El fantasma antitrotskista (Eugenio Fernández Granell, 1990)

Texto publicado en el número 10 de Historia del Comunismo (El Mundo, 1990)

Una revolución, la rusa (1917), abatió el postigo de las humillaciones abriendo el portón de las grandes esperanzas. La metáfora de Marx y Engels, el fantasma del comunismo, dejó de ser fantástica. Nunca antes se había sentido más patente y universal la convicción de que la vida alcanzaba su plenitud.

Marx insistió en la necesidad de liberar al individuo humano de su alienación histórica, de su humillante condición de mero apéndice social, devolviéndole la entereza de su autonomía personal. Bajo el impulso del partido comunista ruso, dirigido por Lenin y Trotski, el lema de la revolución francesa, libertad, igualdad, fraternidad, aparecía al alcance de la mano.

La victoria la hicieron posible la voluntad y el talento de un nutrido grupo de individuos excepcionales: Bujarin, Zinoviev, Rikov, Rakovsky, Orzonikidse, Kamenev, Radek, Egorov, Blucher… -lista interminable. Según lo había dicho, Lenin volvió «patas arriba» la sociedad rusa. El ideal comunista se expandió por la faz de la tierra.

En el comienzo revolucionario, el partido de Lenin y Trotski se empeñó en esquivar los azares y en resolver los problemas de la nueva situación. Trotski forjó el Ejército Rojo. Mientras, un comunista Oscuro, tortuoso y zafio, Stalin, era secretario del partido. Valiéndose de su poder lo estructuró a su conveniencia. Surgió así la poderosa maquinaria burocrática que acabaría destruyendo al partido y al estado rusos. Lenin propuso muy pronto remover a Stalin de su cargo y señaló a Trotski como su sucesor. Era imperativo curar al estado soviético del cáncer burocrático que lo corroía.

A la muerte de Lenin (1924) y poco después, con la condenación de Trotski al destierro que sufrió hasta su muerte, Stalin se vio libre de las dos personalidades que, por su gran prestigio, más lo incomodaban. La megalomanía de Stalin, su sentimiento de inferioridad respecto a sus camaradas y su envidia sin límites lo condujo a inventar una fabulosa conspiración mundial, animada por Trotski con el capitalismo para hundir el mundo por él recién creado. El trotskismo existía como una de las tendencias del partido ruso, basada en la aceptación de las ideas de Trotski. Nada de ideología para Stalin, que se apresuró a transformarlas en monumental fenómeno demoníaco. Y todos los jefes estalinistas del mundo aceptaron servilmente esta monstruosa aberración, los españoles incluidos. Pasaron a ser trotskistas cuantos lo fuese o lo pareciesen; todo discrepante de no importa qué orden de cosas impuesto por Stalin. Tal es el estalinismo: un vacío de ideas rellenado con el imperio del crimen. Con la excusa de espantar la gran conspiración, Stalin exterminó a 20 millones de personas en Rusia, y a unos cuantos millares por el resto del mundo. En Rusia: casi toda la vieja guardia bolchevique, y miles y miles de funcionarios, científicos, artistas, escritores, actores, empleados, militares, obreros, campesinos y a sus propios amigos y familiares, además de judíos, mujeres y niños. El terrorismo antitrotskista llegó a España.

El ápice de la inmensa oleada del terror estalinista ocurrió a partir de 1936, coincidiendo con la revolución española, abandonada por los estalinistas indígenas empeñados en la caza de trotskistas. El caso más escandaloso de todo el mundo fue el asesinato de Andrés Nin, dirigente del POUM. Intelectual prominente, que participó en la revolución rusa y fue amigo de Trotski, traductor de Dostoievski y eminente teórico sobre cuyo sacrificio no dijeron ni pío los estalinistas nativos compadres de los asesinos.

El caso más abrumador para la colonia norteamericana de la España leal fue el de José Robles, catedrático de la John Hopkins University. Voluntario en el ejército, ascendido a coronel y destinado al cuartel general ruso, sus camaradas decidieron fusilarlo.

Muchos extranjeros voluntarios fueron víctimas del estalinismo y no se libró un enorme contingente de antifascistas españoles poumistas, trotskistas, socialistas, libertarios y republicanos. Los estalinistas, atizando el furor antitrotskista no querían, ni aún quieren, ver ni oír nada acerca de tamaña carnicería. Aún me acongoja la trágica suerte de los seres anónimos víctimas de tanta ignominia. Porque a la muerte deben añadirse las injurias, las torturas y las persecuciones sufridas por tantos. Ni puedo olvidar a mis amigos. Además de Andrés Nin, Julia Blanco, Vallecillo, Henri Lacroix (F. García Lavid), Luis Arenillas, Moulins, Berneri, Kurt Landau… Cada uno una baja regalada a los totalitarismos del Generalísimo Franco y del Generalísimo Stalin.

No debe olvidarse que Hitler y Mussolini se valieron de la estructura estatal terrorista de Stalin para edificar las suyas, sin que ni a los antitrotskistas españoles, ni a los de ninguna otra parte, los inquietase tan palmaria coincidencia. Lo cierto es que nadie había esperado que desde los veinte siglos de cristianismo la Historia saltase al especial cretinismo espacial en el que estamos.

Sobre el autor: Fernández Granell, Eugenio

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