Surrealismo y comunismo (Michel Lequenne)

Artículo aparecido en Critique communiste nº 8, 1982. Traducido por Gema Sanz Botey para la edición de Por un arte revolucionario e independiente (El Viejo Topo, I) una recopilación de documentos en relación al encuentro entre Breton, Trotsky y Diego Rivera.


La edición de Tracts surréalistes et déclarations collectives (1922-1969) cuyo tomo I cubre el período 1922-1939, no es una más entre las innumerables obras dedica­das al tema: es indispensable para quien quiera compren­der el movimiento surrealista en relación con la vida lite­raria, artística y política de la época. En efecto, el volu­men contiene no sólo la totalidad de textos breves, la in­mensa mayoría imposibles de encontrar desde hace tiem­po, que jalonan incisivamente el andar polimórfico de los surrealistas, sino que más de 175 páginas de comentarios metódicos de José Fierre proporcionan contexto y víncu­lo, y realizan una suerte de historia con menos lagunas, considerándolo todo, que la que puede resultar de la sub­jetividad de cualquier historiador.

La simple enumeración de los abundantes temas de es­tos cuarenta y siete años de actividad surrealista desborda las posibilidades de este trabajo. Por ello nos limitaremos a lo que nos parece el problema clave que define la pro­yección surrealista de este momento decisivo de la histo­ria: su relación con el comunismo.

1922-1925: tumulto y frenesí

Las tentativas de recuperación burguesa del surrealismo tienen en común con la opinión de la izquierda el poner el énfasis en los años de nacimiento, aquéllas perdonándole sus excesos a causa de su exterioridad al movimiento obrero y revolucionario, la izquierda no encontrando re­volucionarios más que los excesos. Nosotros no podemos compartir tales opiniones, ya que la lectura de los Tracts nos confirma que la diferencia del surrealismo con la re­belión vacía de Dada concierne a su indispensable apor­tación al pensamiento y la consciencia modernos. Por pri­mera vez, jóvenes artistas y poetas rehusaban ser aislados en el ghetto del arte («no tenemos nada que ver con la literatura»), y tenían como objetivo alcanzar la unidad de la vida psíquica universal -consciente e inconsciente- a través de la integración de las culturas malditas, globaliza-doras de lo social y lo individual («El surrealismo […] es un medio de liberación total del espíritu.») Había sido necesa­rio el crisol y el fuego de la inmunda Primera Guerra mun­dial para transmutar esta piedra filosofal: «El surrealismo no es una forma poética. Es un grito del espíritu que regre­sa a sí mismo completamente decidido a acabar desespe­radamente con sus trabas y necesidades a martillazos.»

Un proyecto tan ambicioso no podía surgir de jóvenes burgueses sin crear malentendidos y confusiones. Es ca­racterístico que, desde el principio, la «tentación frenéti­ca» y la «vía medio libertaria, medio mística» habían pro­vocado las reticencias de Breton cuando Artaud, de una parte, y Aragón, de la otra, se enviscaban.

La rebelión pura y absoluta se adentra siempre en un callejón sin salida y sucumbe en el muro del verbalismo hueco y de la acción irresponsable.

1925-1927: de la unidad de acción a la adhesión

Es, sin embargo, porque los surrealistas se resistían a pensar la poesía como una actividad literaria, que la gue­rra colonial de Marruecos les condujo a la acción común con los intelectuales comunistas y sus simpatizantes (de los cuales, con razón, consideraban a unos cuantos como muy dudosos desde el punto de vista revolucionario). Desde en­tonces, quieren aparecer en todos los manifiestos contra los crímenes contrarrevolucionarios del momento (y por otra parte, muy rápidamente se convierten en críticos con respecto a la práctica misma de los manifiestos).

Este tipo de actividad se construye, no obstante, de en­trada, sobre un malentendido que contiene en germen la ruptura definitiva de 1932. En efecto, la unidad de acción, y después la adhesión al PC, se efectúan sobre la base de un ultraizquierdismo común pero de orientación contra­ria. El de los surrealistas es una enfermedad juvenil, al mismo tiempo que la expresión de su oposición radical al mundo cultural dominante del que proceden; el del PC es la primera forma de su degeneración burocrática. La fisu­ra aparecía rápidamente al nivel de la propia actividad su­rrealista. Aunque, para el PC, no se tratase más que de uti­lizar a esos brillantes jóvenes intelectuales, se trata de «ellos entre otros», y sin comprometerse en cuanto a lo que hay de osado en su aportación. Todo lo contrario: el mecanismo se ha puesto ya en marcha hacia la elección de la literatura utilitaria, de propaganda «proletaria». Los su­rrealistas llegan al marxismo a través de la dialéctica hegeliana, de la crítica despiadada de la cultura burguesa y, en el caso de Breton, por la lectura del Lenin de Trotsky… Este Trotsky ya en trance de convertirse en la Ne­gación absoluta de la burocracia que se instala.

El caminar inevitable y lógico del surrealismo hacia el comunismo provoca las primeras grandes rupturas en su seno. Es importante señalar al respecto que una vez resti­tuidas a su contexto histórico, todas estas rupturas apare­cen profundamente justificadas y marcando cada una de ellas una profundización de la coherencia del movimien­to (los «atropellos» y los «problemas personales» han sido puestos de relieve demasiado frecuentemente, a pe­sar de ser muy secundarios), y la manifestación de una exigencia de rigor delante de la cual muchos van a mos­trar que no son más que charlatanes y «payasos» (por re­tomar el nombre que estigmatizará a Aragón).

Es también destacable que los que más arrastran los pies al acercarse al comunismo son los que, más tarde, se mos­trarán buenos estalinistas: Aragón de nuevo, Eluard…

Por último, el carácter trágico del malentendido se evi­dencia en que todavía hoy supervivientes e historiadores continúan haciéndose la pregunta, no sólo sobre la legiti­midad de la adhesión al PC, sino también sobre la posibi­lidad de una articulación del surrealismo con el marxismo y el comunismo. No ven que la trayectoria del surrealis­mo fue interrumpida, desviada por la evolución de un PC que dejó de ser comunista al volverse estalinista.

En este asunto, el surrealismo ha sido, a su manera, también víctima de la perversión del comunismo por la sí­filis burocrática.

1927-1932: la ruptura más dolorosa

Un verdadero encuentro entre el surrealismo y el comu­nismo habría sido capaz de enriquecer poderosamente al marxismo. El manifiesto de 1938 de la FIARI lo indica claramente. La degeneración estalinista detuvo este movi­miento. Lo destacable es que, a pesar de las presiones ejercidas sobre él, a pesar de la dificultad de estos poetas mal preparados para afrontar el análisis de una evolución política tan compleja y nueva, el movimiento surrealista no sólo resistió al estalinismo sino que se volvió rápida­mente más comunista que los partidos comunistas y con­tinuó profundizando en los aportes culturales de la revo­lución.

Desde la entrada de los surrealistas en el PC comenza­ron las preocupaciones «obreristas». Su actitud será per­fectamente clara: «No debemos, por buenas razones, en el interior de un partido revolucionario, y mientras la situa­ción no sea insurreccional, privar a quienquiera de ejercer el derecho de crítica hasta el límite en que pueda legíti­mamente ejercerse.»

A partir de 1929, por otra parte, el problema de Trotsky va a situarse en el centro de todos los debates. Pero lo que sorprende en los textos de 1929 a 1932 es la vacilación y la confusión que reflejan las de la época y la inestabilidad en que se encuentra el movimiento surrealista.

Considerado sospechoso por sus aliados, se estanca en un izquierdismo que lo arrastra al caso Keller, provoca­ción poco calculada que va a tener consecuencias inespe­radas: el desmoronamiento lamentable de uno de los dos autores de la provocación, y la marcha del otro, Sadoul, a Moscú, en compañía de Aragón, lo que va a ocasionar su paso al estalinismo, inicialmente mal, y luego lamentable­mente, camuflado.

En estos años difíciles se producen tomas de posición de valor muy desigual. Así, al lado de una vigorosa denun­cia de la situación colonial, a propósito de la cual el PC ya se hace el sordo, aparece el muy discutible y izquierdista llamamiento ¡Fuego, fuego! justificando las destrucciones en España de obras de arte religiosas y de iglesias (que los mismos anarquistas protegerán durante la revolución de 1936).

Pero, traicionado, Aragón, debe «mojarse». Con la publi­cación de su poema «realista-socialista», el ultraizquierdista Frente rojo le coloca bajo la amenaza de la justicia bur­guesa. Una vez más, frente al hecho consumado, los su­rrealistas, con gran inconsecuencia (que los de Bélgica desaprueban), reclaman para los poetas una irresponsabi­lidad de la palabra que contradice la negativa fundamen­tal de disociar la acción literaria de la acción política. El PC, todavía en pleno período de la provocación iz­quierdista, niega esta forma de defensa. Eso precipita una ruptura liberadora que levanta los equívocos en los cuales el movimiento comenzaba a enredarse, aun cuando sea al precio de la incomprensión de una nueva ala (Unik, Alexandre) que continúa sin ver la inversión que sufre el comunismo al convertirse en estalinismo.

1933-1939: el honor surrealista

Es en el período que se acaba con la guerra cuando ver­daderamente el surrealismo domina la escena intelectual con una acción multiforme y perfectamente ajustada. El movimiento de Francia encuentra un brillante refuerzo en la formación de un grupo antillano, de poderosa origina­lidad. Tanto en el terreno político como en la vida co­tidiana, las intervenciones se aferran a los puntos que más daño hacen: contra la toma de poder por los nazis, y al mismo tiempo contra el capitulacionismo socialdemócrata; en favor de Violette Noziéres, homicida de un padre que la violaba y de una madre cobardemente cómplice, lo cual los jueces moralistas ocultaban púdicamente; el lla­mamiento a la unidad de acción desde el 6 de febrero de 1934 (que condena implícitamente el PC); el llamamien­to a la formación del Comité de Vigilancia de los intelec­tuales, que jugará un rol decisivo para la unidad obrera; el llamamiento para que le sea concedido a Trotsky asilo político en Francia; ataque al chauvinismo del PC pasando a la defensa nacional en 1935; frente común, en Contre-Attaque, con los mejores del Grana Jeu (pero que será pronto interrumpido debido a las ambigüedades «sobre el fascismo» de este grupo); por un «Frente popular de com­bate» basado en los soviets; por la revolución española; contra los procesos de Moscú, denunciados desde el pri­mer instante con la lucidez más total (mientras que Ara­gón se cubre de ignominia); Ubu presentado como el modelo común de Hitler y de Stalin; por Freud detenido en Viena, con Breton convocando a Trotsky bajo la consigna -tomada del Goethe agonizante- «¡Más luz!». Esta acti­vidad culmina en la coincidencia con Trotsky en el mani­fiesto Por un arte revolucionario e independiente, que es todavía la única base posible de alianza de los revolucio­narios en política y en arte.

Este texto impulsa las últimas acciones del surrealismo hasta el estallido de la Segunda Guerra mundial, y la últi­ma octavilla contra «El Terror gris» chauvinista que mete en campos de concentración a los vencidos españoles re­fugiados en Francia.

Al término del primer volumen, no podemos más que concluir que el movimiento surrealista era entonces el único movimiento revolucionario de la intelligentsia. Pero la historia del surrealismo no se para ahí, como que­rrían -y no inocentemente- muchos de sus historiadores.

EL SURREALISMO Y EL TROTSKISMO

El segundo tomo (1940-1969) es sin duda más impor­tante que el primero, no sólo en la medida en que éste se refería al período más conocido de la historia del movi­miento (aunque referente a esto los tópicos, incluso los pre­juicios más persistentes, exigían ya que se les limpiara el óxido), sino porque aquél se refiere al período ocultado, incluso negado; el menosprecio fingido como escudo de un odio que es necesario interrogar. En la lectura de este volumen, el sentido político de tales ocultamientos y ne­gaciones no ofrece la menor duda. Es la vida misma del movimiento surrealista, su función de conciencia de las letras y de las artes en un período de apatía generalizada, su virulencia contra todos los falsos valores que poblaban la escena política, sus tomas de posición a contracorrien­te, lo que explica la acumulación y conjunción de todas las hostilidades de derecha y de izquierda, unificando la mayor parte de las opiniones, vigentes todavía hoy bajo mil formas en los medios más diversos de la intelligentsia.

Pero lo que no dejará de sorprender al lector marxista de estos documentos es el paralelismo entre la historia del surrealismo y la de la IV Internacional en los veintiocho años que se extienden desde el desencadenamiento de la Segunda Guerra mundial a 1968. O, más que de para­lelismo -término demasiado geométrico-, podría hablar­se de un verdadero «paso a dos» en el que acercamientos y alejamientos se producen simultáneamente, desde el comienzo al fin del período, cuando las posiciones políticas son en lo esencial comunes y con algunos hombres -pocos, es cierto- miembros de los dos movimientos.

Estos casi tres decenios han sido años muy duros, muy grises, que después, en los dos movimientos, se caracte­rizarán como «travesía del desierto». Lo que fundamenta nuestro destino común ha sido, en primer lugar estar a «contracorriente». Si no hemos estado siempre de acuer­do sobre la manera de luchar, al menos hemos tenido casi constantemente los mismos enemigos y, si no los mismos amigos, al menos los mismos aliados.

Lo que nos ha hecho marginales, a surrealistas y trotskistas, son las muchas olas de retroceso de la revolución que han sucedido en este período a cada victoria local y/o temporal. Sin cesar, unos y otros, nos hemos encontrado en equilibrio inestable, por tanto en crisis; hemos debido progresar como equilibristas, por lo que han habido mu­chas caídas; en la noche, por lo que ha habido muchos extravíos.

A pesar de todo, la tarea de cada uno ha sido cumplida. Y, hecho balance, uno no se imagina muy bien quién ten­dría el derecho de hablar más alto que nosotros, de dar­nos, a fortiori, una lección. Eso nos permite mirar este mutuo pasado común -no tan lejano- con mirada transpa­rente y sin complacencia, porque incluso su parte más amarga no tiene porqué producirnos mala conciencia.

El campo de acción específico del surrealismo es, en el sentido más exacto y más completo de la palabra, el de la «revolución cultural». La triple exigencia de «transformar el mundo, cambiar la vida y rehacer todas las piezas del entendimiento humano» (A. Breton, el 7 de junio de 1946) implica la intervención política, pero rechazándola como procurar que las exigencias de la acción jamás mermen los valores morales que condicionan finalmente el deve­nir mismo de la humanidad. No hay cosa en el mundo más ajena al surrealismo que el innoble lema «El fin jus­tifica los medios», y es lo que lo opone radicalmente al estalinismo.

En esta época de cínica real politik, cuando los revolu­cionarios debían actuar entre dos apisonadoras, la de Wall Street y la del Kremlin, con el 95% del mundo literario y artístico repartiéndose el deshonor de la servidumbre, la triple labor surrealista de velar por la «salud de los hábi­tos literarios y artísticos», de «trabajar en la destrucción de la moral burguesa» y la «acabar con los prejuicios de las costumbres» sin perder de vista el objetivo de la revo­lución social, topó con múltiples obstáculos.

La guerra había dispersado el movimiento, pero la capa­cidad de rebelión que levantó permitió a la vez encuentros y reagrupamientos en numerosos puntos del mundo y, en Francia -lugar de nacimiento y centro del surrealismo-, el surgimiento de una nueva generación (como fue el caso también en la IV Internacional): la de la Maináplume, que iba a pagar un gravoso tributo en muertos en las activida­des de resistencia de sus miembros (en proporción tan ele­vada como la nuestra, es decir, de las mayores entre las or­ganizaciones de combate antifascista).

En la más pura tradición surrealista, la Main á plume proclamaba desde 1941: «Nos resistiremos siempre a cambiar la poesía por la realidad, pero nos resistiremos siempre a cambiar la realidad por la poesía».
Bajo la bota nazi, el riesgo moral para los revoluciona­rios era el del compromiso, ya fuera con la burguesía, ya fuera con el estalinismo. Hubo, en la Main á plume, ilusiones sobre una posible reconciliación con Paul Eluard, quien intentaba hacer de puente entre los surrealistas y la resistencia nacional-estalinista. La cobardía de quien «con­tinuaba escribiendo sentidos y buenos poemas en memo­ria de los que dan cada día su vida para conquistar la li­bertad», pero que «tiembla como un muchacho que co­mulga por primera vez cuando por azar publica más de cincuenta y cuatro ejemplares», iluminó rápidamente a los jóvenes que habían esperado su regreso a sí mismo. Los hombres de la Main á plume tenían razón al escribir a Breton, el 14 de julio de 1943 (carta retenida antes de su envío), que tenían consciencia «de haber salvado al su­rrealismo de la historia», pues era la cuestión clave de la época la que abordaban al denunciar «con Eluard… Pa­triota revanchista, abandonando ya al proletariado alemán a los perros reaccionarios, sometido a las reacciones del conserje antialemán y del tendero patriotero, creando una poesía comprometida con el ronrón de las romanzas o la fácil nostalgia embrutecedora, digno émulo de su amigo Aragón, a quien dedicaba poemas y que presenta ahora como ejemplo, P. Eluard aparece como uno de los mayo­res responsables de la feroz estupidez nacionalista y cris­tiana que ha azotado a Francia desde la derrota y hay el peligro, si no tenemos cuidado, de que el estallido popu­lar para el cual trabajamos todos acabe en la vía de la peor reacción. Nuestra única labor es, y sigue siendo, en efecto, impedir que perezcan en el torbellino de fango actual los escasos valores que podemos esperar que orienten, en el futuro, las inevitables tormentas que llevarán a la destruc­ción a todo lo que se oponga a la libertad del hombre».

Y Acker, en Informations surréalistes de mayo de 1944: «Dejamos a otros el cuidado de derramar algunas lágrimas amargas sobre una existencia muerta. Partiendo de las condiciones presentes de la lucha, nos asignamos la labor de participar en la construcción del nuevo univer­so.» En fin, lo mismo: «La revolución surrealista, para continuar viviendo, debe alimentarse de la Revolución del mundo».

Nuestros violines tocaban la misma música. Sin embargo, las presiones conciliadoras eran tan fuer­tes en este año 1944 hacia el final de la guerra, cuando los resplandores de la revolución eran tan pálidos, y cuando a las masas les parecía que era Stalin quien tenía el papel principal en el aplastamiento del nazismo, que una co­rriente proestalinista se concretó en la Main á plume. (¿No íbamos a conocer, también nosotros, poco después, una corriente en el mismo sentido en la IV Internacional, con las tesis de David Rousset desde su salida del campo de concentración?)

No está falto de sentido que quien encabezó la ofensiva para expulsar esta corriente proestalinista -en el seno de la cual André Stil, que hará camino en esa dirección-fuese, con Boris Rybak, Gérard de Sede, miembro, al mis­mo tiempo, del Partido Obrero Internacional (el POI) y después del Partido Comunista Internacional, es decir de nuestra sección francesa de la IV Internacional de la épo­ca, en la cual buen número de jóvenes dirigentes estaban profundamente impregnados de surrealismo.

Poco después, le Déshonneur des poetes, de Benjamín Péret, precediendo su vuelta y la de Breton a Francia, iba a significar el mantenimiento irreductible de las posicio­nes surrealistas y su oposición irreconciliable con la cié­naga resistencialista, su poesía tricolor y cola existencia-lista; lo que el grupo de acción surrealista la Révolution la nuit llamaba la reacción con cara de Sartre y Eluard».

Evolución política del surrealismo

¿Qué es lo que iba, pues, a impedir una sólida alianza entre el trotskismo -entonces unificado- y el surrealismo? Una profunda diferencia en el análisis de la perspectiva de la revolución, que no se resolverá, aunque los combates en paralelo, incluso en común, multiplicados a partir del Lla­mamiento de los 121, quince años más tarde, estrecharán los lazos que no habrían debido romperse jamás.

En el corazón de nuestras divergencias se encuentra la cuestión del estalinismo, la de la naturaleza de la URSS y de los partidos «comunistas».

De las últimas reflexiones de Trotsky sobre estos temas (reunidos en Défense du marxisme), Breton deducía que puesto que la guerra mundial no había terminado con la re­volución, «es el colectivismo burocrático y no el socialis­mo el sucesor histórico del capitalismo » y que, en este ca­so «el programa socialista, basado en las contradicciones internas de la sociedad capitalista, ha finalizado en la uto­pía».

Lo que tal conclusión cuestiona es todo el marxismo. Y, en efecto, en el texto clave aprobado el 21 de junio de 1947 por el grupo surrealista, Rupture inaugúrale, encon­tramos a los estalinistas considerados como «herederos de Marx» al mismo tiempo que el «Partido comunista» es criticado por su errónea táctica y no por «no comunista» y contrarrevolucionario. La IV Internacional, por su parte, no podía limitarse a tales ecuaciones. No olvidaba que, para Trotsky, la clave de la historia mundial contemporá­nea está en manos del proletariado. La alternativa «socialismo o barbarie», reexaminada por Trotsky en sus últi­mos escritos, no consideraba lo peor más que en el caso de que el proletariado conociese una derrota histórica de carácter universal. Cuarenta años después, nuestro opti­mismo, a nivel de la Historia, no ha perdido ningún valor. Reconozcamos, no obstante, que en la época, la rápida caída de los breves flujos revolucionarios bajo el control estalinista y la constitución del «glacis» europeo de las «democracias populares» eran inquietantes en relación al futuro. Nuestras propias filas no iban a tardar en ser suce­sivamente diezmadas por la corriente de conciliación con el estalinismo, inmediatamente seguidas por la aparición de corrientes antiestalinistas potencialmente reacciona­rias. El surrealismo conoció los mismos movimientos in­teriores. Fueron, de un lado los pretendidos «surrealistas revolucionarios», en realidad criptoestalinistas; del otro una fuerte tendencia al «dandismo» apolítico, cuyo an­tiestalinismo teñido de anticomunismo iba, en 1950, a ser denunciado por Pastoureau, al pedirle al grupo «romper con todo oportunismo y dejar de transmitir sus preocupa­ciones contrarrevolucionarias a la mayor parte de su au­diencia». Añadía: «Estoy totalmente convencido de que el antiestalinismo furioso de estos últimos años nos ha arras­trado a numerosas acciones completamente aberrantes». La primera de estas tentaciones «totalmente aberrantes» es, sin ninguna duda el entusiasmo de Breton por Garry Davis y su mundialismo (cuya resonancia en el movi­miento van, siempre según Henri Pastoureau, «desde la aprobación sin entusiasmo a la reprobación tácita, pasando por la indiferencia»), y con el RDR2 de David Rousset: Rassemblement Démocratique Révolutionaire. (pasando del criptoestalinismo al antiestalinismo más dere­chista), y Sartre (entonces muy provisionalmente antiestalinista).

Hay pocas dudas de que es esta errancia en la búsqueda de una equidistancia imposible -posición que no sería la del marxismo revolucionario- entre las fuerzas reaccio­narias del imperialismo colonialista y el estalinismo lo que provocará la más grave, y la menos necesaria, de las crisis del surrealismo, el llamado «caso Carrouges-Pastoureau», en el que tres de los más antiguos y firmes su­rrealistas (Acker, Maurice Henry y Marcel Jean) quieren, con Pastoreau, abandonar el movimiento después de ha­ber comprendido que el desencadenamiento del conflicto no había sido más que un episodio secundario, señalando el pesimismo que envuelve entonces al movimiento y la ausencia de toda fiebre revolucionaria entre muchos de sus jóvenes miembros.

La voluntad del comentador de Tracts, José Fierre, de justificar siempre al movimiento le conduce en este caso a dirigir contra el «grupo» de Pastoureau unas acusacio­nes que competen a la psicología, llegando incluso a la descalificación poética y artística. Es verdad que, en la confusión del debate, e inquieto igualmente por la fasci­nación de Breton por el esoterismo y por Fourier (contra Marx), Pastoureau deja a veces atrás su objetivo y su ob­jetividad, comenzando, por ejemplo, con la inclusión del pintor mexicano Tamayo en el ámbito de influencia su­rrealista. Pero, al contrario, la lectura de los documentos justifica globalmente a Pastoureau y a sus amigos que, no sólo ponen al descubierto la carencia y la desviación polí­tica del movimiento -lo cual va ser admitido desde el ini­cio, en particular por los jóvenes que entran en este momento en el grupo- sino que denuncian con razón la ce­guera sobre la persona de Pauwels, entonces gran dispen­sador de las páginas culturales del Combat del especula­dor Smadja -precisamente Pauwels, con el cual, diez años más tarde, en la época de Planéte y de Matin des magiciens, los surrealistas deberán establecer una guerra sin cuartel-, y sobre todo la increíble indulgencia de que Breton ha dado prueba con respecto a Carrouges, católico «militante» cuya función era vincular el surrealismo con la escuela poética mundana y la ideología idealista.

En esta cuestión, como en todo este período, no pode­mos dejar de detenernos en el papel particular y muy importante de Benjamin Péret. Único surrealista del pri­mer momento que permanecía entonces en el movimien­to (con Max Ernst, pero éste último, como muchos pinto­res, no era asiduo), Benjamin Péret es, hasta 1948, miem­bro de la IV Internacional. Partidario de la teoría del capi­talismo de Estado en la URSS, Péret extrae conclusiones cuyo ultraizquierdismo le conduce rápidamente, en pri­mer lugar, a la ruptura con la Internacional, de la cual de­nuncia a la dirección con grosera violencia, después… a las confusiones del grupo surrealista denunciadas por Pastoureau. No es, pues, sin estupefacción que constatamos que nuestro irascible censor firma en febrero de 1949 la carta de los «Surrealistas a Garry Davis», y que este ateo de choque, que se llamaba a sí mismo orgullosamente «el primer anticlerical», hasta el punto de condenar más tarde al PSU porque contaba en sus filas con demasiados obre­ros cristianos, se encuentra enredado con Breton en su compromiso con el «culo bendito» de Carrouges contra los más marxistas de los surrealistas, ¡teniendo que partici­par de lleno en el flirteo con los anarquistas de Libertaire

No es exagerado decir que el papel jugado por Péret en las relaciones entre el surrealismo y la IV Internacional ha sido considerable -dada especialmente la influencia que tenía sobre Breton- y desgraciadamente negativo.

Es antes de la vuelta a Francia de Péret que data Liberté est un mot vietnamien (abril de 1947), donde la revolu­ción vietnamita es reconocida -a pesar del carácter políti­co de su dirección- mientras que es probablemente al ultraizquierdismo de Péret a lo que se debe el desco­nocimiento de los surrealistas del alcance del «cisma yu­goslavo».

Es cierto, no obstante, que en estos sombríos años, so­bre los que se cernía la amenaza de una tercera guerra mundial, la IV Internacional comenzaba a sufrir una cri­sis paralela que iba a conducirla a la división de 1952-1953: Su mayoría, persuadida de la inevitabilidad de un nuevo conflicto mundial, que ocasionaría, sin duda algu­na, el fin del capitalismo, pero tras una etapa de transición bajo regímenes burocráticos, reaccionaba de manera si­métricamente opuesta a la desviación surrealista. Frente a acontecimientos como la guerra de Corea, se producía el zambullido «entrista» en el movimiento de masas estalinista, concebido como el «campo progresista», a la espe­ra de sus mutaciones antiburocráticas.

El caso «Carrouges-Pastoureau» inducía al movimiento surrealista a reconocer y lamentar que «las circunstancias recientes [no habían] permitido una mayor exteriorización de la posición revolucionaria del surrealismo». Ello parece haber producido una cierta desmoralización en Breton quien piensa entonces en la posibilidad de una di­solución del grupo. Un nuevo impulso llega entonces de la «nueva generación» de jóvenes surrealistas: Jean-Louis Bédouin, Gérard Legrand, Nora Mitrani, y sobre todo Jean Schuster, después pronto los críticos de cine Georges Goldfayn, Adonis Kyrou y Robert Benayoun.

Pero, en estos años de niebla, es hacia la Federación anarquista que va a dirigirse el movimiento surrealista, colaborando poco más de un año (octubre de 1951-enero de 1953), al publicar en Libertaire treinta contribuciones precedidas de una Déclaration préalable, todo celebrado por lo alto, pero condenado -quizás por eso mismo- a un divorcio inevitable. La ruptura fue provocada por la vio­lenta reacción de los surrealistas ante la publicación de L’homme révolté de Camus, escritor con el cual la Fe­deración anarquista estaba vinculada y con el que com­partía el mismo revolucionarismo verbal y abstracto, con­trariamente a la certificación que le concederá Schuster, como flores sobre una tumba: «Esto dicho, la Federación anarquista queda ante nuestros ojos como la única organi­zación auténticamente revolucionaria y aún algo eficaz en este país». Treinta años después, José Fierre juzga más correctamente el «encuentro» con los anarquistas tan decepcionante como lo había sido el «encuentro» con los comunistas (léase: los estalinistas), precisando que si el obstáculo había sido, en la primera experiencia, «el cri­men», en la segunda no había sido otra cosa que «la nece­dad».

A causa de esto, tendremos dos años de silencio políti­co del surrealismo, bruscamente despertado por la guerra de Argelia y la represión consiguiente contra la extrema izquierda, represión que los surrealistas quieren denun­ciar con energía.

El nuevo impulso de la revolución colonial y las con­mociones que se suceden en el imperio estalinista hacen aparecer un rayo de luz al final del túnel de estos años cin­cuenta que con todo no han acabado siendo completa­mente oscuros.

Un bello texto colectivo, Au tour des livrées sanglantes, que saca fruto del discurso secreto de Jruschev en el XX Congreso del PCUS y llama al rapapolvo autocrítico a los criados plumíferos franceses, puede ser considerado co­mo un regreso del surrealismo a sus mejores posiciones políticas. Leemos allí: «Cualesquiera que sean las crisis que atraviese, la mayor o menor distancia aparente con ella, la profunda depresión que puede conocer después de un avance demasiado brutal o un momento crítico, el surrealismo no puede dejar de incardinar a la causa prole­taria tanto en sus flaquezas como en sus grandezas». Y: «Camaradas comunistas, vuestros dirigentes os han trai­cionado, han especulado con la miseria intelectual que la sociedad os da muy a menudo en el reparto; han canali­zado vuestra rebelión hacia la adoración religiosa; han debilitado, si no quebrantado vuestra voluntad revolucio­naria, engañado vuestra esperanza -por lo tanto, se han hecho los aliados de los capitalistas, vuestros explotado­res directos; han logrado petrificaros al hablaros de Mos­cú como se habla del paraíso a los cristianos; hoy sabéis que no hay paraíso en ninguna parte, ni sobre la Tierra ni en otra parte; sabéis que la revolución no tiene «salvador supremo» pero puede tener verdugo. Camaradas, vuestros dirigentes vacilan -ellos, tan hábiles en tomar las curvas-, parecen desorientados por aquello de lo que depende de vosotros que sea lo último: la verdad. Exigid, en el inte­rior de las células, la discusión libre e inmediata, a partir del XX Congreso, sobre la revisión de la historia del par­tido con -como consecuencia primera- la rehabilitación hora de reconstituir la FIARI.

En abril de 1966, el grupo surrealista nos enviaba un rechazo categórico a nuestras propuestas sobre esta cuestión, Ni hoy, ni de esta manera, al cual respondíamos, el 15 de septiembre del mismo año. Manifestábamos nuestro desacuerdo con respecto al fon­do y a su perspectiva. José Fierre reconoce que: «Los des­tinatarios de Ni hoy, ni de esta manera habían advertido todo el pesimismo, incluso el cansancio que penetraban este texto -verosímilmente hecho por el mismo Breton, pero los otros firmantes compartían ciertamente esta me­lancolía- y habían reaccionado; el grupo «Rupture» de una manera insultante, Michel Lequenne (en nombre del BP del PCI) de una manera amistosa pero firme. Sin vol­ver a hablar de la negativa a trabajar en una nueva FIARI, el texto del 20 de noviembre parece participar de una vi­sión un poco menos sombría de las perspectivas políticas y sociales. El tono -donde nos parece reconocer la marca de Bounoure, incluso la de Schuster- no está más que medianamente afectado, como es normal por parte de los que acaban de perder su «faro» y amigo». En efecto, André Breton moría el 26 de septiembre de 1966. «Es dos meses después de su desaparición que sus amigos respon­den a la carta de Michel Lequenne. Este texto constituye así la primera octavilla surrealista posterior a la muerte de André Breton». Añadimos que este texto terminaba con un proyecto de discusión común que queda desgraciada­mente en suspenso: «Es necesario, creemos, mantener y hacer más fecundos los intercambios de ideas que han tenido lugar entre el surrealismo y los herederos del pen­samiento trotskista. No solamente permitirían concertar nuestros movimientos en el plano de la actualidad inme­diata, sino que podrían, más que un reagrupamiento donde se mitigaría inevitablemente nuestra acción, asignarse por objetivo la discusión de los temas anteriormente men­cionados, sin perjuicio de las perspectivas prácticas, a las cuales podríamos ser conducidos».

José Pierre concluye su comentario de este texto al es­cribir: «Pero podemos lamentar que no pase un poco por una de las lecciones capitales del desaparecido, a saber que «la vida es reapasionarse», una lección que se expre­sará enteramente, apenas dieciocho meses más tarde, en las barricadas del sublevado barrio Latino…»

En efecto, si mayo del 1968 ha podido con mucha razón ser considerado como «el surrealismo en acción» (André Billy, en le Fígaro littéraire del 17 de febrero de 1969), la apasionada participación de los surrealistas en esta «revo­lución cultural» precederá por poco a la dispersión del grupo.

LA HIGIENE DE LAS LETRAS Y DE LAS ARTES

Sería tanto más injusto juzgar al movimiento surrealis­ta por sus bandazos políticos cuanto que, en su campo específico, su vigilancia y su rectitud no han sido cogidas en falta, a pesar de que eso produjo en sus filas divisiones dolorosas.

Desde el fin de la guerra, lo más urgente seguía siendo hacer frente a la operación «redención del estalinismo», orquestada en el incienso del resistencialismo. El Déshonneur des poetes marca firmemente la negativa surrealista a todo compromiso. Más que Aragón, Eluard -menos pú­blicamente, y cínicamente dedicado a la aprobación de los crímenes estalinistas- debía ser desenmascarado. Su pro­pia ignominia no estalla verdaderamente más que en su respuesta al llamamiento que le dirige Breton a favor de Zavis Kalandra, antiguo militante comunista checo, vuel­to trotskista, muy unido a los surrealistas también, amigo del pasado de Eluard, condenado en 1950 en el proceso de Praga que sigue a la crisis «titista»: «Tengo demasiado que hacer con los inocentes que claman su inocencia para ocuparme de los culpables que claman su culpabilidad». Tal frase, lapidaria, deshonra para siempre a un hombre y su memoria.

Pero más que Eluard, el «maestro del pensar» de la época, verdadero reflejo de su miseria teórica, de su apa­tía y de su pestilencia de ciénaga, fue Sartre, quien justi­ficaba al estalinismo como las «Manos sucias» necesarias para los partos de la Historia. A pesar de algunos efíme­ros momentos de rectificación -especialmente su firma del Manifesté des 121 que, paradójicamente, le dio el ca­riz de líder- sus recaídas continuas en el filoestalinismo (transmutado, después de 1968, en filomaoísmo) obliga­ron a los surrealistas a apartarlo con perseverancia; hasta su rechazo del Nobel justificó lamentablemente al ex­poner que hubiese habido que dárselo a Solojov, el «Vichinski de las letras soviéticas», pronto desenmascarado como plagiario, y no a Pasternak, prohibida su residencia y su publicación en su país.

En 1952 (en compañía nuestra), como en 1963, los su­rrealistas denuncian el chantaje en favor del mártir orga­nizador del asesinato de Trotsky, el pintor Siqueiros; chan­taje al cual cedieron hasta hombres como André Masson y Giacometti, en medio de una «amalgama de pintores vul­gares y otros infeudados al PCF». En junio de 1968, el caso Siqueiros tendrá punto final: en Cuba, con el pun­tapié en el culo que la poetisa Joyce Mansour le suelta de parte de André Breton, bajo los gritos de «Cuba sí, Siquei­ros no» de un coro, Michel Leiris a su cabeza, que hace huir al pintor sicario.

Era también útil que, en esta puesta al descubierto, los surrealistas escriben retratos del asesino que debían permitir que no fueran admirados. Esto entraba en el tema de la desmitificación de los falsos valores artísticos que se imponían entonces (y se imponen todavía) con insolencia, en particular en pintura.

Este será el lugar de la alianza entre los surrealistas y Charles Estienne, el crítico y teórico de la nueva Escuela de París, contra el «miserabilismo» a la Buffet, pero tam­bién contra los «embaucadores» del tipo Mathieu y los charlatanes como el «muy fascinante Yves Klein» (toda­vía hoy celebrado en el mundo entero y en particular en el centro Pompidou donde alcanza, en el museo de Arte moderno, cimas negadas a pintores más importantes pero menos fanfarrones).

El mismo deseo de higiene intelectual conduce a los su­rrealistas a poner en la picota moral a personas enfanga­das como Leo Ferré, y principalmente a Céline, del que no era sorprendente que su nombre «trepara de nuevo a la primera página de los semanarios franceses» cuando la nación estaba «preparada al 95 % para la caza de chivos».

Asimismo, correspondía a los surrealistas desmenuzar, en un análisis fino y completo, las «falsas cartas transpa­rentes» del Matin des magiciens y después de la revista Planéte.

Moral y vida cotidiana

Es necesario distinguir estas operaciones de higiene pública de las exclusiones que golpean en este período a pin­tores del movimiento: Matta y Brauner, después Max Ernst. No apuntan desaprobaciones de su pintura, sino compor­tamientos juzgados incompatibles con la moral surrealis­ta.

La exclusión de Brauner -por dandismo- no es más que una consecuencia de la de Matta, con quien se ha solida­rizado. Esta última plantea un grave problema al movi­miento, porque él pone en carne viva una de sus vivas contradicciones, casi constitutiva: la de la exaltación del sadismo teórico y de las prácticas sadianas de vida. Una serie de golpes duros habían empujado al pintor surrealis­ta americano Arshyle Gorky al suicidio. Uno de estos «golpes» era la aventura de su mujer Agnés Gorky con Matta. ¿«Vértigo de Eros» o «libertinaje cínico»? La amis­tad hacia Gorky inclina el veredicto de ignominia moral contra Matta, duramente herido por esta decisión. Aquí, la afectividad y el rigor moral, sobredeterminado por errores de Matta, parecen haber podido con la comprensión de lo que es más que la oposición entre «amor loco» y la «infracasable alma de la noche»: una confusión llevada al lími­te.

Estas dos exclusiones «históricamente no necesarias» serán compensadas por rehabilitaciones hechas once años más tarde.

Todavía más dolorosa sin duda -en todo caso para Breton- es la exclusión de Max Ernst, el más antiguo de los pintores que permanecían fieles al movimiento. El «pacto surrealista» implicaba el rechazo de los jurados y los pre­mios. En 1954, no sólo Max Ernst recibía el gran premio de pintura de la Bienal de Venecia, sino que parecía claro que lo había solicitado. Esta exclusión, arrancada a Breton, planteaba problemas que los compromisos posterio­res de Max Ernst (relaciones con Debré y Pompidou) no zanjan: los del cómo ha de vivir un artista si no es ven­diendo sus obras, es decir, entrando en el juego del mer­cado.

Toda condena en este campo no es aceptable más que de quien no sólo explícita medios de existencia que no impli­quen ningún compromiso con la sociedad burguesa, sino que es capaz de asegurar que en todo caso afrontará la miseria antes que jugar el juego de la sociedad tal y como es. Seguramente este no era el caso, entre los partidarios de la exclusión, del trepador Hantai, consagrado por com­pleto a condenar a Max Ernst, y quien, no sólo no iba a esperar dos años para, apenas salido del surrealismo, caer en las peores confusiones reaccionarias, sino que además iba a ponerse a hacer una pintura bochornosamente em­badurnada. La exigencia moral de los surrealistas habría quizás mejorado si hubieran reconsiderado los criterios del compromiso.

Como entre las dos guerras mundiales, el movimiento surrealista volará en socorro de aquellos -y sobre todo de aquellas- cuyos crímenes han tenido por móvil al amor loco y/o al amor a la libertad, y de aquellos que combaten la moral de los hombres de orden y a los perros de la pren­sa -buena parte de ellos estalinistas. Es el caso de Pauline Dubuisson, en 1954, y de dos adolescentes, en 1956, de las cuales una será Albertine Sarrazin.

Muerte de Breton y dispersión del movimiento

Con la muerte de André Breton, el grupo que ha reunido alrededor de él se dispersa dos años y medio más tarde.

A pesar de ello, el combate del movimiento había pro­seguido entre las dos fechas, y 1968 parecía abrirle tantas perspectivas al surrealismo como a nosotros mismos.

¡68! Era no sólo nuestro Mayo francés, sino también la Primavera de Praga, de donde surgió en abril la Plataforme de Pragüe, firmada a la vez por los surrealistas franceses y veintiún checoslovacos, así como por once extranjeros residentes en Francia: sin duda alguna uno de los textos más importantes de la historia del movimiento, y que no nos sorprende al conocer la obra de los tres hom­bres que aparecían como las tres principales cabezas del surrealismo en este momento: los franceses Jean Schuster y Vincent Bounoure, el checo Effenberger. Al mismo tiem­po, en Estados Unidos Franklin y Penélope Rosemont ani­man una actividad surrealista que se extiende a varios Estados.

No obstante, la crisis, latente ya antes de la muerte de Breton, no es detenida por una «revolución cultural» que retrocede antes de haber tenido tiempo de desembarazar­se de su escoria.

«¿La puesta en común del pensamiento [surrealista] puede sobrevivir a Breton?», interrogaba el comité de re­dacción de la nueva revista, l’Archibras, en mayo de 1967, en su declaración «Pour un demain joueur». El movimiento estalla en marzo de 1969.

Este segundo volumen representa pues un período ce­rrado cuyo balance puede ser considerado altamente posi­tivo; poéticamente menos rico, sin duda, que el de entre-guerras, pero igual de combativo y mordaz en una época todavía más difícil, estando representado el movimiento a la vez por espíritus más rigurosos, más lúcidos, más en­tregados a la obra colectiva, y por artistas que, por ser más secretos que sus antecesores, han acentuado, por su fide­lidad total, su surrealismo: además de los ya nombrados Gorky, Matta, Brauner, la pléyade que se extiende de Wilfredo Lam, Hans Bellmer, Toyen hasta Molinier, Wolfgang Paalen, Svanberg, Camacho, Terrosian, Mimi Parent…

Contra el «deseo de permanecer», reprochado a algu­nos, los que provocan la dispersión oponen la necesidad de una renovación, de una «reinvención», la búsqueda de una «variable» que sucedería al surrealismo «histórico» (J. Schuster). Doce años más tarde hay que constatar que estos últimos han permanecido en una dispersión bastan­te silenciosa, mientras que son los primeros quienes se han esforzado en renovar el pensamiento y la acción su­rrealista.

Sin duda, el movimiento está hoy en el limbo. Pero el surrealismo no ha muerto. Como Merlin, parece estar vivo en su tumba. Simplemente porque sus exigencias subsisten, y sin ellas no hay perspectiva de sociedad hu­mana armoniosa, y porque más que nunca el objetivo de transformar el mundo implica cambiar al mismo tiempo la vida, si no se quiere caer en la barbarie.

Edición digital de la Fundación Andreu Nin, 2013

Sobre el autor: Lequenne, Michel

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