Misticismo y mixtificación (Ignacio Iglesias, 1948)

El fascismo, en tanto movimiento social, se desarrolló, abusando de dos elementos psicológicos que se evidenciaron de una importancia fundamental: el misticismo y la mixtificación. Ambos tendían al deliberado propósito de convertir a la gran masa –el fascismo logró ser un gran movimiento de masas- en cuerpo propicio a toda clase de experiencias totalitarias. Merced al misticismo se otorga al jefe supremo –Duce, Führer, Jefe o Caudillo-  una confianza ilimitada, mejor dicho, una fe total y absoluta; por la vía de la mixtificación se logra una adhesión más completa que permite una acción de mayor desahogo y facilidad. Para los que se empeñaban o se empeñan en abrir los ojos existen los campos de concentración, que presentan a sus organizadores la doble ventaja de ser reserva de trabajo gratuito y a la par escuela que obliga a aprender las ideas en curso.

Esto ha supuesto una degradación o envilecimiento del ser humano en particular y de la masa en general. El fascismo impuso la dimisión completa del individuo merced a una educación impersonal, una actividad ciega y una obediencia puramente mecánica. Envilecimiento y degradación moral indudable, por cuanto la libertad de espíritu, la noble facultad del intelecto que sirve para evitar el extravío en el laberinto de los conceptos preestablecidos y de los prejuicios atávicos, no solo fueron hipotecadas sino que incluso se vieron autocondenadas como facultades regresivas impropias de nuestro tiempo. ¡Cruel sarcasmo! Esta deformación del espíritu no suele hallar otro consuelo que el desencadenamiento brutal de los bajos instintos que todavía anidan en el hombre. El hitlerismo, por ejemplo, compensaba ese abandono facilitando a los suyos el acto cruel de acorralar al comerciante judío o aporrear al obrero socialista. Con razón se ha dicho que el fascismo merece tener un capitulo en la psicopatología.

La mística fascista es simple, con la simplicidad de todo lo que en el fondo es primitivo. En resumen se limita al culto al Jefe, erigido en una especie de divinidad terrestre. En efecto, el Jefe aparece en la ideología y práctica fascistas con una aureola indiscutible de ser providencial, mítico, poseso de todas las cualidades inimaginables, más divinas que humanas. En consecuencia, el Jefe no conoce el error, menos aún la simple duda; es infalible y siempre tiene razón. El corolario es que todos sus actos, grandes o pequeños, no pueden ni deben ser discutidos por nadie sin condenarse al peligro cierto de caer en la más horrible de las herejías. Y la herejía, en los regímenes totalitarios, supone ipso facto la condena moral y física. Para evitarlo, el totalitarismo ha recurrido al supremo recurso de planificar la inspiración de sus súbditos.

Apurando estos procedimientos, que reducen la masa a una existencia infrahumana, el fascismo ha hecho del individuo una especie de muñeco mecánico con movimientos automáticos, cuyos gestos responder siempre a un plan determinado. La militarización de toda la población tiende no sólo a mejor controlar los actos de la misma, sino igualmente a impregnar al ciudadano de la idea de que no es otra cosa que un vulgar soldado, sin voluntad ni libertad propias, atento en todo momento a la voz de mando. El totalitarismo reduce el país a un inmenso cuartel. Así, endosando además a la gente un vistoso uniforme, el resultado es completo. La mentalidad es exactamente ajustada a este estado de hecho. Se llega, pues, al estado final del misticismo y de la mixtificación.

Discurriendo sobre la mixtificación que se nos trata de imponer de todas partes, el gran escritor francés Jean-Paul Sartre afirmaba recientemente que, si es cierto que el fascismo fue una mixtificación, el comunismo estaliniano es otra no menos grandiosa. Cierto. Si bien en determinados aspectos –por ejemplo, el de la estructura económica -la diferencia entre el fascismo y el estalinismo resulta indudable, en cambio existen otros que hacen que ambos movimientos se asemejen extraordinariamente. Si se examina, pongamos por caso, la mentalidad del fascista y la del comunista estalinista la similitud es perfecta. La mística y la mixtificación que se encuentran en el fascismo se hallan asimismo en el estalinismo, con idénticos caracteres, con los mismos aspectos, con una práctica que hace dudar a quien corresponde en realidad la paternidad.

La. degradación moral y el envilecimiento intelectual, que el fascismo ha puesto de manifiesto cual particularidades propias, son también caracteres fáciles de discernir en el cuerpo estaliniano al menor examen. El mismo abandono de la iniciativa, del raciocinio; idéntica dimisión del individuo, convertido en una pieza mecánica más; la obediencia ciega, total, absoluta e irrecusable; incluso parejo desencadenamiento de odios y prejuicios contra todo aquel que no comulgue con sus principios o prácticas. El diablo del fascismo era el judaísmo; del estalinismo es el trotskismo, Por lo que se ve, toda nueva religión precisa de la herejía para valorizar su propia mística.

En el comunismo estalinista el Jefe es infalible, providencial, único detentador de la verdad absoluta. Toda una literatura escrita ex profeso tiende a facilitar el culto personal al Jefe, pues si bien el despotismo de estilo clásico se contentaba con lograr la resignación de sus súbditos, sin inmiscuirse para nada en su vida privada, los dictadores totalitarios aspiran a lograr algo más que la adhesión activa de la población: la entrega en cuerpo y alma. Stalin tuvo una frase feliz cuando, dirigiéndose hace unos años a una asamblea de artistas, los designó con la denominación concreta de “ingenieros de almas”. En régimen totalitario el artista no tiene otra misión que modelar el espíritu de la gente a gusto y manera del Jefe, que por otra parte dirige y controla todo, desde el cuento para niños hasta la sinfonía para mayores. El reflejo fisiológico no existe en el totalitarismo, menos aún la libre inspiración.

La fe de los militantes estalinistas es impermeable a todos los hechos, incluso los más brutales. Los bruscos cambios de política, pueden dejarles perplejos durante un instante, pero la aceptación con unción de las nuevas directivas no tarda en producirse. Contra Hitler, con Hitler y de nuevo contra Hitler; contra el capitalismo anglo-sajón, con el capitalismo anglo-sajón, y de nuevo contra el capitalismo anglo-sajón. ¿Qué importa si e[ Jefe lo ordena? Ya sabemos que el Jefe es infalible, en la práctica estalinista, como lo es en la fascista. Hace días pudimos leer, en una crónica enviada desde Praga por un periodista francés al diario parisiense Le Monde, una curiosa manifestación de esa fe en la infalibilidad de Stalin. Un comunista checo reprochaba a Tito de haber impuesto a los yugoeslavos el culto a su persona. “¿Es que el caso de Stalin no es idéntico?”, preguntó el periodista francés. “No -le respondió su Interlocutor-, el caso no es ni comparable. La admiración por Stalin está justificada por tratarse del guardián advertido e intransigente de la pura doctrina marxista-leninista. El gran Stalin no se equivoca jamás”.

En un estudio sobre la mentalidad estalinista publicado en la revista belga Les Cahiers Socialistes, su autor, G. G. Bruland, establecía esta feliz comparación: “La mentalidad estalinista nos recuerda de manera extraña la mentalidad jesuita y tal vez nos arroja alguna luz sobre lo que esta presenta en la historia de mal comprendida. En unos y otros encontramos una secta restringida y cerrada, sometida la disciplina jerárquica más rígida y cuyos miembros se inmiscuyen por otra parte en todas las actividades sociales, se adaptan a todas las necesidades que estas últimas presentan y establecen los compromisos más inesperados. Descubrimos la misma síntesis fundamental de mística y de política, de heroísmo y de oportunismo, llevados tanto el uno como el otro al último extremo. Los jesuitas también constituyeron una Orden cuidadosamente, seleccionada y templada, llevando la, vida mas ascética; poseían (pensamos sobre todo en las épocas heroicas de los siglos XVII y XVIII) una fe inquebrantable y fanática por la cual estaban dispuestos a aceptar el martirio; tenían la certidumbre absoluta (asimismo racionalmente demostrada) de trabajar por la mayor gloria de Dios; pero hicieron coincidir de forma definitiva la causa de Dios con la del papado y la de la Orden que era su muralla; y se mostraron dispuestos, para la mejor defensa de ésta, a recomendar todas las formas de laxitud, a tolerar todos los usos del mundo, a sostener incluso las causas que sabían evidentemente anticristianas, si de todo esto podía resultar simplemente una ventaja de influencia para ellos”.

La política cotidiana de los estalinistas se identifica con esta práctica jesuítica. También el fascismo, quizás menos sinuoso y más abiertamente brutal, supo adaptarse a las normas democráticas durante el tiempo que le interesó para mejor hundirlas luego. ¿Es que a fin de cuentas el jesuitismo no es un totalitarismo cuya aspiración es dominar las almas para dominar luego los cuerpos? Verdad es que en el dominio de la mixtificación no ha llegado ni mucho menos tan lejos, tal vez por no tratarse de un movimiento de masas. Mas le corresponde, en todo caso, el lamentable privilegio de haber sido el precursor de una política que el fascismo y el estalinismo han completado de manera extraordinaria. Forzoso es señalar que nadie como el comunismo de nuestros días ha llegado al misticismo y la mixtificación a su expresión más apurada y total. Los ditirambos a Stalin no hallan ejemplo en la historia, ni siquiera en los regímenes de mayor corrupción y envilecimiento. ¿No ha llegado a decírsenos, a nosotros, españoles, que «La Pasionaria» es la figura contemporánea más grande de España?

Habrá quien diga que ese misticismo estalinista es necesario para mejor llevar al combate a las masas. Y hasta habrá quien justifique la mixtificación en nombre de los fines propuestos. Por nuestra parte lo negamos rotundamente. El movimiento por el socialismo no precisa de tales prácticas monstruosas, que esclavizan material y espiritualmente al hombre en lugar de liberarlo. El militante socialista tiene que poner su confianza en sí mismo y considerar la verdad como su compañera de lucha más fiel.

Sobre el autor: Iglesias, Ignacio

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