La sabiduría revolucionaria de Castoriadis (Ximo Brotons, 2003)

A raíz de la reciente publicación de El siglo de Sartre, de Henri-Lévy, el suplemento de libros del diario Le Monde dedicaba una página entera a glosar la figura de Sartre como gran intelectual del siglo, contraponiéndola por su magnitud y audiencia a varios intelectuales franceses mucho más minoritarios y marginales y por tanto no tan imprescindibles, entre los que sobresalía por encima del resto Cornelius Castoriadis.

Pero la actual y encomiable rehabilitación de Sartre no puede recaer de nuevo, tal como apuntaba no hace mucho Ramoneda en las páginas de Babelia, en una suerte de reinado sartreano que conduciría al resto de intelectuales franceses al limbo de la especialización o de la literatura. Y esto tanto menos cuanto que en la gran tesitura del siglo, es decir, en el momento de enfrentarse con las armas de la pluma al horror nazi y estalinista, ninguno de todos estos intelectuales fue tan claro y tan preciso en la denuncia sin condiciones de ambos totalitarismos como Cornelius Castoriadis (griego de nacimiento y escritor en francés, primero en la revista Socialismo o barbarie que fundara junto a otros personajes como Lyotard o Lefort, y luego en los libros que fue publicando a partir de los años 70), mucho más próximo en este punto a los pensadores judíos alemanes de la Escuela de Frankfurt o de una filósofa como Hanna Arendt que del glamour parisino de la bohemia y los cafés.

En este sentido Castoriadis (1922-1997) está siendo hoy publicitado sobre todo como el gran debelador tanto de los regímenes comunistas del Este como del capitalismo occidental, ambos definidos según su pensamiento por la estructura jerárquica y burocratizada de dichas sociedades. Sólo que siendo la burocracia capitalista una burocracia fragmentada que sigue dejando algún que otro resquicio a la libertad, la burocracia soviética se regía por un capitalismo burocrático total. Mientras que el totalitarismo soviético lo inundaba todo, el totalitarismo capitalista no habría conseguido totalmente aún su propósito de someter la vida al puro imperio del dominio irracional e ilimitado de la técnica…

Por todo ello reviste un gran interés la reciente publicación de La exigencia revolucionaria (Acuarela), obra escrita en los años que según el lúcido prólogo de Amador Fernández-Savater fueron los más fecundos en la trayectoria intelectual de Castoriadis: los 70. Poco después de esta obra el pensador griego acometió la gestación de su trabajo más importante, La institución imaginaria de la sociedad, en la que además de una crítica radical del marxismo el autor realiza un análisis de los entresijos del movimiento revolucionario democrático que pone en radical tela de juicio, asimismo, al actual capitalismo que nos gobierna. Hoy, una década después de que el neoliberalismo (“última baratija lanzada por la publicidad de la industria de las ideas al mercado”, dice de él Castoriadis, descalificándolo además por pseudo-“religioso”) decretase el final de la historia y el triunfo irreversible del capitalismo mercantil y de la democracia representativa, la furibunda crítica que de este sistema realizó Castoriadis a lo largo de toda su vida sigue en pie con más vigor que nunca, dada la evidente iniquidad del rumbo que ha tomado tal celebrado triunfo después de la caída del muro de Berlín en 1989.

Sociedad autónoma

A mi modo de ver, la propuesta principal de Castoriadis puede resumirse así: no hay que conformarse con una democracia como mero mal menor (idea básicamente aristotélica que el orondo Churchill hiciera célebre a mitades del siglo XX), sino que se trata de luchar por la realización de una democracia radical, esto es, de una sociedad en la que el origen de la ley resida en la autonomía individual y colectiva de todos los seres humanos. Las leyes revocables que éstos instituyesen promoverían a su vez la autonomía individual y colectiva de todo el conjunto de la sociedad.

Políticamente, pues, la crítica de Castoriadis se dirige a la heteronomía que gobierna nuestras sociedades, en las que casi siempre el origen de las leyes es extra-social (natural, “racional” o trascendente). La díada “sociedad instituyente-sociedad instituida” le sirve al autor para afirmar que dicha diferencia, incluso en una democracia radical, no puede ser borrada. No teman, entonces, aquellos que al hablar de democracia directa en seguida ven llegar los fantasmas de la anarquía o de otras utopías perniciosas; abolir la heteronomía y apostar por la auto-institución explícita y consciente de la sociedad no significa abolir la diferencia entre lo instituyente y lo instituido, sino “abolir el avasallamiento de lo primero por lo segundo” tal como sucede en nuestras democracias representativas y mercantiles.

¿Qué entiende Castoriadis por auto-institución explícita de la sociedad, “conocedora de sí misma y dilucidada en la medida de lo posible”? Una palabra de viejo sabor izquierdista (señores, ¿será en estos tiempos de imbecilismo derechista disfrazado de progresismo demasiado pedir el volver a alimentarse en serio de la única tradición que debemos conservar quienes no queremos democracias clónicas y demás sucedáneos pseudo-sociales?) le sirve a Castoriadis como idea-fuerza de su apuesta intelectual y práctica: la autogestión. La autogestión individual y colectiva no es imposible, y según cómo se mire resulta mucho más factible que hacer turismo por la Luna o montarse un chalet en el planeta rojo, o mucho más verosímil que el hecho de que cada día mueran miles de personas por inanición física o decapitados por hordas salvajes armadas hasta los dientes de machetes y fusiles.

Quizás es cuestión, en efecto, de imaginárselo. Para prevenirse de tentaciones anarquistas (a las que Debord planteó críticas muy precisas en La sociedad del espectáculo), Castoriadis señala que la autogestión o auto-organización lo es asimismo “de las condiciones social e históricamente heredadas en las que ésta se desarrolla”. Este dato parecería aproximar a nuestro autor a la ortodoxia más puramente marxista, pero del mismo modo que Debord rehuyó eficazmente las limitaciones anarquistas, gran parte de la obra de Castoriadis estuvo dedicada exclusivamente a plantear críticas muy severas y muy bien fundadas a Marx y al marxismo. No es éste el lugar para analizar en detalle el contenido de este desmarque claro y rotundo de las tesis marxianas; digamos únicamente que la transformación de la realidad exigida por Marx pasa efectivamente por el establecimiento de condiciones distintas (por un cambio en la infraestructura, para entendernos), sólo que Castoriadis va más allá y señala con tino que incluso la infraestructura no es más que otra institución que, aunque toda ella material, requiere para su transformación de la intervención humana, de tal modo que la primera exigencia para cambiar el mundo debe ser de índole intelectual: así evita por su parte Castoriadis las tentaciones “provisionalmente” heterónomas de los marxistas como Debord evitaba las tentaciones puramente éticas del anarquismo.

Filosofía y democracia

A causa de este matiz y observando la trayectoria final de sus libros, se le ha criticado a Castoriadis la deriva filosófica, teórica o puramente abstracta de sus últimos años. Pero esta crítica olvida que precisamente la institución de una democracia radical empieza por la actividad filosófica, actividad en este sentido tan o más concreta que la institución de las bases prácticas de la libertad o que los hipotéticos debates y decisión en torno a los asuntos cotidianos de la comunidad. Sobre la relación entre filosofía y democracia hay un largo párrafo en La exigencia revolucionaria que no me resisto a transcribir: “El individuo, tal y como lo conocemos a partir de algunos ejemplos y tal y como lo queremos para todos; el individuo autónomo, que sabiéndose envuelto en un orden-desorden carente de sentido en el mundo, se quiere y se hace responsable de lo que es, de lo que dice, de lo que hace, nace simultáneamente y del mismo movimiento en que emerge la ciudad, la polis, como colectividad autónoma que no recibe sus leyes de una instancia exterior y superior, sino que las instituye ella misma para sí misma. La ruptura de las heteronomías mítica o religiosa, la contestación como significaciones imaginarias sociales instituidas, el reconocimiento del carácter históricamente creado de la institución –de la ley, del nomos- es, en un grado deslumbrante, inseparable del nacimiento de la filosofía, de la interrogación ilimitada que no conoce autoridad ni intra, ni extra-mundana –como el nacimiento de la filosofía es imposible e inconcebible fuera de la democracia”. Lejos de resultar abstracta o irreal o anecdótica, la filosofía, al menos una filosofía que revista todas las características aquí apuntadas, resultaría en cambio la primera praxis democrática al alcance de todo el mundo y la primera crisis abierta en el entramado de la sociedad alienante. Casi me atrevería a decir que la teoría filosófica puede ser la primera base práctica de las libertades reales y efectivas.

Un filósofo judío-holandés de origen hispano, Spinoza, escribió que “el hombre no nace sino que se hace”. Esto significa que la fabricación de hombres y de mujeres corre a cargo de la sociedad, y que en la orientación y manera como esta fabricación se realice radica toda o gran parte de la cuestión ético-política de la sociedad humana. La educación en sentido amplio, o la cultura (universal y no compartimentada, se entiende): éste es el asunto. Por eso las querellas sobre lo abstracto de la filosofía carecen de fecundidad cuando la filosofía no se agota en la Razón y se expande, en cambio, como esa interrogación ilimitada que funda no sólo la ruptura del orden establecido de la sociedad sino también las bases prácticas y reales de la revolución entendida justamente como auto-institución explícita de la sociedad. Más humanamente explícito que la filosofía no hay nada, y si a Castoriadis se le puede achacar que dice siempre lo mismo hasta el aburrimiento, es porque quizás ha sido el intelectual más explícito y más completo del siglo. En su reivindicación de la historia como creación ex nihilo (es decir, como creación cuyos efectos exceden a las causas, o sea, como exceso del efecto sobre la causa) y no como repetición de lo dado, en su idea de la revolución como “apertura repentina de la historia”, en su demolición de la división social del trabajo y de la política profesional entre dirigentes y dirigidos, en su rechazo de la homogeneización que el principio de identidad opera en la sociedad, en su exigencia de la igualdad total de los salarios (reivindicación que, en negativo, está siendo hoy planteada como renta básica), en su crítica del “trabajo para el beneficio” y en su apuesta inversa por el trabajo creador y dotado de sentido humano, etcétera, en todos estos frentes la profundidad y amplitud del pensamiento y de las declaraciones de Castoriadis nunca dejan de hacernos pensar que la exigencia revolucionaria de la institución autónoma de una democracia radical no es sólo imposible sino que resultaría desde ahora mismo, a poco que lo pensemos, mucho más beneficiosa para los fines verdaderamente humanos de la libertad y la igualdad que el “progreso” depredador que nos vende la nueva barbarie económica.

Libertad sobre el abismo

En su espléndido libro El miedo a la libertad, Erich Fromm distingue entre la “libertad de” los vínculos tradicionales y la “libertad para” vivir mejor. Uno de los efectos positivos de las sociedades capitalistas modernas surgidas a partir de la baja Edad Media fue promover como nunca hasta entonces en la historia (o como en la Grecia solar y trágica que dio nacimiento a la filosofía y a la democracia) la primera de estas dos libertades. En el mismo sentido Deleuze y Guattari subrayaron en ¿Qué es la filosofía? los paralelismos entre la Grecia clásica y la sociedad moderna: “El vínculo de la filosofía moderna con el capitalismo es por lo tanto de la misma índole que el que une la filosofía de la antigüedad con Grecia: la conexión de un plano de inmanencia absoluto con un medio social relativo que también procede por inmanencia”.

Dada esta inmanencia que ha favorecido la “libertad de” en muchas partes del planeta, la cuestión principal estriba ahora en qué hacer con la libertad para, libertad actualmente empequeñecida por las cotizaciones bursátiles que pueden hacer del capitalismo (y el nazismo y el estalinismo valen como pruebas indelebles) un sistema económico promotor de fascismos limpiamente liberticidas. Y es que para dar alimento y cobijo, cualquier dictadura puede resultar incluso más eficiente que la mejor de las democracias representativas, como ha quedado demostrado en Chile con Pinochet o, en cierto modo, en Cuba con Fidel Castro.

En La exigencia revolucionaria y en otros libros, Castoriadis no se cansa de repetir la misma pregunta que se hacían Fromm o Deleuze: “libertad, ¿para hacer qué?”. En su liberador repudio de nuestras sociedades de hobbies y lobbies intenta teóricamente y con ejemplos prácticos acabar con esta separación entre el “hombre privado” y el “hombre público” que fundamenta el resto de las separaciones jerárquicas y burocráticas. Su apuesta por la unión de lo ético-político tiene la fuerza de las ideas que surgen de lo que podríamos llamar, en contraposición a ese miedo analizado por Erich Fromm, el amor a la libertad. Un amor libre, activo y social, que danza en el abismo que nuestro destino humano de seres mortales nos abre bajo nuestros pies y en nuestras cabezas. Sigue estando en juego aquí la cuestión del saber qué, pero nunca fue tan sabia la “sabiduría revolucionaria” de Castoriadis cuando a la pregunta de qué tipo de sociedad revolucionaria propondría, contesta diciendo: “Eso no me corresponde a mí formularlo si la sociedad quiere ser verdaderamente revolucionaria, esto es, autónoma”.

Podemos tener algunas pistas. En los movimientos feministas o en las revueltas juveniles Castoriadis vio un movimiento de mayor calado aún que el movimiento obrero del XIX, pues estos movimientos atacan a estructuras antropológicamente más profundas y anteriores que la explotación económica, como la familia o la herencia. Habla también a favor de la ecología urbana y no es difícil imaginarlo metido en el meollo de los actuales movimientos contestatarios de la mundialización econócrata (si se me permite el neologismo). Savater, utilizándolo para despojar al cosmopolitismo kantiano de toda unción providencial, planteaba en su libro Despierta y lee la posibilidad de un caopolitismo que una universalmente esas libertades que bailan sobre el abismo. Etcétera.

Libertad para hacer qué del caos, una vez liberados del orden heterónomo: éste sería acaso el primer punto a discutir en las asambleas democráticas de las sociedades post-revolucionarias. En todo caso, la respuesta al qué depende de nosotros, sabiendo -no como excusa para la resignación sino como acicate para seguir luchando- que la ignorancia en torno al quid de la cuestión sigue y sigue dando vueltas en el aire, alejando así la tentación totalitaria de la verdad única, eterna y definitiva.

Lo escribió García Calvo en su hermoso poema «Sermón de ser y no ser»:

“y queda en alto
sólo la moneda de oro de lo que no sabemos”.
Así es: si sigue en alto esa moneda de oro es porque amamos la libertad, y si esa moneda de lo que no sabemos nos causa desasosiego eso es debido a que nuestro amor a la libertad brota de nuestro amor a la vida.

Edición digital de la Fundación Andreu Nin, noviembre 2003

Sobre el autor: Brotons, Ximo

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