Tiempo de destrucción (Víctor Serge, 1945)

México, 1945. El autor de El año I de la revolución rusa envió este trabajo a la redacción del periódico argentino Antinazi. Escrito a fines de la segunda guerra mundial en su exilio mexicano, e inédito hasta ahora, hace una acalorada crítica a «la era de la destrucción». Siendo inhallable el ejemplar de la publicación citada, hace poco tiempo se rescató de su archivo en México una copia del original en francés y se tradujo para un diario de ese país, de donde se reprodujo en la revista argentina El Rodaballo. [Traducción de Emilio Brodziak del original francés para La Jornada Semanal, México, 28 de abril de 1996]

Quisiera, retomando contacto con los lectores de Argentina, a los cuales mi simpatía permanece fiel, plantear ante ellos sintéticamente el más grave asunto humano del tiempo presente. Los hombres de mi generación, digamos aquellos que tienen hoy día entre 40 y 60 años, se han formado en una época de creatividad y optimismo innovador. Las grandes invenciones, el bienestar y el respeto del hombre crecían visiblemente en las sociedades civilizadas; la civilización industrial, dura y brutal, pero creativa y enriquecida a través de sus luchas interiores, conocía un nuevo humanismo que cubría todo el planeta… La pena de muerte desaparecía en un cierto número de Estados, el acallamiento del pensamiento audaz, contestatario o simplemente divergente de los conformismos tradicionales, se convertía en una suerte de crimen condenado por leyes superiores no escritas. Parecía razonable admitir que, después de haber realizado maravillas en la dominación y la inteligencia de la naturaleza, las sociedades modernas lograban crear una organización racional que asegurara la paz, facilitara el bienestar para todos, libertades desconocidas en el pasado… Para los grandes idealistas, nutridos de espíritu científico, esta transformación social se anunciaba como próxima por revoluciones justas; a los pensadores vinculados a las tradiciones y ligados por los intereses inmediatos les parecía ser el fruto de una revolución paciente.

El panorama del mundo actual —con las viejas ciudades de Europa destruidas, sus bombas estratosféricas, sus cámaras de gas cercando a millones de judíos, sus campos de concentración encerrando a pueblos enteros, sus ejércitos heroicos y a menudo sus soldados desesperados— parecería insensato, criminalmente insensato, a cerebros como los de Taine y Renan, Hebert Spencer y Letchnikoff, Marx y Engels, Kropotkin y Elisée Reclus —e intencionalmente reuní aquí los nombres de pensadores conservadores, liberales y revolucionarios.

Vivimos, treinta años después de 1914, en un mundo donde el poder de destrucción se impone sobre las potencias de la creación. Será un gran error ver la causa de ese hecho en el triunfo de los malos instintos del hombre. Los instintos de muerte y destrucción, que portamos todos, tienen una finalidad limitada con objetivos precisos de lucha por la vida; no nos conducen al suicidio más que en situaciones excepcionales. Y el curso de la historia —hasta ahora— muestra que la humanidad ha crecido al dominarlos. Es al desarrollo de la técnica a lo que hay que inculpar; y por técnica no entiendo solamente la invención de máquinas, sino también la organización de las sociedades. La técnica moderna ha permitido aprisionar a sociedades enteras, e incluso desviar su alma hacia la destrucción de los valores humanos esenciales y fundamentales. Se requieren treinta años de trabajo y de amor para hacer a un hombre, pero una bala en la nuca lo destruye en una fracción de segundo. Se requieren siglos de trabajo para construir una pequeña ciudad, que una bomba de diez toneladas hace desaparecer en una fracción de segundo. Son necesarias generaciones enteras de cultura para formar un gran hombre, que el despotismo destruye en seis meses de trabajos forzados o unos cuantos días de tortura.

Las técnicas de organización, ligadas a las de la industria, son en todo esto decisivas. Las fábricas que producen instrumentos de muerte podrían producir, e incluso algunas lo hacen, los medios para embellecer la vida humana. Observemos a este aspecto que, a pesar de la guerra y gracias a la guerra, se realizan ante nuestros ojos admirables progresos, susceptibles de imponer un nuevo aliento a la verdadera civilización. La medicina y la cirugía, la aviación, la química sintética, arrojan nuevos prodigios. El peligro mortal viene de la organización industrial, que ha permitido una espantosa concentración de poder al despojar a las multitudes. Desde ese instante, pueblos enteros están consagrados a la pasividad, al enloquecimiento, a los intereses y a los instintos asesinos de algunos hombres, seleccionados por el azar de las luchas sociales, que tienen en la mano todas las palancas de mando y que hoy juegan un papel espantoso. Tolstoi percibió el futuro cuando llamó al sanguinario zar el “Gengis Khan con teléfono”. El problema de la salvación es el control efectivo del poder por parte de los ciudadanos, y es necesario reconocer que este problema no puede ser resuelto con el simple retorno o el simple mantenimiento de las instituciones democráticas anteriores a la técnica moderna.

Este problema el mundo lo abordará mañana con extrema torpeza. Nadie lo ha planteado todavía en términos nuevos. Ninguna síntesis semejante a las del liberalismo o el socialismo en el siglo XIX se impone en la actualidad a los amplios movimientos, y las ideologías de ayer son claramente insuficientes. No es que la elaboración de síntesis parecidas sea imposible, ni siquiera extremadamente difícil; al contrario, nada me puede impedir pensar que ya existen en estado latente… Pero vivimos bajo el agobio material y psicológico de la destrucción. Las obras más vívidas son fáciles de asfixiar: un Manifiesto comparable al de Carlos Marx y Federico Engels no encontraría editor en la actualidad, y publicado por un pequeño grupo no alcanzaría más que unos cuantos centenares de lectores. La difusión de los conocimientos y de las ideas exige en el futuro de medios inmensos. Tal vez el obstáculo psicológico que vemos en ellos puede ser aún más insuperable. La mentalidad totalitaria disminuye la capacidad de libre examen del hombre común —incluso en los países no totalitarios—, y produce nuevos fanatismos apoyados en el prestigio de la fuerza y la falaz seguridad de la ceguera. En la formidable maquinaria moderna, el individuo se siente atomizado, desamparado, impotente: deja de contar consigo mismo. Vive o muere según las circunstancias sobre un fondo de desesperación. Que se sienta a merced de los bombardeos, policías secretas, batallas que se leen a diario en los periódicos desde hace seis años, noticias de masacres y destrucción, ¿cuánta inseguridad desata en él? Los grandes movimientos creativos de antaño tuvieron como base una sana confianza del hombre en sí mismo, en la vida, en el porvenir. Esta confianza está profundamente desquiciada. ¿Recordaré aquí el fin de un notable intelectual de Europa? Stefan Zweig consagró su último libro a una Tierra del futuro y, terminado el libro, se suicidó con su compañera. Confianza y desesperación, pero la desesperación más fuerte que la confianza.

No tenemos, además, otra patria que este tiempo así marcado. “Si es medianoche en el siglo —escribía hace algunos años—, ¿qué hacer? Seamos los hombres de medianoche”. Y eso quiere decir: seamos los hombres del coraje. Cuidémonos de cultivar ilusiones difíciles. Mantengamos la confianza más fuerte que la desesperación. Los tiempos de la recuperación y de la reconstrucción vendrán, tal vez estén cerca… Cerca o no, todos los problemas humanos serán más complejos de lo que habíamos previsto. Ponderar desde hoy la complejidad es comenzar ya la renovación de nuestras fuerzas.

Sobre el autor: Serge, Víctor

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