La tradición católica y el peligro político de la certeza religiosa (Juan Manuel Vera, 2008)

Texto incluido en el libro La Iglesia furiosa (SEPHA, 2008), disponible en el Catálogo de Publicaciones de la Fundación Andreu Nin. Publicado con autorización del autor.

La cuestión de la sociedad autónoma es también la siguiente: ¿hasta cuándo la humanidad tendrá necesidad de ocultarse el abismo del mundo y de ella misma detrás de simulacros instituidos? La respuesta sólo podrá darse si se da simultáneamente en el plano colectivo y en el plano individual”. (Cornelius Castoriadis)

Los tres monoteísmos, a los que anima la misma pulsión de muerte genealógica, comparten idénticos desprecios: odio a la razón y a la inteligencia; odio a la libertad; odio a todos los libros en nombre de uno solo; odio a la vida,; odio a la sexualidad, a las mujeres y al placer; odio a lo femenino, odio al cuerpo, a los deseos y pulsiones. En su lugar, el judaísmo, el cristianismo y el islam defienden la fe y la creencia, la obediencia y la sumisión, el gusto por la muerte y la pasión por el más allá, el ángel asexuado y la castidad, la virginidad y la fidelidad monogámica, la esposa y la madre, el alma y el espíritu. Eso es tanto como decir: crucifiquemos la vida y celebremos la nada” (Michel Onfray)

El papel que desempeñan las creencias religiosas en el mundo contemporáneo debe ser un motivo de preocupación para todos aquellos que creen en la posibilidad de un desarrollo más amplio de la autonomía individual y social. Aunque su fuerza es relativa y llena de contradicciones, sus efectos son reales. El auge del fundamentalismo en las distintas confesiones, la agresividad creciente de los extremismos religiosos y los efectos terribles de los fanatismos que los acompañan son, desdichadamente, muy reales.

En España, como en otros países europeos, se ha producido un creciente distanciamiento de significativos sectores de la población respecto de los ritos cristianos, lo que se manifiesta en el aumento del número de no creyentes y la disminución constante del número de practicantes (1). Estos datos han llevado a algunos a pensar que el único problema religioso en Occidente, en el siglo XXI, se limitaría al creciente peligro del integrismo islámico y de sus ramas terroristas.

Sin embargo, algunos ejemplos inmediatos deben llevarnos a la reflexión sobre las tendencias del cristianismo en el mundo. Pensemos en la eclosión de sectas fundamentalistas en el entorno político que llevó a Bush a la presidencia de los Estados Unidos y en el peso del extremismo religioso en aquel país.

Tengamos también en cuenta la radicalización tradicionalista de la Iglesia Católica durante los papados de Juan Pablo II y Benedicto XVI, que alertan sobre la necesidad de profundizar en el significado político de la evolución de la Iglesia Católica. Juan Pablo II puso en marcha, a partir de 1979, un giro estratégico de la Iglesia para aprovechar el notorio vacío de representaciones creado por el hundimiento del totalitarismo comunista. Ese giro había sido preparado durante el curso final de la guerra fría, que abrió el camino al recurso a la religión como variable geoestratégica. Recordemos el papel del catolicismo polaco contra el totalitarismo comunista, el del fundamentalismo musulmán en Afganistán o el del judaísmo sionista en Oriente Medio.

En nuestro país, en los últimos años la Conferencia Episcopal ha sido la sostenedora de una furibunda oposición al gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero desde su llegada al poder en 2004. Ese comportamiento ha incluido manifestaciones como la convocada por los obispos en defensa de la familia el 30 de diciembre de 2007, convertida en un mitin político anti-socialista, y su participación junto al Partido Popular en las protestas contra la regulación del matrimonio homosexual. Y, también, la utilización al servicio de un discurso de extrema derecha de medios de comunicación como la COPE y las permanentes acusaciones al Gobierno de promover leyes inicuas, lo que supondría considerarle ilegítimo a pesar de ser electo. Son muestras evidentes del decurso de la jerarquía católica hacia un activismo político extremista.

A pesar de esta agresividad renacida de la Iglesia Católica y de otras confesiones cristianas resulta sorprendente la ausencia casi completa de análisis político efectivo de su papel social. En la izquierda política ha predominado una visión que relativiza sus efectos sobre la opinión ciudadana y que menosprecia sus riesgos políticos potenciales sobre la evolución de la democracia. Esa errónea tolerancia respecto al significado político real del cristianismo orgánico expresa un conformismo intelectual y una incomprensión profunda del peligro político de las certezas religiosas.

Es frecuente que muchas personas de buena fe consideren que el debate sobre la religión es secundario, o que debe limitarse a algunos aspectos prácticos del laicismo, sin cuestionar en profundidad el deísmo monoteísta ni su sustancia filosófica y política. Incluso muchos no creyentes consideran que el cristianismo es una recopilación de buenos valores a los que se debe reconocimiento social, incluso por quienes no creen que las vírgenes tengan hijos ni que un dios personal sacrifique a su vástago para redimir a los hombres. Otra forma de esta seudo-tolerancia consiste en establecer una divisoria radical entre la religiosidad y el fundamentalismo, cuando la única diferencia es de grado. Finalmente, algunos admiten que el cristianismo es la jerarquía autoritaria de su Iglesia, pero admiran la fe de los millones de pobres del Tercer Mundo (2), los cuales no creen tener más remedio que buscar esperanza en otro mundo como consuelo a sus males reales en éste.

Ninguna de esas disculpas es realmente poderosa. Todas tienen en común la atribución de elementos deseables a la creencia religiosa y el olvido de que la religión siempre tiene que ver con el poder, que toda religión es política, por definición. Al pensar de esa manera se corre un velo sobre la Historia, ocultando o trivializando la guerra absoluta que la Iglesia ha desarrollado a lo largo de los siglos contra la libertad de expresión y de conciencia, las libertades públicas y la democracia. En fin, no es aceptable la negativa a reflexionar sobre el sentido último de las creencias religiosas, sus aspiraciones latentes o explícitas a una sociedad cerrada. Tampoco deben velarse las terribles consecuencias para la libertad si las ideas religiosas fueran impuestas por un régimen político confesional.

Paolo Flores D´Arcais ha expresado inmejorablemente el alcance del proyecto de reconquista de Occidente que la Iglesia Católica emprendió con Karol Woytila y lo compara con la cruzada de León XIII contra el liberalismo. “El enemigo es el mismo, el individuo laico de las libertades sin Dios, pero ha variado la escala de los egoísmos hedonistas, difundidos ahora en todas las clases de las instituciones secularizadas de la opulencia democrática. En consecuencia, la estrategia de León XIII es extendida por el papa polaco a la dimensión de un mundo que no coincide ya con Europa. Y si en los tiempos de la Rerum Novarum los restantes continentes eran tierra de misión entre poblaciones primitivas y salvajes, aún no bendecidas por el encuentro con el verdadero Dios, en los tiempos de la Centesimus Annus los nuevos bárbaros a (re)evangelizar son, precisamente, las masas que disfrutan del nihilismo de la nueva Babilonia, de Nueva York a París” (El desafío oscurantista, Barcelona, Anagrama, 1994).

En mi opinión, frente a este proyecto re-evangelizador hay que oponer respuestas laicistas. La divisa de ese combate es que las certezas religiosas son un peligro para las libertades humanas.

Todo pensamiento religioso forma parte de un universo fundamentalista, aunque muchos creyentes se las apañen para conseguir un compromiso entre sus certezas y la convivencia en una sociedad plural donde las ideas son sometidas a escrutinios discursivos. El combate se refiere tanto a la religión dentro de la sociedad, esto es, operando a través de las conciencias individuales de los ciudadanos, como a la religión institucional. Así como el protestantismo opera fundamentalmente desde la sociedad, el catolicismo aspira a una pinza que se desarrolle, por una parte, con la alianza de la Iglesia con el poder político, y, por otra parte, con los sentimientos religiosos de la población.

El concepto cristiano de evangelio significa buena nueva. Dada la naturaleza mesiánica del cristianismo no hay que olvidar las estrategias a través de las cuales interviene en la sociedad para extender su mensaje, y dotar del máximo poder posible a su organización eclesial.

El filósofo católico Jacques Maritain señalaba que el cristianismo interviene en la vida social de acuerdo a dos modos de acción muy diferentes, que podrían ser llamados el ‘movimiento desde arriba’ y el ‘movimiento desde abajo’ (3). “El ‘movimiento desde arriba’ consiste en la germinación de las enseñanzas de la Iglesia, que están esencialmente referidas a la verdad revelada y a la vida eterna, pero que también están preocupadas con los supremos principios morales que gobiernan sobre los asuntos de la comunidad humana”. Este movimiento desde arriba se basa, pues, en el fortalecimiento del poder institucional de la Iglesia. Por otra parte, “el ‘movimiento desde abajo’ consiste en la germinación producida naturalmente en las profundidades de la conciencia secular y temporal bajo los estímulos del fermento cristiano”. El movimiento desde abajo se asocia al concepto de comunidad cristiana y sociedad cristiana.

Teniendo presente esa descripción de Maritain de las dos estrategias, la ascendente y la descendente, empezaremos a analizar las fuentes de los peligros políticos asociados al significado de determinadas certezas cristianas.

En todo caso hay que resaltar que la creencia cristiana no pertenece a la esfera individual. No es un mensaje individual. La idea de salvación se asocia a una salvación comunitaria, a una ciudad de Dios. “Esta vida verdadera, hacia la cual tratamos de dirigirnos siempre de nuevo, comporta estar unidos existencialmente en un pueblo y sólo puede realizarse para cada persona dentro de este nosotros “ (Benedicto XVI, Spe salvi, 2007). La esperanza cristiana es social. La religión católica no puede ser entendida como una creencia privada ya que fundamenta opiniones sociales y políticas. Hay pues una relación que debe ser elucidada entre creencia y acción.

El monoteísmo cristiano y la autonomía humana

Como señala Georges Corm, los monoteísmos está construidos sobre un ideal unitario fuerte: “la idea del Dios único con vocación universal se corresponde con la concepción de una sociedad única que practique unas normas sociales homogéneas” (La cuestión religiosa en el siglo XXI, Madrid, Taurus, 2007).

No hay que olvidar que el ideal histórico de los monoteísmos ha sido una conjunción de un poder político y un poder religioso que garanticen el respeto a los dogmas religiosos y a sus normas morales. La tradición cristiana, que reivindicaba el Vaticano para la Constitución Europea, es una tradición de alianza entre el Estado y la Iglesia. Esa es la historia de la Cristiandad europea, desde la Roma de Constantino al proyecto imperial cristiano de Carlomagno en el siglo IX, llegando a los compromisos feudales y absolutistas y pasando por el siglo de las guerras de religión (1517-1648). Sí, una amplia historia que recorre las Cruzadas, la Inquisición, la evangelización colonialista, la lucha contra herejes y brujas o el silencio ante la esclavitud y el imperialismo, demostrando siempre su esencia institucional de amor al poder. La Iglesia ha sido una gran legitimadora de la violencia imperial, social y estatal. Esa larga trayectoria explica por qué convive tan bien con las dictaduras y poderes autocráticos de extrema derecha y sólo resignadamente con los poderes democráticos laicos.

La monarquía de derecho divino, sostenida durante siglos por la teología católica, estaba muy próxima al sueño musulmán de un califato como guardián de la ley revelada. Del mismo modo, la sharia tiene la misma vocación que ha tenido el derecho cristiano de obligar a la sociedad a cumplir sus reglas y regular todos los aspectos de la vida cotidiana, oprimiendo durante siglos la libre expresión de las conciencias individuales, imponiendo su moral a todos y luchando ferozmente contra la libertad de opinión y de conciencia (esa es la auténtica historia de la cristiandad). El cristianismo dominante ha sido siempre inquisitorial e intolerante respecto a los otros: los herejes, los ateos y todos los que no compartían sus normas morales impuestas universalmente a través del poder político confesional. Y ha sostenido la opresión de la mujer a lo largo de los tiempos.

La omnipresencia de la religión y de lo religioso ha construido históricamente la sociedad europea. El arquetipo bíblico monoteísta (Dios, profeta, revelación, salvación, paraíso) ha marcado profundamente ese devenir.

Conviviendo, y enfrentándose con esa dominación religiosa se encuentra la tradición democrática. Leo Strauss ha expresado metafóricamente esa doble raíz y fundamento de Occidente en dos lugares-símbolos: Jerusalén (como ciudad santa de los monoteísmos bíblicos) y Atenas (como ciudad dónde nace la democracia y filosofía). Ese doble fundamento no es pacífico, sino mutuamente conflictivo, expresa una formidable tensión histórica. La conquista del derecho a la libertad de conciencia, de expresión, la democracia, no han sido acontecimientos casuales sino el resultado de siglos de luchas sociales y de resistencias individuales al poder de las oligarquías tradicionales y del poder eclesiástico.

La separación del espacio religioso y el político, el proyecto laicista, nació con la Ilustración. El laicismo, el liberalismo y la democracia pretenden situar al ciudadano en el corazón político de la sociedad. Donde el Antiguo Régimen situaba súbditos políticos y fieles religiosos, apareció el ciudadano. Y con el laicismo una pregunta, ¿es posible una religión que no invada los espacios públicos? Parece muy deseable. Pero, ¿es realista esa posibilidad?

En este contexto surgen algunas cuestiones importantes sobre el rol de las creencias cristianas en el funcionamiento de la sociedad democrática. Mi convicción es que son constitutivamente negativas para su mantenimiento y para el progreso de las libertades civiles. El institucionalismo cristiano se ha opuesto y sigue oponiéndose a la fijación por las leyes civiles de los derechos y libertades individuales. Se opone al divorcio, al aborto, a la contracepción, a la libertad sexual, a los derechos de las parejas homosexuales, a la investigación genética, a la eutanasia, etc.

¿Es poco preocupante la existencia de una estructura organizada que defiende principios contrarios al fundamento humano de los derechos individuales? ¿No debe inquietarnos que un enorme aparato educativo, financiero, comunicacional y humano actúe de forma organizada, esperando su momento, contra los derechos de los individuos?

Los principios cristianos presuponen que sus reglas morales son y deben ser universales y que deberían imponerse a toda la sociedad, pues son buenas para todos. Como derivan de una verdad absoluta tales reglas no podrían ser objeto de la controversia humana ni ser sometidas a la exclusiva decisión individual dentro del marco de las leyes civiles. Hay un corazón fundamentalista en todo cristianismo auténtico. Se trata del significado profundo de la creencia. De ahí su potencial riesgo para el proyecto de autonomía social e individual.

Al indagar en el contenido político de las ideas cristianas la conclusión es palmaria. El conjunto de creencias cristianas, partiendo de sus distintos credos (el romano, el niceno-calcedoniano o el atanasiano) y el corpus de sus libros sagrados, incorpora un conjunto de significaciones imaginarias que, tomadas en serio, son abiertamente incompatibles con la construcción de una sociedad abierta y autónoma. Ese contenido político del cristianismo es, además, un sustrato cultural imaginario omnipresente en todos aquellos que han sido educados desde niños en esas creencias, que opera en contra del desarrollo de la autonomía humana.

Hay algo en la religión cristiana (por supuesto también en otras creencias religiosas) que es consustancial a la negación del sentido profundo de la libertad y de la democracia. Ese algo consustancial deriva del valor imaginario metapolítico que la caracteriza que no es otro que la heteronomía, la negación de la autonomía humana, núcleo del pensamiento cristiano. Para el cristianismo no es el hombre el que construye los sentidos del mundo. Ese algo heterónomo es la esencia del cristianismo: la fe en una fuente extrasocial del sentido. “No son los elementos del cosmos, la leyes de la materia, lo que en definitiva gobiernan el mundo y el hombre, sino que es un Dios personal quien gobierna las estrellas, es decir, el universo; la última instancia no son las leyes de la materia y de la evolución, sino la razón, la voluntad, el amor: una Persona” (Benedicto XVI, Spe Salvi, 2007).

Castoriadis lo ha expresado muy bien. “La relación profunda y orgánica de la religión con la heteronomía de la sociedad se expresa en esta doble relación: toda religión incluye en su sistema de creencias el origen de la institución y la institución de la sociedad incluye siempre la interpretación de su origen como algo extrasocial y así remite a la religión”. Por tanto, “la institución heterónoma de la sociedad y la institución heterónoma de la religión son de esencia idéntica. Las dos apuntan a lo mismo y con los mismos medios. No aspiran sencillamente a organizar la sociedad; aspiran a darle una significación al ser, al mundo y a la sociedad, y darles la misma significación. Ambas deben encubrir el caos y en particular el caos que es la misma sociedad y lo encubren reconociéndolo en falso, lo hacen en virtud de una presentación/ocultación del caos al suministrar de él una imagen, una figura, un simulacro” (“La institución de la sociedad y de la religión”, en Los dominios del hombre: las encrucijadas del laberinto, Barcelona, Gedisa, 1988).

El misterio del poder de las religiones continua y no desaparece de la escena histórica. El hecho de que las religiones sean una creación humana no resuelve el problema de su persistencia como marco autorreferencial de gran número de seres humanos.

No se trata tanto de una necesidad humana de la religión como de una necesidad de disponer de un sentido. Los aparatos burocráticos de las religiones se reclaman los únicos constructores de sentido en nombre de la espiritualidad y de la trascendencia para la negación de la capacidad creadora de la autonomía humana. Para Benedicto XVI el problema del mundo contemporáneo es que “la esperanza bíblica del reino de Dios ha sido reemplazada por la esperanza del reino del hombre, por la esperanza de un mundo mejor que sería el verdadero reino de Dios” (Benedicto XVI, Spe Salvi, 2007).

Si la presencia social de las certezas religiosas nos preocupa, también es preciso comprender mejor su naturaleza, evitando los errores del laicismo liberal decimonónico que fue incapaz de construir un sentido social que derrotara definitivamente la religiosidad heredada de la sociedad tradicional. En este sentido, los interesantes enfoques de Sam Harris sobre el «fín de la fe» (4) o el de Richard Dwakins sobre “el espejismo de Dios”(5) resulta excesivamente optimistas al confiar, de alguna manera, en un agotamiento histórico de las religiones al ser una «visión del mundo» no compatible con la verdad de las ciencias.

Considero que el cientifismo racionalista es consustancialmente insuficiente para explicar el sentido de la religión y las antinomias que permiten su afloramiento. El poder de la religión tiene que ver con el imaginario social y con los sentidos constitutivos del mundo y de toda sociedad. La religión ha sido hasta ahora, en casi todas las sociedades conocidas, un componente central de la institución de la sociedad. Opera sobre factores tan cruciales como la necesidad de sentido individual y social y la manipulación de la llamada trascendencia. Por ello, tanto el conocimiento científico como el racionalismo ha sido insuficientes en el pasado, y creo que lo serán en el futuro, para desarticular completamente el discurso religioso.

El retorno del tradicionalismo y del fundamentalismo religioso en pleno siglo XXI debe entenderse, además, en el marco de la primacía de lo económico como significación imaginaria central del capitalismo global y la incapacidad intrínseca de ese economicismo para dotar a la sociedad contemporánea de un conjunto de valores civiles que den sentido a la actividad y a la vida humana. Toda religión es una gran constructora de sentido. Por tanto, una sociedad incapaz de dotarse de un sentido humano valioso puede acabar cayendo en las redes religiosas que aprovechan las angustias existenciales profundas del ser humano (tanto individual como colectivamente) para darles una cobertura singular y convertir sus dogmas y prejuicios en inspiradoras de la moral social y el dominio autoritario sobre las conciencias individuales. Esa es la base última tanto de los proyectos cristianos de reconquistar el espacio social perdido como de los sueños islamistas de convertir a los Estados en instrumentos religiosos.

Las significaciones centrales del cristianismo: el problema de la verdad

Las significaciones cristianas se articulan en supuestos teológicos. Éstos comienzan en el teísmo, es decir, la creencia en un dios de naturaleza personal, y continúan con la existencia histórica (6) de Jesús en tiempos de los romanos y su crucifixión; el nacimiento virginal de Jesús; la encarnación (Jesús es hijo de Dios); el llamado misterio de la Trinidad; la resurrección de Jesús; la salvación de los creyentes gracias a la fe en Jesucristo y la resurrección de los muertos y la vida eterna. El edificio culmina con la afirmación de que el conjunto de enseñanzas atribuidas a Jesucristo son el modelo universal de conducta ética.

Esas significaciones no pueden discutirse, son una verdad revelada. Y esa verdad abarca contenidos religiosos pero también presupuestos sobre la naturaleza propia de la verdad y contenidos morales.

En este texto no se trata de analizar detenidamente los supuestos teológicos propios de la concepción cristiana. Lo que nos interesa es una aproximación a las consecuencias políticas intrínsecas al cristianismo rectamente entendido, esto es, sin desviarnos de su visión ortodoxa del mundo.

Los monoteísmos parten de una fe común en el origen sagrado de unos textos, los cuales habrían sido inspirados directamente por Dios. Esa creencia en una verdad muy fuerte, excesiva, es la fe más allá de toda prueba en una verdad de origen divino comunicada al hombre. La existencia de unas proposiciones respecto a las que no cabe prueba en contrario, sin posibilidad de refutación discursiva, al margen de cualquier criterio de opinión o pragmático, es la naturaleza radical de lo religioso. Insistamos, todo auténtico creyente religioso presupone la existencia de verdades no sometidas a ningún criterio de carácter práctico-pragmático o de argumentación reglada. Millones de personas creen que un Dios ha inspirado unos determinados textos y no aceptan ninguna alternativa. Ellos creen lo que Dios ha dicho, y saben lo que Dios dice porque ellos creen en él.

Esa verdad, palabra de Dios dirigida a los hombres, se cualifica mediante la exégesis. La ruta propia del pensamiento creyente, una vez aceptada la existencia de una palabra sagrada es que su interpretación solo puede ir dirigida a desvelar el contenido de esa verdad, no a cualquier otro objetivo.

Los textos y los supuestos testimonios sagrados considerados como meros escritos literarios resultan contradictorios internamente, incongruentes lógicamente y potencialmente susceptibles de las más diversas lecturas literarias o teológico-filosóficas. Para evitar el peligro de que el lector llegara a conclusiones plurales, el creyente debe asumir que la verdad revelada en sus libros sagrados debe ser objeto de interpretación, ya sea literal o simbólica, pero, en suma, teológica. Esa interpretación es esencial en la articulación de la creencia religiosa católica no solo por la naturaleza contradictoria de los mensajes divinos sino, sobre todo, por permitir la aparición de una burocracia divina, esencial para la perpetuación de la creencia.

La necesidad de exégesis dota de carácter institucional a los profesionales de la interpretación teológica. El rol de la Iglesia, de los sacerdotes, es esencial en la configuración de una interpretación irrefutable de la verdad revelada de origen divino.

Cuando un ciudadano acepta ese conjunto de pasos argumentales, normalmente porque desde pequeño le han inculcado esa creencia, está asumiendo más de lo que parece a primera vista. Asume que en base a la fe existe una verdad indemostrable para la razón humana, que esa verdad tiene un origen divino, que esa verdad es accesible gracias a la interpretación y que existen unos mediadores entre esa verdad y ellos. Sobre todo, ser creyente es aceptar que esa verdad, a pesar de su inconsistencia, debe tener superioridad sobre las verdades prácticas o deliberativas.

La confianza en la posesión de una supuesta verdad absoluta, no sometida a ningún criterio posible de contradicción, infalsable por definición, no es inocua. Se trata de una forma de verdad que tiene consecuencias sobre la sociedad. No solo porque toda religión implica preceptos morales, sobre todo porque esa verdad incorpora una determinada concepción de la sociedad y de sus instituciones. Sí, la creencia en una verdad revelada por Dios, verdad que tiene implicaciones sobre los individuos y sobre la sociedad, es una creencia excesivamente fuerte. La creencia en una verdad absoluta, completa e inalterable, es el corazón de la intolerancia religiosa.

El auténtico creyente no puede aceptar que el espacio religioso sea estrictamente privado pues la necesidad de universalizar su verdad constituye un elemento consustancial a la religiosidad monoteísta. No se trata de una creencia individual, sino en el caso de cristianismo, de un elemento prefigurador de la constitución de una comunidad cristiana.

Benedicto XVI cita muy oportunamente en su Deus Caritas Est (2005) la Carta de Pablo a los gálatas (6-10): “Mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, pero especialmente a nuestros hermanos en la fe”. Como puede observarse ese criterio cristiano es contradictorio con el de ciudadanía, que no puede tener presente la creencia u opinión como criterio especial de atención. La religión es un gran limitador de la identidad moral dado que la mayoría de los creyentes han creído a lo largo de los tiempos formar una comunidad diferente de la de quienes no comparten su fe.

La creencia escatológica

Benedicto XVI en su ya citada encíclica de 30 de noviembre de 2007, Spe Salvi, resalta la importancia de la esperanza.”En efecto, esperanza es una palabra central de la fe bíblica, hasta el punto de que en muchos pasajes las palabras fe y esperanza parecen intercambiables. En la Carta de Pablo a los hebreos se dice, en la versión de Ratzinger, que “la fe es hypostasis de lo que se espera y prueba de lo que no se ve”. No es una afirmación que disimule. La fe es promesa, sustancia, de lo que se quiere creer y prueba de lo que carece de prueba. Se trata de un poder formidable que dice que se debe desear lo contrario de lo real.

Esa esperanza tiene un carácter escatológico, es una creencia en el más allá. La fe y esperanza de la que habla Benedicto XVI se refieren una forma de vida fuera del tiempo, después de la muerte, la vida eterna. La atemporalidad de la creencia es llanamente expresada por Benedicto XVI. “Podemos solamente tratar de salir con nuestro pensamiento de la temporalidad a la que estamos sujetos y augurar de algún modo que la eternidad no sea un continuo sucederse de días del calendario, sino como el momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad. Sería el momento del sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tiempo –el antes y el después– ya no existe. Podemos únicamente tratar de pensar que este momento es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría” (Spe Salvi, 2007). Sabe lo que sabe porque Dios lo ha revelado. Eso es lo que ha de creerse. No hay prueba posible en contrario de lo que debe ser necesariamente creído. Luego toda persona racional sabe que no hay ningún argumento para que sea posible creerlo, salvo el deseo de creerlo. Pero el ser humano tiene un componente oscuro que ama el delirio.

La utopía de la vida eterna ha servido tanto como imagen dirigida al fomento del conservadurismo social (naturaleza temporal de los males e injusticias del mundo) como para alimentar formas de milenarismo fundamentalista tendentes a realizar el reino de Dios en la tierra. En ambos casos, es una fuerza esencialmente negadora de la autonomía humana, la cual carecería de importancia frente al sentido fuerte que Dios, a través de los interpretes de su palabra, ofrecería al mundo.

La negación de naturaleza mortal de los seres humanos es un principio básico del monoteísmo y una de las mayores fuentes de delirio humano. Dice a muchas personas lo que quieren oír, que no son mortales. Al negar la más elemental experiencia humana se introduce un factor de irracionalidad estructural en la construcción de la argumentación humana que abre el camino a la aceptación de cualquier otro elemento no demostrable discursivamente. Una vez aceptado que no somos mortales, frente a la experiencia de todos, ¿por qué no aceptar que Dios quiere que las mujeres lleven burka, que existen brujas, que los herejes deben ser quemados, que la homosexualidad es un crimen a los ojos de Dios, etc, etc.? El gran problema de la creencia escatológica es que abre el camino a la aceptación pura y simple de cualquier otro delirio.

Si toda religión se construye sobre el miedo humano a la muerte, el cristianismo es completamente explícito en la negación radical de la mortalidad. Así, “aparece también como elemento distintivo de los cristianos el hecho de que ellos tienen un futuro: no es que conozcan los pormenores de lo que les espera, pero saben que su vida, en conjunto, no acaba en el vacío. Sólo cuando el futuro es cierto como realidad positiva, se hace llevadero también el presente” (Benedicto XVI, Spe Salvi, 2007).

Señala Castoriadis, en el mismo ensayo antes citado, “la religión responde a la incapacidad de los seres humanos de aceptar lo que incorrectamente se ha llamado trascendencia, es decir el caos y de aceptarlo como caos, de afrontar de pie el abismo”. Y, por tanto, “lo que pudo llamarse necesidad de la religión corresponde a esa negativa de los seres humanos a reconocer la alteridad absoluta, el límite de toda significación establecida, el envés inaccesible que se constituye en todo lugar al que se llega, la muerte que mora en toda vida, el absurdo que rodea y que penetra en todo sentido”.

Nunca se subrayará suficientemente la importancia que las ideas de vida eterna, cielo e infierno han tenido en el mantenimiento de la tradición cristiana. Para el cristianismo la creencia en la vida eterna y la concepción antropomórfica del universo forman parte de la naturaleza humana.

Debemos resaltar una conclusión muy relevante. Las consecuencias de la creencia en la vida eterna afectan a la construcción de la sociedad humana democrática. El reconocimiento de la mortalidad del hombre, y solo ese reconocimiento, supone asumir la naturaleza imperfecta y mortal de toda solución humana y, por tanto, al negar toda verdad absoluta, establecer la condición esencial de la epistemología pluralista y democrática.

Las consecuencias de la fe

La mente del auténtico creyente solo puede ser una mente democrática traicionando o relativizando su creencia. Ser creyente implica aceptar una ratio extrahumana sobre los asuntos humanos. Dado que la libertad es libertad para el bien y para el mal, necesariamente los creyentes consideran que puede haber un discernimiento extrasocial respecto al bien y al mal. A pesar de que la historia de las religiones, y la de la Iglesia Católica, muestra que esa pretensión de ser una fuerza del bien es insostenible, ese es el fundamento de las virtudes sociales atribuidas a la fe como fundamento de una ley moral superior. Citemos de nuevo a Maritain: “si no existe una ley moral superior en virtud de la cual los hombres se dirigen en conciencia hacia lo que es bueno y justo, se corre el riesgo de alzar la ley de la mayoría como regla suprema del bien y el mal, y la democracia pasa a ser culpable de volverse hacia el totalitarismo, esto es, hacia su autodestrucción”.

Sería extenso emprender un comentario sobre los rasgos más importantes de la llamada moral cristiana, la ley moral superior de la que habla Maritain. En todo caso, hay un aspecto que se debe tener muy presente. El cristianismo es una ética del sufrimiento, basado en la convicción de que la salvación puede ser facilitada por el dolor como forma de expiación.

El sufrimiento humano en el cristianismo no es una mera consecuencia de la existencia, de la entropía, de nuestra naturaleza biológica, de la mortalidad intrínseca al ser, ni de los males sociales o los malos actos individuales. El dolor es una consecuencia del pecado y una forma de expiación del mismo. Hay una culpa original del ser humano y, para el cristianismo, la “transformación del sufrimiento” en unión con Dios a través de la figura del Crucificado tiene un carácter esencial. Así, se puede llegar a decir, como hace Ratzinger, que “el sufrimiento -sin dejar de ser sufrimiento- se convierte a pesar de todo en canto de alabanza”.

La mística cristiana del sufrimiento es profundamente ajena a la ética civil de reducir el sufrimiento real en el mundo, el sufrimiento concreto de seres reales. Hay que destacar este aspecto. Los seres conscientes, como mortales, sabemos que la existencia del dolor es inevitable, como lo son ciertos sufrimiento y como lo es la muerte. Pero también sabemos que existen innumerables sufrimientos y muertes evitables. En esta cuestión deberíamos evitar las mixtificaciones. En mi opinión, el clero católico dedica todos sus esfuerzos a mantener un estadio infantil entre sus conciudadanos para que éstos, en vez de afrontar de frente su vida, su futura muerte y los sufrimientos que pueden evitarse, desvíen la mirada.

El cristianismo, como filosofía de vida, siempre ha estado más comprometido con la santificación del sufrimiento que con su reducción. Por eso, tantas veces a lo largo de la Historia, a pesar de ejemplos individuales admirables, la inhumanidad más brutal ha podido anidar en los corazones supuestamente caritativos de quienes creen en la capacidad del dolor como prueba divina.

Toda la construcción cristiana sobre el sufrimiento descansa sobre el problema de la teodicea, el vano intento de conciliar la existencia del mal en el mundo con la presencia de un dios benévolo, un nudo inextricable propio de todas las religiones monoteístas. Benedicto XVI en su encíclica Deus Caritas Est (2005) lo reconoce de alguna manera al señalar lo incomprensible que resulta para el creyente el silencio de Dios ante el mal y el sufrimiento del mundo. “A menudo no se nos da a conocer el motivo por el que Dios frena su brazo en lugar de intervenir”. (…) “Para el creyente no es posible pensar que Él sea impotente o bien que tal vez esté dormido”, (…) ”aunque su silencio siga siendo incomprensible para nosotros”. Juan Pablo II en su libro Cruzando el umbral de la esperanza (Barcelona Plaza y Janés, 1994) ya había dedicado especial atención a las cuestiones irresolubles para la teología cristiana del silencio de Dios (Si existe, ¿por qué se esconde?, capítulo 6) y de la teodicea (Dios es amor, entonces, ¿por qué hay tanto mal, capitulo 10?

La mística del sufrimiento está intrínsecamente asociado a la demonización del placer. Las religiones, no solo el cristianismo, tienen una fijación malsana en la represión del erotismo humano y en intentar regular, en base a la interpretación de textos sagrados, y a los traumas de sus jerarcas, cuestiones como el matrimonio. Ese intento de fundamentación religiosa de la familia la expone Benedicto XVI con toda la brutalidad doctrinaria de veinte siglos de doctrina cristiana. “A la imagen del Dios monoteísta corresponde el matrimonio monógamo” (Deus Caritas Est, 2005). A partir de ahí, los clérigos quieren decidir cual debe ser la situación de la mujer en la sociedad, el derecho o no al aborto, la existencia del divorcio, el reconocimiento legal de la unión libre, la licitud de las relaciones homosexuales, la posibilidad del matrimonio entre personas del mismo sexo o la posibilidad de utilización de anticonceptivos.

Como hizo en otras épocas históricas, al final, a Iglesia sigue pretendiendo establecer la forma, momento y hasta las condiciones en que deben producirse las relaciones sexuales. Para los no creyentes, todas esas cuestiones deben sustraerse radicalmente de cualquier esfera religiosa por pertenecer privativamente al establecimiento de los derechos individuales reconocidos por las normas civiles nacidas del proceso democrático.

Autoridad y jerarquía

Una de las funciones esenciales de la religión es la legitimación de las jerarquías. Empezando por la relativa al hombre y a la mujer, siguiendo por las que se refieren a creyentes y no creyentes, continuando por una concepción del orden social como intrínsecamente jerarquizado. Omnis potestad a Deo. Todo poder viene de Dios. Hay un orden cósmico que condiciona el orden social y sitúa a cada individuo en su sitio. “Oponerse al orden social es oponerse a los dioses” (Élie Barnavi, Las religiones asesinas, Madrid, Turner, 2007).

En el cristianismo la figura divina opera como metáfora y base natural de la jerarquía social. Así en la Carta de Pablo a los romanos (13, 1-7) ya se establece un argumento sobre el origen divino de la autoridad: “Todos habéis de estar sometidos a las autoridades superiores, que no hay autoridad sino por Dios, y las que hay por Dios han sido ordenadas, de suerte que quien resiste a la autoridad resiste a la disposición de Dios, y los que la resisten se atraen sobre sí la condenación”. Amén.

En la tradición católica la autoridad es un principio de origen sagrado ya que todas las formas de poder emanan de Dios y deben ponerse a su servicio. Su más profunda creencia es el poder. Por ello, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento apuestan por metáforas autoritarias muy definidas. Todo el pensamiento religioso es esencialmente jerárquico. Hay un Dios (y unos fieles), un rey (y unos súbditos), un pastor (y un rebaño), un amo (y unos criados), un padre (y una familia).

Este argumento del origen divino de la autoridad no significa que todo poder sea legítimo. Para la Iglesia Católica el poder legítimo es el que establece Dios. Por tanto, a pesar de máximas como “Dad al César lo que el del César y a Dios lo que es de Dios” la Iglesia Católica es contraria a cualquier forma de separación completa entre la Iglesia y el Estado. Pues viniendo la autoridad de Dios, el poder debe estar al servicio del plan divino. Por ejemplo, Pío XII en Benignitas et Humanitas (1944), al final de la Segunda Guerra Mundial, señala que existe un orden absoluto procedente de un Dios personal de manera que “la dignidad del hombre es la dignidad de la imagen de Dios; la dignidad del Estado es la dignidad de la comunidad moral querida por Dios; la dignidad de la autoridad política es la dignidad de su participación en la autoridad de Dios”. Más adelante señala que “una sana democracia, fundada sobre los inmutables principios de la ley natural y de las verdades reveladas, será resueltamente contraria a aquella corrupción que atribuye a la legislación del Estado un poder sin freno ni límites”. Pues “la majestad del derecho positivo humano es inapelable únicamente cuando ese derecho se conforma –o al menos no se opone- al orden absoluto establecido por el Creador e iluminado con una nueva luz por la revelación del Evangelio”.

El poder es sumisión. Los súbditos deben obediencia al poder legítimo, como si se obedeciera a la autoridad de Dios. Sea quien sea el que tiene el poder, es ministro de Dios (León XIII, Humanum Genus, 1884). Esa obediencia debe alcanzar también a los “gobiernos de hecho” (León XIII, Au Milieu des sollicitudes, 1892).
Una sola causa tienen los hombres para no obedecer: cuando se les exige algo que repugna abiertamente al derecho natural o al derecho divino. En esos caos, habrá que obedecer a Dios antes que al César. La ley injusta es la que no respeta a Dios. ”Pues todos saben que la Iglesia Católica, no estando bajo ningún respecto ligada a una forma de gobierno más que a otra, con tal que queden a salvo los derechos de Dios y de la conciencia cristiana, no encuentra dificultad en avenirse con las distintas instituciones políticas, sean monárquicas o republicanas, aristocráticas o democráticas” (Pío XII, Dilectissima Nobis, 1933). Curioso argumento. Sabido es que sobre leyes civiles todos pueden opinar. Sobre los derechos de Dios y de conciencia cristiana, solo podrían hablar sus legítimos e infalibles intérpretes.

La constitución cristiana de los Estados parte de una fundamentación divina del poder y una coexistencia de dos sociedades perfectas y soberanas. Los pueblos deben estar sujetos a dos poderes, el poder eclesiástico y el poder civil, cada uno de los cuales tiene su propio ámbito y debe respetar el ámbito de soberanía del otro. Todos los Estados deben reflejar la concepción cristiana de la vida pública (León XIII, Inmortale Dei,1885).

La Iglesia nunca olvida la metáfora de las llaves, una interpolación hecha en el evangelio de Mateo a finales del siglo II para justificar el poder eclesial: “Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos” (Mt, 16,13-20).
Siempre que se leen los documentos políticos pontificios se siente la sombra amenazante del principio cujus regio, ejus religio, según el cual los súbditos de un príncipe reinante debían adoptar su religión. La Iglesia entiende la relación con el Estado como una forma de colaboración entre esferas distintas, aspirando a un encuentro entre política y fe. Por eso se opone radicalmente al laicismo.

Un claro ejemplo de esa posición de la Iglesia fue la reacción de Pío X ante la ley de 1905 por la que Francia separaba oficialmente la Iglesia y el Estado, aprobada por el ministerio Rouvier y ratificada en las Cámaras el 9 de diciembre de 1905. Pío X condenó no solo la ley francesa sino la teoría general de la separación Iglesia-Estado. En su Vehementer Nos (1906) explica con claridad el argumento. El orden establecido por Dios exige una concordia entre dos sociedades, la religiosa y la civil, porque cada una dentro de su esfera ejercen la autoridad sobre las mismas personas. Considera que debe ser misión del Estado servir a la razón última del ciudadano, que es “la eterna bienaventuranza propuesta al hombre para cuando haya terminado la brevedad de esta vida”.

Según la Iglesia Católica originalmente la monarquía tradicional era una forma política natural instituida por Dios frente a la democracia instituida por los hombres, aunque después la Iglesia aceptaría que la democracia podría ser un régimen aceptable entre otros.

Con el paso del tiempo hasta llegarían los intentos de apropiarse de la democracia y atribuirle, también, un origen cristiano. El intento de apropiación cristiana de la democracia es muy tendencioso. Se basa en sustituir la naturaleza humana de la institución política por un supuesta fuente evangélica. Citemos a Maritain: “Como dijera el filósofo francés Henri Bergson, el sentido o sentimiento de la democracia, por su propia naturaleza, es un sentido o sentimiento evangélico, el poder que la anima es el amor, su esencia es la fraternidad, su verdadera fuente es la inspiración evangélica”. Como puede observarse Maritain mantiene el intento medieval de fundamentar la soberanía en Dios. “Las prescripciones de la autoridad obligan en conciencia porque tiene su fuente en Dios, no en el hombre”. Para él, la democracia es evangélica. “Por esto he dicho antes que el empuje democrático ha surgido en la historia como una manifestación temporal de la inspiración evangélica”. ¿En qué basa Maritain sus asertos? ”En virtud del trabajo oscuro de la inspiración evangélica, la conciencia profana ha comprendido que la autoridad de los gobernantes, por lo mismo que procede del autor de la naturaleza humana, se dirige a hombres libres que no pertenecen a un dueño y se ejerce en virtud del consentimiento de los gobernados. Las prescripciones de la autoridad obligan en conciencia porque tiene su fuente en Dios, no en el hombre; ningún hombre ni ningún grupo social tiene por sí mismo el derecho de mandar a los demás. Los jefes del pueblo reciben este derecho del príncipe creador y conservador de la naturaleza por los canales de la naturaleza misma, es decir, por el consentimiento o la voluntad del pueblo o del cuerpo de la comunidad, en virtud del derecho al auto-gobierno que pertenece al pueblo”. Más fuerte todavía. “No solamente el espíritu democrático procede de la inspiración evangélica, sino que además no puede subsistir sin ella”.

Veamos ahora algunas afirmaciones interesantes y cruciales que aclaran el significado del retorno a la tradición que ha emprendido la Iglesia Católica y que, siguiendo la estela de León XIII y sus inmediatos sucesores, hemos venido desgranando.

“La Iglesia aprueba todas las formas de gobierno con tal de que queden a salvo la religión y la moral” (León XIII, Sapientiae Christianae, 1890). La democracia es una forma legítima pero no la única: “¡Por esto para [el movimiento sillonista (7)], toda desigualdad de condición es una injusticia o, al menos, una justicia menor! Principio totalmente contrario a la naturaleza de las cosas, productos de envidias y de injusticias y subversivo de todo orden social. ¡De esta manera la democracia es la única que inaugurará el reino de la perfecta justicia! ¿No es esto una injuria hecha a las restantes formas de gobierno, que quedan rebajadas de esta suerte al rango de gobiernos impotentes y peores” (Pío X, Notre Charge Apostolique, 1910).

Nunca se insistirá suficientemente frente a la apologética mentirosa de la Iglesia y sus abogados defensores. Volvemos a decirlo. El desarrollo de la democracia y de las libertades públicas que conocemos ha sido el resultado de una lucha de siglos contra la dominación religiosa de la sociedad y su oposición absoluta a la libertad de conciencia. Esa es la historia de nuestra sociedad y no cualquier otra.

Los peligros de las certezas

Al pretender un origen extrasocial de las normas de convivencia humana, la Iglesia y otras religiones niegan el fundamento humano de las leyes humanas. Una y otra vez expresan su rechazo a lo que Benedicto XVI ha llamado libertarismo, que “se basa en el supuesto de que el hombre puede hacer de sí mismo lo que quiera” (Discurso de 6 de junio de 2005 en la ceremonia de apertura de la asamblea eclesial de la diócesis de Roma). Frente a ese desorden moral llamado libertarismo, Ratzinger opone una moral de origen divino.

Permítasenos corregirle. La autonomía se basa en el supuesto de que el hombre puede hacer de sí mismo lo que quiera, dentro del respeto a las leyes que establece mediante instituciones democráticas. ¿Está clara la diferencia?

El pensamiento religioso se revela como el adversario más destacado de la autonomía humana. Benedicto XVI es consciente de que en su origen histórico los principios de la razón y la libertad fueron potencialmente letales para el cristianismo ya que en “ambos conceptos clave, razón y libertad, el pensamiento está siempre, tácitamente, en contraste también con los vínculos de la fe y de la Iglesia, así como con los vínculos de los ordenamientos estatales de entonces” (Benedicto XVI, Spe Salvi, 2007).

Una sociedad solo humana, constitutivamente alejada de la creencia divina, desemboca, desde el punto de vista religioso en un final perverso. Nuevamente la conclusión incluye las premisas y las premisas la conclusión. Esa es la metafísica política del pensamiento religioso.

La creencia religiosa no sólo tiene un contenido “informativo” o espiritual sino también performativo (Benedicto XVI, Spe Salvi, 2007). Ratzinger es honesto al afirmarlo claramente. “El hecho de que este futuro exista cambia el presente; el presente está marcado por la realidad futura, y así las realidades futuras repercuten en las presentes y las presentes en las futuras”. No es una cuestión de conciencias individuales en contraste con otras creencias individuales. . “La puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par”. En 1984, la novela de Orwell, se decía “Quien controla el pasado, controla el futuro. Quien controla el presente controla el pasado”. Benedicto XVI dice que quien controla el futuro, por revelación divina, acabará controlando el presente tal y como ha controlado el pasado. La religión, su mensaje de salvación, su creencia en poseer una verdad extrasocial, está destinada a cambiar la realidad, a alterar el presente.

Quienes creemos en el carácter enteramente humano de las instituciones, utilizamos la palabra para defender la sociedad libre frente al peligro de las certezas religiosas. Una palabra democrática que acepta la mortalidad, que se sabe humana y no se pretende divina. Una palabra provisional, relativa, como todo conocimiento, con la que asumimos la posibilidad de dialogar, de aprender, de rectificar. Una palabra para la acción, para participar como ciudadanos en la lucha por el bien común. Una palabra humana que no necesita ni fe en quimeras ni esperanza en milagros.

Benedicto XVI dice que “un mundo que tiene que crear su justicia por sí mismo es un mundo sin esperanza”. Nosotros decimos, que la única esperanza, incierta por ser humana, pero real por serlo, es la que procede del hombre. Para quienes creemos en la autonomía individual y social es preciso sustituir definitivamente la esperanza bíblica por realidades humanas destinadas a disminuir el sufrimiento humano.

Notas

(1) Las estadísticas religiosas sobre fieles carecen de fiabilidad. Por supuesto, no son lo mismo datos de bautizados por registro de población que análisis cualitativos o cuantitativos de practicantes. Pero cualquier mecanismo de análisis lleva a la certeza de esa reducción del número de bautizados, de la asistencia regular a misas, de vocaciones sacerdotales o de las celebraciones de ritos religiosos bautismales, matrimoniales o funerarios. Combinando datos de diferentes encuestas entre el 25% y el 30% de la población, como máximo, puede considerarse como católica practicante en sentido estricto, si se incluye la asistencia regular a misa. La edad media de los sacerdotes ronda los 65 años. Según los datos de la encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas de julio de 2007, en la declaración del I.R.P.F. del año 2006 solo el 23,9% de los contribuyentes marcaron la casilla destinada a financiar a la Iglesia Católica.

(2) Probablemente más de 2/3 de los cristianos viven o proceden de países del Tercer Mundo. El aumento del nivel cultural parece tener una correlación muy esperanzadora con el aumento de los descreídos y no practicantes en materia religiosa.

(3) Conferencia “Cristianismo y democracia” dictada en Nueva York, el 29 de Diciembre de 1949, en la reunión anual de la Asociación Americana de Ciencias Políticas. Todas las restantes referencias a Maritain proceden de esta misma fuente.

(4) Sam Harris; El fin de la fe (Religión, terror y el futuro de la razón), Madrid, Paradigma, 2007.

(5) Richard Dwakins, El espejismo de Dios, Barcelona, Espasa, 2007.

(6) La historicidad de Jesús es un elemento extremadamente crítico para el cristianismo. Como se sabe, las principales fuentes sobre la vida de Jesús son los cuatro evangelios -Marcos, Mateo, Lucas y Juan- cuyos textos fueron escritos probablemente en alguna fecha entre el 70 y el 125 de nuestra era, es decir, entre 40 y 85 años después de la fecha atribuida a la muerte de Jesús. Como señala Michael Martín, en todo caso, no fueron escritos por testigos oculares, contienen contradicciones entre ellos y numerosas historias que un lector imparcial calificaría como increíbles. Además, no hay testimonios anteriores y los documentos contemporáneos no suponen una fuente independiente de confirmación histórica sobre su existencia real. Sobre estas cuestiones puede leerse con provecho a Michael Martín, Alegato contra el cristianismo (Pamplona, Laetoli, 2007) y a G. A. Wells, Did Jesus Exist? (Pemberton, Londres, 1986). El hermoso y “vengativo” panfleto literario de Fernando Vallejo, La puta de Babilonia (Madrid, Alfaguara, 2007), también es una lectura recomendable.

(7) El sillonismo fue un movimiento católico surgido en Francia a finales del siglo XIX que pretendió aproximar el catolicismo al ideal republicano y al movimiento obrero.

Edición digital de la Fundación Andreu Nin, 2008

Sobre el autor: Vera, Juan Manuel

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