1936. ¿Revolución democratico-burguesa o revolución democratico-socialista? (Joaquín Maurín)

La Nueva Era (2ª época), núm. 4, mayo de 1936
 

Los comunistas stalinistas -prácticamente ex comunistas- afirman que nuestra revolución es de tipo democrático-burgués. Esto tiene consecuencias políticas extraordinariamente graves. Significa colocar al proletariado en un segundo plano desempeñando el papel de espolique, de auxiliar de la burguesía.

Los socialistas siguen navegando en medio de un mar de confusionismos y de falta completa de horizontes teóricos. En el fondo, creen también -y actúan en consecuencia- que la revolución es democrático-burguesa.

Esta posición doctrinal, y táctica como consecuencia, de comunistas (?) y socialistas es la causa principal de la lentitud del proceso revolucionario.

Frente a socialistas y comunistas, hay un sector marxista, el nuestro, que parte del supuesto de que estamos en presencia, no de una revolución democrático-burguesa, sino democrático-socialista o para mayor precisión, socialista.

La burguesía, clase reaccionaria

La burguesía fue una clase revolucionaria desde que empezó a manifestarse en el curso de la Edad Media y sobre todo durante los siglos XVI, XVII y XVIII, y luchaba contra el feudalismo y contra la Iglesia.

La burguesía, tras una serie de combates seculares que algunas veces adquirieron un esplendor épico –Revolución inglesa y Revolución francesa-, conquistó el poder político en un gran número de países. La burguesía organizó un sistema económico: el capitalismo. Ahora bien, de la misma manera que de los flancos del viejo feudalismo nació una clase social nueva -la burguesía- que debía acabar con él, de los flancos del capitalismo surgió el proletariado, cuya misión histórica era ser el heredero, continuador y destructor a la vez de la burguesía.

La burguesía, de clase revolucionaria con relación al feudalismo, se ha transformado en conservadora y reaccionaria con respecto al proletariado.

Esta transformación de la burguesía empieza a manifestarse a medida que el feudalismo cae hecho trizas y, en cambio, la clase trabajadora se desarrolla al calor de la fábrica y de la gran empresa. Es en la revolución de 1848 que se nota experimentalmente este cambio, adquiriendo en 1871, en la Commune francesa, proporciones gigantescas.

Esta evolución de la burguesía en sentido retrógrado, en oposición al crecimiento y al desarrollo revolucionario del proletariado, se acentúa más y más durante el siglo xx, época de imperialismos.

La primera revolución que surge en el siglo xx es la de Rusia, en 1905. Aun cuando en Rusia había que liquidar el feudalismo, se demostró palpablemente que la burguesía ya no era una fuerza revolucionaria y que la única clase verdaderamente progresiva era el proletariado. Solamente la clase trabajadora podía llevar la revolución adelante. La falta de un verdadero partido revolucionario que desempeñara las funciones de eje del proletariado y supiera buscar aliados, al campesino principalmente, determinó el fracaso de la revolución. La burguesía, después de algunas fluctuaciones, acabó por ligarse con el zarismo feudal contra la clase trabajadora.

En 1917 vuelve a plantearse el problema como en 1905. Pero el movimiento obrero tiene ante sí la experiencia de doce años atrás. Mientras que el socialismo reformista, el menchevismo, pretende que la revolución rusa es una revolución democrático-burguesa, el marxismo revolucionario, representado por Lenin y Trotski, opina que el proletariado debe ir a la conquista del poder político para llevar a cabo la revolución burguesa, que la burguesía es incapaz de hacer, e iniciar la revolución socialista.

No hay necesidad de que nos extendamos en consideraciones para demostrar que la posición bolchevique era justa frente al menchevismo. Lo asombroso, aparentemente, es que quienes se dicen continuadores del bolchevismo, cuando en España tea un problema parecido al de Rusia en posiciones que en aquella época defendían los Dan, Tsereteli, Kerenski, etc. Digo aparentemente porque, analizada la cosa a fondo, no hay por qué extrañarse. El comunismo de la época stalinista -y esto me propongo demostrarlo en un próximo artículo- es menchevismo de la peor especie, no teniendo nada, absolutamente nada que ver con el bolchevismo clásico.

La Revolución rusa, o mejor dicho, las tres revoluciones rusas, la de 1905 y las dos de 1917, son para la revolución proletaria lo que para las revoluciones burguesas fue la Gran Revolución francesa de fines del siglo XVIII: el guión ejemplar.

En Italia, en Alemania, en Austria, la socialdemocracia se empeñó en estabilizar la revolución sobre el flanco democrático-burgués. Quiso quedarse en el 1905 ruso sin llegar al Octubre de 1917. El fracaso no ha podido ser más contundente. Los trabajadores de dichos países y el propio proletariado internacional sufren ahora las consecuencias de las faltas del socialismo reformista, obstaculizando el triunfo de la revolución socialista.

El fascismo no es solamente la denegación política de la burguesía. Es también un castigo, un azote devastador, que la historia inflige a la clase trabajadora por su falta de audacia revolucionaria, por sus pecados reformistas.

Socialismo o fascismo

Cuando la Internacional Comunista, en 1935-1936, ha dado por liquidadas todas las perspectivas de revolución socialista mundial y ha puesto como mascarón de proa el «democracia o fascismo», parece que damos un salto hacia atrás de más de cien años. Lo que ahora es el fascismo entonces era la reacción feudal.

Al parecer, para los teorizantes de la Internacional Comunista -muchos de ellos antiguos mencheviques- en el mundo no ha pasado nada durante los últimos treinta años.

Demuestran, en primer lugar , una incomprensión total, absoluta, de lo que es el fascismo. El hecho de oponer dos términos abstractos, «democracia» y «fascismo», evidencia su situación fuera del marxismo.

La burguesía, cuando ha conquistado el Poder en lucha implacable contra el feudalismo, se ha sentido dictatorial. La dictadura burguesa era entonces progresiva. Cromwell, Robespierre simbolizan este estadio histórico.

A medida que el proletariado crece, formula demandas. Quiere tener un lugar bajo el sol. Pide pan y para garantizarlo organiza sus sindicatos. Necesita libertad que hay que arrancar a dentelladas al Estado capitalista. y para eso constituye sus partidos políticos.

La lucha de la clase trabajadora contra la burguesía, en una época en que el proletariado no ha alcanzado todavía su mayoría de edad, cristaliza adquiriendo formas democráticas. La burguesía, guardando los resortes del poder político y económico, se ve obligada a hacer, sin embargo, concesiones en ambos dominios, ya que no le es posible prescindir de la clase trabajadora.

El verdadero generador de la democracia no lo es la burguesía, sino la clase trabajadora. Solamente aquella clase social que es la mayoría de la población puede ser un defensor consecuente de la democracia hasta las últimas consecuencias. La burguesía ha puesto siempre dificultades a las conquistas democráticas después de vencido el feudalismo. La lucha por el sufragio universal, por la libertad de asociación, reunión y expresión es el barómetro que ha medido la gran presión del movimiento obrero, efectuada a veces a través de los partidos liberales de la burguesía, con vistas a la conquista de posiciones democráticas.

Ahora bien, hemos entrado en la fase de la decadencia capitalista. La burguesía comprende que el proletariado ha alcanzado la madurez y se prepara para llevar a cabo la sustitución. Una situación de democracia, naturalmente, favorece al movimiento obrero para prepararse con objeto de librar la batalla final.

Y ante esa situación, la burguesía, que ha sido democrática a regañadientes cuando la democracia favorecía a la clase trabajadora, marcha atropelladamente hacia la liquidación de todo vestigio democrático. Es la evolución hacia el fascismo.

El fascismo es una nueva forma de dominación de la burguesía que consiste en entregar el poder político a un puñado de “condottieris” y aventureros sin escrúpulos, regimentados, que lo ejercen despóticamente destruyendo toda organización obrera y todas las formas democráticas ganadas por la clase trabajadora. De este modo la burguesía, cuya capacidad de dirección política se ha agotado, se siente segura en el orden económico y hace esfuerzos por mantener con dificultades un régimen social que está en oposición con los intereses de la mayoría de la población, en contradicción con las necesidades del conjunto de la Humanidad.

¿Cómo es posible, pues, oponer democracia a fascismo?

La democracia, por lo que respecta a la burguesía, corresponde a un período superado. La burguesía no encarna ya la democracia, sino la dictadura de tipo fascista o fascistizante. La democracia está hoy vinculada al movimiento obrero, al triunfo del proletariado. Plantear el problema de la democracia -que es adjetivo y no sustantivo- significa abordar la cuestión de la toma del Poder por la clase trabajadora. Hablar de democracia al margen del socialismo es como creer que la luna puede ser atraída a la tierra utilizando una lente gigantesca. La óptica no se transforma en mecánica, sino en fantasía.

Pretender mantener la cuestión histórica en la estrechez de «democracia o fascismo» es un crimen imperdonable, ya que no será la burguesía la que picará en el anzuelo, sino que una tal concepción, a modo de valla, detendrá el movimiento revolucionario de la clase trabajadora en los momentos en que las circunstancias le son más favorables, dando así tiempo a la contrarrevolución fascista para prepararse. En una palabra, se repetiría lo que los mencheviques deseaban en Rusia en 1917 y lo que triunfó en Italia, Alemania y Austria, esto es, esforzarse en mantener la revolución dentro de los cuadros de la burguesía mientras que la burguesía evoluciona a marchas forzadas hacia el fascismo.

Una revolución burguesa

La fase histórica de las revoluciones burguesas corresponde a los siglos XVIII y XIX.

En esa época la burguesía española no supo hacer su propia revolución. y no la hizo porque el poder del feudalismo, por una serie de razones que no hemos de estudiar ahora, era tan abrumador y el peso de la burguesía tan débil relativamente, que no fue posible la victoria de la revolución burguesa como en otros países.

Los residuos feudales se agruparon alrededor de la monarquía. El combate contra la monarquía sintetizaba la primera etapa de la revolución libertadora.

La burguesía hizo posible la restauración de la monarquía en 1874 y no fue capaz más tarde de derrumbarla. Era ésta una misión que incumbía a la clase trabajadora.

A medida que el movimiento obrero ha ido desarrollándose durante el siglo xx y adquiriendo conciencia de clase, el problema de la revolución ha ido precisándose.

La monarquía, y con ella todo un sistema orgánico semifeudal-burgués, se hundió el 14 de abril de 1931, no simplemente a causa de unas elecciones, sino como resultado de una amplia movilización y de una intensa presión de las masas trabajadoras.

Al caer la monarquía se hundía también, en parte, el régimen capitalista existente en España. Históricamente el 14 de abril significaba el comienzo de la marcha hacia la revolución socialista.

Sin embargo, la socialdemocracia hizo esfuerzos indecibles con objeto de ayudar a la burguesía a llevar a cabo una «decorosa» revolución burguesa.

Mas todo aquello fracasó porque no es posible, ni aún con inyecciones de sangre proletaria, dar vigor revolucionario a una clase social, la burguesía, que ha entrado en su fase de decadencia.

Los problemas fundamentales de la revolución democrática quedaron sin resolver.

Lo que es conocido en nuestra Historia reciente por el «primer bienio» no fue, en resumidas cuentas, más que la demostración contundente de la imposibilidad de que la burguesía realice la revolución burguesa, y la evidenciación simultánea de que no hay manera de establecer una solución de continuidad entre la revolución democrática y la revolución socialista, como se habían propuesto nuestros socialdemócratas.

El 19 de noviembre de 1933 triunfaban en una consulta electoral los representantes de lo que en apariencia había sido vencido el 14 de abril de 1931. En dos años y medio, las fuerzas reaccionarias antes agrupadas alrededor de la monarquía habían conseguido rehacerse, presentar batalla y ganarla.

La prueba no podía ser más convincente. La revolución democrático-burguesa había sido una monstruosa superchería.

La burguesía marchaba a paso de carga hacia posiciones eminentemente fascistas. Seguía el mismo rumbo que la de los otros países.

Octubre de 1934

El proletariado español, aleccionado por lo que había sucedido en Alemania y Austria, se dispuso a librar batalla contra el fascismo en ciernes antes de que éste estuviese bien organizado y en condiciones de poder vencer a la clase trabajadora.

Tuvo lugar la gesta heroica e histórica de Octubre de 1934, culminando en la gloriosa insurrección de Asturias.

El movimiento de Octubre no fue de tipo republicano, democrático-burgués. Fue eminentemente socialista.

Octubre significa una reacción violenta contra la torpe política de reformas de 1931-33 y por el paso audaz a los dominios de la revolución socialista.

Es el proletariado quien lucha en Octubre. y lucha contra la burguesía reaccionaria incorporada a la República. La pequeña burguesía, el republicanismo de izquierda, cuando surge la gran explosión de Octubre, se inhibe atemorizada o hace un gesto de rebeldía para entregarse luego con armas y bagajes, decapitando el movimiento.

Octubre es derrotado, pero no vencido. La clase trabajadora de todo el país ha sido alertada por la acción revolucionaria y,
lejos de sentirse aplastada, trabaja subterráneamente, continuando lo que Octubre esbozó.

Octubre fue el prólogo de la segunda revolución, de la revolución socialista. El movimiento obrero, después de haber escrito con su sangre y con sus esfuerzos ese prefacio, se prepara para pasar a nuevas acciones.

En las elecciones del 16 de febrero queda derrotada la contrarrevolución. La lucha del 16 de febrero es la continuación, en una forma legal, de Octubre de 1934. La disputa se libra en torno a la cuestión de Octubre. La bandera principal es la de la amnistía y la readmisión de los obreros despedidos. Triunfa Octubre, es decir, el movimiento obrero. Triunfa la idea de la
revolución socialista.

Sin embargo, por una de esas frecuentes paradojas de la Historia, quien ocupa exteriormente un primer lugar, el que aparece
como primer vencedor es la pequeña burguesía, es el movimiento republicano. y son los republicanos los que pasan a ocupar el
poder, apoyándose, eso sí, sobre dos partidos obreros: el socialista y el comunista.

Una vez más, la política española aparece descentrada, manifestándose una contradicción entre lo que es y lo que debiera ser. La aplastante mayoría del país es socialista -entendiendo por esta palabra el movimiento obrero de tendencias transformadoras-. Los trabajadores de la ciudad, como los campesinos, no aguardan nada de la República  seudo-democrática. Sus esperanzas van más allá. Van hacia perspectivas de una nueva estructuración social.

Pero el poder es usufructuado por partidos ficticios que no representan más que un equívoco. Ni Azaña, ni Martínez Barrio, ni Companys tienen una fuerza real detrás de sí. La pequeña burguesía no ha tenido nunca en España un considerable peso específico. y la gran burguesía no se encuentra detrás de Azaña, Companys y Martínez Barrio, sino que va situándose abiertamente al lado de la contrarrevolución fascista. Los partidos republicanos que detentan el poder no son otra cosa, de hecho, que el exponente de la falta de voluntad de los partidos obreros -socialista y comunista- para lanzar la clase trabajadora por los senderos que conducen a la toma violenta del poder.

Se repite aquí algo análogo a lo que ocurrió en Italia en 1919 y 1920. «El país era socialista -decía un observador-, pero el socialismo no sabía qué hacer con el país.» En efecto, España, todo el país desea una revolución socialista, pero los que debieran ser los impulsores más decisivos, se mantienen en la actitud estática de la política del Frente Popular, o lo que es lo
mismo: se empeñan en que la revolución no desborde la linde que le ha trazado la burguesía.

Aunque es difícil poner vallas al campo, detener un torrente impetuoso, paralizar la marcha de la Historia.

Lo sorprendente e interesante de este momento es que las masas están por encima de sus directivos y de sus partidos. El movimiento de contraofensiva que tuvo lugar en todo el país hasta septiembre de 1934 fue un movimiento intuitivo de las masas. Octubre fue asimismo una acción de masas sin dirección central coordinadora. La batalla del 16 de febrero de 1936 representa otro triunfo de las masas. La amnistía, arrancada en seguida por imposición de abajo, también. La huelga general del 17 de abril declarada en Madrid en oposición con los organismos directivos, por la presión de las masas, ha sido el último ejemplo, y no el menos importante.

Las masas están bien, admirablemente bien. Pero un marxista no puede creer en una constante capacidad espontánea de las masas. Las masas necesitan absolutamente un partido revolucionario dirigente dotado de una justa política marxista.

El inevitable fracaso de la situación actual

Azaña, en la presidencia del Gobierno y en la probable presidencia de la República, apoyado por socialistas y ex comunistas, se propone -dice- estabilizar la situación, consolidando la República democrática. ¿Tendrá Azaña y los que le sostienen más fuerza persuasiva, más poder dominador y convincente que la socialdemocracia alemana y austriaca? ¿Lograrán ellos conseguir en España lo que no se ha obtenido en ningún otro lugar? Tan sólo formular la pregunta demuestra lo absurdo de una tal suposición.

Azaña tiene dos caminos ante sí: o convertirse en el centro de convergencia de la burguesía en oposición al movimiento obrero, o quedar triturado entre dos fuegos: el de la burguesía, por un lado, y el del movimiento obrero, por el otro.

La primera posibilidad no es inverosímil, aunque la segunda es la más probable.

La ofensiva de la burguesía ya ha empezado. Se lleva a cabo por todos los medios: atentados, terrorismo, manifestaciones, conspiraciones militares y fascistas, campañas de prensa a pesar de la censura, oposición violenta en el Parlamento, emigración de capitales, disminución de cuentas corrientes, pánico bursátil, cierre de fábricas, sabotaje consciente, desobediencia de ciertas órdenes del Estado, campaña internacional de prensa y financiera, etc.

La situación económica es enormemente grave. Dentro de poco tiempo, si las cosas continúan al ritmo actual, sobrevendrá un colapso financiero como el que tuvo lugar en Francia en 1926, en España en 1930 y en Inglaterra en 1931. Entonces es posible que se lance el grito de «tregua y unión sagrada para salvar a España», lo que no sería otra cosa que el salvamento de la burguesía española.

Azaña, en el Parlamento, en su primer discurso, dijo que cumpliría el pacto del Frente Popular, «sin quitar ni añadir punto ni coma». Esta afirmación es bastante significativa si se tiene en cuenta que el pacto del Frente Popular fue un compromiso de carácter electoral, viéndose los partidos obreros obligados a hacer una serie de concesiones ya presentar demandas minoritarias para hacer posible la coalición obrera-republicana, necesaria dado el estado de cosas existente a comienzos de 1936.

Azaña no quiere rebasar las demandas mínimas de los obreros. ¿Será esto posible? ¿Es que la presión de abajo, de las masas, no romperá los modelos estrechos del pacto del Frente Popular?

Lo ocurrido en Madrid a mediados de abril es altamente sintomático y señala lo que puede ocurrir.

El 14 de abril se celebró el quinto aniversario de la proclamación de la República. Tuvieron lugar una serie de atentados y provocaciones de carácter fascista. El día 16 se llevó a cabo una manifestación militar-fascista. La situación era enormemente grave. El movimiento obrero comprendió lo delicado de la situación, contrastando la debilidad del Gobierno con la procacidad de los contrarrevolucionarios. La situación era propicia para una huelga general que detuviera los avances fascistas y obligara al Gobierno a tomar medidas radicales. La huelga general era necesaria. Pero los partidos y organizaciones que forman parte
del Frente Popular se conformaron con las buenas promesas del señor Azaña, y recomendaron «calma y vigilancia». Mas el movimiento obrero de Madrid, con una comprensión justísima de la importancia del momento, fue a la huelga general pasando por encima de sus directivos ligados al Frente Popular.

Las masas, afortunadamente, van más allá del Frente Popular.

El pacto del Frente Popular dice que hay que llevar a cabo la Reforma Agraria, resolver la cuestión del paro forzoso, entre otras cosas.

Limitémonos solamente a estos dos aspectos.

Supongamos que, en efecto, tienen lugar los acontecimientos de que habla frecuentemente el ministro de Agricultura. A los campesinos de determinadas provincias españolas se les dará un trozo de tierra. ¿Pero es que la tierra desnuda podrá satisfacer a esos campesinos famélicos? Los campesinos necesitarán dinero para comprar aperos, simientes, abonos, ganado. ¿De dónde podrán sacar el dinero necesario? Azaña dijo en el Parlamento: «les daremos dinero». ¡Qué optimismo barato! Para dar posibilidades económicas a los campesinos no hay otro remedio que nacionalizar la Banca. ¡Ah! Pero de esto los republicanos del Frente Popular no quieren ni oír hablar.

En el problema del paro forzoso ocurre algo análogo. «No es cuestión de subsidio, sino de dar trabajo», dice Azaña. ¿Cómo? ¿Ensanchar las posibilidades de ocupación cuando la economía está en crisis crónica y cada día se cierran fábricas, minas y empresas? Para sacar la economía del marasmo no hay tampoco otra solución que poner la banca al servicio del interés general.

Es decir, que por dondequiera que el problema sea considerado, se llega fatalmente a la conclusión que para salir del atolladero actual no hay otra perspectiva viable que entrar de lleno en el comienzo de las realizaciones de tipo socialista.

Pero como los republicanos, burguesía liberal, no pueden saltar por encima de su sombra, el fracaso de su actuación será tan inevitable como durante el primer período de su dominación: 1931-1933.

Hacia la toma del poder por la clase trabajadora

Si el proletariado español tuviera un gran partido marxista revolucionario, probablemente ya se hubiese verificado la toma del poder por la clase trabajadora.

Ha sido demostrado y se demostrará de nuevo una vez másque no hay posibilidad alguna de encerrar la revolución en el cerco de la revolución democrático-burguesa. La Historia, el desarrollo de la clase obrera, la conciencia política del proletariado, la incapacidad y las contradicciones de la propia burguesía, las mismas necesidades colectivas llevan a la conclusión final: el paso al socialismo, es decir, la revolución socialista.

La toma del poder por la clase trabajadora entrañará la realización de la revolución democrática que la burguesía no puede hacer -liberación de la tierra, de las nacionalidades, destrucción de la Iglesia, emancipación económica de la mujer, mejoramiento de la situación material y moral de los trabajadores- y al mismo tiempo iniciará la revolución socialista, nacionalizando la tierra, los transportes, minas, gran industria y Banca.

Nuestra revolución es democrática y socialista a la vez, puesto que el proletariado triunfante tiene que hacer una buena parte de la revolución que correspondía a la burguesía y, simultáneamente, ha de empezar la revolución socialista. La trascendencia que la toma del poder por los trabajadores en nuestro país tendrá en todo el mundo es incalculable. Inaugurará un período de grandes conmociones revolucionarias, de hundimiento de regímenes fascistas y de empuje arrollador de los pueblos esclavizados en busca de su emancipación.

Nuestro país, rezagado en la Historia, puede de un salto ponerse a la cabeza de un grandioso movimiento de consecuencias incalculables.

Una serie de circunstancias hacen que la clase trabajadora española sea hoy el centro de esperanza del proletariado mundial. Cierto que nuestro movimiento obrero tiene todavía una serie de escollos que sortear y dificultades subjetivas que vencer para llevar a feliz término su misión. Pero de esto hablaremos en otra ocasión.

Edición digital de la Fundación Andreu Nin, junio 2002

Sobre el autor: Maurín, Joaquín

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