Moscú en 1937. Terror y utopía (Juan Manuel Vera)

Reseña publicada originalmente en la revista Trasversales número 34 , febrero 2015

La monumental monografía de Karl Schlögel (Terror y utopía, Moscú en 1937, Acantilado, 2014) supone una destacada aportación al conocimiento de la experiencia totalitaria soviética durante el periodo estalinista.
Schlögel ha convertido el Moscú de 1937 en el objeto de su estudio. Se trata de un intento de comprensión poliédrica del entorno político, económico, sociológico, cultural y técnico de la ciudad. Como señala el autor, «es preciso alzarse en el aire para poder ver la panorámica de un escenario en su conjunto» (p.31). En su primer capítulo, Schlögel va a utilizar el vuelo de Margarita y Voland, en la genial novela El maestro y Margarita, de Mijail Bulgakov, como metáfora de la pretensión panorámica del libro. La ambición de la obra es globalizadora. Pretende recrear la multiplicidad de la ciudad, su arquitectura y obras públicas, las grandes exposiciones, el deporte, el arte, la vida cotidiana.
La abundante información y los distintos enfoques de cada capítulo, no aseguran, sin embargo, la comprensión cabal de una realidad que se resiste a ser aprehendida. La yuxtaposición predomina sobre la integración. Desde arriba se perciben los objetos y los movimientos, pero no es seguro que el corazón invisible del imaginario colectivo se deje vislumbrar y, sin ello, la visión del conjunto no acaba de ser armónica.
Muchos de los temas que se recorren en este libro son, inevitablemente, conocidos, empezando por los grandes procesos públicos a través de los cuales se escenificó la caída definitiva de la vieja guardia bolchevique y de gran parte de los propios cuadros políticos estalinistas. Al mismo tiempo, su lectura nos conduce a lugares menos transitados. Para ello se utiliza, en todo momento, abundante material de archivo, al que se ha podido acceder tras el final del régimen soviético.
Moscú aparece como epicentro del gran terror desencadenado en los años treinta. La ciudad como símbolo de un año siniestro, metáfora del conjunto de la Unión Soviética. Allí se localiza el nodo central de poder y funcionamiento de la oligarquía estalinista. Pero Moscú es, también, la ciudad real, con sus barrios y sus suburbios, sus habitantes que viven o sobreviven mientras tiene lugar un proceso de construcción y destrucción social de enormes dimensiones.
El Moscú de 1937 es un entorno de duras condiciones materiales de vida. «No es posible entender el poder de la década de 1930 sin el agotamiento total de la población, que gastaba todas sus energías frente a la vida cotidiana. La escasez de productos básicos, el fin de la civilización de los bie­nes obvios y los actos rutinarios de la normalidad ejercen una presión no menos opre­sora sobre la vida de un pueblo que la que emana de la cruda represión”(p. 517). La base de la explosividad social latente en la ciudad está en el desplazamiento masivo de la población rural y su hacinamiento, las colas sin fin, la lucha por la subsistencia de la mayoría, el lujo de la minoría privilegiada… El poder total del régimen está sostenido en un equilibrio muy inestable que, en 1937, va a intentar consolidar mediante un giro homicida.
Por supuesto, todo el relato está sobredeterminado por la monstruosa criminalidad que planea sobre la ciudad y la preparación de uno de los mayores asesinatos masivos de la Historia en tiempo de paz. Y, ahí, el autor, se ve obligado a sentir ante el totalitarismo el desconcierto que supone afrontar su atroz racionalidad instrumental. Lo aterrador del totalitarismo, sea el estalinista o el fascista, es esa mezcla compleja de concepciones disparatadas y racionalidad extrema. La lectura del libro de Schlögel, nos hace sentir que la desmesura del Moscú de 1937 escapa a una lógica ordinaria.
Podemos descifrar el Pleno del Comité Central del Partido de febrero-marzo de 1937 (excelente capítulo el que le dedica) y cómo se desencadena la ofensiva de Stalin contra su propio partido. Podemos intuir el terror psíquico en que vivía el dictador ante una realidad crecientemente explosiva como un elemento que contribuye a desencadenar su guerra civil preventiva contra el pueblo. Pero comprender completamente una decisión que supone el sacrifico calculado de millones de seres humanos, incorpora un deslizamiento de sentido donde es difícil sentirse seguros de que podemos entender realmente el acontecimiento.
Hoy se ha documentado que como consecuencia del programa especial de limpieza social encargado al NKVD, entre julio de 1937 y noviembre de 1938, se produjeron cerca de 1.600.000 detenciones y alrededor de 700.000 ejecuciones. Para ello se puso en marchan una administración fuertemente organizada del terror, dirigida centralizadamente, con sus cuotas de detenciones y muertes predeterminadas por territorios y categorías. Era un mecanismo que complementaba el régimen ordinario de represión. Lugares como el campo de tiro de Bútovo, cerca de Moscú, se extendieron por todo el territorio de la Unión Soviética. Según Schlögel: «Si se suman a ello los casos de muerte como consecuencia de las condiciones infrahumanas de los campos y prisiones, es preciso atribuir a la ola represiva de esos años un total de 2 millones de muertes”(p.772).
Schlögel muestra que el sistema del terror se combina con la construcción de una nueva ciudad, desde lo arquitectónico a lo moral. De alguna manera el terror es, también, parte del proyecto de construcción utópica totalitaria.
El totalitarismo siempre tiende al delirio pero sólo en determinadas condiciones éste se hace efectivo, convirtiendo la mera dictadura en el sueño utópico de la dominación total. Hay, pues, un problema sustantivo en comprender las condiciones del delirio estalinista y su extrema racionalidad instrumental. Es algo similar a lo que ocurre al afrontar la cuestión del exterminio de los judíos centroeuropeos por el nazismo.
A lo largo de los numerosos capítulos del libro se va a mostrar de forma trasversal cómo el terror atraviesa a todas las capas sociales, étnicas y profesionales en un torbellino de arbitrariedad donde la elección de las víctimas es, al mismo tiempo, incomprensible y previsible. Ese recorrido por el infierno es una lectura amarga porque no sólo revela la realidad de una experiencia histórica sobrecogedora sino, sobre todo, como se ha destacado tantas veces en relación con el nazismo, porque ilustra la brutal eficacia del descubrimiento totalitario de la plasticidad de la naturaleza humana.
La dimensión de la guerra desencadenada por el poder estalinista contra la población es el centro de la cuestión. Es cierto que tiene precedente en el proceso de la colectivización forzosa, pero el terror de 1937 supone algo más. No se dirige contra una parte de la población sino sobre su totalidad, incluida parte de la propia oligarquía dominante. El estalinismo de 1937 tiene su singularidad en la invención de la construcción flexible del enemigo, que posibilita una represión sin límites. Es una guerra civil unilateral donde uno de los bandos es construido artificialmente, con una forma siempre indefinida, lo que permite que cualquiera pueda ser un enemigo.
Volvamos sobre la cuestión de la racionalidad totalitaria. Se trataba de destruir no sólo la oposición real (léase sobre ella el libro Comunistas contra Stalin, Pierre Broue, Sepha, 2008) sino la posibilidad potencial de una oposición.
La confesión de delitos absurdos en los procesos públicos, y en los interrogatorios secretos, encubre frecuentemente la potencialidad innegable de algunos de los acusados de poder convertirse, en determinadas circunstancias, en opositores. Sólo en una lógica totalitaria ese crimen tiene sentido. Pero en la fase de delirio del totalitarismo, ese crimen se convierte en lo único que tiene sentido.
El objetivo del terror era el dominio por el miedo sobre la población pero, también, exterminar a una parte sustancial de los miembros de la sociedad que podrían, en un momento determinado, por sus lazos, conocimientos, experiencias o capacidades, articular una alternativa social. Se trataba de producir una sociedad anómica, incapaz de reconstruirse por sí misma.
1937 supuso una sangría humana catastrófica en vísperas de una nueva hecatombe, la guerra mundial. Pero, también, una destrucción masiva del tejido de la sociedad, seres, conocimientos, experiencias. El estado totalitario ejecutó su proyecto delirante de dominación total, entendiendo que la destrucción del cemento social era requisito indispensable para consolidar su poder plástico e ilimitado.
A pesar de su singularidad, el modelo de 1937 tuvo descendencia. La revolución cultural china, el sistema khmer en Camboya, o el régimen norcoreano, sólo pueden entenderse desde su genealogía estalinista. Comparten la construcción de un enemigo simbólico, la práctica del terror difuso, la ingeniería social desmesurada y el exterminismo.

Edición digital de la Fundación Andreu Nin, 2015

Sobre el autor: Vera, Juan Manuel

Ver todas las entradas de: