de las fauces de la Constitución. La democracia limitada a las élites no es tal, como tampoco lo fue la “democracia orgánica” del franquismo. No se pueden despreciar los aspectos formales de la democracia ni contraponerlos a sus aspectos deseables. Atrás quedaron las aspiraciones a un nuevo proceso constituyente alentado por la irrupción del 15-M pero el problema no fue resuelto. En el futuro, democracia y Constitución habrán de verse las caras.
Parece que la MD constituye el eslabón débil sistémico. El régimen social y político es más flexible de lo que aparenta, puede vivir sin reforma laboral o ampliando los derechos sociales pero no puede hacerlo bajo la hegemonía de la MD. Ese eslabón débil toca la fibra de los grupos sociales dominantes, de su poder, de su prestigio y de su riqueza. Implica, en definitiva, un cuestionamiento rotundo de la desigual distribución social del poder. Inaceptable para esos grupos.
W. Benjamin nos invita a reinstalar el pasado en el presente. De eso se trata. Nuestro pecado original bien podríamos situarlo en aquello que resume nuestra transición política de que, fuimos suficientemente fuertes para impedir la continuidad de la dictadura franquista pero no tanto como para evitar sus múltiples pervivencias en el nuevo régimen. Entonces no lo sabíamos pero la memoria democrática –y nuestros derechos- habrían de pagar las consecuencias.